9

–Después del atraco a la sucursal del Banco Popular en Bordils y la visita del inspector Cuenca a Colera, mi padre y yo nos quedamos aún varios días en el pueblo. No sé por qué lo hicimos, aunque me imagino que debió de influir el hecho de que, a la mañana siguiente de nuestra llegada, yo despertase con fiebre. Era jueves, y durante cuarenta y ocho horas la fiebre continuó alta y no me levanté de la cama, sudoroso y torturado por pesadillas de persecución y de cárcel, víctima de una simple gripe veraniega según el médico que me visitó, víctima de un ataque de pánico según pienso ahora. Mi padre no se separó de mí. Me llevaba a la cama fruta, agua y sopas de sobre y se pasaba las horas sentado a mi lado, leyendo periódicos y novelas baratas que compraba en el quiosco de la plaza, sin apenas hablar ni hacer preguntas, cuchicheando de vez en cuando por el teléfono del comedor con mi madre, a quien convenció para que no se moviera de casa.

El sábado me sentí mejor y me levanté, pero no salí a la calle. Fue entonces cuando llegaron las preguntas de mi padre. Eran tantas, o yo tenía tanto que contar, que nos pasamos la mañana hablando. Justo después del atraco a la sucursal de Bordils, en el lavabo de mi casa y durante el viaje a Colera, yo le había contado a mi padre lo fundamental; ahora se lo conté todo, punto por punto: desde el día en que Batista entró en el colegio hasta el día del atraco a la sucursal de Bordils. Mi padre me escuchó sin interrumpir, y cuando terminé me obligó a prometerle que no volvería a pisar el barrio chino y que volvería al colegio en cuanto empezasen las clases; él a cambio me prometió que Batista no volvería a molestarme. Le pregunté cómo iba a conseguirlo; me contestó que cuando empezase el curso hablaría con su padre, y me pidió que me olvidase del asunto.

Al mediodía comimos un pollo a l’ast con patatas que mi padre compró en el restaurante del pueblo y por la tarde vimos una película en la tele. Cuando terminó, mi padre quiso apagar el aparato, pero en ese momento me di cuenta de que empezaba un episodio de La frontera azul y le pedí que lo dejara encendido. No era un episodio más: era el último. Yo casi había dejado de seguir la serie cuando me había unido a la basca del Zarco y, apenas empezó el episodio, me llamó la atención que parecía pertenecer a la misma serie y a la vez a una serie distinta. La cabecera, por ejemplo. Era la misma de siempre, pero a la vez era otra, porque las imágenes, que eran las mismas de siempre, significaban ahora otras cosas: ahora el ejército informal de hombres a pie y a caballo cargado con armas y estandartes era ya un ejército conocido, un ejército formado por hombres honorables que en los episodios anteriores habían sido arrojados fuera de la ley por el malvado Kao Chiu y que, episodio a episodio, se habían ido sumando a Lin Chung y al resto de los bandoleros honorables del Liang Shan Po. También la frase que la voz en off recitaba al principio de cada capítulo («Los antiguos sabios decían que no hay que despreciar a la serpiente por no tener cuernos; quizá algún día se reencarne en dragón. Del mismo modo, un hombre solo puede convertirse en ejército») tenía ahora otro significado: había dejado de ser una conjetura para ser un hecho, porque Lin Chung ya se había convertido en ejército y la serpiente sin cuernos ya se había convertido en dragón. Así al menos he recordado yo siempre la cabecera del episodio y el episodio entero: iguales a sí mismos y distintos. Y hace un par de noches, como sabía que hoy iba a hablar con usted de los días de Colera, me picó la curiosidad y me bajé de Internet el episodio y comprobé que era tal y como lo recordaba. Déjeme que se lo cuente.

–Adelante.

–Al empezar el episodio, Lin Chung y los hombres del Liang Shan Po amenazan la capital de China, donde Kao Chiu, el favorito del emperador, tiene a su señor casi secuestrado y a la población sometida por la ley marcial, la miseria y el miedo. Kao Chiu ha concebido un plan para hacerse con el poder: se trata de aprovechar el temor a la guerra provocado por la llegada a la capital del ejército del Liang Shan Po con el fin de acusar al emperador de debilidad, asesinarlo y fundar su propia dinastía. Para desbaratar esta estratagema, Lin Chung opta por dar un golpe de mano; consiste en infiltrarse con sus lugartenientes en la ciudad, llegar hasta el emperador, revelarle el engaño de Kao Chiu y luego eliminarlo. El golpe de mano es un éxito y, gracias al coraje y la astucia de Lin Chung y de sus lugartenientes, la capital se levanta contra la tiranía y a Kao Chiu no le queda otro remedio que huir derrotado de la ciudad.

Aquí empieza una especie de epílogo que abandona el realismo de la serie para adentrarse en la alucinación. Kao Chiu huye por un desierto de arena negra en compañía de varios soldados que poco a poco van desplomándose, desfallecidos, sin agua y sin alimentos, hasta que el antiguo favorito del emperador se queda solo y, mientras cae de su caballo y lo pierde y se arrastra penosamente por la arena, a su alrededor la realidad se disuelve en un delirio poblado de antiguas víctimas suyas, de rostros amenazantes, de lanzas, caballos, jinetes, estandartes y fuegos ilusorios que lo enloquecen y amenazan con devorarle, hasta que los hombres del Liang Shan Po lo encuentran por fin y Lin Chung lo mata en un duelo singular. Este es el final de la aventura, pero no del episodio ni de la serie, que terminan con dos discursos didácticos: el primero lo pronuncia Lin Chung y es una arenga a sus lugartenientes en la que les anuncia que, aunque ahora han derrotado al mal bajo la forma de Kao Chiu, el mal puede volver bajo otras formas y ellos deben permanecer siempre alerta, listos para combatirlo y derrotarlo, porque el Liang Shan Po no es en realidad el nombre de un río sino un símbolo eterno, el símbolo de la lucha contra la injusticia; el segundo discurso lo pronuncia una voz en off y es una profecía: mientras Lin Chung y sus lugartenientes se alejan montados a caballo hacia el crepúsculo, la voz en off anuncia que los héroes del Liang Shan Po reaparecerán siempre que sea necesario para evitar el triunfo de la injusticia en la tierra.

Esa última imagen no es más que un cliché flatulento, una postal edulcorada del sentimentalismo épico, pero al verla aquella tarde, en la casa de verano de Higinio Redondo, me eché a llorar; miento: en realidad llevaba ya mucho rato llorando. Lloré mucho rato allí, en silencio, sentado casi a oscuras junto a mi padre en aquel comedor semivacío de una casa perdida en un pueblo perdido, con un desconsuelo que no conocía o no recordaba, con la sensación de haber desentrañado de golpe el significado completo de la palabra fracaso y de haber descubierto un sabor desconocido, que era el sabor de la vida adulta.

Eso ocurrió un sábado. El domingo por la mañana volvimos a Gerona, y aquel día y los siguientes los pasé muy inquieto. Estábamos en vísperas del principio de curso y, como ya le he dicho, yo le había prometido a mi padre que volvería al colegio y que no volvería al barrio chino. Cumplí, al menos en lo que se refiere al chino (y lo del colegio pensaba cumplirlo en cuanto pudiese). No, la inquietud no venía de ese lado; tampoco del lado de mi familia: bruscamente, en apenas unos días, mi relación con ella pasó de ser muy mala a ser muy buena y, como si todos hubiésemos decidido respetar un acuerdo de silencio, nadie en mi casa volvió a mencionar la huida a Colera y las circunstancias que la rodearon. Insisto: la inquietud no venía de ahí; venía de la incertidumbre. No entendía por qué el inspector Cuenca no me había detenido en Colera, y temía que en cualquier momento volviese a mi casa para detenerme. Además, durante las jornadas febriles de Colera había empezado a alimentar la sospecha de que podía haber sido yo quien se había ido de la lengua antes del atraco a la sucursal de Bordils, provocando sin quererlo la encerrona de la policía, y me daba miedo que el Zarco, el Gordo y el Jou hubiesen llegado a la conclusión de que la había provocado queriendo y hubiesen decidido delatarme para vengarse. Así que durante aquellos días me mortificó un dilema. No quería romper la promesa de no ir al chino que le había hecho a mi padre y no quería correr el riesgo que suponía ir al chino (sobre todo el riesgo de encontrarme con el inspector Cuenca), pero a la vez estaba deseando ir al chino. Quería saber si el Zarco, el Gordo y el Jou iban a delatarme o ya me habían delatado y si alguno de los demás estaba detenido y pensaba delatarme, pero por encima de todo quería ver a Tere: quería aclararle que yo no había delatado a nadie y que no había provocado la encerrona de la sucursal de Bordils, no al menos a propósito; también quería aclararme sobre ella, porque, aunque una parte de mí empezaba a sentir que había quedado atrás y que había sido solo un raro y fugaz amor de verano, otra parte sentía que aún estaba enamorado de Tere y quería decirle que, ahora que el Zarco había desaparecido, nada se interponía entre ella y yo.

El martes al mediodía zanjé el dilema: fui al chino sin ir al chino; o sea: fui en busca de Tere a los albergues provisionales. Ya le dije hace días que yo nunca había estado allí y no sabía exactamente dónde quedaban; lo único que sabía desde chico era que estaban justo al otro lado de La Devesa y del Ter. Así que recorrí de punta a punta La Devesa (deshaciendo el trayecto que había hecho la semana anterior, mientras escapaba de la policía después del atraco a la sucursal de Bordils), abandoné el parque y crucé el puente de La Barca. Allí torcí a mano izquierda, bajé unas escaleras que llegaban hasta el lecho del río, volví a subir y, caminando por un sendero de tierra, pasé junto a un trigal, una masía con tres palmeras a la puerta y un barranco donde crecían en desorden un cañaveral, álamos, sauces, fresnos y algún plátano. Los albergues se levantaban al final del sendero. Como también le dije hace días, yo tenía desde siempre una idea vaga y legendaria de los albergues, adornada con románticas sugerencias de novelas de aventuras, y ninguna de las anécdotas y comentarios que aquel verano había oído sobre ellos en la basca del Zarco había hecho nada para desmentirla; al contrario: esas historias habían sido un carburante perfecto para que mi imaginación añadiera a los albergues tintes épicos de bandoleros honrados de serie de televisión japonesa.

Hasta ahí la fantasía: conforme me acercaba a los albergues empecé a entender que la realidad no tenía nada que ver con ella.

A primera vista los albergues me parecieron una especie de colonia fabril compuesta por seis filas de barracones adosados, con las paredes de hormigón ligero, el techo de uralita y el piso levantado unos centímetros por encima del suelo, pero a medida que avanzaba por una de las calles que separaban los barracones –una calle que no era una calle sino un barrizal sobrevolado por enjambres de moscas donde convivían, en medio de un olor de cloaca, bebés desnudos, animales domésticos y montones de chatarra, desde jaulas vacías de conejos hasta somieres rotos o coches viejos o inservibles–, empecé a sentir que, más que una colonia fabril, aquel basural era la apoteosis de la miseria. Fascinado y asqueado a la vez, seguí adelante sorteando arroyos de aguas pestilentes, dejando atrás barracones de paredes que alguna vez fueron blancas, fogatas en pleno día, niños de cara sucia y niños en bicicleta que me miraban con indiferencia y desconfianza. Caminaba sonámbulo, con el ánimo encogido, y al llegar al final de una calle reaccioné y a punto estuve de darme la vuelta y huir, pero en aquel momento reparé en que una mujer me miraba desde la puerta del último barracón, a solo unos pasos de mí. Era una mujer obesa, de carnes blanquísimas sentada en una silla de oficina; tenía un bebé en los brazos, el pelo envuelto en un pañuelo oscuro, los ojos grandes y fijos en mí. La mujer me preguntó qué estaba buscando y le pregunté por Tere. Como no sabía su apellido, empecé a describirla, pero, antes de que terminase, la mujer me indicó dónde vivía: En el tercer barracón de la última calle, dijo. Y añadió: La que está más cerca del río.

El barracón donde Tere vivía era idéntico a los otros, salvo por el hecho de que una doble hilera de ropa tendida recorría la fachada y una antena de televisión sobresalía del tejado, más alta que las demás. Tenía dos ventanas cerradas con persianas, pero la puerta estaba entreabierta; mientras la empujaba oí unas risas de dibujos animados, se me saturaron las fosas nasales de un olor dulzón y, al pisar el umbral, abarqué de una sola ojeada la vivienda casi entera. Eran apenas cuarenta metros cuadrados iluminados por un par de bombillas desnudas y divididos en tres espacios separados por cortinas: en el espacio principal había una mujer cocinando en un hornillo, con un perro ovillado a sus pies, tres niños clavados delante de la tele en un sofá construido con una hoja de madera y un colchón, y, a su lado, sentada en una silla de tijera junto una mesa camilla, una madre muy joven dando de mamar a un bebé; en los espacios secundarios solo vi unos colchones tirados en el suelo sobre un lecho de paja. Tere estaba de pie en uno de ellos, frente a una cómoda abierta, con una pila de ropa doblada en las manos.

Apenas entré en el barracón todo el mundo se volvió hacia mí, incluido el perro, que se puso a cuatro patas y gruñó. Notando que Tere se ruborizaba, me ruboricé y, antes de que nadie pudiera pronunciar una palabra, mi amiga dejó la ropa sobre la cómoda, me cogió del brazo, anunció que volvía en seguida y me sacó a la calle. A unos pasos de la puerta del barracón me preguntó: ¿Qué haces aquí? Te estaba buscando, contesté. Solo quería saber que estabas bien. ¿Tienes noticias del Zarco y los demás? Mis palabras parecieron tranquilizar a Tere, que en seguida cambió la extrañeza defensiva por la curiosidad: como si no me hubiera oído, señaló la venda que cubría mi brazo y preguntó qué me había pasado. Empecé a contarle el atraco a la sucursal de Bordils. No me interrumpió hasta que expliqué que la policía nos estaba esperando a la salida. Tuvo que ser un chivatazo, dijo. Sí, dije yo. Luego dijo que no le extrañaba, y la miré sin entender. Aclaró: La culpa es del Zarco. En cuanto le dije que no podía ir con vosotros se puso a hablar con todo Dios; y no falla: cuando hablas con todo Dios acabas hablando con quien no tenías que hablar. Él era el primero en decirlo y el primero en no cumplirlo.

No se puede imaginar el alivio que sentí cuando le escuché decir aquello a Tere. Libre de la necesidad de demostrar que yo no había tenido ninguna relación con el chivatazo, continué mi relato, aunque no dije nada sobre lo que había pasado después de que nuestro coche volcase en el puente de La Barca: ni sobre la detención del Zarco, ni sobre la huida con mi padre a Colera, ni sobre la visita del inspector Cuenca a la casa de Higinio Redondo. Cuando terminé, Tere me contó lo que sabía del Zarco, del Gordo y del Jou. Me dijo que los tres estaban bien, aunque el Zarco llevaba una pierna escayolada, y que, después de que los hubieran interrogado durante tres días con sus noches en comisaría, habían sido entregados al juez, que los había mandado a Barcelona y los había hecho encerrar en la Modelo. Ahora están esperando juicio, concluyó Tere. Pero vete a saber cuánto tardará; ya ves cuánto hace que pillaron al Colilla y al Drácula y todavía están esperando. Lo que es seguro es que cuatro o cinco años no se los quita nadie: han tenido que comerse a la fuerza las armas, el robo del coche, el del banco y por lo menos tres o cuatro marrones más. Poco para lo que hubiera podido caerles, pero de todos modos no está mal. De nosotros no han dicho nada, ni de ti ni de mí ni de nadie, y ya no van a decirlo. Si estabas preocupado por eso, ya puedes despreocuparte.

Me humilló un poco que Tere me adivinase el pensamiento; pero solo un poco: a aquellas alturas la opinión que Tere pudiera tener de mí había empezado a dejar de importarme. Mientras ella seguía hablando atisbé por encima de su hombro, al otro lado del río y entre los árboles, a no más de trescientos metros, los bloques de Caterina Albert, y en ese momento pensé –fue la primera vez que lo pensé– que mi casa y los albergues estaban a la vez muy cerca y muy lejos, y solo entonces sentí que era verdad que yo no era como ellos. De repente me pareció irreal todo lo que había pasado en los últimos meses, y me reconfortó saber que yo pertenecía al otro lado del río y que las aguas de la frontera azul ya habían vuelto a su cauce; de repente comprendí que me había aclarado sobre Tere y que Tere había sido solo un raro y fugaz amor de verano.

Tere continuaba hablando mientras yo había empezado a buscar la forma de largarme de allí. Hablaba del Zarco; decía que, le cayera la condena que le cayera, iba a pasar poco tiempo en la cárcel. Se escapará en cuanto pueda, dijo. Y podrá pronto. Asentí, pero no hice ningún comentario. Dos niños montados en bicicleta y seguidos por un perro pasaron corriendo a unos metros de nosotros, salpicándome de barro las zapatillas. Justo entonces se abrió la puerta del barracón y, al mismo tiempo que llegaba de su interior un tiroteo de mentira y un llanto infantil de verdad, asomó la cabeza la chica a la que había visto dando de mamar al bebé y le dijo a Tere que dentro la necesitaban. Ya voy, contestó Tere, y la puerta del barracón se volvió a cerrar. Tere se tocó el lunar junto a la nariz; en vez de marcharse preguntó: ¿Has vuelto a La Font? No, contesté. ¿Y tú? Yo tampoco, contestó. Pero si quieres mañana por la tarde nos vemos allí. He quedado con Lina. Reflexioné un momento y dije: Vale. Tere sonrió por vez primera aquella tarde. Luego se despidió y entró en su casa.

Al día siguiente no fui a La Font y no volví a ver a Tere hasta mediados de diciembre. Durante esos tres meses de otoño cambié por completo de vida; mejor dicho: en cierto sentido volví a mi vida anterior. Anterior a Tere, anterior al Zarco, anterior a Batista y anterior a todo. Aunque, como digo, solo volví a ella en cierto sentido, porque la persona que volvía ya no era la misma. Se lo dije cuando empezamos a hablar del Zarco: a los dieciséis años todas las fronteras son porosas, o al menos lo eran entonces; y lo cierto es que la frontera del Ter y el Onyar resultó tan porosa como la del Liang Shan Po, o al menos lo resultó para mí: tres meses atrás yo había dejado de un día para otro de ser un charnego de clase media para ser un quinqui, y tres meses más tarde dejé de un día para otro de ser un quinqui para volver a ser un charnego de clase media. Así de sencillas fueron las cosas. Y así de rápidas. El desmantelamiento de la basca del Zarco lo facilitó mucho todo, desde luego: la mayoría de los que la formaban estaba en la cárcel o ya no estaba, los que quedaban fuera no vinieron a buscarme y yo tampoco fui a buscarlos a ellos. Igualmente facilitó aquel cambio radical mi familia. Ya le he dicho también que después de los días de Colera mi relación con ella se volvió muy buena y que, aunque mi padre sabía todo lo que había pasado durante el verano, nunca volvió a hacerme preguntas; mi madre y mi hermana tampoco, de manera que en mi familia era casi como si lo que había pasado aquel verano no hubiera pasado de verdad.

Pero lo que volvió irreversible mi regreso al lado de acá de la frontera azul fue mi regreso al colegio, o más bien la forma en que regresé al colegio. Dos días después de mi visita a los albergues empezó el curso. La mañana en que empezó fue clara y soleada, con el cielo de un azul perfecto y el césped recién segado del campo de fútbol brillando como si acabaran de regarlo. En el patio octogonal por donde se entraba al pabellón de BUP, mientras esperábamos que abrieran las puertas y empezaran las clases, saludé de lejos a algunos viejos amigos de Caterina Albert, pero no a Batista, que no apareció a primera hora de la mañana. A pesar de eso, ni siquiera alcancé a plantearme la posibilidad de que hubiera cambiado de colegio porque, al pasar lista, el tutor citó su nombre.

Batista llegó a media mañana, aunque no cruzamos palabra hasta que a la hora de comer terminaron las clases. Yo iba a salir del colegio por la puerta de atrás, donde estaba el aparcamiento, cuando al doblar la esquina del bar lo vi a unos metros de mí, recostado en el depósito de su Lobito, que a su vez estaba recostada en la pared; frente a él, hablando con él, estaban todos: Matías, los hermanos Boix, Intxausti, Ruiz, Canales, quizá algún otro. En cuanto aparecí se callaron y supe que el encuentro era casual; también, que me dejaba sin alternativa: a menos que quisiera esquivarlos aparatosamente o dar media vuelta para salir del colegio por la puerta principal, no tenía otro remedio que pasar entre Batista y los demás. Haciendo de tripas corazón seguí andando y, antes de cruzar frente a Batista, él se incorporó de la Lobito y me cerró el paso alargando un brazo. Me paré. Cuánto tiempo sin verte, catalanufo, dijo Batista. ¿Dónde te habías metido? No respondí. En vista del silencio, Batista señaló con la cabeza mi brazo vendado. ¿Y eso?, preguntó. ¿Te ha picado un mosquito o qué? Oí unas risitas nerviosas o reprimidas; no supe quién se reía, y tampoco me molesté en averiguarlo. Entonces, sin haberlo premeditado, contesté en catalán. No, dije. Es de una bala. Batista soltó una carcajada. ¡Qué gracioso eres, Dumbo!, dijo. Después de un silencio añadió: Oye, ¿no me digas que ahora solo vas a hablar en catalán? En ese momento me volví hacia él, y al mirarle a los ojos me llevé una sorpresa. Con una inesperada sensación de victoria –sintiéndome casi como Rocky Balboa en mi máquina del millón, musculoso y triunfal, vestido con unos calzones estampados con la bandera norteamericana y levantando los brazos hacia el estadio vociferante mientras un púgil derrotado yace en la lona del cuadrilátero–, comprendí que me traía sin cuidado que Batista me llamase Dumbo o que me llamase catalanufo. Comprendí que Batista era solo un matoncito de medio pelo, un bravucón inofensivo, un pijo sin media hostia, y me asombró haberle tenido alguna vez miedo. Más asombrado aún, comprendí que ya no sentía ninguna necesidad de vengarme de él, porque ya ni siquiera le odiaba, y que esa era la mejor forma de venganza.

Batista me sostuvo la mirada un segundo, durante el cual tuve la certeza de que sabía lo que yo había comprendido, lo que estaba sintiendo. El caso es que la carcajada se le congeló en la boca y que, como si buscara una explicación, miró a Matías y a los demás; no sé lo que encontró, pero se volvió otra vez hacia mí y lentamente, sin apartar los ojos –unos ojos en los que ya no había rastro de sarcasmo o desprecio, solo perplejidad–, bajó el brazo. Mientras seguía mi camino hacia la salida dije en catalán, lo bastante alto para que todos me oyeran: Contigo sí, Batista. Aquel mediodía comí con mi padre, mi madre y mi hermana. Al terminar, mi padre me preguntó, a solas, cómo había ido el primer día de curso; ya me lo había preguntado durante la comida, y le repetí la respuesta: le dije que todo había ido bien; luego le pregunté si había hablado ya con el padre de Batista. Todavía no, dijo mi padre. Pensaba hacerlo mañana. Pues no lo hagas, dije. Ya no hace falta. Mi padre se quedó mirándome. El asunto está arreglado, expliqué. ¿Estás seguro?, preguntó mi padre. Completamente, contesté.

Yo no estaba tan seguro, claro, pero lo cierto es que no me equivoqué y que nuestro encuentro en el aparcamiento del colegio debió de convencer a Batista de lo esencial, y es que durante aquel verano yo había dejado de ser una serpiente para convertirme en dragón. Así que la primera derrota de Batista fue la última, y a partir del segundo día de curso él pareció otra persona. No volvió a molestarme, me rehuía por sistema, apenas volvió a dirigirme la palabra y, cuando se veía obligado a hacerlo, siempre lo hacía en catalán. También parecieron personas distintas mis amigos de Caterina Albert: en seguida Matías, poco a poco los demás, empezaron a alejarse de Batista (o quizá fue él quien se alejó de ellos) y a tratar de buscar de nuevo mi amistad, y yo aprendí que el poder se pierde con la misma facilidad con que se gana y que una a una las personas somos casi siempre inofensivas, pero en grupo no.

La reconciliación con mis amigos de Caterina Albert fue un hecho, pero hacia mediados de aquel otoño, sin estridencias ni malos rollos, también sin explicaciones –como si resultara evidente que nuestra amistad había dado ya de sí todo lo que podía dar de sí– empecé a separarme de ellos y a juntarme con un grupo de estudiantes de COU, el último curso del colegio, el anterior a la universidad. De esa forma conocí a la primera chica con la que salí en mi vida. Se llamaba Montse Roura y, a pesar de que no estudiaba COU en los Maristas (en realidad solo estudiaba segundo, y además en las Carmelitas), formaba parte del grupo porque su hermano Paco sí lo hacía. Montse y Paco eran de Barcelona, habían ido a vivir a Gerona dos años atrás, al quedarse huérfanos, y compartían con varios de sus tíos un edificio de la familia en el casco antiguo de la ciudad, un edificio donde tenían un piso para ellos solos. Esto los convertía en el centro del grupo, porque las puertas de su casa estaban siempre abiertas y raro era el viernes o el sábado por la noche en que el grupo no se reunía en ella para escuchar música, hablar, beber y fumar. También para tomar drogas, aunque esto solo ocurrió desde que yo me sumé a ellos, sencillamente porque era el único que las conocía y que sabía cómo conseguirlas, cosa que me convirtió en el camello del grupo. En resumen: aquella fue para mí una época magnífica, de muchos cambios. Durante la semana estudiaba duro y durante los fines de semana me desmadraba con Montse y con mis amigos. Recuperé multiplicada la autoestima. Firmé definitivamente la paz con mis padres. Casi olvidé al Zarco y a Tere.

Fue haciendo mi papel de camello de fin de semana como volví a ver a Tere. Ya le he dicho que el episodio ocurrió a mediados de diciembre; en cambio, no le he dicho que aquel día me acompañaban mis dos escoltas casi fijos en esas incursiones semanales por el lumpen: uno era precisamente Paco Roura, y el otro Dani Omedes, otro habitual del grupo. Paco se había sacado en verano el carnet de conducir y disponía de un Seat 600 de uno de sus tíos, así que cada viernes por la tarde me llevaba hasta el Flor, en Salt, donde seguían rondando dos de los camellos a los que el Zarco, Tere y los demás les comprábamos la droga en verano: el Rodri y el Gómez. Aquella tarde ninguno de los dos estaba en el bar, y nadie supo decirme dónde localizarlos. Los esperamos sin éxito durante más de una hora, y al final no quedó otro remedio que empezar a dar vueltas por la ciudad, primero buscándolos a los dos y luego buscando camellos de ocasión. Indagamos aquí y allá, un poco al azar, en bares de Sant Narcís y del casco antiguo –en el Avenida, en el Acapulco, en L’Enderroc, en La Trumfa, en el Pub Groc–, aunque no encontramos nada. En algún momento tuve la tentación de volver a La Font, pero la resistí. Ya eran casi las diez de la noche cuando alguien nos habló de un bar de Vilarroja. Sin muchas esperanzas subimos hasta Vilarroja, dimos con el bar, dejé a Paco y a Dani en el coche y entré.

En cuanto traspasé la puerta la vi. Estaba sentada al fondo del bar, un local minúsculo y abarrotado de gente y de humo, con platos de porcelana adornando las paredes; junto a ella, alrededor de una mesa llena de botellas de cerveza y ceniceros rebosantes de colillas, había tres tipos y una chica. Antes de que yo pudiese acercarme a su mesa, una sonrisa de reconocimiento animó su cara. Se levantó, se abrió paso entre la gente, se llegó hasta mí y me hizo la misma pregunta que me había hecho tres meses atrás, cuando fui a buscarla a los albergues, solo que en un tono alegre y no suspicaz: ¿Qué haces aquí, Gafitas? Como ya le he dicho, durante aquellos tres meses sin verla yo casi había olvidado a Tere y, cuando la recordaba, solo recordaba a la quinqui doméstica, miserable y derrotada de la que había salido huyendo aquella tarde en el estercolero de los albergues; ahora la vi de nuevo como la había visto por primera vez en los recreativos Vilaró y como la vi durante todo el verano: burlona, segura y radiante, la chica más guapa que había conocido en mi vida.

Esquivé su pregunta preguntándole si quería tomarse una cerveza. Sonrió, aceptó, fuimos a la barra, pidió dos cervezas y volvió a preguntarme qué hacía allí, solo. Contesté que no estaba solo, que dos amigos me esperaban fuera, en el coche, y le pregunté cómo estaba. Bien, contestó. Mientras nos servían las cervezas se me ocurrió que Tere podría conseguirme la droga, pero también que estaba obligado a hacerle otra pregunta. Le hice la otra pregunta: ¿Y el Zarco? Tere respondió que seguía en la cárcel, que, igual que el Gordo y el Jou, continuaba a la espera de juicio en la Modelo, que ella había ido dos o tres veces a Barcelona para verlo y lo había encontrado bien. Luego continuó: me contó que –a diferencia del Zarco, el Gordo y el Jou– el Chino y el Drácula habían sido juzgados y condenados a cinco años de cárcel que estaban cumpliendo en la misma Modelo; me contó que llevaba ya varios meses sin ir ni por La Font ni por el chino porque después de la detención del Zarco y los demás las cosas se habían puesto feas y había habido redadas, detenciones y palizas; me contó que las redadas, detenciones y palizas no se habían limitado al chino sino que habían llegado a los albergues y a bares de Salt y de Germans Sàbat, que el acoso policial había terminado de dispersar los restos de la basca y que, aunque ninguno más de sus miembros había sido detenido, muchas personas habían terminado en la cárcel. ¿Te acuerdas del General y de su mujer?, preguntó Tere. Claro, contesté. Él está en el trullo, dijo Tere. Le acusaron de venderle armas al Zarco. Pero a su mujer la mataron. Bueno, tuvieron que matarla: cuando la pasma fue a cogerlos a su casa, se lió a tiros con ellos; al final se llevó a un madero por delante. Tere me miró con cara de alegría o de admiración, o quizá de orgullo. Ya ves, dijo. Y nosotros creyendo que la vieja era ciega.

Terminó de ponerme al día con una buena noticia o con lo que ella consideraba una buena noticia: ya no vivía en los albergues; en realidad, los albergues ya no existían: los habían derribado y, desde hacía poco más de una semana, las personas que aún quedaban en ellos habían sido trasladadas a La Font de la Pòlvora, cerca de allí, donde habían dejado de vivir en barracones para vivir en unos pisos recién construidos de unos bloques recién construidos de un barrio recién construido. Mientras Tere hablaba de su nueva vida en La Font de la Pòlvora, se me ocurrió que el final de los albergues era el final del Liang Shan Po, el final definitivo de la frontera azul y, cuando terminó de hablar temí que me preguntara qué había sido de mi vida durante aquel tiempo en que no nos habíamos visto. Antes de que ella pudiera cambiar de conversación lo hice yo. Necesito chocolate, dije. He ido al Flor, pero no estaban ni el Rodri ni el Gómez, y llevo toda la tarde buscando. ¿Lo necesitas ya?, preguntó. Sí, contesté. ¿Cuánto?, preguntó. Con tres talegos me arreglo, contesté. Tere asintió. Espérame fuera, dijo.

Pagué las cervezas, salí a la calle y caminé hasta el descampado donde mis amigos me esperaban en el Seat 600. Dani bajó la ventanilla y preguntó: ¿Qué pasa? Ha habido suerte, dije, de pie junto al coche. Paco parecía no haber soltado las manos del volante, como si estuviese preparado para arrancar y salir huyendo de allí. A ver si es verdad, dijo. Este sitio me da grima. Al cabo de unos minutos Tere salió del bar y fui a su encuentro. De un bolsillo de su anorak sacó tres barritas de hachís finas y envueltas en papel de plata; me las entregó: las cogí con una mano mientras con la otra le alcanzaba tres billetes de mil pesetas. Hecho el intercambio, nos miramos en la penumbra, de pie entre la luz alargada que difundía la puerta del bar y la luz redonda que difundía una farola próxima. La noche era húmeda y fría. No estábamos muy cerca el uno del otro, pero la doble voluta de vaho que brotaba de nuestras bocas parecía envolvernos en una niebla común. Señalé vagamente el Seat 600 y dije: Me están esperando. Tres hombres salieron del bar y pasaron junto a nosotros; mientras se alejaban conversando calle arriba, Tere se volvió hacia ellos y, sin dejar de mirarla en las tinieblas de la calle mal iluminada, de repente pensé en los lavabos de los recreativos y en la playa de Montgó y por un momento sentí ganas de besarla y casi tuve que recordarme que ya no estaba enamorado de ella y que había sido solo el raro y fugaz amor de un verano. Tere se volvió hacia mí. Hoy he quedado con unos amigos, dije a toda prisa, con la sensación de que me habían pillado en falta y de que esa frase ya la había dicho aquella noche; pregunté: ¿Tienes algo que hacer mañana? No, respondió Tere. Si quieres podemos vernos, propuse. ¿No me vas a dar plantón esta vez?, preguntó Tere. Supe de inmediato que se refería a la última vez que nos vimos, a la puerta de su barracón en los albergues, cuando al despedirnos quedamos al día siguiente en La Font y luego no fui. No quise fingir que lo había olvidado. Esta vez no, prometí. Ella sonrió. ¿Dónde quedamos?, dijo. Donde quieras, dije yo, y me acordé del momento en que Tere me enseñó, en Marocco, que para bailar no hace falta saber bailar sino solo querer moverse, y añadí: ¿Vas todavía a Rufus? Ya no, dijo Tere. Pero si quieres quedamos allí. Vale, dije. Vale, repitió. Me besó en la mejilla, dijo hasta mañana y volvió al bar.

Yo volví al coche. ¿Tienes el chocolate?, preguntó Dani en cuanto abrí la puerta. Dije que sí y, mientras metía la primera y aceleraba, Paco lo celebró. De puta madre, dijo. Luego preguntó: ¿Y la tía? ¿Qué tía?, pregunté. La tía que te ha vendido el chocolate, aclaró Paco. ¿Qué pasa con ella?, volví a preguntar. Menuda quinqui, dijo Paco. ¿Se puede saber de dónde la has sacado? Dani intervino: Sí, quinqui sí, pero ¿está muy buena o es que de noche y de lejos todas las tías están buenas? Está buena, dije. Pero no te hagas ilusiones: solo la conozco de vista. No me hago ilusiones, dijo Dani. Aunque si llegas a conocerla mejor te baja la bragueta y te come la polla. Parado en un cruce, Paco abandonó un momento el volante y simuló una felación. ¿Ilusiones?, repitió, volviendo a agarrar el volante. Joder, yo a esa tía no le dejo que me coma la polla ni muerto: es capaz de arrancármela de un mordisco. Dani soltó una risotada. Di lo que te dé la gana, capullo, dije. Pero ni se te ocurra contárselo a Montse. No vaya a ser que la que me arranque la polla sea ella; y encima por nada. Menuda es tu hermana, tío. Ahora fue Paco el que se rió, halagado. Habíamos salido de Vilarroja, circulábamos por delante del cementerio y de golpe me sentí mal, como si me hubiera mareado o como si hubiera empezado a incubar una enfermedad. En los asientos delanteros, Paco y Dani siguieron hablando mientras volvíamos al centro.

Pasé aquella noche y el día siguiente pensando en Tere. Dudaba. Quería verla y no quería verla. Quería ir a Rufus y no quería ir a Rufus. Quería abandonar por una noche a Montse y a mis amigos y no quería abandonarlos. Al final no vi a Tere ni fui a Rufus ni abandoné a mis amigos, pero la noche del sábado fue una noche rara: aunque estuve hasta muy tarde en casa de Montse y de Paco, no conseguía quitarme de la cabeza que había vuelto a darle plantón a Tere ni dejaba de imaginármela en Rufus, acribillada por las luces cambiantes que sobrevolaban la pista, bailando las mismas canciones o casi las mismas canciones que el verano anterior yo le había visto bailar tantas veces desde la barra mientras su cuerpo se acoplaba a la música con la misma naturalidad de siempre –la naturalidad con que el guante se adapta a la mano y el calor se desprende del fuego–, bailando sola mientras me esperaba inútilmente.

El domingo por la mañana desperté angustiado, con la certeza culpable de que la víspera había cometido un grave error, y para remediarlo decidí que aquella misma tarde iría en busca de Tere al bar de Vilarroja donde había tropezado con ella. Pero a medida que pasaba la mañana la realidad debilitó mi decisión –no tenía quien me llevase a Vilarroja, no podía pedírselo a Paco, no tenía ninguna seguridad de encontrar a Tere y, encima, después de comer había quedado con Montse y los demás–, así que, sintiendo que aquello era de verdad el final de la frontera azul, por la tarde no fui a Vilarroja. Y resultó que de verdad era el final, porque ahí se acabó todo.

–¿Quiere decir que esa fue la última vez que vio a Tere en aquella época?

–Sí.

–¿Del Zarco tampoco supo nada más?

–Tampoco.

–¿Qué le parece si por hoy lo dejamos aquí?

–Me parece perfecto.