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–Pues sí: soy policía. ¿Que por qué me hice policía? No lo sé. Hombre, seguro que influyó que mi padre fuera guardia civil. Y además me imagino que en aquella época yo era tan idealista y tan novelero como cualquier chaval de mi edad; ya me entiende: en las películas el policía era el bueno que salvaba a los buenos de los malos, y eso era lo que yo quería ser.

El caso es que a los diecisiete años preparé oposiciones a inspector del Cuerpo General de Policía, la policía secreta. Era un estudiante malísimo, pero durante nueve meses estudié como un loco y al cabo de ese tiempo saqué las oposiciones, y encima con buen número. ¿Qué le parece? Para hacer las prácticas tuve que mudarme de Cáceres a Madrid; allí me instalé en una pensión de Jacometrezo desde donde iba y venía a diario hasta la Escuela de Policía, en el número 5 de la calle Miguel Ángel. En esa época empecé a entender en qué consistía de verdad este oficio. ¿Y sabe una cosa? No me decepcionó; bueno, algunas cosas sí me decepcionaron –ya sabe: las rutinas obligatorias, los compañeros tarados, los mares de burocracia, cosas por el estilo–, pero a cambio hice un descubrimiento que debió sorprenderme muchísimo y no me sorprendió nada, y es que ser policía era lo que siempre había pensado que iba a ser. Ya le digo que era un idealista, y además un idealista tan tozudo que durante mucho tiempo creí que mi oficio era el mejor oficio del mundo; ahora que llevo casi cuarenta años haciéndolo ya sé que es el peor, dejando aparte todos los demás.

¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. Mis prácticas. Para qué mentirle: Madrid me intimidaba un poco, en parte porque siempre había vivido en una ciudad pequeña y en parte porque aquella era una época difícil y yo y los compañeros veteranos con los que patrullaba por la ciudad nos topábamos a todas horas con altercados callejeros: un día era una manifestación ilegal, otro un atentado terrorista, otro un atraco a un banco. Qué sé yo. El caso es que me dije en seguida que aquel follón era demasiado para mí y que ni Madrid ni ninguna gran ciudad me convenía de momento.

Esa es una de las razones que explican la decisión que tomé al terminar las prácticas: pedir plaza aquí, en Gerona. Yo quería y no quería volver a Cáceres. La ciudad me gustaba, pero no me gustaba un pelo la idea de volver a vivir en ella, y menos todavía con mis padres. Y entonces pensé que Gerona era una buena solución para aquel querer y no querer, porque no era Cáceres pero se le parecía mucho –las dos eran capitales de provincia viejas y tranquilas, con un gran casco antiguo y tal–, y pensé que eso haría que no me sintiese extraño en Gerona; también debí de pensar que allí podría foguearme antes de volver a casa o de elegir un destino mejor, haciendo un trabajo menos duro y más fácil que el que me tocaría hacer en una gran ciudad. Además (esto puede parecerle una tontería pero fue importantísimo), no sé por qué sentía mucha curiosidad por los catalanes, sobre todo por la gente de Gerona. Miento, sí lo sé: sentía curiosidad porque durante las prácticas leí Gerona, la novela de Galdós. ¿La conoce usted? Es un retrato de la ciudad durante el sitio que le montaron las tropas de Napoleón. Cuando lo leí, hace cuarenta años, me entusiasmó; aquello era la hostia: la tragedia total de la guerra, la grandeza de una ciudad entera en armas y defendida por una gente de hierro, el heroísmo del general Álvarez de Castro, un personaje de tamaño mitológico que se niega a entregar a los franceses la ciudad arruinada y muerta de hambre, y que Galdós pinta como el mayor patriota de su siglo. ¿Qué le parece? En 1974 yo tenía solo diecinueve años y aquellas cosas me impresionaban, así que pensé que Gerona era el lugar ideal donde empezar.

Pedí Gerona y me la dieron.

Recuerdo igual que si fuera hoy el día que llegué. Había hecho el viaje en tren con otros cinco compañeros novatos, y al bajar en la estación fuimos al hotel Condal, donde habíamos reservado habitaciones. Debían de ser las siete o las siete y media de la tarde y, como corría el mes de febrero, ya era noche cerrada y todo estaba a oscuras. Esa es la primera sensación que conservo de Gerona: la sensación de oscuridad; la segunda es la sensación de humedad; la tercera es la sensación de suciedad; la cuarta (y la más intensa) es la sensación de soledad: una soledad total y absoluta, que ni siquiera había sentido en mis primeros días de Madrid, solo en mi cuarto de la pensión de Jacometrezo. Al llegar al hotel deshicimos las maletas, nos lavamos un poco y salimos a cenar. Uno de mis compañeros era de Barcelona y conocía la ciudad, de modo que le seguimos. En busca de un restaurante caminamos por Jaume I, cruzamos la plaza del Marquès de Camps y la de Sant Agustí, donde está la estatua de Álvarez de Castro y los defensores de la ciudad, que aquel día no vi o en la que no reparé; luego cruzamos el Onyar y adivinamos casi a oscuras sus aguas podridas y la tristeza de las fachadas que daban al río, llenas de ropa puesta a secar; luego anduvimos por el casco antiguo y recorrimos de abajo arriba la Rambla y cruzamos la plaza de Cataluña y, cuando ya estábamos a punto de darnos por vencidos y mandarlo todo a la mierda y meternos en la cama en ayunas después de aquel paseo deprimente y aquel viaje agotador, topamos con un sitio abierto muy cerca del hotel. Era el Rhin Bar. Allí, después de regatear con el dueño, que estaba cerrando y no nos quería servir, nos tomamos un vaso de leche. De ese modo conseguí meterme aquella noche en la cama sin el estómago vacío, y en cuanto lo hice pensé que me había equivocado y que tan pronto como pudiera pediría un cambio de destino y me marcharía de aquella ciudad dejada de la mano de Dios.

Nunca hice nada de eso: no pedí un cambio de destino ni volví a Cáceres ni me marché de esta ciudad. Ahora es mi ciudad. Mi mujer es de aquí, mis hijos son de aquí, mi padre y mi madre están enterrados aquí, y yo la quiero y la odio más o menos como uno odia y quiere lo que más le importa. Aunque bien pensado no es verdad: la verdad es que la quiero mucho más que la odio; si no fuera así no la hubiese aguantado tanto tiempo, ¿no le parece? A veces incluso me siento orgulloso de ella, porque yo he hecho tanto como el que más para que sea como es; y créame: ahora es mucho mejor de lo que era cuando llegué… En aquella época, ya se lo he dicho, era una ciudad horrible, pero lo cierto es que en seguida me acostumbré a ella. Vivía con mis cinco compañeros en un piso alquilado de la calle Montseny, en el barrio de Santa Eugènia, y trabajaba en la comisaría de Jaume I, cerca de la plaza de Sant Agustí. Gerona siempre ha sido una balsa de aceite, pero todavía lo era más en aquella época, cuando Franco aún no había muerto, de forma que, como había previsto, mi trabajo era mucho más sencillo y menos peligroso que el que había hecho durante mis prácticas. Estaba a las órdenes del subcomisario que mandaba la Brigada de Investigación Criminal (el subcomisario Martínez) y de un inspector veterano que mandaba uno de los dos grupos en que se dividía la Brigada (el inspector Vives). Martínez era una buena persona y un buen policía, pero pronto me di cuenta de que Vives, que podía llegar a ser divertido, en el fondo era un matón descerebrado. Para qué mentirle: entonces había bastantes policías así. Por suerte no lo era ninguno de los compañeros con los que tenía que compartir grupo y piso, porque con ellos convivía a todas horas: pasábamos las mañanas en comisaría, comíamos en Can Lloret, en Can Barnet o en El Ánfora, por las tardes salíamos a hacer la ronda, por las noches dormíamos debajo del mismo techo y los días libres intentábamos divertirnos juntos, cosa que en la Gerona de aquella época era casi más difícil que hacer bien nuestro trabajo. Es verdad que los medios con que contaba la Brigada eran pobrísimos (solo teníamos por ejemplo dos coches camuflados, que encima todo el mundo conocía porque siempre estaban aparcados delante de comisaría), pero tampoco necesitábamos muchos más, porque la delincuencia en la ciudad era poca y estaba concentrada en el barrio chino, y eso hacía que fuera bastante sencillo tenerla vigilada: todos los chorizos se juntaban en el chino, todos los golpes se cocían en el chino, y en el chino, tarde o temprano, todo el mundo lo sabía todo de todo el mundo. Así que bastaba pasar cada tarde y cada noche por el chino para controlar sin muchos problemas lo que pasaba en la ciudad.

–¿Y ahí es donde conoció usted al Zarco?

–Exacto: ahí es donde lo conocí.