Epílogo

La verdadera historia del Liang Shan Po

–La última vez que nos vimos me dijo que hoy acabaría de contarme la historia. Me prometió que me contaría por qué, en vez de contarla usted, ha aceptado que sea yo quien lo haga.

–Se lo cuento rápidamente.

–Por mí no tenga prisa: es nuestro último día.

–Ya lo sé, pero ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos y mientras tanto he descubierto que lo que yo creía que era el fin de la historia no lo es. Al grano. ¿Le he hablado ya de las cenas galantes que de vez en cuando me organizaban Cortés y su mujer en su casa? En teoría la idea era encontrarme pareja; en la práctica también, supongo, aunque la mayoría de las veces aquello era simplemente una excusa para vernos los sábados por la noche. El sábado en cuestión las invitadas eran, según me anunció Cortés durante la semana, dos treintañeras que acababan de fundar una pequeña editorial para la que su mujer estaba traduciendo un libro de divulgación filosófica.

–Mis editoras.

–Silvia y Nerea, sí. Me cayeron bien, y a los postres, como ya era habitual en aquellas cenas, Cortés y su mujer desviaron la conversación hacia los asuntos del despacho, para que yo me sintiera a gusto, en mi terreno. Esta forma venial de paternalismo me resultaba casi siempre irritante, pero aquella noche la aproveché para lucirme, y al llegar el café y los licores me puse a hablar sobre el Zarco y sobre mi relación con él. Nunca había hablado con Cortés ni con su mujer del asunto, aunque ellos sabían como todo el mundo que, de adolescente, yo había sido miembro de la banda del Zarco –al fin y al cabo María lo había pregonado a los cuatro vientos–, y por supuesto conocían todos o casi todos los entresijos de mi peripecia como abogado del Zarco. Sea como sea, aquel fue prácticamente el único tema de conversación de una sobremesa que se prolongó hasta las dos o las tres de la madrugada.

Al día siguiente, domingo, me pasé la mañana durmiendo y la tarde arrepintiéndome de haberles contado aquella historia a dos desconocidas. Por lo menos un par de veces telefoneé a Cortés, que intentó tranquilizarme asegurando que la noche anterior yo había estado brillante, que no había dicho nada indebido y que estaba seguro de que había impresionado a las editoras. El lunes a primera hora recibí una llamada de Silvia, y al pronto pensé que Cortés o su mujer habían hablado con ella y que llamaba para calmarme. No llamaba para eso. Silvia me preguntó si aquella semana podíamos comer juntos algún día; añadió que quería hacerme una propuesta. ¿Qué propuesta?, quise saber. Te la cuento cuando nos veamos, contestó. Adelántame algo, le rogué. No me dejes en ascuas. Queremos que escribas un libro sobre el Zarco, concedió. Apenas escuché la propuesta supe que iba a aceptarla; también supe por qué había hablado a tumba abierta con Silvia y con Nerea de mi relación con el Zarco: precisamente porque en secreto esperaba convencerlas de que me hicieran la propuesta que acababan de hacerme. Casi avergonzado de mi astucia, para que ni Silvia ni Nerea sospecharan que habían caído en mi trampa rechacé de entrada la propuesta. Le dije a Silvia que no sabía cómo se les había ocurrido una idea semejante y que se lo agradecía pero que era imposible. Con la boca pequeña argumenté: Para empezar, yo sé hablar, pero no escribir. Y, para terminar, sobre el Zarco ya se ha dicho todo. Esa es la mejor razón para que escribas el libro, replicó fácilmente Silvia. Sobre el Zarco ya se ha dicho todo, pero todo es mentira; o casi todo. Lo dijiste el sábado. Por lo menos tú tienes algo verdadero que contar. Y, en cuanto a lo de que no sabes escribir, no te preocupes: escribir es más fácil que hablar, porque hablando no puedes corregir, pero escribiendo sí. Además, Cortés nos ha contado que tienes empezadas unas memorias o algo parecido. Eso dijo Silvia, y solo entonces caí en la cuenta, con alivio, de que para ella y Nerea la supuesta cena galante había sido en realidad una cena de negocios, por no decir una encerrona, y de que en aquel asunto se habían juntado mi hambre de escritor escondido con las ganas de comer de aquellas editoras primerizas. No son unas memorias, la corregí, a punto de dejar de fingir que no quería lo que en realidad sí quería. Son apuntes, retales, pedazos de recuerdos, cosas por el estilo; además, no solo tratan del Zarco. Da lo mismo, se entusiasmó Silvia. Ese es tu libro: el que empezaste a escribir antes de que nosotras te lo pidiéramos. Ahora no te falta más que terminar los retales y coserlos.

Francamente, yo también me entusiasmé. Tanto que, después de comer con Silvia al otro día, puse manos a la obra de inmediato, y durante un mes dediqué las tardes y las noches completas a escribir el libro. Hasta que comprendí que no era capaz de hacerlo, sobre todo porque, aunque todo lo que escribía era verdad, nada sonaba a verdad. Así que me di por vencido. Fue en ese momento cuando Silvia me sugirió que le contase a otra persona la historia, para que ella se encargase de escribirla; me pareció una buena idea: se me ocurrió que, mientras la historia fuese verdadera, no importaba quién la escribiese, y con el tiempo he llegado a pensar que es preferible que no la cuente yo sino otra persona, alguien ajeno a la historia, alguien a quien la historia no le afecte y pueda contarla con distancia.

–Alguien como yo.

–Por ejemplo.

–¿Entonces fue usted quien propuso mi nombre?

–No. Fue Silvia. O quizá Nerea. Ya no me acuerdo. Pero fui yo quien dio el visto bueno; y también quien puso las condiciones. Unos días después de que yo aceptara su sugerencia, Silvia me llamó por teléfono y me dijo que tenía la persona perfecta para hacer el trabajo. A la mañana siguiente recibí su libro sobre los crímenes de Aiguablava. Yo no había oído hablar de usted, pero había seguido el caso por los periódicos, y el libro me gustó porque, al contrario del que yo había intentado escribir, todo lo que se contaba en él sonaba a verdad; más me gustó aún que, además de sonar a verdad, lo fuera, o al menos que su versión de los hechos coincidiera con la del juez.

–No era tan difícil.

–No, pero sobre aquella historia se contaron muchas fantasías, y me alegró que usted no se dejara embaucar por ellas y no cediera a la tentación de reproducirlas. Pensé que, además de saber escribir, era usted de fiar.

–Gracias. De todos modos debo advertirle que, en mi caso, eso no tiene mucho mérito, porque yo soy de los que piensan que la ficción siempre supera a la realidad pero la realidad siempre es más rica que la ficción.

–Lo cierto es que fue usted el elegido, que en seguida empecé a contarle la historia y que ahora ya estamos casi al final.

–¿Casi?

–Ya le dije que ese no era exactamente el final. El final –o lo que ahora mismo me parece el final– ocurrió hace un par de semanas, después de que usted y yo nos viésemos por última vez. Una tarde, mientras estaba con Gubau en casa de una clienta a la que íbamos a defender de una acusación de desfalco, recibí un sms. «Hola, Gafitas», decía. «Soy Tere. Ven a verme cuanto antes». Luego añadía un número y un piso de la calle Mimosa, en la Font de la Pòlvora, y terminaba: «Está encima del Snack-Bar José y Juan. Te espero». Me guardé el móvil, traté de concentrarme otra vez en la declaración de mi clienta; al rato comprendí que ni siquiera me estaba enterando de lo que decía y la interrumpí. Disculpe, le dije, levantándome. Ha surgido un imprevisto y tengo que marcharme. ¿Qué pasa?, me preguntó Gubau, inquieto. Nada, contesté. Termina tú y vuelve en taxi. Mañana hablamos en el despacho.

Eran sobre las siete de la tarde y estaba en Amer, así que debí de llegar a la Font de la Pòlvora sobre las siete y media. El barrio me produjo la misma sensación de siempre, una sensación de pobreza y suciedad enquistadas; pero la gente, que abarrotaba las calles, parecía contenta: vi un grupo de niños saltando sobre un colchón polvoriento, varias mujeres probándose los vestidos que rebosaban de una camioneta, un grupo de hombres fumando y palmeando una rumba. En seguida di con el Snack-Bar Juan y José, en los bajos de un edificio de fachada amarillenta. Aparqué el coche, crucé por delante de la puerta del Snack-Bar y entré en el edificio.

En el portal intenté encender la luz de la escalera, pero no funcionaba y tuve que subirla a oscuras, palpando las paredes descascaradas. Olía mal. Al llegar a la puerta del piso que me había indicado Tere apreté el timbre, pero tampoco funcionaba, y cuando iba a llamar a la puerta con la mano me di cuenta de que no estaba cerrada. La abrí del todo, recorrí un pasillo mínimo y desemboqué en una salita; allí estaba Tere, sentada en un viejo sillón de orejas, con una manta sobre las piernas y mirando por la ventana. Debí de hacer algún ruido, porque Tere se volvió hacia mí; al reconocerme sonrió con una sonrisa donde había por igual alegría, sorpresa y cansancio. Hola, Gafitas, dijo. Qué pronto llegas. Se pasó una mano por el pelo desgreñado, tratando de arreglárselo un poco, y añadió: ¿Por qué no me has avisado de que ibas a venir? De inmediato me di cuenta de que algo esencial había cambiado en ella, aunque no supe qué. Tenía mal aspecto: estaba muy demacrada, con grandes bolsas oscuras bajo los ojos y los huesos muy visibles en la cara; sus labios, que habían sido colorados y carnosos, estaban secos y pálidos, y respiraba por la boca. En vez de justificarme diciendo que llegaba tan pronto porque ella me había pedido que fuera cuanto antes, pregunté: ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres que haga?, contestó, casi divertida. Esta es mi casa. Pero aquello, la verdad, no parecía una casa; más bien parecía un garaje abandonado: las paredes del cuarto eran grises y estaban llenas de manchas de humedad; no había más muebles que una mesa de formica, un par de sillas y, en el suelo, frente a Tere, un televisor viejo y apagado; también en el suelo vi papeles de periódico, colillas tiradas, una botella de Coca-Cola de litro vacía. Ajena a aquel caos, Tere estaba en bata, con las manos cruzadas en el regazo; debajo de la bata llevaba un camisón rosado. ¿Eres capaz de andar?, pregunté. Tere me interrogó con la mirada; sus ojos eran de un verde mate, sin vida. Aquí no puedes seguir, dije. Dime dónde hay un abrigo y nos vamos a casa. Mis palabras borraron de golpe la alegría de la cara de Tere. No voy a ir a ninguna parte, Gafitas, replicó. Ya te he dicho que esta es mi casa. Me quedé mirándola; ahora estaba muy seria. Anda, dijo, gesticulando vagamente. Coge esa silla y siéntate ahí.

Me senté delante de ella. Le cogí las manos: eran todo hueso, y estaban frías; sin decir nada, Tere se puso a mirar por la ventana. A través de los cristales sucios se veían las traseras de un par de bloques de pisos donde se acumulaban montones de basura y trastos inservibles, unos niños jugando al fútbol en un descampado, y más allá, sujeto por una cuerda a un poste, un caballo percherón pastando en un prado; unas nubes rocosas y oscuras cerraban el cielo. Le pregunté a Tere si estaba enferma; me dijo que no, que solo había tenido una gripe sin importancia, que ya se estaba curando, que se alimentaba bien y que estaba bien atendida. Eso dijo, pero, como muchas explicaciones convencen menos que una sola, y como su apariencia no era precisamente saludable, no la creí. Julián llegará dentro de un rato, añadió. No pregunté quién era Julián. Hubo un silencio demasiado largo, y de improviso me oí romperlo preguntándole por qué me había abandonado después de la muerte del Zarco, por qué se había ido sin decir nada; en seguida me arrepentí de la pregunta, pero Tere pareció pensar a conciencia la respuesta. Antes de darla se soltó de mis manos y volvió a recostarse en el sillón. No lo sé, contestó; pero se contradijo de inmediato: Además, tampoco lo entenderías. Como si tuviera prisa por cambiar de asunto empezó a hablar de la Font de la Pòlvora; Tere sabía que yo iba allí de vez en cuando –muy de vez en cuando– por trabajo, y en determinado momento me preguntó cómo había visto el barrio. Como siempre, contesté. La ciudad cambia, pero esto siempre sigue igual. Tere asintió, pensativa; al rato se pasó la lengua por los labios y sonrió levemente. Más o menos como yo, dijo. Le pregunté qué quería decir. Se encogió de hombros, miró un momento por la ventana y volvió a mirarme. Bueno, dijo. Yo también intenté cambiar, ¿no? Y acto seguido, sin duda porque notó un punto de confusión o perplejidad en mi cara, explicó: Cambiar, dejar de ser lo que era, ser de otra forma. Lo intenté. Tú lo sabes. Viví fuera, quise estudiar, salí contigo, con Jordi, qué sé yo… Total para qué. Fui una idiota, creí que funcionaría. Y aquí me tienes otra vez. Hizo una pausa, añadió: En el Liang Shan Po. Volvió a sonreír, ahora con una sonrisa ancha y casi alegre otra vez y, antes de que yo pudiera salir de mi sorpresa, preguntó: Así es como llamabas tú a los albergues, ¿verdad? No contesté, no le pregunté si sabía aquello por el Zarco: al fin y al cabo no podía saberlo por nadie más. Tere descruzó un momento las manos y con una de ellas pareció querer abarcar lo que había más allá de la ventana, la miseria sin redención de aquel gueto donde habían sido confinados, justo después del verano del 78, los últimos habitantes de los albergues. Dijo: Pues aquí tienes lo que queda del Liang Shan Po. Esperé a que continuara, pero no lo hizo; solo se me ocurrió decir: Eso del Liang Shan Po es una bobada. Tere replicó: Ya te dije que no lo entenderías.

De nuevo iba a preguntarle qué quería decir cuando se apartó la manta de las piernas y se puso de pie. Tengo que ir al baño, dijo. Me levanté y, mientras la ayudaba a caminar, me di cuenta de que estaba aún más delgada de lo que parecía a simple vista: noté en mis manos los huesos de sus hombros, de sus omóplatos y de sus caderas. En el lavabo no había luz y la cisterna estaba estropeada. Temiendo que pudiera caerse, le pregunté si quería que me quedase con ella allí dentro, pero me dijo que no, me alcanzó un barreño y me pidió que lo llenase de agua en la cocina. Hice lo que me decía y, mientras la escuchaba orinar detrás de la puerta, con el barreño en las manos, esperando a que terminase, sentí que tenía que sacar a Tere de aquella casa, pero no por ella, sino por mí. Como tardaba demasiado le pregunté si se encontraba bien; su respuesta consistió en abrir la puerta, en quitarme el barreño y en volverse a encerrar.

Cuando salió se había lavado la cara y se había peinado. Me devolvió el barreño y me pidió que lo dejase otra vez en la cocina. A punto estuve de decirle: Vámonos ya, Tere. Estás enferma, tiene que verte un médico. Ponte algo y voy a buscar el coche. Pero esperé, no dije nada. Cogí el barreño, Tere echó a andar sola hasta que se sentó en su sillón y se tapó de nuevo con la manta. Parecía muy cansada del esfuerzo y se puso a mirar por la ventana; el cielo estaba todavía más oscuro que antes, pero aún no era de noche. Dejé el barreño en la cocina y regresé a la sala. Al verme, Tere dijo: ¿No vas a preguntarme para qué te he pedido que vengas? Volví a sentarme frente a ella y fui a cogerle otra vez las manos, pero las apartó y se cruzó de brazos, como si de repente le hubiera entrado frío. ¿Para qué me lo has pedido?, pregunté. Tere dejó pasar unos segundos; luego dijo, sin más: Yo os delaté. Escuché las palabras, pero no entendí su significado; Tere las repitió. Sabiendo de qué estaba hablando, le pregunté de qué estaba hablando.

–Hablaba del último atraco, ¿no? El atraco a la sucursal del Banco Popular en Bordils.

–Claro.

–Quería decir que fue ella la que dio el chivatazo.

–Claro. Me quedé quieto, mudo, como si me hubiera contado que acababa de ver un ovni o que la acababan de condenar a la silla eléctrica. Tere descruzó los brazos y, en cuanto empezó a hablar (lentamente, con muchas pausas), aparté la mirada de ella y la fijé más allá de la ventana y de los chavales que seguían jugando al fútbol, en el percherón que deambulaba alrededor del poste. Tere aseguró que lo que había dicho era verdad, repitió que había sido ella la que nos había delatado a la policía y que por eso había puesto una excusa para no intervenir aquella mañana en el atraco. Me metieron miedo, explicó. Me amenazaron. Aunque si solo me hubiesen amenazado a mí no les hubiese dicho nada. Amenazaron a mi madre y a mis hermanas, amenazaron con llevarse a los niños. Estaban hartos de nosotros, sobre todo estaban hartos del Zarco. Querían pillarlo como fuese; por él y porque sabían que, si le pillaban a él, se acababa la basca. Me pusieron entre la espada y la pared. Yo sabía que más temprano que tarde nos pillarían; y también sabía que el Zarco nunca iba a sospechar de mí y que, si por un milagro averiguaba que os había delatado, no me haría nada. A mí no. De modo que acabé cediendo. ¿Qué remedio me quedaba? El interrogante quedó en el aire unos segundos. Yo estaba atónito: no sabía qué pensar, salvo que lo que Tere decía era cierto. ¿Cómo no iba a serlo? ¿Qué interés podía tener Tere en mentir sobre aquel asunto, y además tantos años después? ¿Qué podía ganar acusándose de aquello? Solo puse una condición, continuó. Y me la aceptaron. Esta vez aguardó a que yo hiciese la pregunta, pero no la hice. La condición era que te dejasen escapar, dijo. Aparté la mirada de la ventana y la fijé en ella. ¿A mí?, pregunté. Tere se rozó con un dedo el lunar junto a la nariz. Tenía que elegir a alguien y no podía elegir al Zarco, explicó. Ya te lo he dicho: al Zarco no iban a dejarlo escapar; a ti sí. Hizo una pausa. Lo entiendes, ¿verdad?, dijo. Aquella mañana los polis no iban a por ti. Aunque el Zarco no los hubiese parado en La Devesa no te hubiesen cogido; y si te hubiesen cogido te hubiesen soltado en seguida. Ese era el trato que hice con ellos. Y esa clase de tratos se cumple. Lo sabes tú mejor que yo.

Así era: lo sabía; pero seguía sin saber qué pensar, ni qué decir. Dije: ¿Por qué me cuentas esto ahora? ¿Por qué no me lo contaste antes? Tere respondió: Porque antes el Zarco estaba vivo y no quería que le fueses con el cuento. Añadió: Y porque no quiero que sigas pensando lo que no es. Quiero que sepas la verdad; y la verdad es que no le debías nada al Zarco. Tere se quedó mirándome unos segundos, expectante. Como yo no decía nada preguntó: ¿Estás enfadado conmigo? ¿Por qué voy a estarlo?, contesté. ¿No has dicho que me salvaste? Sí, dijo. Pero antes te delaté. A ti y a todos. Y encima dejé creer a todo el mundo que el que los había delatado eras tú. ¿Qué ibas a hacer?, repliqué, encogiéndome de hombros. Primero no te quedó más remedio que delatarnos; y luego no te quedó más remedio que callarte que nos habías delatado. Además, continué, después de una pausa, ¿sabes cuántos años hace que pasó eso? Treinta. Ya no le importa a nadie. A los que les podía importar ya están muertos. El Zarco está muerto. Todo el mundo está muerto. Todo el mundo excepto tú y yo. Tere me escuchó con atención, no sé si aliviada o escéptica, y en cuanto acabé de hablar se volvió otra vez hacia la ventana. Observé su perfil afilado, sus sienes y sus mejillas muy pálidas, que dejaban ver el entramado azul de las venas. Antes de que yo pudiera seguir, Tere dijo: Mira. Está lloviendo.

Miré: del cielo caía un agua gruesa y lenta, que estaba ahuyentando a los niños del descampado; el percherón, en cambio, se había quedado inmóvil bajo la lluvia. Acerqué mi asiento al de Tere hasta que nuestras rodillas se rozaron, y justo cuando me disponía a hablar reparé en que su pierna izquierda estaba quieta, apaciguada, sin su perpetuo movimiento de pistón. De repente tuve la seguridad de que ese era el cambio que había notado al verla, y de que ese cambio lo cambiaba todo. Tere, dije, cogiéndola otra vez de las manos. Parecía absorta en la lluvia, agotada por la confesión que acababa de hacer. Repetí su nombre; se volvió y me miró. ¿Te acuerdas de los recreativos Vilaró?, le pregunté. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos? Tere aguardó a que yo continuara. ¿Sabes lo primero que pensé cuando te vi? Hice un silencio. Pensé que eras la chica más guapa del mundo. ¿Y sabes lo que pienso ahora? Hice otro silencio. Que eres la chica más guapa del mundo. Tere sonrió con los ojos, pero no con los labios. Déjame que te lleve al hospital, dije. Luego nos iremos a casa. No te pasará nada. Te cuidaré. No volveremos a separarnos. Te lo prometo. Tere me escuchó sin inmutarse, sin perder la sonrisa. Cuando terminé de hablar dejó pasar unos segundos, aspiró hondo, se incorporó un poco, me cogió las mejillas con las manos y me besó; sus labios no sabían a nada. Luego dijo: Tienes que marcharte, Gafitas. Julián está a punto de llegar.

No dijo más. No insistí más. Sabía que era inútil. Nos quedamos el uno frente al otro, mirando en silencio por la ventana mientras la penumbra se apoderaba de la salita; fuera, abandonado bajo la lluvia, el percherón parecía devolvernos una mirada casi humana. Al cabo de un rato Tere dijo otra vez que era mejor que me marchase. Me levanté y le pregunté si podía hacer alguna cosa por ella. Tere movió de forma casi imperceptible la cabeza, a un lado y a otro, antes de decir que no. Pasado mañana nos vamos, añadió. Miré el desorden de desbandada que reinaba en el piso y anoté el plural. ¿Adónde?, pregunté. Tere se encogió de hombros. Por ahí, dijo. Entonces pensé que no iba a volver a verla y di un paso hacia ella. Por favor, Gafitas, dijo Tere, levantando una mano. Me frené, me quedé allí quieto unos segundos, observándola fijamente, como si me hubiera asaltado de golpe la sospecha de que aquella imagen enferma de Tere, sentada en aquel sillón de orejas, en aquel piso desolado de aquel barrio miserable, vestida con una bata azul y un camisón raído, pálida, demacrada y exhausta, iba a suplantar de por vida a todas las que conservaba de ella, y mi memoria hubiera empezado a luchar ya contra esa injusticia flagrante. Hasta que, sin pronunciar una palabra más, di media vuelta y me marché.

Una tromba de agua caía sobre la Font de la Pòlvora cuando salí de casa de Tere.

Aquella noche y los dos días siguientes fueron angustiosos. No quería llamar por teléfono a Tere ni volver a la Font de la Pòlvora, pero le envié a Tere varios sms. Al principio me contestó. Yo le preguntaba cómo estaba y si necesitaba algo y ella me contestaba que no necesitaba nada y que estaba bien. El último sms que me envió decía: «Estoy curada, Gafitas. El médico me ha dado el alta. Voy de camino. Adiós». Le respondí felicitándola, preguntándole dónde estaba y adónde iba, pero ya no me contestó. Pasado el primer momento de frustración, me tranquilicé, y entonces la angustia se convirtió en un sentimiento agridulce: por un lado pensaba que no volvería a ver a Tere, que aquello era el fin de la historia y que ya me había pasado todo lo que me tenía que pasar; pero por otro lado pensaba que por fin conocía la verdad y que, ahora sí, todo encajaba. La tranquilidad –o por lo menos la sensación tranquilizadora de que todo encajaba– no duró mucho tiempo. Una de aquellas noches, mientras me tomaba una copa en casa antes de acostarme, me asaltó una duda. Pasé la madrugada entera debatiendo con ella, y lo primero que hice al llegar a mi despacho a la mañana siguiente fue pedirle a mi secretaria que me consiguiera el teléfono del inspector Cuenca. Supongo que ya le habré contado que después del verano del 78 el inspector y yo habíamos continuado viéndonos.

–Algo me contó; también me lo contó el inspector: me dijo que después de aquel verano se perdieron de vista unos años y que, cuando pasaron, volvieron a verse como si no se conociesen de nada.

–Es verdad. Fingíamos que no nos conocíamos, y fingíamos muy bien. Sobre todo nos vimos en la época en que él trabajaba en el Gobierno Civil, casi enfrente de mi bufete, como asesor del gobernador en temas de seguridad. En esos años hicimos una cierta amistad, pero ni siquiera entonces ninguno de los dos mencionó nada, y mucho menos que él había estado a punto de mandarme a la cárcel por pertenecer a la basca del Zarco. Luego dejamos otra vez de vernos y luego, no hace mucho, supe que de un tiempo a esta parte era jefe de la comisaría del aeropuerto. Y allí, en el aeropuerto, lo localizó aquella mañana mi secretaria. Cuando le dije al inspector que necesitaba hablar con él, se limitó a preguntar: ¿Es urgente? Para mí, sí, contesté. Me dijo que tenía una mañana complicada pero que podíamos quedar a media tarde, me propuso que fuera a verle a su despacho en el aeropuerto. Es un asunto privado, dije. Preferiría hablarlo en otro sitio. Oí un silencio al otro lado de la línea; luego oí: Bueno, como quiera. Me preguntó cuándo y dónde quedábamos; le dije lo primero que se me ocurrió: a las seis, en un banco de la plaza de Sant Agustí.

A las seis menos cuarto yo ya estaba sentado al sol en un banco de la plaza de Sant Agustí, frente a la estatua del general Álvarez de Castro y los defensores de la ciudad. Algo después de las seis apareció el inspector Cuenca, resoplando y con la americana doblada bajo el brazo. Me levanté, le estreché la mano, le agradecí que hubiera venido, le propuse tomar un café en el Royal. El inspector se dejó caer en el banco, se aflojó el nudo de la corbata y dijo: Antes cuénteme de qué quiere hablar. Me senté a su lado y, sin darle un respiro, pregunté: ¿No se lo imagina? Todavía jadeante, me miró entre irónico y suspicaz; preguntó: ¿Quiere hablar del Zarco? Dije que sí.

El inspector asintió. Me pareció que estaba envejeciendo bien, pero por algún motivo su cara me recordó la de una tortuga; una tortuga triste. Tenía la vista fija al frente, en la estatua del general Álvarez de Castro o en los arces que rodeaban el centro de la plaza o en los grandes parasoles blancos que sombreaban las terrazas de los bares o en los soportales o en las fachadas color crema recorridas por hileras de balcones de hierro forjado; una gota de sudor bajaba por su mejilla. Bueno, dijo con resignación, una vez que recobró el resuello. Supongo que tarde o temprano esto tenía que pasar, ¿no? Acomodándose la americana en el regazo preguntó: ¿Qué quiere saber? Solo una cosa, contesté. ¿Quién fue el chivato? El inspector Cuenca se volvió hacia mí secándose con una mano la gota de sudor de la mejilla; pregunté: Sabe a lo que me refiero, ¿verdad? Antes de que pudiese responder razoné: Usted estaba esperándonos afuera con su gente. Sabía que íbamos a atracar el banco. Alguien tuvo que decírselo. ¿Quién fue? El inspector Cuenca no apartó la mirada; parecía más fastidiado que intrigado. ¿Para qué quiere saber eso?, preguntó. Necesito saberlo, respondí. ¿Para qué?, repitió el inspector Cuenca. Ahora no respondí. El inspector Cuenca parpadeó varias veces. No se lo voy a decir, dijo por fin, negando con la cabeza. Secreto profesional. No me joda, inspector, dije. Han pasado treinta años. Es verdad, dijo el inspector. Precisamente por eso ya debería haberse olvidado usted de esta historia. Yo en cambio sigo teniendo mis obligaciones, sobre todo con la gente que confió en mí. ¿Revelaría usted el secreto de un cliente, aunque hiciera treinta años que se lo confió? No haga trampas, inspector, protesté. Este no es un caso normal. No haga trampas, abogado, protestó. No hay ningún caso normal.

Nos callamos. Dejé pasar unos segundos. De acuerdo, concedí. No le voy a pedir que me diga quién fue. Solo le pediré que me diga sí o no. Hice una pausa y pregunté: ¿Fue Tere el chivato? Ahora el inspector Cuenca me miró con una curiosidad auténtica, sin mezcla. ¿Tere?, preguntó. ¿Qué Tere? ¿La chica del Zarco? A punto estuve de decirle que en realidad no era la chica sino la hermana del Zarco, pero solo le dije que sí. La cara del inspector Cuenca se fue iluminando poco a poco, hasta que la risa la iluminó del todo; creo que era la primera vez en mi vida que le veía reír: me pareció una risa rara, la risa alegre de un joven en la cara sin ilusiones de un viejo. ¿Qué pasa?, pregunté. Nada, contestó. El inspector apenas sonreía pero ya no sudaba, aunque todavía hacía calor; sus manos gruesas y venosas seguían sosteniendo la chaqueta en su regazo. Es que no puedo creer que hable en serio, dijo; inmediatamente preguntó: A usted esa chica le gustaba, ¿no? Me ruboricé. ¿Y eso qué tiene que ver?, pregunté. Nada, dijo el inspector y, refiriéndose a usted, añadió: Me lo contó el periodista que va a escribir sobre el Zarco. Lo que me contó es que se unió usted a la banda del Zarco por la chica. ¿Es verdad? No vi ninguna necesidad de mentir, así que dije que era verdad. Le pregunté al inspector por qué lo preguntaba; contestó que por nada; continuó: ¿Y se puede saber de dónde ha sacado usted que esa chica era mi confidente? Yo no he dicho que fuese su confidente, le corregí. Solo le he preguntado si aquella vez fue su chivato. Da lo mismo, dijo. A saber lo que le habrá contado usted a ese periodista… Pero ¿es que ya se le ha olvidado cómo funcionaban las cosas con el Zarco? ¿Cree usted de verdad que alguno de los de la banda se hubiese atrevido a hablar? ¿Se hubiese atrevido a hablar usted? ¿No se acuerda del miedo que le tenían todos al Zarco? Yo no le tenía miedo, me apresuré a replicar. Le respetaba, pero no le tenía miedo. Claro que le tenía miedo, dijo el inspector Cuenca. Y si no se lo tenía es que era más inconsciente de lo que yo pensaba, más inconsciente desde luego que cualquiera de sus colegas. El Zarco era un mal bicho, abogado. Muy mal bicho. Que yo sepa lo fue siempre. ¿Cómo iba a atreverse ninguno de los suyos a ser un chivato? Y, menos que nadie, esa quinqui; usted debería saberlo: era fiel como un perro, ni arrancándole las uñas hubiese conseguido yo que delatase al Zarco.

Pensé que el inspector Cuenca tenía razón. Pensé que, en realidad, antes de hablar con el inspector Cuenca yo ya sabía que Tere no podía haber sido el chivato, y que solo había querido hablar con el inspector Cuenca para confirmarlo. Tengo otra pregunta, le dije al inspector Cuenca. Él seguía mirando al frente, con los ojos entrecerrados por el peso del sol; la americana colocada sobre el regazo disimulaba su barriga. Dije: Siempre me he preguntado por qué me dejó escapar aquella noche, por qué no me detuvo. El inspector Cuenca comprendió en seguida que me refería a la noche en que fue a buscarme a Colera, y la prueba es que no pasaron más de un par de segundos antes de que murmurara: Esa sí que es una buena pregunta. Lo dijo sin mirarme, curvando su boca grande y sus cejas espesas; como no continuaba pregunté: ¿Y cuál es la respuesta? Dejó pasar otro par de segundos y dijo que la respuesta era que no había respuesta. Que no sabía cuál era la respuesta. Que no tenía ni idea. Que nunca había vuelto a dejar escapar adrede a un culpable y que al principio incluso se arrepintió de haberlo hecho, hasta que llegó a la conclusión de que quizá lo había hecho por las razones equivocadas. Aquí pareció reflexionar un momento y añadió: Como lo mejor que he hecho en mi vida.

Creí que bromeaba; le busqué los ojos: no bromeaba. Le pregunté qué quería decir. Entonces empezó a hablar de su vida: me contó que no había nacido en Gerona pero que llevaba casi cuarenta años viviendo en Gerona y que a menudo pensaba que, si no hubiese venido a parar a esta ciudad, su vida probablemente hubiese sido un desastre, en todo caso hubiese sido mucho peor de lo que había sido. ¿Y sabe por qué vine a parar aquí?, preguntó. Sin esperar respuesta levantó una de sus manos y señaló el centro de la plaza. Por eso, dijo. Seguí con la vista la dirección de su mano y pregunté: ¿Por la estatua? Por el general Álvarez de Castro, contestó. Por el sitio de Gerona. ¿Sabe usted que hay una novela de Galdós que habla de eso? Claro, dije. Me preguntó si la había leído y contesté que no. Yo sí, dijo. Dos veces. La primera fue hace mucho tiempo, cuando tenía dieciocho años y hacía mis prácticas de inspector en Madrid. El libro me impresionó, me pareció una gran novela de guerra, y Álvarez de Castro un héroe fabuloso. Así que, al llegar el momento de escoger destino, decidí venir aquí: quería conocer la ciudad, quería conocer el lugar donde había peleado Álvarez de Castro, los hombres de Álvarez de Castro, qué sé yo. El inspector Cuenca me contó entonces que unas semanas antes, precisamente cuando le hablaba a usted de su relación con el Zarco, había mencionado la novela de Galdós y lo que había significado para él, y que al hacerlo le picó la curiosidad y volvió a leerla. ¿Y sabe una cosa?, dijo el inspector Cuenca, volviéndose otra vez hacia mí. Me pareció una mierda; más que una novela sobre la guerra me pareció una parodia de una novela sobre la guerra, una cosa cursi, truculenta y pretenciosa ambientada en una ciudad de cartón piedra donde solo vive gente de cartón piedra. Y en cuanto a Álvarez de Castro, dijo también el inspector Cuenca, francamente: es un personaje asqueroso, un psicópata capaz de sacrificar la vida de miles de personas para satisfacer su vanidad patriótica y no entregar a los franceses una ciudad vencida de antemano. En fin, concluyó el inspector Cuenca, cuando terminé de leer el libro me acordé de que una vez le oí a un profesor en televisión que un libro es como un espejo y que no es uno el que lee los libros sino los libros los que lo leen a uno, y pensé que era verdad. También me dije: Joder, lo mejor que me ha pasado en mi vida me ha pasado por un malentendido, porque me gustó un libro horrible y porque pensé que un villano era un héroe. El inspector Cuenca se calló; luego, sin dejar de mirarme, mirándome con una malicia infinitamente irónica, con una ironía absolutamente seria, preguntó: ¿Qué le parece?

Pensé la respuesta, o más bien fingí pensarla. En realidad pensaba que quizá no era Tere la que me había mentido, sino el inspector Cuenca, y que el inspector me contaba todo aquello para distraerme de lo fundamental, para continuar protegiendo a su confidente más de treinta años después de su confidencia. Por un momento quise porfiar, seguir con el interrogatorio, pero me acordé de mi última conversación con Tere y me dije que no tenía sentido: La Font y el Rufus y el chino habían desaparecido hacía décadas, y el inspector Cuenca y yo no éramos más que dos reliquias, dos charnegos de cuando aún existían los charnegos, un viejo policía y un viejo pandillero reconvertido en picapleitos sentados en un banco a media tarde igual que dos pensionistas hablando de un mundo abolido, arruinado, de cosas que ya nadie en la ciudad recordaba, y que no le importaban a nadie. Así que opté por dejarlo correr, por callar, por no seguir preguntando: no sabía si era Tere quien decía la verdad y el inspector Cuenca quien mentía, o si era Tere quien mentía y el inspector Cuenca quien decía la verdad. Y, como no lo sabía, tampoco podía saber si Tere me había querido o no me había querido, o si solo me había querido de una forma ocasional y condicionada, mientras que al Zarco le había querido de una forma permanente y sin condiciones. En realidad, me dije entonces –y me asombró no habérmelo dicho antes–, ni siquiera sabía cómo había querido Tere al Zarco, porque no tenía ninguna prueba de que Tere y el Zarco fueran hermanos y de que Tere no me hubiera mentido años atrás, en mi despacho, diciéndome que lo eran, para convencerme de que siguiera ayudando al Zarco hasta el final; en realidad, me dije también entonces, ni siquiera sabía tampoco si, suponiendo que fuese verdad que Tere y el Zarco eran hermanos, después de conocer el parentesco auténtico que los unía Tere había querido al Zarco de una forma distinta a como le había querido antes de conocerlo. No sabía nada. Nada salvo que no era verdad que todo encajase en aquella historia y que había en ella una ironía infinitamente seria o una malicia absolutamente irónica o un enorme malentendido, igual que en lo que acababa de contarme el inspector Cuenca. Y también pensé que después de todo aquello quizá no era el final de la historia, que quizá no me había pasado ya todo lo que me tenía que pasar y que, si Tere volvía alguna vez, yo la estaría esperando.

Miré de reojo al inspector Cuenca, y me dije que a pesar de su aire de tortuga triste y de viejo sin ilusiones era un hombre afortunado. Me lo dije pero no se lo dije, la pregunta que había hecho se quedó sin contestar y estuvimos un rato callados, soportando el sol en la cara, siguiendo con los ojos entrecerrados el ajetreo urbano de Sant Agustí frente a la estatua del general Álvarez de Castro. Hasta que en determinado momento me levanté y dije: Bueno, ¿me acepta ahora el café? El inspector Cuenca abrió mucho los ojos, como si mi pregunta le hubiese despertado; luego volvió a suspirar, se levantó también y, mientras empezábamos a cruzar la plaza hacia el Royal, dijo: Si no le importa, que sea una cerveza.