3

–Ya se lo dije: a los dieciséis años yo había oído hablar del barrio chino, aunque lo único que sabía de él es que era un lugar poco recomendable y que quedaba al otro lado del río, en el casco antiguo. A pesar de mi ignorancia, la primera vez que fui a La Font no me perdí.

Aquella tarde crucé el Onyar por el puente de Sant Agustí, ya en el casco antiguo doblé a la izquierda por la calle Ballesteries, continué por Calderers y, al dejar a la derecha la iglesia de Sant Fèlix y entrar en la calle de La Barca, comprendí que había llegado al chino. Lo comprendí por la peste de basura y de orina que subía como una vaharada espesa de los adoquines recalentados bajo el sol de la siesta; también por la gente que había en el cruce del Portal de La Barca, apurando la sombra mezquina que arrojaban las fachadas de aquellos edificios decrépitos: un viejo de mejillas chupadas, una pareja de adultos patibularios y tres o cuatro quinquis veinteañeros, todos fumando y sosteniendo vasos de vino y quintos de cerveza. Pasé junto a ellos sin mirarlos, y más allá del cruce del Portal de La Barca vi el bar Sargento; a su lado estaba La Font. Me paré a la puerta y espié a través de los cristales. Era un bar pequeño, estrecho y alargado, con una barra a la izquierda y un pasillo que corría delante de ella, hundiéndose hacia el fondo hasta ensancharse en una salita. El local estaba casi vacío: en la salita había varias mesas, pero no vi a nadie sentado a ellas; un par de clientes conversaban frente a la barra; detrás de la barra una mujer enjuagaba vasos en el fregadero; encima de la mujer, clavado en la pared, un cartel rezaba: «Prohibido fumar porros». No me atreví a entrar y continué hasta la esquina de La Barca con Bellaire, en el límite del chino. Por allí merodeé un buen rato, entre el paso elevado del tren y la iglesia de Sant Pere, dudando si regresar a casa o intentarlo de nuevo, hasta que en determinado momento me armé de valor, volví a La Font y entré.

Ahora había bastante más gente en el bar, aunque no estaban ni Tere ni el Zarco. Un poco acobardado, me coloqué en un extremo de la barra, junto a la puerta, y en seguida se acercó la patrona –una mujer pelirroja y malcarada, con un mandil lleno de lamparones– y me preguntó qué quería; le pregunté por el Zarco y me dijo que no había llegado; luego le pregunté si sabía cuándo iba a llegar y me contestó que no lo sabía; luego se quedó mirándome. ¿Qué pasa?, dijo por fin. ¿No vas a tomar nada? Pedí una Coca-Cola, la pagué y me puse a esperar.

Tere y el Zarco no tardaron en aparecer. En cuanto cruzaron la puerta de La Font me vieron; en cuanto me vieron, la cara de Tere se iluminó. El Zarco me palmeó la espalda. ¡Joder, Gafitas!, dijo. Ya era hora, ¿no? Me llevaron hasta el fondo del local y nos sentamos a una mesa donde estaban sentados dos chavales: a uno, pecoso y de ojos rasgados, lo llamaban el Chino; el otro encadenaba un cigarrillo detrás de otro y era muy pequeño y muy nervioso, tenía la cara llena de granos y lo llamaban el Colilla. El Zarco hizo que me sentara entre Tere y él, y mientras pedía cervezas a la patrona apareció Lina, una rubia con minifalda y zapatillas de color fucsia que, según supe más tarde, era la chica del Gordo. Nadie me presentó a nadie y nadie me decía nada: Tere hablaba con Lina, y el Colilla y el Chino hablaban con el Zarco; ni siquiera el Gordo y el Tío dieron señales de reconocerme cuando llegaron al cabo de un rato. Me sentía totalmente fuera de lugar, pero ni por un momento se me ocurrió marcharme.

Poco después se nos unió un tipo que parecía algo mayor que los demás. Calzaba botas camperas, llevaba unos pantalones estrechísimos y acampanados y la camisa abierta; una cadena dorada le brillaba en el pecho. El tipo se sentó a horcajadas en una silla, junto al Zarco, apoyó los antebrazos en el respaldo y me señaló: ¿Y este niño pera? Todos se callaron; de golpe noté ocho pares de ojos fijos en mí. El Zarco rompió el silencio. ¡Joder, Guille!, le reprochó. Es el tío de can Vilaró: ya te dije que acabaría viniendo. El Guille puso cara de no saber de qué le estaban hablando. El Zarco se disponía a continuar cuando le frenó la patrona, que apareció con más cervezas y con un chaval al que llamaban el Drácula. Cuando se marchó la patrona (y se quedó el Drácula: le llamaban así porque un colmillo le asomaba de los labios), el Zarco continuó: Anda, Gafitas, cuéntale al Guille lo que me contaste la otra tarde. Aunque adiviné a qué se refería, le pregunté a qué se refería. A lo que me contaste de los recreativos, contestó. Lo conté; halagado por mi protagonismo, quizá tratando de hacer méritos delante del grupo (o solo delante de Tere), añadí que ahora ayudaba al señor Tomàs a cerrar el local. El Zarco me hizo algunas preguntas, entre ellas cuánto dinero recaudaba a diario el señor Tomàs. No lo sé, dije, sinceramente. Más o menos, insistió el Zarco. Di una cifra demasiado alta, y el Zarco miró al Guille y yo miré a Tere y en aquel momento intuí que no debía haber contado lo que acababa de contar.

En seguida olvidé la intuición, y el resto de la tarde lo pasé con ellos. Después de mi momento estelar a cuenta de los recreativos y el señor Tomàs, casi no volví a abrir la boca; me limité a tratar de pasar inadvertido y a escuchar mientras ellos bebían cerveza en La Font y salían a fumar porros sentados en el pretil del puente que cruza el Galligans, en la plaza de Sant Pere. Fue así como aquella misma tarde me enteré de tres cosas: la primera es que el Zarco y Tere vivían en los albergues provisionales (según supe más tarde, los demás vivían en Pont Major, Vilarroja y Germans Sàbat, pero todos o casi todos habían vivido en los albergues y la mayoría se había conocido allí); la segunda es que, salvo el Zarco, que era de Barcelona y apenas llevaba unos meses viviendo en Gerona, todos eran de Gerona o llevaban muchos años viviendo aquí; y la tercera es que el Zarco, el Guille, el Gordo y el Drácula habían pasado temporadas en reformatorios (según supe más tarde, entre el verano anterior y el invierno de aquel mismo año el Zarco había estado ingresado en la Modelo de Barcelona, aunque entonces aún no había cumplido dieciséis años y no alcanzaba la edad penal). Por lo demás, hasta aquel día yo no había probado el hachís, de manera que al atardecer, cuando ya habían pasado la sensación de bienestar y las risas incontrolables que al principio me provocaron un par de caladas de porro, empecé a encontrarme mal y, mientras volvíamos a La Font desde la plaza de Sant Pere, me escabullí del grupo alejándome del chino por la calle Bellaire.

Caminar por La Devesa me hizo bien. Cuando llegué a los recreativos todavía estaban abiertos, y al pasar frente a la garita del señor Tomàs le saludé con un gesto, pero no me paré a hablar con él. Fui directamente a los lavabos; me miré en el espejo: estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos. Aún me sentía flotar en una niebla espesa; para despejarla oriné, me quité las gafas, me lavé la cara y las manos. Entonces, mientras volvía a mirarme en el espejo, me acordé de las preguntas del Zarco y el Guille sobre el señor Tomàs y los recreativos. Al salir de los lavabos casi me di de bruces con el viejo; como si me hubiera pillado en falta, me asusté. ¿Qué pasa?, preguntó el señor Tomàs. ¿Has vomitado otra vez? Contesté que no. Pues sigues teniendo cara de enfermo, chaval, dijo el señor Tomàs. Deberías ir al médico. Habíamos echado a andar hacia su garita. Los recreativos todavía estaban llenos de gente, pero el señor Tomàs me anunció: Dentro de diez minutos cerramos. En ese momento pensé que debía contarle lo que les había contado al Zarco y al Guille y a los demás en La Font, y lo que empezaba a sospechar de ellos; solo entonces comprendí que quizá él lo había sospechado mucho antes que yo, desde la misma tarde en que el Zarco y Tere aparecieron por los recreativos, y que precisamente por eso me había ofrecido convertirme en su ayudante. Con todo, no me atreví a confesarle mis sospechas –al fin y al cabo hacerlo era también confesar que había estado con el Zarco y con los otros y que en cierto modo me había convertido en su cómplice, o por lo menos que había hablado demasiado– y diez minutos más tarde le ayudé a cerrar el local.

Aquella misma noche tuve la primera bronca con mi padre. Me refiero a la primera bronca más o menos seria, claro, porque broncas sin importancia ya habíamos tenido unas cuantas; no muchas, la verdad: hasta entonces yo me había comportado como un buen chico, y quien se llevaba las broncas en mi casa era mi hermana, que para eso era la mayor (y que por eso, porque yo iba de buen chico y nunca me enfrentaba a mis padres, me acusaba de cobarde, de hipócrita, de pusilánime y de acomodaticio). Pero en los últimos tiempos aquello había empezado a cambiar y los roces entre mis padres y yo –sobre todo entre mi padre y yo– se habían vuelto habituales; supongo que era lógico: al fin y al cabo yo era un adolescente; también supongo que, como nada satisface tanto como poder echar a alguien las culpas de todos nuestros males, una parte de mí echaba a mis padres la culpa de todos mis males, o por lo menos de todo el mal que me estaba haciendo Batista, como si hubiese llegado a la conclusión de que el resultado inevitable de la educación de charnego dócil que me habían dado mis padres fuese el horror en que me había encerrado Batista, o como si ese horror formase parte de la lógica natural de las cosas y Batista se estuviese limitando a hacer conmigo lo que, sin que yo lo supiese ni nadie me lo hubiese advertido, su padre había hecho siempre con mi padre.

No lo sé. El caso es que durante meses me había ido creciendo en las entrañas un rencor sin palabras contra mis padres, una furia sorda que afloró entonces, el primer día que me bebí unas cervezas y me fumé unos porros con la basca del Zarco. Guardo un recuerdo un poco impreciso de lo que pasó aquella noche, quizá porque durante el verano hubo varios episodios parecidos y en mi memoria todos tienden a confundirse en uno solo: una de esas peleas intercambiables entre padres e hijos en las que todos se dicen cosas brutales y todos tienen razón. Lo que sí recuerdo es que cuando entré en mi casa eran más de las nueve y mis padres y mi hermana ya estaban cenando. Llegas tarde, dijo mi padre. Mascullé una disculpa y me senté a la mesa; mi madre me sirvió la cena y se volvió a sentar. Cenaban viendo las noticias de la tele, aunque el volumen del aparato estaba tan bajo que apenas interfería en la conversación. Yo empecé a comer sin levantar la vista de la comida, salvo para mirar de vez en cuando la pantalla. Mi hermana absorbía la atención de mis padres: acababa de terminar COU en el instituto Vicens Vives y, mientras se preparaba para ir a la universidad el año siguiente, había conseguido un trabajo de verano en unos laboratorios farmacéuticos. Cuando mi hermana terminó de hablar (o quizá simplemente es que hizo una pausa), mi padre se volvió hacia mí y me preguntó cómo estaba; esquivando su mirada contesté que bien. Luego me preguntó de dónde venía y contesté que de por ahí. Uyuyuy, intervino entonces mi hermana, como si no soportase dejar de ser por un momento la protagonista de la cena. ¡Pero qué ojitos tienes! ¿Te has fumado un porro o qué? En el comedor se hizo un silencio solo turbado por el sonido de la tele, que estaba dando la noticia de un atentado de ETA. Tú cállate, imbécil, se me escapó. No hace falta insultar a nadie, intervino mi madre. Además, tu hermana lleva razón, añadió, poniéndome una mano en la frente. Tienes los ojos colorados. ¿Te encuentras bien? Apartando la frente dije que sí y continué cenando.

Por el rabillo del ojo vi que mi hermana me observaba con las cejas arqueadas, burlona; antes de que ella o mi madre pudieran añadir algo, mi padre preguntó: ¿Con quién has estado? No respondí. Insistió: ¿Has estado bebiendo? ¿Has estado fumando? Pensé: ¿Y a ti qué te importa? Pero no lo dije, y de golpe sentí un gran sosiego, una gran seguridad en mí mismo, igual que si en un segundo hubiera desaparecido la confusión de la cerveza y los porros y hubiera quedado solo una forma lúcida de embriaguez. ¿Qué es esto?, pregunté sin alterarme. ¿Un interrogatorio? Mi padre endureció el gesto. ¿Te pasa algo?, preguntó. Déjalo ya, Andrés, terció mi madre, tratando otra vez de poner paz. Cállate, por favor, la atajó mi padre. Ahora yo le sostenía la mirada; mi padre insistió: He dicho que qué te pasa. Nada, contesté. Entonces por qué no me contestas, preguntó. Porque no tengo nada que contestar, respondí. Mi padre se calló y se volvió hacia mi madre, que entornó los ojos y le imploró en silencio que lo dejase correr; mi hermana contemplaba la escena disimulando a duras penas su satisfacción. Mira, Ignacio, dijo mi padre. No sé lo que te pasa últimamente, pero no me gusta que te comportes como te estás comportando: si vas a seguir viviendo en esta casa… Y a mí no me gusta que me des lecciones, le interrumpí; luego continué, embalado: ¿Cuándo empezaste tú a beber? ¿Cuándo empezaste a fumar? ¿A los catorce años? ¿A los quince? Yo tengo dieciséis, así que déjame en paz. Mi padre no me interrumpió; pero, cuando terminé de hablar, abandonó los cubiertos en el plato y dijo sin levantar la voz: La próxima vez que me hables así te parto la cara. Noté como un golpe en el pecho y la garganta, miré mi plato casi vacío y luego miré la tele: en la pantalla, el ministro del Interior –un hombre de gafas cuadradas y semblante adusto– estaba condenando en nombre del gobierno el atentado terrorista. Mientras me levantaba de la mesa murmuré: Vete a la puta mierda.

Los gritos de mi padre me persiguieron hasta mi cuarto. Mi hermana fue la primera en acudir a ofrecerme su comprensión y sus consejos; naturalmente, no le hice ni caso. Tampoco le hice caso a mi madre, aunque ella parecía preocupada de verdad. Tumbado en la cama, trataba en vano de leer: me sentía demasiado orgulloso de mí mismo, me preguntaba por qué no era capaz de enfrentarme a Batista con la serenidad con que me enfrentaba a mi padre; antes de quedarme dormido me prometí, lleno de resolución, que al día siguiente iría a La Font y hablaría con el Zarco para pedirle que no molestasen al señor Tomás, y que luego hablaría con Tere para preguntarle si salía con el Zarco: si la respuesta era no, me prometí, le pediría que saliera conmigo.

Al día siguiente fui a La Font sin pasar por los recreativos. En la mesa de la tarde anterior estaban el Gordo, Lina, el Drácula y el Chino, que no se extrañaron cuando me uní a ellos. El Zarco y Tere llegaron al cabo de un rato. Ayer te fuiste sin despedirte, dijo Tere sentándose a mi lado. Creí que no ibas a volver. Me excusé con la verdad –o con media verdad: le dije que había ido a cerrar los recreativos–, y me recordé la doble promesa que me había hecho la víspera. Sintiéndome incapaz de hablar con el Zarco, pero no con Tere, al cabo de un rato le dije a Tere que quería hablar con ella. ¿De qué?, preguntó. De dos cosas, contesté. Tere esperó a que empezara. Señalé al Zarco y a los demás y dije: Aquí no.

Salimos a la calle. Tere se apoyó en la pared junto a la puerta de La Font, se cruzó de brazos y me preguntó de qué quería hablar. De inmediato supe que no tenía el valor de preguntarle si era la chica del Zarco. Decidí hablarle de los recreativos y, después de arrimarme yo también contra la pared para dejar pasar un camión de bebidas que apenas cabía por la calle de La Barca, le pregunté: ¿Vais a hacerle algo al señor Tomàs? ¿Quién es el señor Tomàs?, preguntó Tere. El viejo de los recreativos Vilaró, contesté. ¿Vais a robarle? Tere puso cara de extrañeza, se rió y descruzó los brazos. ¿De dónde has sacado eso?, quiso saber. Ayer el Zarco me preguntó por los recreativos, contesté. Y el primer día que nos vimos también. Así que pensé que… Segunda cosa, me interrumpió Tere. ¿Qué?, pregunté. Segunda cosa, repitió. Me has dicho que querías hablar de dos cosas, ¿no? La primera es una gilipollez; cuál es la segunda. Se quedó mirándome con toda la crueldad que daban de sí sus ojos y con sus labios curvados en una mueca entre irónica y despectiva; me pregunté dónde quedaba la chica de los lavabos de los recreativos y para qué me habría hecho ir a La Font, me alegré de no haberle preguntado si salía con el Zarco, me sentí completamente ridículo. No hay segunda cosa, dije. Tere se encogió de hombros y volvió a entrar en el bar.

Pasamos el resto de la tarde como la tarde anterior, fumando y bebiendo entre La Font y el puente del Galligans. En una de esas idas y venidas el Zarco me agarró del brazo en el cruce de La Barca con Bellaire. Oye, Gafitas, dijo, obligándome a parar. Tere me ha contado que estás un poco mosca. Vi cómo Tere y los demás se alejaban por La Barca hacia La Font. Era viernes y, aunque aún no había anochecido, grupos de noctámbulos empezaban a llegar al chino. El Zarco continuó: ¿Es verdad que creías que íbamos a pegar un palo en can Vilaró? No tenía sentido negarlo, así que no lo negué. ¿Y de dónde has sacado tú eso?, preguntó. Se lo dije. Me escuchó con atención, pero aún no había terminado de hablar cuando me soltó el brazo y me puso la mano en el hombro. Bueno, ¿y qué pasa si es verdad?, preguntó. Me dijiste que no tenías pasta, ¿no? Pues así es como se hace la pasta: tú nos cuentas de qué va la cosa, nosotros damos el palo y luego te llevas tu parte. Hizo una pausa antes de concluir: No hay riesgo. Negocio redondo. ¿Qué más quieres? Se quedó mirándome y aguardando mi respuesta. Nada, contesté. ¿Entonces por qué estás mosca?, insistió. No sabía cómo explicarlo. Expliqué: Es que yo no soy como vosotros. El Zarco sonrió: una sonrisa dura, de dientes blancuzcos. ¿Y eso qué quiere decir?, preguntó. Antes de contestar reflexioné. Quiere decir que no quiero mi parte, dije, y añadí de corrido: No quiero hacer ningún negocio. No quiero que por mi culpa le pase nada al viejo. No quiero que le robéis. Ahora la expresión del Zarco fue de desconcierto y sus ojos se estrecharon hasta reducirse a dos ranuras, por las que solo asomaba una pincelada azul. ¿Qué pasa?, preguntó por fin. ¿El viejo es colega tuyo? Más o menos, contesté. ¿En serio?, insistió, abriendo los ojos de par en par. Asentí. El Zarco tardó unos segundos en procesar mi respuesta; luego me quitó la mano del hombro y compuso un gesto entre resignado y comprensivo. Bueno, dijo en otro tono. Si es colega tuyo la cosa cambia. ¿Eso significa que no le vais a hacer nada al viejo?, pregunté. Claro, contestó el Zarco, metiéndose las manos en los bolsillos. La amistad es sagrada, Gafitas. ¿No te parece?

Dije que sí. Estábamos a la sombra, pero el aire todavía era caliente y más allá de la acera el sol seguía cayendo con fuerza sobre los adoquines. A espaldas del Zarco, el bar Gerona estaba abarrotado. La gente seguía llegando al chino. Entonces no hay palo, resolvió el Zarco. Los colegas son los colegas. Se lo diré al Guille y a los demás. Lo entenderán. Y si no lo entienden que se jodan: aquí el kíe soy yo. Gracias, dije. No me des las gracias, dijo el Zarco. Eso sí, me debes una. Sacó la mano derecha del bolsillo y me señaló con la uña larga y sucia de su índice mientras lo movía de arriba abajo y añadía: Hoy por ti y mañana por mí. Dicho esto volvimos a La Font. Un rato después, cuando me iba ya del chino sin que hubiéramos vuelto a mencionar el asunto, el Zarco me agarró de la muñeca y me señaló otra vez con el índice mientras Tere nos miraba. No te olvides de que me debes una, Gafitas, dijo. Y repitió: Hoy por ti y mañana por mí.

Aquella misma noche tomé la decisión de no volver a La Font. Ya tenía suficiente: mis dos incursiones en el chino habían supuesto un riesgo enorme y habían estado a punto de provocarle una catástrofe al señor Tomàs; pero sobre todo habían bastado para convencerme de que Tere no era para mí y de que nunca podría volver a pasar lo que había pasado entre ella y yo en los lavabos de los recreativos. Aunque de esto último no estoy tan seguro; quiero decir que no estoy tan seguro de que yo estuviese seguro de eso. Sea como sea, mi impresión era que no me quedaba nada de mi paseo por el lado salvaje, salvo la certeza de que, más allá del río, había un mundo que no guardaba ninguna relación con el que yo conocía.

Pasé el fin de semana entre mi casa y los recreativos Vilaró, leyendo y viendo la tele y jugando las partidas gratis que había acumulado a cuenta de la ayuda que le prestaba al señor Tomàs, una ayuda que yo sabía que el señor Tomàs ya no necesitaba, o que confiaba en que no necesitaba. El lunes seguí con mi nueva rutina. Por la tarde estuve en los recreativos y al atardecer ayudé al señor Tomàs a cerrarlos y me despedí de él. Entonces, de camino ya hacia mi casa, justo después de rebasar una de las columnas que sostenían el paso elevado del tren, alguien chistó a mi espalda. Un hilo de frío me recorrió el espinazo. Me volví; no era Batista: era Tere. Estaba apoyada en la columna del paso elevado, fumando un cigarrillo. Hola, Gafitas, dijo. De dos zancadas se plantó frente a mí; vestía las zapatillas de deporte y los vaqueros de siempre, pero me pareció que la cinta del bolso cruzado en bandolera le marcaba más que nunca los pechos sobre la camiseta blanca. ¿Cómo estás?, preguntó. Bien, contesté. Asintió y se acarició la peca junto a la nariz y volvió a preguntar: ¿No vas a volver a La Font? Claro que voy a volver, mentí. Tere me observó inquisitivamente. Expliqué: Es que este fin de semana he estado liado. ¿En los recreativos?, preguntó. Dije que sí. Tere asintió otra vez y dio una calada al cigarrillo; mientras expulsaba el humo señaló a su espalda: ¿Cómo está el viejo? Entendí que se refería al señor Tomás y dije que bien. Me alegro, dijo Tere. No sabía que erais colegas. Me lo contó el Zarco. Hizo una pausa y añadió: ¿Ya sabe que te debe una? Volvía a referirse al señor Tomàs, pero esta vez no dije nada. Pues te la debe, dijo Tere. Ya lo creo que te la debe. No veas lo plasta que se puso el Guille. Quería dar el palo en los recreativos sí o sí. Menos mal que el Zarco lo paró. Si no llega a ser por él, el viejo lo hubiese pasado mal. Por él y por ti, claro. En ese momento un tren empezó a pasar por encima de nuestras cabezas; el ruido era ensordecedor, y durante unos segundos nos callamos. Cuando el sonido del tren se alejaba, Tere dio la última calada al cigarrillo; luego tiró la colilla al suelo, la pisó y preguntó: ¿De qué estábamos hablando? Me mentiste, dije entonces de improviso. ¿Qué?, preguntó Tere. Que me mentiste, insistí. Me dijiste que no pensabais dar un palo en los recreativos y sí pensabais darlo. Tere pareció reflexionar; luego hizo un gesto de indiferencia; luego su expresión se iluminó. Ah, sí, dijo. Ya me acuerdo de qué estábamos hablando: de que el viejo te debe una. Hizo una pausa. Y de que tú le debes una al Zarco, dijo. ¿Te acuerdas? Me señaló con el índice como el Zarco me había señalado al despedirnos el viernes en La Font y dijo: Hoy por ti y mañana por mí.

Nos quedamos mirándonos un momento. Tere se apoyó en el capó de un coche aparcado junto a nosotros y explicó que el Guille llevaba un tiempo hablando de una urbanización en Lloret, que era un sitio perfecto para robar porque estaba muy apartado y porque los propietarios eran gente adinerada, y que el momento también era perfecto porque aún no había acabado el mes de junio y quedaban muchas casas vacías, a la espera de que los propietarios las ocupasen en julio y agosto. Al final dijo que el Zarco iba a dar un palo allí al día siguiente y que necesitaba que yo le ayudase. Luego cambió el singular por el plural: Nos ayudarás, ¿verdad? Yo no tenía ninguna intención de ayudarles y, para ganar tiempo, por un momento pensé en preguntarle por qué no me pedía el Zarco aquello, por qué la enviaba a ella a pedírmelo; en vez de andarme con rodeos dije: Lo siento. No puedo. Tere abrió los brazos y me miró con un asombro que me pareció genuino. ¿Por qué?, preguntó. Solo se me ocurrió contestarle lo mismo que le había contestado al Zarco. Porque no soy como vosotros, dije. Nunca he hecho eso. ¿Nunca has hecho qué?, preguntó. Robar, contesté. Nadie te está pidiendo que robes, dijo. Los que vamos a robar somos nosotros. Lo que tú tienes que hacer es otra cosa. Y está chupado; tan chupado que casi no es nada. ¿Entonces por qué no lo hace otro?, pregunté. Porque necesitamos a alguien como tú, contestó. Alguien que hable catalán y que tenga pinta de buen chaval. Anda, Gafitas, no me jodas: ¿vas a dejarnos tirados después de lo que el Zarco ha hecho por ti? Páganos la que nos debes y estamos en paz. Se calló. Las farolas de Bonastruc de Porta llevaban ya un rato encendidas y teñían con una luz de oro viejo el pelo oscuro de Tere, sus ojos verdes, sus labios colorados y carnosos. ¿Qué me dices?, preguntó. Miré a su espalda la persiana cerrada de los recreativos Vilaró y pensé que, si decía que no, nunca volvería a ver a Tere; sentí que se me aflojaban las piernas cuando dije: ¿Qué hay que hacer?

No recuerdo cuál fue exactamente la respuesta de Tere; solo que me aseguró que al día siguiente el Zarco me explicaría lo que tenía que hacer y que se despidió con dos frases: Sé puntual. Mañana en La Font a las tres. Pasé una noche horrible, dudando si ir o no ir, tomando la decisión de no ir y al minuto siguiente tomando la decisión de ir. Al final fui, y antes de las tres de la tarde ya estaba en La Font. Poco después llegaron el Zarco y Tere, vestida con unos shorts que mostraban unas piernas largas y bronceadas; el Guille fue el último en aparecer. El Zarco no se sorprendió de mi presencia allí, no me explicó qué era lo que íbamos a hacer, y yo tampoco se lo pedí; estaba demasiado inquieto para hacerlo. Al salir del chino, el Zarco, Tere y el Guille empezaron a fijarse en los coches aparcados junto a las aceras y, cuando llegamos a la altura de un Seat 124 aparcado en un callejón solitario que daba a la avenida de Pedret, Tere sacó de su bolso una pequeña hoja de sierra con un extremo en forma de gancho y se la entregó al Zarco mientras el Guille salía corriendo hacia una bocacalle; luego Tere salió corriendo hacia la otra. Yo me quedé junto al Zarco y le vi meter la hoja de sierra en la ranura que se abría entre la puerta del 124 y la ventana y, después de que estuviera sondeando durante unos segundos ese hueco con la hoja, oí un clic y la puerta se abrió. El Zarco ocupó el asiento del piloto, le dio un giro seco al volante, metió la mano debajo, la sacó llena de cables, empalmó un cable con otro, unió ese empalme con otro cable y al instante el motor arrancó. La operación duró en total un minuto, quizá menos de un minuto. Al cabo de un rato salíamos por la otra punta de la ciudad montados en el 124.

Llegamos a Lloret sobre las cuatro. Entramos por una calle ancha que bajaba hacia el centro, flanqueada de tiendas de souvenirs, restaurantes baratos, discotecas cerradas y grupos de turistas en chanclas y bañador, y al desembocar frente al mar doblamos a la izquierda y seguimos un paseo salpicado de terrazas que corría paralelo a la playa. Al final torcimos otra vez a la izquierda, nos alejamos un momento del mar y luego volvimos a acercarnos a él subiendo por una carretera de curvas que se agarraba a las rocas, hasta que vimos un letrero que rezaba: La Montgoda. Aquí es, dijo el Guille, y el Zarco aparcó el coche en una pendiente, a la entrada de la urbanización; luego se volvió hacia el asiento trasero y empezó a explicarme lo que tenía que hacer mientras Tere sacaba de su bolso un cepillo para el pelo, un lápiz de cejas y una barra de labios. No sé si entendí del todo la explicación del Zarco, pero cuando me preguntó si lo había entendido contesté que sí; entonces dijo: Pues ahora olvídate de todo lo que te he dicho y haz solo lo que le veas hacer a Tere. Volví a decir que sí, y en ese momento el Guille encontró mis ojos en el espejo retrovisor. El Gafitas está jiñado, se burló. El cabrón solo sabe decir que sí. El Zarco le dijo que se callase mientras yo volvía hacia Tere una mirada desvalida y Tere me guiñaba un ojo sin dejar de cepillarse el pelo. El Zarco añadió: Y tú, Gafitas, no te agobies: haz lo que te he dicho y todo saldrá bien. ¿Estamos? A punto estuve de decir otra vez que sí, pero me limité a asentir con la cabeza.

Una vez que terminó de arreglarse, Tere metió su cepillo, su lápiz y su barra en el bolso y dijo: Vamos allá. Al salir del coche me cogió la mano y empezamos a subir por la pendiente mal asfaltada. La urbanización parecía desierta; el único ruido que oíamos era el rumor del mar. Cuando vimos aparecer la primera casa entre los pinos, Tere me aleccionó. Déjame hablar a mí, dijo. Nadie va a decirte nada, pero, si alguien habla en catalán, habla tú. Si no, estate callado. Haz lo que yo haga. Sobre todo, pase lo que pase, no te separes de mí. Y otra cosa: ¿es verdad lo que dice el Guille? El corazón me latía entre las costillas como un pájaro enjaulado; había empezado a sudar, y la mano de Tere se escurría en mi mano empapada; acerté a decir: Sí. Tere se rió; yo también me reí, y esa risa simultánea me infundió valor.

Llegamos a la primera casa, entramos en el jardín y Tere llamó al timbre. La puerta se abrió, y una mujer que parecía recién levantada de la cama nos interrogó en silencio, con los párpados entornados por la fuerza del sol; Tere contestó al interrogante con otro interrogante: preguntó si estaba en casa Pablo. A lo cual la mujer contestó, inesperadamente amable, que en aquella casa no había ningún Pablo, y Tere se disculpó. Salimos del jardín y echamos a andar calle adelante. ¿Qué tal?, preguntó Tere. ¿Qué tal qué?, pregunté. ¿Qué tal todo?, aclaró. No sé, dije, con sinceridad. ¿Eso quiere decir que ya no estás nervioso?, preguntó. Más o menos, contesté. Entonces deja de una vez de estrujarme la mano, dijo. Me la vas a hacer polvo. Le solté la mano y me sequé la mía en los pantalones, pero en seguida volvió a cogérmela. No llamamos a la puerta de la siguiente casa, ni a la de la siguiente, pero con la que venía después lo intentamos de nuevo. También nos abrieron, esta vez un viejo en camiseta con el que Tere intercambió una serie de preguntas y respuestas parecida a la que había intercambiado con la primera mujer, solo que más larga; de hecho, en algún momento me pareció que el viejo, que no paraba de mirar las piernas de Tere, la estaba desnudando con la vista y que, en vez de intentar abreviar el diálogo, estaba intentando alargarlo.

La tercera casa fue la vencida. Ahora nadie abrió al tocar nosotros el timbre y, en cuanto nos aseguramos de que el chalé estaba vacío, de que también lo estaba el chalé vecino y de que al otro lado del chalé vecino solo había un muro de ladrillo detrás del cual se extendía un solar lleno de matorrales, deshicimos el camino hasta la entrada de la urbanización, donde el Zarco y el Guille nos aguardaban en el 124. Sigue hasta el final de la calle, le dijo Tere al Zarco, que arrancó el coche en cuanto nos subimos a él. Es la última casa de la derecha. Mientras nos adentrábamos al ralentí en la urbanización, Tere contestaba las preguntas que le hacían el Zarco y el Guille y, después de cruzarnos con un Citroën ocupado por una mujer y dos niños, llegamos hasta el fondo, hasta la pared de ladrillo, y aparcamos frente a la puerta de la casa con el morro del coche mirando a la salida de la urbanización.

Allí empezó de verdad el peligro. Al mismo tiempo que el Zarco y el Guille entraban en el jardín y rodeaban la casa –una casa de dos plantas y techo plano, con un gran sauce sombreando la entrada–, Tere se puso el bolso a la espalda, se recostó en el capó del 124, me atrajo hacia ella, me rodeó el cuello con los brazos y metió una rodilla desnuda entre mis piernas. Ahora vamos a hacer como en las pelis, Gafitas, me anunció. Si no aparece nadie, nos quedamos aquí quietecitos hasta que el Zarco y el Guille nos avisen. Pero, si a alguien se le ocurre pasar por aquí, te pego un morreo que te mueres. Así que ya puedes empezar a rezar para que pase alguien. Esto último lo dijo con una media sonrisa; yo estaba tan asustado que solo asentí. Sea como sea, no pasó nadie, y no sé cuánto tiempo estuvimos los dos recostados en el coche y trabados en aquel falso abrazo, pero poco después de que viera al Zarco y al Guille perdiéndose bajo las ramas del sauce, hacia el fondo del jardín, me sobresalté al escuchar en la quietud absoluta de la siesta un chasquido borroso de maderas rotas procedente de la casa y a continuación un chasquido inconfundible de cristales rotos. Tere quiso calmarme presionando con su rodilla en mi entrepierna y poniéndose a hablar. No sé de qué habló; lo único que sé es que en determinado momento empecé a empalmarme como un verraco, que traté de disimular pero no pude y que, cuando ella notó mi erección, una risa feliz desnudó sus dientes. Joder, Gafitas, dijo. ¡Qué mal momento para ponerte cachondo!

Casi no había terminado Tere de pronunciar esa frase cuando se abrió la puerta de la casa y salieron el Zarco y el Guille cargados de bolsas. Las dejaron en el maletero del coche, me pidieron que me quedara allí, vigilando, y volvieron a entrar en la casa, esta vez acompañados por Tere. Al cabo de un rato salieron con un par de bolsas más, con un televisor Telefunken y con un radiocasete y un tocadiscos Philips. Cuando todo estuvo cargado en el maletero, montamos en el coche y salimos sin prisa de La Montgoda.

Ese fue mi bautismo de fuego. Del viaje de vuelta a Gerona solo recuerdo que no sentí el menor alivio porque el peligro hubiese pasado; al contrario: más bien cambié en seguida el susto por la euforia, con el subidón salvaje del robo haciendo que la adrenalina me saliera por las orejas. Y también recuerdo que al llegar a Gerona fuimos directamente a vender lo que habíamos robado. ¿O lo vendimos otro día? No, yo creo que fue el mismo. Pero no estoy seguro. En fin. Aquella semana todavía volví alguna vez a los recreativos, para ayudar al señor Tomàs (y a veces, de paso, para jugar unas partidas antes de irme a La Font); pero, cuando empecé a salir por las noches sin encomendarme a nadie, aplicando con mi familia una política de hechos consumados que agrió todavía más mi relación con mi padre y multiplicó nuestras peleas, dejé de ir del todo por los recreativos, y una tarde, de camino hacia La Font, entré y le dije al señor Tomàs que me iba de vacaciones y que seguramente no volvería por allí en mucho tiempo. No te preocupes, chaval, me dijo el señor Tomàs. Ya encontraré a alguien que me ayude a cerrar. Como quiera, le dije. Pero no va a hacerle falta. Nadie le va a molestar. El señor Tomàs me miró intrigado. ¿Y tú cómo sabes eso?, preguntó. Con íntimo orgullo dije: Porque lo sé. A partir de entonces empecé a ir cada tarde o casi cada tarde a La Font.

–Y eso que hubiera podido no hacerlo: en La Montgoda le había devuelto el favor al Zarco y había saldado su deuda con él.

–Sí, pero estaba Tere.

–¿Quiere decir que se unió a la basca del Zarco por Tere?

–Quiero decir que, si no hubiera sido por Tere, lo más probable es que no lo hubiese hecho: aunque hubiera llegado a la conclusión de que ella no era para mí, quería pensar que, mientras estuviésemos cerca, siempre podía volver a pasar lo que había pasado en los lavabos de los recreativos Vilaró; y yo creo que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo con tal de mantener alguna posibilidad de que eso volviera a pasar. Dicho esto, usted es escritor y debe de saber que, aunque nos tranquiliza mucho encontrar una explicación para lo que hacemos, la verdad es que la mayor parte de lo que hacemos no tiene una sola explicación, suponiendo que tenga alguna.

–Antes me ha dicho que el robo de la casa fue un subidón. ¿Significa eso que le gustó?

–Significa lo que significa. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que me gustó mucho? ¿Que el día que robé en La Montgoda descubrí que aquello ya no tenía vuelta atrás, que el juego del Zarco era un juego muy serio, en el que uno se lo jugaba todo, y que ya no podía conformarme con el juego de Rocky Balboa, en el que no me jugaba nada? ¿Quiere que le diga que jugando a aquel juego sentía que me vengaba de mis padres? ¿O quiere que le diga que me vengaba de todas las humillaciones y la culpa que había acumulado durante el último año y que, como Batista representaba para mí el mal absoluto, aquel juego que me libraba de Batista representaba el bien absoluto? Si quiere se lo digo; a lo mejor se lo he dicho ya. Y puede que sea cierto. Pero hágame un favor: no me pida explicaciones; pídame hechos.

–De acuerdo. Volvamos a los hechos. El robo de La Montgoda fue el primero de la serie de robos en los que usted participó con el Zarco. Antes me decía que al llegar a Gerona el día de La Montgoda fueron a vender lo que habían robado. ¿Dónde lo vendían? ¿A quién se lo vendían? Porque me imagino que no debía de ser fácil.

–Venderlo era fácil; lo que no era fácil era venderlo bien. En Gerona solo había un perista, o por lo menos un perista serio, de manera que, como casi no tenía competencia, hacía lo que le daba la gana. Era el General. Le llamaban así porque alardeaba de haber sido cabo en la Legión; también porque lucía unas patillas largas y frondosas de general de tebeo. Yo solo estuve con él tres o cuatro veces. Vivía en una casa de aire andaluz en medio de un descampado de Torre Alfonso XII y era un tipo peculiar, aunque quizá lo peculiar era la pareja que formaba con su mujer. Me acuerdo precisamente de la tarde en que fuimos a venderle el botín de La Montgoda, que fue la primera vez que le vi. Como le dije antes, pudo ser la misma tarde del robo, pero también pudo ser otra, porque a menudo escondíamos lo que robábamos y tardábamos unos días en venderlo. Por precaución. El caso es que aquella tarde íbamos los mismos de la tarde de La Montgoda –el Zarco, Tere, el Guille y yo–, aparcamos el coche frente a la casa del General y el Zarco fue hasta la puerta y en seguida volvió y anunció que el General estaba ocupado aunque su mujer decía que no iba a tardar en acabar y que entrásemos en seguida. Quieren joder a los tipos que están con el General, comentó el Zarco. El Guille y Tere se rieron; yo no pillé el chiste, y tampoco le di importancia. Entre todos metimos el botín en la casa bajo la vigilancia de la mujer del General, una anciana escuálida y reseca, de ojos extraviados, de pelo en desorden y bata gris. Al salir al corral vimos que en un extremo, delante de una gran caja de cartón de la que sobresalía un radiocasete, estaban de pie el General y un par de hombres. Los hombres pusieron muy mala cara al vernos, y en seguida nos dieron la espalda. El General pareció intentar tranquilizarlos; a nosotros nos saludó con un leve movimiento de cabeza. Dejamos nuestro cargamento en el centro del corral (en el otro extremo había una confusión de somieres, bicicletas, motos desguazadas, muebles y electrodomésticos), y esperamos a que el General terminara. Lo hizo en seguida, y los dos hombres se marcharon a toda prisa y sin mirarnos siquiera, acompañados por el General y por su mujer.

Nos quedamos a solas en el corral, y el Zarco se entretuvo hurgando en la gran caja de cartón de la que sobresalía el radiocasete mientras el Guille, Tere y yo fumábamos y hablábamos. Al rato el General volvió sin su mujer. Parecía alegre y relajado, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra el Zarco señaló la puerta del corral. ¿Quiénes eran esos?, preguntó. ¿Los que acaban de irse?, preguntó el General. Sí, contestó el Zarco. ¿Para qué quieres saberlo?, preguntó el General. El Zarco se encogió de hombros. Para nada, dijo. Solo quería saber cómo se llaman ese par de gilipollas. La respuesta no pareció perturbar al General. Observó al Zarco con interés y luego se giró un instante hacia su mujer, que había vuelto al corral mientras ellos hablaban y se había quedado unos metros más allá, con la cabeza caída sobre un hombro y las manos en los bolsillos de la bata, en apariencia ajena a la conversación. El General preguntó: ¿Qué pasa, Zarquito? ¿Has venido a tocarme los cojones? El Zarco sonrió con modestia, casi como si el General intentara halagarle. Para nada, dijo. ¿Entonces se puede saber de qué me estás hablando?, dijo el General. El Zarco señaló la caja de cartón que acababa de examinar. ¿Cuánto has pagado por lo que hay ahí?, preguntó. ¿Y a ti qué te importa?, replicó el General. El Zarco no dijo nada. Después de un silencio dijo el General: Catorce mil pesetas. ¿Satisfecho? El Zarco continuó sonriendo con los ojos, pero sus labios se fruncieron en una mueca escéptica. Eso cuesta mucho más, dijo. ¿Y tú cómo lo sabes?, preguntó el General. Porque lo sé, contestó el Zarco. Lo sabe cualquiera menos esos dos gilipollas; vaya par: al vernos se han cagado y ya solo pensaban en salir echando hostias. Hizo una pausa y añadió: Hay que ver lo hijo de puta que llegas a ser. El Zarco dijo esto mirando al General, con tranquilidad, sin emplear un tono hiriente. Como ya le he dicho, era la primera vez que yo entraba en aquella casa y no sabía cuál era la relación del Zarco con su interlocutor ni cómo tomarme aquella esgrima verbal, pero me tranquilizó comprobar que ni Tere ni el Guille parecían inquietos o extrañados. Tampoco lo parecía el perista, que se rascó pensativamente una patilla y suspiró. Mira, chaval, dijo luego. Cada uno hace los negocios como quiere, o como puede. Además, ya te lo he dicho muchas veces: en este mundo las cosas cuestan lo que alguien paga por ellas, y en esta casa las cosas cuestan lo que yo digo que cuestan. Ni una peseta más. Y a quien no le guste que no venga. ¿Está claro? El Zarco se apresuró a contestar, todavía un poco burlón pero ya conciliador: Clarísimo. Luego, volviéndose hacia la mercancía que habíamos dejado en el centro del corral, preguntó: ¿Y según tú cuánto cuesta esto?

El General miró al Zarco con desconfianza, pero no tardó en seguirle, igual que hicimos Tere, el Guille y yo; después le siguió su mujer. Durante un buen rato el General estuvo examinando el lote, en cuclillas, con su mujer de pie a su lado: cogía una cosa, la describía, enumeraba sus defectos (según él muchos) y sus virtudes (según él pocas) y luego iba a por otra. Mientras observaba la escena comprendí que el General enumeraba y describía más para su mujer que para sí mismo, y por un momento pensé que su mujer tenía un defecto de visión, o sencillamente que era ciega. Cuando terminaron de inventariar y valorar, el General y su mujer se alejaron unos pasos, intercambiaron unas pocas palabras inaudibles y en seguida el hombre volvió, se puso otra vez en cuclillas junto al televisor Telefunken, pasó la mano por la pantalla como si quisiera quitarle el polvo, dio un par de veces al botón de encendido sin que el televisor se encendiese y preguntó: ¿Cuánto quieres? El doble, contestó el Zarco sin pensarlo. ¿El doble de qué?, preguntó el General. El doble de lo que les has pagado a esos pardillos, contestó el Zarco. Ahora fue el General quien sonrió. A continuación apoyó las manos en las rodillas, se incorporó con un gemido y buscó con la mirada a su mujer; su mujer no le miró: tenía la vista fija más allá de las bardas del corral, como si algo en el cielo atrajese su atención. El General miró el cielo vacío y miró otra vez al Zarco. Os doy diecisiete mil, dijo. El Zarco fingió reflexionar un momento antes de volverse hacia mí. Oye, Gafitas, dijo. Tú que has estudiado: ¿diecisiete mil es el doble de catorce mil? Negué levemente con la cabeza y el Zarco se volvió hacia el General y copió mi gesto. Estás loco, dijo el General sin dejar de sonreír. Te estoy haciendo una buena oferta. A mí no me parece tan buena, dijo el Zarco. Nadie te va a pagar lo que pides, insistió el General. Eso ya lo veremos, replicó el Zarco. Acto seguido hizo una señal y el Guille y él levantaron el televisor mientras yo cargaba con el tocadiscos y Tere con los altavoces, pero aún no habíamos echado a andar cuando vimos que la mujer del General nos esperaba a la puerta de la casa, como si quisiera despedirnos o más bien como si quisiera impedir que saliésemos. Veinte mil, dijo entonces el General. Cargado con el televisor, el Zarco le miró, miró a su mujer, me miró y preguntó: ¿Veinte mil es el doble de catorce mil? Antes de que yo pudiera responder, el General dijo: Veintitrés mil. Es mi última oferta. Entonces el Zarco le indicó al Guille que dejaran el televisor en el suelo y, una vez que lo hubieron hecho, fue hacia el General, le alargó la mano y dijo: Veinticinco mil y no se hable más.

No se habló más: el General aceptó a regañadientes el trato y nos pagó las veinticinco mil pesetas en billetes de mil.

–El Zarco le dobló la mano.

–Eso parecía, eso pensé yo aquella tarde, pero no lo crea: seguro que lo que habíamos robado valía mucho más; de lo contrario el General no hubiera pagado lo que pagó. Era muy listo, y su mujer todavía más. Siempre parecían ceder, pero en realidad no cedían nunca, o por lo menos nunca salían perdiendo; bien pensado, al Zarco le pasaba lo contrario, y no solo con el General y con su mujer: aunque a veces parecía ganar, siempre acababa perdiendo. Claro que yo aún tardé mucho tiempo en comprender eso. Las primeras veces que lo vi, en los recreativos Vilaró, el Zarco me pareció uno de esos tipos duros, imprevisibles y violentos que dan miedo porque no tienen miedo, exactamente lo contrario de lo que yo era o de como yo me sentía entonces: yo me sentía un perdedor nato, así que él solo podía ser un ganador nato, un tipo que iba a comerse el mundo; eso es lo que yo creo que el Zarco fue para mí, y quizá no solo durante aquel verano. Como le digo, tardé mucho tiempo en comprender que en realidad era un perdedor nato, y cuando lo comprendí ya era tarde y el mundo ya se lo había comido a él… En fin. Acabo de acordarme de una historia. No tiene que ver directamente con el Zarco, pero indirectamente sí. O por lo menos yo siento que tiene que ver.

–Adelante.

–La contó Tere, no recuerdo cuándo ni dónde. En cualquier caso, fue una de las muchas historias que oí sobre los albergues, un asunto del que se hablaba mucho en la basca del Zarco, como si todos estuviesen muy orgullosos de haber vivido allí o como si los albergues fueran el único vínculo que de verdad los unía. Había ocurrido ocho años atrás, cuando el Zarco aún no vivía en los albergues pero los demás sí, y por eso, quien más quien menos, todos la recordaban o la habían oído contar. La historia había empezado el día en que un hombre sorprendió a su mujer en la cama con un vecino; de acuerdo con la versión de Tere, el hombre era un buen hombre, pero su vecino era una mala bestia que llevaba años haciéndole la vida imposible. Así que, cuando el buen hombre vio que su mujer estaba poniéndole los cuernos, y con quién se los estaba poniendo, perdió los papeles y acabó pegando fuego al albergue de su vecino. El problema es que esto había ocurrido en unos albergues de madera (unos albergues que, según aclaró Tere, ya no existían), y lo que pasó fue que las llamas se propagaron a toda velocidad y el incendio acabó devorando treinta y dos viviendas. Era una historia dramática, que al parecer había provocado el peor siniestro de los albergues en toda su existencia, pero Tere la contó como si fuera una historia cómica o todos nos habíamos metido tanto chocolate, tanta cerveza y tantas pastillas que la escuchamos como si fuera una historia cómica, riéndonos a lágrima viva, interrumpiéndola constantemente. De todos modos, lo que recuerdo con más claridad no es la historia en sí sino lo que ocurrió cuando Tere terminó de contarla. Yo pregunté qué había sido al final de los dos protagonistas. Eso es lo mejor del cuento, intervino entonces el Guille, que nunca dejaba escapar la oportunidad de un sarcasmo. Al final al hijo de puta lo dejaron suelto y el cornudo se comió el marrón. Lo menos se chupó un par de años en el trullo, el muy desgraciado. Todos volvimos a reírnos, todavía con más fuerza. Es lo que pasa siempre, tío, filosofó entonces el Gordo, bruscamente serio, acariciándose su media melena fijada con laca. Los buenos pierden y los malos ganan. No me seas capullo, Gordo, saltó el Zarco. Eso es lo que pasa cuando los buenos son gilipollas y los malos unos listillos. Tío, tío, tío, intervino entonces el Tío, con una inocencia que por un momento interpreté como una forma de ironía. No me jodas que ahora quieres ser bueno. El Zarco pareció dudar, pareció pensarse la réplica o darse cuenta de repente de que todos estábamos pendientes de su réplica y habíamos dejado de reír. Claro, ¿tú no?, dijo por fin. Pero prefiero ser malo que ser gilipollas. Una salva de risas acogió la respuesta del Zarco. Y ahí quedó la cosa.

–¿Me está diciendo que, además de como un ganador nato, durante aquel verano usted veía al Zarco como un buen tipo convertido por las circunstancias en un incendiario?

–No. Solo le he contado una historia pequeña que forma parte de una historia más grande; entiéndala como le parezca, pero no antes de que termine de contarle la historia completa. Recuerde: hechos, no explicaciones; pídame que cuente, no que interprete.

–Muy bien. Cuénteme entonces. Me ha dicho que el General les dio veinticinco mil pesetas por lo que habían robado en La Montgoda. Para la época eso era bastante dinero. ¿Qué hicieron con él?

–Gastárnoslo inmediatamente. Es lo que hacíamos siempre. El dinero nos quemaba en las manos: una tarde teníamos veinticinco, treinta, treinta mil pesetas, y a la mañana siguiente ya no teníamos nada. Eso era lo habitual. Claro que el dinero nos lo gastábamos todos y no solo los que intervenían en el golpe.

–¿Cuando dice todos se refiere a toda la basca?

–Claro.

–¿Eso era la norma? ¿Todo lo que robaban se repartía a partes iguales?

–Más o menos. A veces nos repartíamos lo que ganábamos y otras veces lo que ganábamos iba a parar a una especie de fondo común. Pero el dinero era de todos y nos lo gastábamos entre todos.

–¿En qué se lo gastaban?

–En beber, en comer, en fumar. Y naturalmente en drogas.

–¿Qué drogas tomaban?

–Chocolate. También pastillas: Bustaids, Artanes, cosas así. Alguna vez mescalina. Pero no cocaína.

–¿Tomaban heroína?

–No. La heroína llegó más tarde, igual que la coca. En aquella época no recuerdo que nadie tomase heroína en el chino.

–¿Ni siquiera el Zarco?

–Ni siquiera el Zarco.

–¿Está seguro?

–Completamente. Lo de que a los trece o catorce años ya estaba enganchado a la heroína es mentira. Una leyenda como tantas que circulan sobre él.

–Cuénteme cómo conseguían la droga.

–No era tan fácil como puede pensar. Durante la primavera el Zarco y los demás se habían abastecido con un par de camellos que frecuentaban La Font, pero poco antes de que yo me uniera a la basca la policía había hecho dos o tres redadas y había limpiado el chino de camellos, así que, cuando yo llegué, estaban en la cárcel o habían puesto pies en polvorosa. Esto explica que el Zarco y Tere aparecieran en los recreativos Vilaró cuando nos conocimos; como me había contado Tere, el tipo del Fred Perry era un camello: los había citado allí. Y esto explica que a lo largo de todo el verano tuviéramos que buscarnos la vida fuera del chino para conseguir droga. Por suerte el camello del Fred Perry no volvió a citar al Zarco en los recreativos (debió de comprender con razón que era un lugar muy poco adecuado para sus negocios); quedaban en bares del casco antiguo: en el Pub Groc, en L’Enderroc, en el Freaks. Luego, hacia mediados de julio o principios de agosto, el camello del Fred Perry desapareció y empezamos a frecuentar el Flor, un bar con grandes ventanales que daban a la calle mayor de Salt o a una esquina de la calle mayor de Salt; allí tuvimos varios camellos desde mediados de julio o principios de agosto hasta mediados de septiembre: un tal Dani, un tal Rodri, un tal Gómez, quizá alguno más.

–¿Nunca se plantearon hacer de camellos? Hubieran solucionado el problema del abastecimiento.

–Pero hubiesen creado problemas mucho peores. No. Nunca se lo plantearon. No que yo sepa.

–¿Todos tomaban de todo?

–Sí. Había unos más glotones y otros menos, pero en general sí: todos tomaban de todo. Quizá las chicas eran más prudentes, incluida Tere, pero los demás no.

–¿Usted también tomaba de todo?

–Por supuesto. No me hubiese integrado en la basca si no lo hubiese hecho. Suponiendo que llegara a integrarme en la basca, claro está.

–¿No lo hizo?

–Lo intenté. A veces pienso que lo conseguí, pero otras veces pienso que no; depende de lo que entienda por integrarse, supongo. Es verdad que, como ya le he dicho, a partir de un determinado momento fui casi cada tarde a La Font, me juntaba con ellos y hacía más o menos lo que ellos hacían. Pero también es verdad que nunca me sentí del todo un miembro más de la basca: lo era y no lo era, hacía y no hacía, estaba dentro y fuera, como un testigo o un mirón que participa en todo pero sobre todo observa a todos participar. Así es como yo creo que en el fondo me sentía, y así es como yo creo también que me sentían ellos; la prueba es que, salvo con el Zarco y con Tere (y eso en ocasiones excepcionales), apenas hablé a solas con nadie, ni tuve intimidad con nadie. Para todos yo solo era lo que evidentemente era: un meteorito, un tipo desubicado, un niño pera perdido entre ellos, el protegido del kíe, el capricho del kíe, alguien con el que no tenían mucho que ver, aunque lo aceptaban y podían confraternizar de vez en cuando con él.

Pero, para volver otra vez a los hechos, sí, yo tomaba de todo. Al principio me costó un poco seguir el ritmo de los demás, y algún día lo pasé mal, aunque en seguida me acostumbré.

–¿Qué más cosas tuvo que hacer para integrarse?

–Muchas. Pero, por favor, no me malinterprete: yo no tomaba drogas para que me aceptasen; las tomaba porque me gustaban. Digamos que empecé haciéndolo por una especie de obligación, o de curiosidad, y acabé haciéndolo por placer, o por vicio.

–Es lo que le pasó con los robos, ¿no?

–En cierto modo. Y con otras cosas.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo con las putas.

–¿Iban de putas?

–Claro. En el chino había un burdel a cada paso y nosotros teníamos dieciséis, diecisiete años, vivíamos con una sobredosis permanente de testosterona, teníamos dinero: ¿cómo quiere que no fuéramos de putas? En realidad, yo creo que la mayor parte del dinero nos lo gastábamos en putas. Aunque, para serle del todo sincero, a mí me costó mucho más trabajo acostumbrarme a las putas que a las drogas, me vicié mucho más con las drogas que con las putas. Algunas putas me gustaban, pero la verdad es que, sobre todo al principio, la mayoría me daba grima. Puedo contarle la primera vez que entré en un burdel; me acuerdo muy bien de esa noche porque pasó una cosa curiosa.

–Le escucho.

–Fue en La Vedette, un burdel que estaba donde la mayoría de los burdeles del chino, en el Pou Rodó, una calle paralela a La Barca. Era el local más caro del barrio, y también el mejor, aunque no dejaba de ser una cueva sucia y oscura; imagínese cómo eran los demás. Lo regentaba una madame que se llamaba también la Vedette, una cincuentona que tenía fama de gobernar su negocio con una autoridad sin contemplaciones. Aquel día el local solo estaba medio lleno, no debía de haber más de diez o doce hombres acodados a la barra o recostados contra las paredes, bebiendo y respirando la atmósfera saturada de humo, de perfume barato y de olor a transpiración, a sexo y a alcohol. Las chicas pululaban a su alrededor, vestidas con ropa muy ceñida y con la cara empastada de maquillaje, y una rumba a todo volumen apagaba las conversaciones. Debió de ser inmediatamente después del robo de La Montgoda, en todo caso inmediatamente después de alguno de los primeros golpes en los que intervine, entre otras razones porque era entonces, después de los golpes, cuando podíamos permitirnos el lujo de ir a La Vedette. El caso es que a los pocos minutos de entrar allí todos mis amigos ya se habían emparejado y habían desaparecido, y yo me vi de pronto solo en la barra, después de que varias chicas se apartasen de mí en cuanto comprendieron que no tenía la menor intención de acostarme con ellas. En ese momento la Vedette se acercó, parsimoniosa, desde el otro extremo del local. Hola, guapo, me dijo. ¿No te gusta ninguna de mis chicas? La Vedette tenía el pelo oxigenado, los pechos grandes, los huesos grandes y las facciones duras, y su cercanía poderosa intimidaba más que la de sus pupilas, pero precisamente por eso no me costó mentir. Claro que me gustan, contesté. La Vedette volvió a preguntar, derramando sus pechos sobre la barra: ¿Entonces? Sonreí y me llevé a los labios el vaso de cerveza vacío y desvié la mirada buscando una respuesta. ¿No me digas que es la primera vez?, preguntó. Antes de que yo pudiera mentir de nuevo, la mujer soltó una carcajada aterradora; aterradora hasta que me di cuenta de que nadie en el local la había escuchado. Angelito, dijo, tirándome a la cara su aliento mentolado. Si no estuviera retirada te desvirgaba yo. Me soltó y añadió: Pero si quieres te presento a la chica que necesitas. Señaló un lugar en la penumbra. Es aquella de allá, continuó. ¿Quieres que la llame? Anda, no seas tonto, ya verás cómo te gusta. No vi a quién señalaba la Vedette, pero daba lo mismo: la mera idea de encerrarme en una habitación a oscuras con una de aquellas mujeronas pintarrajeadas me repugnaba tanto que mataba el menor atisbo de deseo. La Vedette debió de intuirlo (o quizá es que yo negué con un gesto), porque suspiró, derrotada, y preguntó señalando mi cerveza: ¿Quieres otra?

Aún no había terminado de beberme la segunda cerveza cuando el Zarco y los demás empezaron a bajar de las habitaciones. Todos me preguntaban lo mismo y a todos les contestaba lo mismo y todos insistían en que eligiera a una chica y subiera con ella; ninguno sospechaba lo que la Vedette había adivinado, o por lo menos ninguno formuló en voz alta la sospecha, y al final su insistencia y el temor a que el secreto saliese a la luz venció el asco y fui hasta donde estaba la Vedette y le dije que de acuerdo y le pedí que me presentase a su candidata. Se llamaba Trini y resultó ser una morenita de pelo corto y caderas cimbreantes que me obligó a cogerla de la cintura y, mientras el Zarco y los demás gesticulaban eufóricos desde el extremo opuesto de la barra, me condujo a uno de los cuartos de arriba. Allí se bajó de sus tacones, me desnudó y me ayudó a desnudarla. Luego me llevó al baño y se lavó y me lavó y me tumbó en la cama y empezó a chupármela. Era la segunda vez en mi vida que me hacían una cosa así, aunque la verdad es que me parecieron dos cosas distintas y no la misma cosa hecha por dos mujeres distintas. Al cabo de un rato Trini consiguió que se me levantara, pero en cuanto quiso que la penetrase se me volvió a encoger. Intentó tranquilizarme, me dijo que eso era normal la primera vez y luego siguió trabajándome con la boca. Yo estaba muy azorado, temía un fiasco total y me concentré hasta que di con la solución: imaginando que no estábamos en un cuarto de La Vedette sino en los lavabos de los recreativos Vilaró y que eran los dedos y los labios de Tere y no los de Trini los que me acariciaban, conseguí una erección y me corrí enseguida.

Fue entonces cuando ocurrió la cosa curiosa de la que antes le hablaba. Estaba empezando a vestirme cuando una luz roja se encendió junto a la puerta y Trini dijo: Mierda. ¿Qué pasa?, pregunté. Nada, contestó Trini. Pero no podemos salir. Señaló la luz encendida y añadió: La poli está abajo. Sentí que se me aflojaban las piernas y que me envolvía una oleada de calor. ¿En el bar?, pregunté. Sí, contestó Trini. Pero no te preocupes, no van a subir; aunque hasta que no se vayan no podemos bajar. Así que más vale que te lo tomes con calma. Intenté tomármelo con calma. Terminé de vestirme mientras Trini me contaba que, cada vez que una pareja de policías de ronda entraba en el bar, la Vedette o su marido apretaban un timbre que había detrás de la barra y en todas las habitaciones se encendía una luz roja; luego, cuando los policías se marchaban, volvían a apretar el timbre y la luz se apagaba. Trini insistió en que no debía preocuparme y en que solo había que tener paciencia, porque, aunque naturalmente los policías estaban al tanto de todo (sabían que había clientes y chicas en las habitaciones de arriba, sabían que la Vedette y su marido los alertaban en cuanto ellos llegaban), siempre se iban sin molestar a nadie después de hablar un rato con la Vedette.

Tenía razón: eso fue lo que pasó. Trini y yo estuvimos sentados un rato en la cama, vestidos, uno al lado del otro y sin rozarnos apenas, contándonos trolas mutuamente, hasta que pasado ese rato la luz roja se apagó y bajamos. Así fue mi primera visita a un burdel. Y así era como nos gastábamos el dinero.

–¿Las chicas de la basca lo sabían?

–¿El qué? ¿Que nos gastábamos el dinero en putas?

–Sí.

–No lo sé. Nunca me hice esa pregunta.

–Hágasela ahora.

–No sé si lo sabían. No lo creo. Desde luego, nosotros íbamos a los burdeles sin decírselo, y no recuerdo que ninguno comentase nada delante de ellas. A las chicas tampoco recuerdo haberles oído decir nada. Yo supongo que en teoría no lo sabían, aunque me cuesta creer que en la práctica no lo sospechasen. Le repito que gran parte del dinero se nos iba en eso.

–Bueno, me imagino que tampoco debía de ser tan difícil esconderse de las chicas; al fin y al cabo solo eran dos, y una era la chica del Zarco y otra la del Gordo.

–Lo de que solo eran dos es verdad: había muchas chicas que entraban y salían o daban vueltas alrededor de la basca, pero solo Tere y Lina pertenecían a ella. Lo otro, en cambio, no es verdad, o no del todo, o yo no tenía la impresión de que lo fuera, o solo la tuve un tiempo: Lina era la chica del Gordo, sí, pero que Tere fuera la chica del Zarco… En fin, ya le dije que si hubiese sabido la verdad a tiempo todo hubiese sido distinto; o si hubiese visto desde el principio que el Zarco y ella se comportaban como el Gordo y Lina, que era más o menos como se comportaban la mayoría de las parejas de entonces: en ese caso quizá no me hubiese hecho ilusiones ni hubiese ido a La Font ni hubiese hecho lo posible por integrarme en la basca. Es probable. Pero lo cierto es que el Zarco y Tere no se comportaban como una pareja, y que a diferencia de Lina, que daba la impresión de estar en la basca como chica del Gordo, Tere daba la impresión de estar en la basca como lo estaba cualquiera de nosotros. Así que ¿cómo no iba a hacerme ilusiones y a pensar que tenía alguna oportunidad? ¿Cómo iba a olvidar lo que había pasado con Tere en los lavabos de los recreativos? Es verdad que después de aquello Tere hizo como si no hubiese pasado nada, pero el hecho es que había pasado y que yo no recibí ninguna señal de que no podía repetirse (y si la recibí no supe interpretarla). Porque también es verdad que en los primeros días sí pensé que Tere era la chica del Zarco, pero en seguida me pareció que, aunque lo fuese, ella y el Zarco iban a su aire.

–¿Cuándo empezó a pensar eso?

–En seguida, ya se lo he dicho. Me acuerdo por ejemplo de una de las primeras noches que fui con ellos a Rufus, una discoteca que estaba en Pont Major, a la salida de la ciudad por la carretera de La Bisbal. Allí iban los charnegos y los quinquis de la ciudad y allí, según supe más tarde, acababa la basca cada noche, o casi cada noche. Fue la primera discoteca en la que entré, aunque si ahora me pidiera que se la describiese sería incapaz de hacerlo: siempre llegaba colocado, y lo único que recuerdo es un hall donde estaban la taquilla y los porteros, una gran pista de baile sobrevolada por globos de luz estroboscópica, una barra a la derecha y unos sofás en la zona más oscura, donde se escondían las parejas.

Allí, como le contaba, terminamos aquel verano casi cada noche. Llegábamos sobre las doce o doce y media y nos íbamos cuando cerraban, hacia las tres o las cuatro de la madrugada. Yo pasaba esas dos o tres horas diarias bebiendo cerveza, fumando porros en los lavabos y mirando bailar a Tere desde una esquina de la barra. Al principio no bailaba nunca: me hubiera gustado hacerlo, pero me daba vergüenza; además, en general los hombres de la basca no bailaban, no sé si por las mismas razones que yo o porque se consideraban tipos duros y pensaban que los tipos duros no bailan. Digo en general porque, cuando ponían canciones lentas –cosas de Umberto Tozzi o de José Luis Perales o de gente así–, el Gordo bajaba a toda prisa a la pista para bailarlas con Lina y, cuando ponían rumbas de Peret o de Los Amaya, o canciones de Las Grecas, las bailaban a veces el Tío, el Chino y el Drácula. Las chicas, en cambio, bailaban mucho más, sobre todo Tere, que no paraba de hacerlo desde que entraba hasta que salía de Rufus. Yo, ya le digo, me concentraba en ella durante horas, observándola como no podía hacerlo en ninguna otra parte, sin que nadie me molestase ni sospechase de mí (o eso pensaba). Me parecía imposible cansarse de mirarla: no solo porque era la chica más atractiva de la discoteca o porque más que bailar parecía flotar sobre la pista; también por otra cosa que descubrí con el tiempo: mucha gente –Lina, por ejemplo– bailaba sin parar, pero bailaba casi todas las canciones de la misma forma, mientras que Tere las bailaba todas de una forma distinta, como si se adaptara a la música igual que un guante a una mano o como si sus movimientos se desprendieran de cada canción con la misma naturalidad con que el calor se desprende del fuego.

Disculpe: me he desviado. Estaba hablándole de una de las primeras veces que fui a Rufus. La verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó aquella noche en la discoteca, pero sí que hacia las dos y media o las tres, cuando llevaba ya un buen rato dentro, noté una espuma caliente creciéndome en el estómago, salí a la calle y vomité en el aparcamiento junto al río. Después de hacerlo me sentí mejor y quise entrar otra vez en la discoteca, aunque al llegar a la puerta comprendí que era incapaz de abrirme paso entre aquella masa humana envuelta en humo, música y luces intermitentes, y me dije que la farra había terminado.

Había ido a Rufus con el Zarco y con Tere, pero decidí volver a casa por mi cuenta. Llevaba ya un buen rato caminando de regreso a la ciudad cuando, muy cerca del puente de Pedret, un Seat 124 Sport frenó a mi lado. Al volante iba un imitador de John Travolta en Fiebre del sábado noche, lo que no tenía nada de raro porque aquel verano las noches estaban llenas de imitadores de John Travolta en Fiebre del sábado noche; a su lado iba Tere, lo que tampoco tenía nada de raro porque aquella noche yo la había visto bailar con montones de tipos, entre ellos el imitador de John Travolta. ¿Dónde te habías metido, Gafitas?, preguntó Tere bajando la ventanilla. No supe improvisar una excusa, así que tuve que resignarme a la verdad. No me encontraba bien, dije, y me apoyé en el techo del 124 y me acerqué a la ventanilla abierta. He vomitado, pero ya estoy mejor. Era verdad: el aire de la noche había empezado a espantar el mareo. Hice un gesto hacia la carretera casi a oscuras. Voy a casa, anuncié. Tere abrió la puerta del coche mientras decía: Te llevamos. Gracias, respondí. Pero prefiero ir andando. Tere insistió: Sube. Fue entonces cuando intervino Travolta. Déjale que haga lo que quiera y larguémonos ya, dijo. Tú cállate, capullo, le atajó en seco Tere, saliendo del coche y levantando el asiento delantero para que yo ocupase el trasero. Repitió: Sube.

Subí. Tere volvió a sentarse en su asiento y, antes de que Travolta arrancase de nuevo, le agarró el lóbulo de una oreja, estiró con fuerza y dijo como si hablase al principio conmigo y al final con él: Es un capullo pero está para comérselo. Y esta noche me lo voy a tirar. ¿Verdad que sí, machote? Travolta la apartó de un manotazo, masculló algo y arrancó. Cinco minutos más tarde, después de cruzar el puente sobre el Onyar y de recorrer de arriba abajo el paseo de La Devesa, paramos en Caterina Albert. Tere salió del coche y me dejó salir. Gracias, dije, ya en la calle. De nada, dijo Tere. ¿Te encuentras bien? Sí, contesté. ¿Entonces por qué tienes esa cara de cabreo?, preguntó. No sé qué cara tengo, contesté. Estoy cansado, pero no estoy cabreado. ¿Seguro?, preguntó. Tere me puso las palmas de las manos en las mejillas. ¿No te habrás cabreado porque esta noche voy a follar con ese capullo?, insistió, señalando con la cabeza el interior del coche. No, dije. Sonrió y, sin mediar palabra, me besó suavemente en los labios, me escrutó un par de segundos, dijo: Otro día follamos tú y yo, ¿vale? No dije nada, y Tere volvió a meterse en el 124 y el 124 dio media vuelta y se fue.

Así acabó la noche. Y por eso le decía que a partir de aquel momento cambió mi manera de ver las cosas: porque entonces me di cuenta de que, fuera cual fuese la relación que unía a Tere y el Zarco, Tere hacía lo que le daba la gana y con quien le daba la gana.

–¿Y el Zarco también?

–También. Y además no parecía importarle que Tere hiciese lo mismo.

–¿Y a usted?

–¿A mí qué?

–¿Le importaba que Tere se acostase con otros?

–Claro. Tere me gustaba mucho, me había metido en la basca del Zarco por ella, me hubiera gustado que se acostase conmigo; no digo que se acostase solo conmigo: digo que al menos se acostase conmigo. Pero ¿qué podía hacer? Las cosas eran como eran, y a mí no me quedaba otro remedio que esperar mi oportunidad, suponiendo que se presentase. Además, no tenía nada mejor que hacer.

–Idealizó a Tere.

–Si enamorarse de alguien no consiste en idealizarlo, ya me contará en qué consiste.

–¿Y al Zarco? ¿También lo idealizó?

–No lo sé; puede ser. Ahora detesto a los que lo han hecho –en realidad, esa es una de las razones por las que acepté hablar con usted: para que termine con las patrañas y diga la verdad sobre él–, pero quizá el primero en idealizarlo fuera yo. Puede ser. En cierto modo sería lo lógico. Mire, aquel principio de verano yo solo era un chaval imberbe y asustado que casi de un día para otro había visto que sus mejores amigos se convertían en sus peores enemigos y que su familia ya no era capaz de defenderle y que todas las cosas que había aprendido hasta entonces no le servían para nada o estaban equivocadas, así que ¿cómo quiere que, pasada la inquietud o el miedo de los primeros días, no prefiriera quedarme con el Zarco y su basca? ¿Cómo quiere que no estuviera a gusto con alguien que en aquellas circunstancias me ofrecía respeto, aventura, dinero, diversión y placer? ¿Cómo quiere que no lo idealizara un poco? Y por cierto, ¿sabe cómo llamaba yo a la basca del Zarco?

–¿Cómo?

–Los del Liang Shan Po. ¿Ha oído alguna vez ese nombre?

–No.

–No, claro: es demasiado joven. Pero le apuesto lo que quiera a que la mayoría de la gente de mi edad lo recuerda. Se hizo célebre por la primera serie japonesa de televisión que se estrenó en España. La frontera azul, se titulaba. Tuvo un éxito tan espectacular que al cabo de dos o tres semanas de su estreno no había adolescente que no la siguiera. Debió de empezar a emitirse en el mes de abril o mayo de aquel año, porque, cuando yo conocí al Zarco y a Tere, ya estaba enganchado a ella.

Era una especie de versión oriental de Robin Hood. Me acuerdo muy bien de la carátula: con una melodía de fondo que aún podría tararear, las imágenes mostraban un ejército informal de hombres a pie y a caballo cargados con armas y estandartes, mientras la voz en off del narrador recitaba un par de frases siempre idénticas: «Los antiguos sabios decían que no hay que despreciar a la serpiente por no tener cuernos; quizás algún día se reencarne en dragón. Del mismo modo, un hombre solo puede convertirse en ejército». El argumento general era simple. Estaba ambientada en la Edad Media, cuando gobernaba China no sé qué dinastía y el imperio había caído en manos de Kao Chiu, el favorito del emperador, un hombre corrupto y cruel que había convertido una tierra próspera en un desierto sin futuro. Contra la opresión solo se levantaba un grupo de hombres rectos capitaneado por el antiguo guardia imperial Lin Chung; entre ellos había una mujer: Hu San-Niang, el lugarteniente más fiel de Lin Chung. Los integrantes de ese grupo estaban condenados por la justicia del opresor a una vida de forajidos en las riberas del Liang Shan Po, un río cercano a la capital que también era la frontera azul del título, una frontera real pero sobre todo una frontera simbólica: la frontera entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia. Por lo demás, todos los episodios de la serie seguían un esquema parecido: a causa de las vejaciones infligidas por Kao Chiu, uno o varios ciudadanos honrados se veían obligados a cruzar al otro lado del Liang Shan Po para unirse a los bandoleros honrados de Lin Chung y Hu San-Niang. Esa era la historia que se repetía sin demasiadas variaciones en cada capítulo.

–Y usted de algún modo empezó a identificarse con ella.

–Quite el de algún modo: ¿para qué sirven las historias si no es para identificarse con ellas? Y sobre todo: ¿para qué le sirven a un adolescente? Por eso estoy seguro de que en cierto modo, en mi instinto, en mi fantasía, en mis sentimientos, en lo más profundo de mi corazón, durante aquel verano mi ciudad era China, Batista era Kao Chiu, el Zarco era Lin Chung, Tere era Hu San-Niang, el Ter y el Onyar eran el Liang Shan Po y todos los que vivían más allá del Ter y el Onyar eran los del Liang Shan Po, pero por encima de todos los que vivían en los albergues. En cuanto a mí, era un ciudadano recto que se había rebelado contra la tiranía y que estaba ansioso de dejar de ser solo una serpiente (o solo un hombre) y aspiraba a ser un dragón (o un ejército) y que, cada vez que cruzaba el Ter o el Onyar para reunirme con el Zarco y con Tere, era como si cruzase la frontera azul, la frontera entre el bien y el mal y entre la justicia y la injusticia. Cosa que si se para a pensarla tenía su parte de verdad, ¿no le parece?