9

–Después de dejar al Zarco en la cárcel, Tere me pidió que la llevase a su casa. Sin decir nada accedí y cruzamos por última vez aquel lunes la ciudad de punta a punta, en silencio, mientras el sol se levantaba y la gente iba a sus trabajos. Ya había amanecido cuando paré el coche frente al edificio donde Tere vivía, y una luz casi veraniega restallaba en las fachadas blancas de las casas de Vilarroja. Debían de ser las siete y media o las ocho. Casi no había vuelto a pronunciar palabra desde la bofetada que me había dado Tere en La Creueta para hacerme callar y convencerme de que esperase al Zarco, y aún me escocían los insultos y amenazas que él me había dedicado; por otra parte, tampoco me gustaba la idea de que Tere me preguntase por lo que había dicho el Zarco sobre mi intervención en el atraco a la sucursal del Banco Popular en Bordils. Así que no sé si lo que le dije a Tere a continuación fue una forma de tratar de aliviar mi escozor o de evitar preguntas incómodas (o las dos cosas a la vez). Volviéndome hacia ella pregunté: ¿Cómo sabías dónde buscar al Zarco? Tere no contestó; estaba pálida y estragada por la noche en vela. Volví a preguntar: ¿Es verdad que no le has visto este fin de semana? Tere siguió sin contestar y, cada vez más furioso y más embalado (quizá todavía bajo los efectos de la raya de coca que me había metido en La Creueta), aproveché para desahogarme. Y otra cosa, dije, ¿tú también piensas que soy un capullo y un gilipollas? ¿Tú también crees que soy un santurrón y que he estado haciendo el ridículo? ¿Tú también me has estado usando? Tere escuchó sin inmutarse esta retahíla de preguntas y, cuando terminé de formularla, suspiró y abrió la puerta del coche. ¿No vas a contestar?, pregunté. Ya con un pie en la acera, Tere se volvió para mirarme. No sé por qué me hablas así, preguntó. Porque estoy hasta las narices, dije, sinceramente; y añadí: Mira, Tere, no sé si has estado con el Zarco este fin de semana o no, ni sé qué clase de negocios os traéis entre manos; ni lo sé ni me importa: es cosa vuestra. Ahora, si quieres que sigamos con lo nuestro, tendrá que ser como lo hace todo el mundo; si no, prefiero que no volvamos a vernos. Tere reflexionó un momento, asintió y murmuró algo, que no entendí. ¿Qué has dicho?, dije. Nada, contestó bajando del coche. Que yo ya sabía que esto iba a pasar.

Durante aquella semana no nos vimos ni nos llamamos por teléfono, pero estuve recapacitando, el sábado fui a Barcelona y me pasé la tarde en Revólver y en Discos Castelló comprando cedés –hacía tiempo que no los compraba– y a la semana siguiente la llamé y le propuse que viniera a mi casa. Tengo música nueva, dije, y a continuación quise tentarla enumerando lo que había comprado. Cuando acabé, Tere me contestó que no podía aceptar la invitación. ¿Aún estás enfadada?, pregunté. Yo no me he enfadado, contestó. Te enfadaste tú. Pues ya no estoy enfadado, dije; luego añadí: ¿Has pensado en lo que hablamos? No preguntó a qué me refería. No hace falta pensar nada, dijo. Mira, Gafitas, esto es un lío, y yo no quiero líos. Ni líos ni compromisos. Ya te lo dije. Tú tenías razón: no podemos salir como todo el mundo, así que es mejor que no salgamos. ¿Por qué no podemos salir como todo el mundo?, pregunté. Porque no podemos, contestó. Porque tú eres el que eres y yo soy la que soy. Pues entonces salgamos como estábamos saliendo hasta ahora, concedí. Ven a mi casa. Cenaremos y bailaremos. Igual que hacíamos antes. Lo pasábamos bien, ¿no? Sí, dijo Tere. Pero eso se acabó; yo no quería que se acabara, pero se acabó. Y lo que se acaba se acaba. Aunque seguimos discutiendo un buen rato, Tere había tomado una decisión y no conseguí que la revocara; la decisión no significaba una ruptura, o yo no entendí que significase una ruptura: Tere solo me pidió un tiempo para pensar, para aclarar sus ideas, para averiguar, dijo, qué quería hacer con su vida. Todo esto me sonó un poco hueco, más bien retórico, como a cosa escuchada en las películas, pero no me quedó más remedio que aceptarlo.

Tere y yo dejamos de vernos en seco aquel verano. Yo la llamaba por teléfono al menos una vez a la semana, pero nuestras conversaciones eran breves, distantes y funcionales (sobre todo hablábamos del Zarco y de María), y, cuando yo trataba de llevarlas a un terreno personal, Tere las cortaba o me escuchaba en silencio y se las arreglaba para colgar en seguida. Hacia principios de agosto dejó de contestar el teléfono y yo imaginé que se había marchado de vacaciones, pero no subí a Vilarroja para comprobarlo. En realidad no volví a verla hasta el día de la boda del Zarco.

–¿La boda del Zarco?

–La boda del Zarco y María. Fue en septiembre, tres meses después de la fuga frustrada de La Creueta, y fue la consecuencia buena de ese episodio, o la culminación de sus buenas consecuencias; tan buenas que durante meses yo pude pensar que, para el Zarco, aquella noche había sido como la última recaída de un alcohólico o como la última actuación de un personaje moribundo. Lo cierto es que el episodio tuvo un efecto terapéutico inmediato, y que a su modo revolucionó la vida del Zarco. Yo mismo noté en seguida una mejora en su actitud, su estado de ánimo y hasta su aspecto físico, pero no fui el único en notarlo; los informes de la cárcel cambiaron de una semana para otra: los funcionarios dejaron de quejarse de él, volvió a combatir con metadona su adicción a la heroína, volvió a hacer ejercicio. A este reajuste personal contribuyó quizá el hecho de que volví a dedicarle mucha más atención, a él y a su caso, y contribuyó con seguridad el hecho de que, a pesar del sobresalto de la noche de La Creueta, el director de la cárcel no suprimió sus permisos de fin de semana. Es verdad que yo pasaba los domingos por la noche en vilo, siempre pendiente del teléfono, aunque también es verdad que el Zarco no volvió a retrasar su vuelta a la cárcel y que no volví a recibir ninguna llamada agónica del director.

Pero el síntoma inequívoco de que el Zarco era otra persona –una persona más razonable y menos engreída y desquiciada, más independiente de su propio mito, más persona y menos personaje, más apta para vivir en libertad– fue su boda con María. Así al menos lo interpreté yo. Esa boda significaba además que seguía adelante la campaña por la libertad del Zarco que llevaba nueve meses en marcha. Claro que para entonces, cuando estaba a punto de casarse, el Zarco ya ni siquiera se molestaba en ocultar que aquel matrimonio era una farsa; esto, por curioso que le parezca, no era para mí una muestra del cinismo del Zarco, sino de su honestidad (y, por extensión, de la mía): de acuerdo con mi amañada interpretación, el Zarco usaba a María para ser libre, pero no al precio de engañarla, o no al precio de engañarla del todo. En cuanto a María, es casi tan seguro que aún estaba enamorada del Zarco como que en el fondo sabía que su matrimonio con él era un fraude; aunque saber esto podía incomodarla a veces, nunca consiguió calmar su impaciencia por casarse: quizá pensaba que a la larga podría conseguir que el Zarco la quisiese, sin duda se había enganchado al vicio de la notoriedad y sabía que no podía prescindir del Zarco porque prescindir del Zarco era prescindir de la notoriedad. Pese a todo, por lo menos un par de veces durante aquel verano María me contó sus dudas sobre su inminente matrimonio; mi reacción fue siempre la misma: cortarla quitando importancia o despejando de un plumazo sus incertidumbres. Una reacción lógica, al fin y al cabo, porque yo sabía que el matrimonio con María no era solo un requisito indispensable para que el Zarco consiguiera el tercer grado penitenciario, sino también para que pudiéramos culminar con éxito la campaña en favor de su indulto definitivo, y confiaba en que la libertad del Zarco representaría el final de los problemas del Zarco.

–El final de los problemas del Zarco y el final de sus propios problemas con el Zarco.

–Claro: al menos habría cumplido con el encargo de devolverle la libertad. En cualquier caso, además de una farsa el matrimonio entre el Zarco y María resultó ser todo un acontecimiento mediático. Se celebró en un juzgado de Gerona. Tere ofició de madrina y yo de padrino. Durante la ceremonia apenas pudimos cruzar más que frases protocolarias o de compromiso, y al terminar ni eso: nos esperaba en la calle una muchedumbre de fotógrafos que acribilló con sus flashes al Zarco mientras bajaba las escalinatas del edificio llevando a María en los brazos. No hubo banquete nupcial, ni celebración de ningún tipo y, cuando quise darme cuenta, Tere se había marchado. En los días siguientes la imagen de la novia saliendo del juzgado en brazos del novio monopolizó portadas de periódicos y revistas, y la televisión la prodigó en informativos, magazines y programas de cotilleo que persiguieron a los recién casados hasta su luna de miel en un hotel de la Costa del Sol, unas vacaciones pagadas por un constructor andaluz que había proclamado muchas veces en la prensa su admiración juvenil por el Zarco y que había hecho colgar en su oficina principal un retrato del Zarco junto a otro de Marlon Brando interpretando El padrino.

Pasado el revuelo de la boda y la luna de miel, todo regresó para el Zarco a la normalidad. Pocas semanas más tarde, hacia mediados de octubre, Institucions Penitenciàries le concedió el tercer grado. Esto supuso dos cambios importantes para el Zarco: por un lado dejó de dormir en la cárcel y pasó a dormir en un edificio adyacente situado en el patio exterior, un lugar donde dormían otros reclusos en su misma situación penitenciaria y donde él disponía de un pequeño apartamento individual con cocina y baño; por otro lado, a partir de ese momento el Zarco hizo vida fuera de la cárcel, de donde salía a diario hacia las ocho de la mañana y adonde regresaba hacia las nueve de la noche. Para entonces yo ya le había conseguido un contrato de trabajo en una fábrica de cartonaje situada en Vidreres, no lejos de la ciudad, gracias a un empresario al que años atrás había librado de una condena por estafa, de manera que, teóricamente, el Zarco pasaba la mayor parte del día en la fábrica de cartonaje, de la que iba y venía en autobús para completar jornadas de ocho horas de trabajo: de nueve de la mañana a seis de la tarde, con un descanso de una hora para comer; a partir de las seis y hasta su reingreso por la noche en la cárcel, el Zarco quedaba en libertad.

Ese fue desde entonces su plan de vida. Cuando empezó a disfrutar de él tuvimos que suspender nuestras conversaciones de locutorio, dejamos de vernos y procuré desentenderme de lo que hacía o dejaba de hacer. Durante un tiempo pensé que aquella historia se había acabado, o que estaba acabándose, y que solo volvería a saber del Zarco por la prensa y cuando venciesen los plazos de su libertad y me tocase intervenir para solventar las rutinas finales del asunto. O si acaso por Tere. Porque, aunque ella y yo seguíamos sin vernos y, para ahorrarme desaires inútiles, yo había dejado incluso de llamarla por teléfono, ahora Tere me llamaba a mí. Me llamaba al despacho, una o dos veces por semana, para charlar un rato. No eran conversaciones tan frías y utilitarias como las que siguieron a nuestra pacífica ruptura, cuando aún era yo el que la llamaba a su casa, pero sí eran muy breves, más bien triviales: que yo recuerde, en ellas nunca hablamos de la noche de La Creueta ni de las cosas incómodas de las que el Zarco habló allí, ni siquiera del estado de espera en que Tere había dejado congelada nuestra relación; pero, quizá por eso, yo siempre colgaba el teléfono convencido de que la espera estaba a punto de terminar felizmente. ¿Por qué si no seguía llamándome Tere? Sea como sea, era en esas conversaciones donde ella me hablaba de vez en cuando del Zarco, siempre de manera superficial y como de pasada, siempre para hacer algún comentario o darme alguna noticia que yo no sabía nunca de dónde sacaba, ni me interesaba averiguarlo.

Todo esto duró poco tiempo. Pronto comprendí que la historia no se había acabado, ni estaba a punto de hacerlo, y pronto fui yo quien le dio noticias del Zarco a Tere, y no al revés. Una tarde, al cabo de dos o tres meses de empezar su vida de hombre libre a tiempo parcial, el Zarco se presentó sin avisar en mi despacho. Eran las siete o siete y media y llegaba de Vidreres; tenía buen aspecto, había adelgazado, vestía como una persona y no como un presidiario perpetuo: pantalones de pana, jersey rojo y chaquetón de cuero. Su presencia alborotó el bufete: era la primera vez que estaba allí y todo el mundo interrumpió el trabajo para verlo, saludarlo, felicitarlo y agasajarlo. Él se mostró sonriente y feliz y no paró de bromear con mis socios, secretarias y demás empleados hasta que, al cabo de unos minutos, me propuso salir a tomar una copa. Acepté encantado. Le llevé al Royal y, aunque los clientes del bar lo reconocieron y estuvieron mirándonos y cuchicheando entre sí, pudimos conversar y beber tranquilos un rato en la barra. Me contó su nueva vida; hablamos de su trabajo, de sus compañeros y sobre todo de su jefe, de quien se deshizo en elogios y de quien yo le conté alguna anécdota. Mi impresión fue que se encontraba a gusto con el nuevo estado de cosas, mucho más por lo menos que con el viejo. Antes de las nueve lo acompañé de vuelta a la cárcel.

La aparición del Zarco en mi despacho se convirtió en una costumbre durante los meses siguientes. Como mínimo un par de veces por semana se presentaba por allí sobre las siete o siete y media y nos íbamos a rematar la jornada de trabajo tomando una copa. Al principio aquellas visitas me alegraban, disfrutaba de la compañía y la conversación del Zarco, me sentía orgulloso de que la gente me viera con él en la barra del Royal o caminando por Jaume I o bajo los soportales de Sant Agustí: era el Zarco –y de ahí el orgullo–, pero también –y de ahí más orgullo todavía– era un hombre libre y reformado, y su reforma y su libertad eran un triunfo que en parte había que cargar en mi cuenta. Fue entonces cuando, quizá gracias al optimismo que parecía irradiar el Zarco, los dos empezamos a compartir algo parecido a una intimidad; y fue entonces cuando ocurrió un hecho que voy a contarle con la condición de que no lo cuente en su libro.

–Le repito que podrá leer el manuscrito antes de que se lo dé a la editorial y que, si algo no le gusta, lo suprimiré.

–Ya lo sé: solo quería volver a escuchárselo a usted. Escuche usted ahora mi historia. Trata de Batista. ¿Se acuerda de él?

–Claro: el matón de su colegio.

–Exacto. A la mayoría de mis amigos de Caterina Albert les había perdido la pista durante aquel tiempo, aunque de vez en cuando me cruzaba con alguno por la calle y sabía que todos seguían viviendo en la ciudad o como mucho en la provincia, salvo Canales, que era técnico forestal y vivía en un pueblo de Ávila, y Matías, que trabajaba desde hacía muchos años en Bruselas, de funcionario en el Parlamento Europeo. Batista era un caso aparte. A él había sido fácil seguirle la pista porque se había convertido en un tipo relativamente popular, al menos en la ciudad, y su historia en una de esas historias de éxito individual que encantan a los periódicos y que parecen proliferar en épocas de prosperidad aparentemente ilimitada como aquella. Creo que ya le conté que Batista pertenecía a una familia rica y muy arraigada en la ciudad; también debí de contarle que su padre, que durante años fue el jefe del mío, había sido presidente de la Diputación provincial: de hecho, fue el último presidente de la Diputación franquista. Pero, con la llegada de la democracia, las cosas se le empezaron a torcer a la familia, y pocos años más tarde el padre de Batista murió dejándola en la ruina o en lo que para una familia como esa suele considerarse la ruina. El caso es que Batista, que por entonces tenía veintitantos años, se hizo cargo de una pequeña granja de cerdos de sus abuelos, en Monells, transformó la pequeña granja en una granja más grande, la granja más grande en una pequeña fábrica de embutido, la pequeña fábrica en una gran fábrica y al final acabó transformándose él mismo en uno de los principales fabricantes de embutido de Cataluña, además de en un joven empresario modelo para el nacionalismo catalán en el poder, cosa que a su vez transformó al feroz españolista de mi adolescencia en un catalanista feroz (y al Narciso de entonces, en Narcís). Eso es lo que había sido de Batista en aquellos veinte años, o veintitantos. Y una tarde, mientras esperaba al Zarco en la barra del Royal –a veces quedábamos directamente en el Royal–, vi una foto suya en un periódico y, cuando el Zarco apareció a mi lado, lo primero que se me ocurrió fue decirle, a quemarropa: ¿A que no sabes para qué me metí en tu basca, para qué iba cada tarde a La Font?

El Zarco se rió de buena gana y pidió una cerveza. ¿Para qué iba a ser?, contestó. Para oler el chocho de Tere. Yo también me reí. Además de eso, dije. Para echarnos una mano, añadió. Porque te engañé. ¿Me engañaste?, pregunté, curioso. Claro, contestó, feliz. Te creíste que le íbamos a dar un palo al viejo de can Vilaró. Y te creíste que si no se lo dimos fue por hacerte un favor y que yo tuve que parar al Guille y que si patatín y que si patatán. Le sirvieron la cerveza, se la bebió de un trago y eructó. Eras un pardillo, Gafitas, dijo. Pedí otras dos cervezas y repliqué: Y tú eres un hijo de puta. ¿Ahora te enteras?, volvió a reírse el Zarco. De todos modos fue idea de Tere. Decía que era mejor que vinieses con nosotros por las buenas que por las malas. Por cierto, añadió, ¿la has visto? Últimamente no, dije. ¿Y tú? Yo tampoco, dijo, y sonó a verdad. ¿Y a María?, pregunté. Claro, dijo, y sonó a mentira.

Nos trajeron las cervezas. El Zarco dio un sorbo y me recordó la doble pregunta que yo le había hecho al encontrarnos: para qué me había metido en su basca, para qué había ido cada tarde a La Font. Entonces cogí el periódico y se lo entregué, doblado por la página donde estaba la foto de Batista. Para escaparme de este tipo, dije, señalando la foto. Mientras el Zarco observaba la cara de Batista y daba sorbos de cerveza, intenté resumirle la historia. Joder, tío, me interrumpió a la mitad. Este tipo sí que es un hijo de puta. Seguí contando la historia. Al final le dije que a veces pensaba que en el fondo nunca había perdonado a Batista, que a veces, en épocas de debilidad, cuando veía a Batista tan ufano en los periódicos o en la televisión, el recuerdo de lo que había pasado me humillaba, y por momentos me arrepentía de no haberme vengado de él, y que en esos momentos sentía que, si hubiera podido eliminarlo apretando un botón, lo hubiera hecho sin dudarlo.

Aquella tarde no hablamos de otra cosa y yo acabé bastante bebido, pero en los días siguientes no volví a mencionar el asunto; por su parte, el Zarco pareció olvidarse de Batista. Entonces, dos semanas después, ocurrió. Aquel día Gubau entró en el despacho muy agitado, contando que había oído en la radio que Batista acababa de ser apuñalado a la puerta de su casa, en Montjuïc, un barrio de las afueras de la ciudad. Durante el resto de la mañana llegaron más noticias del incidente –Batista estaba ingresado en el hospital Trueta, debatiéndose entre la vida y la muerte, había recibido siete puñaladas, nadie había visto al agresor–, y hacia el mediodía se supo que mi compañero de los Maristas había muerto.

Horas después el Zarco apareció en mi despacho, listo para tomar unas cervezas en el Royal. ¿Te acuerdas del tipo del que te hablé el otro día?, dije en cuanto le vi. El matón de mi colegio, precisé. Claro, dijo. Lo han matado esta mañana, conté. El Zarco se quedó mirándome y, al ver que yo no añadía nada, se encogió de hombros; preguntó: ¿Y qué? ¿Cómo que y qué?, dije. Le han pegado siete puñaladas. ¿Te parece poco? Iba a continuar pero no lo hice, porque tuve la sensación de que una sonrisa casi imperceptible merodeaba por los labios del Zarco. En ese momento recordé que él salía cada mañana de la cárcel justo antes de la hora en que habían asesinado a Batista, y, consternado por una repentina sospecha, me llegué hasta la puerta de mi despacho, la cerré y me volví hacia él. Oye, pregunté, bajando la voz. Tú no habrás tenido nada que ver con eso, ¿verdad? No pareció sorprendido por la pregunta, pero ensanchó la sonrisa y balanceó la cabeza a izquierda y derecha. Eres la hostia, Gafitas, me reprochó. ¿Has tenido que ver o no has tenido que ver?, repetí. El Zarco me sostuvo la mirada; parecía estar meditando la respuesta. ¿Y qué pasa si he tenido que ver?, preguntó, desafiante. ¿Vas a echarte ahora a llorar por ese hijo de puta? Un hijo de puta es un hijo de puta, Gafitas. ¿No me dijiste que te arrepentías de no haberte vengado de él? Solo era una forma de hablar, contesté. Y una cosa es decirlo y otra… No acabé la frase; dije: Batista no era nadie, no había hecho nada. ¿Ah, no?, contestó. Te jodió bien jodido, y encima cuando eras un chaval que ni siquiera sabía defenderse. ¿Eso es no hacer nada? A mí me metieron en el trullo por mucho menos. A él, en cambio, ni tocarlo. Bueno, pues ahora se ha hecho justicia. Después de una pausa continuó: Y si me lo he cargado yo, mejor que mejor. ¿Quién va a sospechar de mí, que ni siquiera le conocía? ¿Y quién va a sospechar de ti? Un trabajo limpio, tío, concluyó, abriendo los brazos. Igual que apretar un botón. ¿Es verdad o no es verdad? Yo estaba anonadado, tratando de procesar lo que había oído. El Zarco me señaló con el índice y, como urgiéndome a decir algo, añadió: Hoy por ti y mañana por mí, ¿eh, Gafitas? La frase me sacó de la parálisis, y de dos zancadas me planté a un palmo de él; en la quietud de mi despacho oí rechinar las suelas de mis zapatos sobre el piso de madera. Dime la verdad, Antonio, dije. ¿Has tenido que ver, sí o no? El Zarco tardó otra vez en contestar; sus ojos azules me miraban con fijeza. Hasta que de pronto parpadeó, sonrió abiertamente y me dio una palmada en la mejilla. Claro que no, capullo, dijo por fin.

Esa fue la última vez que el Zarco y yo hablamos de Batista, o de su asesinato. Un asesinato que, como pasa con tantos, nunca se aclaró: la policía llegó muy pronto a la conclusión de que había sido obra de un profesional, quizá un sicario llegado de algún país latinoamericano, pero no encontró ni rastro del asesino; con el mismo éxito indagó la policía en busca del inductor entre los familiares, los amigos y los competidores de Batista. Hasta que se archivó el caso.

–Ahora entiendo que no quiera que cuente esta historia en el libro. Los lectores podrían pensar que el Zarco mató a Batista.

–Es que a lo mejor lo mató. O lo mandó matar. A veces pienso que lo hizo, y que matándolo pensó que me hacía un favor, que era su forma de devolverme lo que yo estaba haciendo por él. Pero otras veces pienso que no pudo matarlo: que no tenía dinero para contratar a un sicario (aunque la verdad es que alguien como él quizá no necesitaba dinero para eso) y que no había podido cometer el asesinato con tanta limpieza ni había tenido tiempo suficiente, aquella mañana, para ir desde la cárcel hasta Montjuïc y así sorprender a Batista saliendo de su casa (aunque la verdad es que quizá sí había tenido tiempo y que probablemente el Zarco sabía matar con la misma profesionalidad de cualquier sicario). No lo sé. Y, ahora que lo pienso, quizá también debería usted contar esta historia en su libro, tal y como se la he contado: al fin y al cabo de lo que se trata es de que los lectores conozcan la verdad del Zarco. Y eso, incluidas mis dudas, también forma parte de la verdad.

–¿No le da miedo que algún lector piense que miente, o que rebaja o maquilla la verdad, y que fue usted el que indujo al Zarco a matar a Batista, para vengarse de él sin mancharse las manos?

–¿Cree que si lo hubiera hecho se lo habría contado a usted? Además, yo no quería vengarme de Batista, para mí era una historia olvidada o casi olvidada, no digo que lo que le dije al Zarco fuera del todo falso, solo digo que es una de esas cosas que se dicen a veces yendo de copas y que nadie se toma en serio, o un desahogo momentáneo y sin importancia, del que además me arrepentí en seguida… En fin, haga lo que más le convenga, o lo que más convenga a su libro: si le conviene, cuéntelo; si no le conviene, no lo cuente. Luego ya veremos.

Pero vuelvo a nuestra historia, porque las tardes de alegre intimidad y cervezas con el Zarco en la barra del Royal se acabaron en seguida. Prácticamente de un día para otro la intimidad y la alegría se evaporaron y la cabeza volvió a traicionar al Zarco; o esa es la impresión que yo tuve: que el personaje volvía a ganarle la partida a la persona. Antes, durante mis visitas al locutorio de la cárcel, era frecuente que el Zarco se quejase de la falta de libertad, de la torpeza del reglamento o de los malos tratos de los funcionarios; ahora, cuando solo llevaba unos meses pasando el día lejos de la cárcel, el Zarco recayó otra vez en la costumbre imparable de lamentarse, y su vieja mezcla mortal de victimismo y arrogancia empezó a intoxicar otra vez nuestras conversaciones: el Zarco decía que su trabajo de doblar y desdoblar cartones en la fábrica de Vidreres era un trabajo de esclavo, que su horario era un horario de esclavo, que su sueldo era un sueldo de esclavo y que en resumen había salido de la cárcel para llevar una vida de esclavo idéntica o peor a la que llevaba en la cárcel. Oyéndole empecé a pensar que había sido demasiado optimista al juzgar su estado, volví a temer su miedo a la libertad (una libertad que además ya no iba a ser parcial sino completa), empecé a combatir como pude su desánimo. No es verdad que lleves la misma vida que llevabas en la cárcel, razonaba. Llevas una vida mucho mejor. Y, por supuesto, no es una vida de esclavo: es la vida que lleva la mayoría de la gente. Mira a tus compañeros, mira a los tipos que trabajan contigo. Y a mí qué me importan, Gafitas, contestaba el Zarco. A mí lo que haga la gente me la sopla: si quieren joderse, que se jodan; es cosa suya. Lo que me importa es no joderme yo. Lo pillas, ¿verdad? Y ahora mismo estoy tan jodido fuera de la cárcel como dentro. Varias veces le dije que entendía que el trabajo que estaba haciendo no era muy satisfactorio, y que podía conseguirle otro. ¿Ah, sí?, preguntaba el Zarco. ¿De qué? De lo que quieras, contestaba yo. Todo el mundo está deseando contratarte. No digas gilipolleces, Gafitas, replicaba él. Lo que todo el mundo está deseando es poder decir que ha contratado al Zarco y poder enseñarme como a un mono de feria para hacerle propaganda a su empresa, igual que hace mi jefe. No es lo mismo, ¿no? Además, remataba, yo no sé hacer nada de nada, y a estas alturas no voy a aprenderlo, así que lo único que puedo hacer son trabajos de esclavo.

Con leves variantes, conversaciones como esa se repitieron durante semanas en el Royal, entre cerveza y cerveza, y yo participaba en ellas cada vez más ansioso a medida que el nerviosismo del Zarco aumentaba y su estado físico degeneraba a ojos vista (luego supe que, en parte, porque para entonces había vuelto otra vez a la heroína); también a medida que veía desplegarse ante mis ojos, en las cosas que decía, el espectáculo repetido de la irreconciliable contradicción entre su persona y su personaje: otra vez quería él que el mundo olvidase de una vez por todas al Zarco, que le dejase ser Antonio Gamallo, un hombre normal con la vida normal de la mayoría de la gente; pero, al mismo tiempo, otra vez no quería ser un hombre normal, no quería que nadie olvidase que era el Zarco ni quería prescindir del orgullo y los privilegios de ser el Zarco, entre ellos el de no vivir la vida de esclavo de la mayoría de la gente. No quería y, en parte, quizá no podía: por mucho que aspirara a ser una persona normal, una persona nueva, tenía pánico de dejar de ser el Zarco, porque eso suponía dejar de ser lo que siempre o casi siempre había sido; igualmente, por mucho que aspirara a vivir fuera de la cárcel, tenía pánico de hacerlo, porque eso suponía dejar de vivir donde siempre o casi siempre había vivido.

Pero todo esto son especulaciones, o poco menos. Lo que es seguro es que en determinado momento, quizá cansado de que yo le llevase la contraria y le dijese lo que tenía que hacer, o sencillamente cansado de quejarse, el Zarco dejó de acudir a mi despacho después del trabajo y yo casi dejé de tener noticias suyas. Dos o tres meses más tarde –ocho meses después de obtener el tercer grado penitenciario, para ser exacto–, el gobierno le concedió el indulto parcial y la libertad condicional. Era la culminación prematura del proyecto que habíamos puesto en marcha casi dos años antes, y, a pesar de que yo tenía el presentimiento melancólico de que el Zarco se encaminaba hacia el desastre, la recibí como un éxito: no solo porque había hecho a conciencia mi trabajo librando al Zarco de la cárcel en un tiempo récord, ni porque así acababa de sacar el máximo rendimiento propagandístico de su caso; sobre todo porque en aquellos meses había llegado a la conclusión de que solo podría recuperar a Tere cuando el Zarco recuperase la libertad y nos librásemos de él: nuestra relación había estado siempre mediatizada por el Zarco, por la necesidad que habíamos tenido de él cuando éramos adolescentes y por la necesidad que él había tenido de nosotros cuando éramos adultos, por las sospechas y equívocos y dudas que esas necesidades habían provocado, y yo imaginaba que, una que vez el Zarco no dependiese de nosotros ni nosotros de él, Tere y yo podríamos volver a empezar, retomando nuestra relación donde ella la había dejado en suspenso unos meses atrás, después de la noche del rescate del Zarco en La Creueta. Así es que yo esperaba con impaciencia la noticia del indulto y, en cuanto la recibí, me apresuré a llamar al Zarco para dársela.

Fue hacia el final de la mañana de un día de principios o mediados de junio. Telefoneé a su puesto de trabajo en Vidreres y pregunté por él, pero me dijeron que llevaba dos días enfermo y sin salir de la cárcel. Llamé a la cárcel y también pregunté por él, pero me dijeron que estaba en Vidreres. El equívoco no me extrañó. Desde hacía algún tiempo el empresario que le había contratado venía informando de las ausencias laborales del Zarco; esto, unido a sus continuas faltas de puntualidad y a su rechazo a someterse a exámenes toxicológicos, había provocado que el director de la cárcel redactase un informe desaconsejando el indulto del Zarco y aconsejando retirarle el tercer grado penitenciario con el argumento de que no estaba maduro para la libertad. Por suerte, nadie había hecho caso del informe, y aquella mañana dudé en llamar al director de la cárcel. Luego dudé en llamar a María. No hablaba con ella desde meses atrás, pero sabía por Tere que se había hartado de la pantomima de su matrimonio y apenas veía al Zarco, cosa que no le estaba impidiendo convertirse en un personaje cada vez más popular, aunque en sus intervenciones en radio, prensa y televisión hablase cada vez menos del Zarco y cada vez más de sí misma.

Al final me limité a hablar con Tere. Después de llamar a la fábrica de Cassà y de que me dijeran que ya no estaba empleada allí, la localicé en su casa. Como ya le he dicho, Tere y yo hablábamos de vez en cuando por teléfono, pero solía ser ella la que me telefoneaba a mí y no yo a ella, así que, sin darle tiempo a que se extrañase por mi llamada, le conté lo que me habían contado de ella en la fábrica de Cassà. ¿Por qué no me lo habías dicho?, pregunté. Porque no me lo preguntaste, contestó. ¿Has encontrado ya otro trabajo?, volví a preguntar. No, volvió a contestar. Le pregunté qué pensaba hacer; me contestó que nada. Me tocan unos meses de paro, explicó. A lo mejor me voy de vacaciones; o a lo mejor me quedo a estudiar: el mes que viene tengo exámenes. Tere hizo un silencio; ahora fue ella la que preguntó: ¿Ha pasado algo? Le conté lo que había pasado. Enhorabuena, Gafitas, dijo. Misión cumplida. No noté ningún entusiasmo en su voz, y me pregunté si de verdad se alegraba de que todo hubiese terminado. Gracias, dije, sin atreverme a preguntárselo a ella; en vez de eso pregunté: ¿Sabes dónde está? ¿El Zarco?, dijo: desde hacía tiempo volvía a llamarle así, no Antonio. ¿No está trabajando? No, contesté. Y en la cárcel tampoco. Entonces no tengo ni idea de dónde está, dijo Tere.

La creí. Por la noche fui en busca del Zarco a la cárcel. Poco antes de las nueve pregunté por el interfono de la entrada si había llegado; me dijeron que no y me puse a esperarlo en el coche. Estuve allí un rato, y ya había decidido que el Zarco no iba a volver y que lo mejor era marcharme cuando lo vi bajar de un Renault destartalado que aparcó frente al patio exterior. ¡Eh, Antonio!, le llamé, saliendo de mi coche. Se volvió hacia mí y me esperó en la acera, justo a la puerta de la cárcel. De entrada mi presencia pareció contrariarlo –¿Qué haces aquí, abogado?, preguntó al reconocerme–, pero en cuanto le di la noticia su expresión se relajó, respiró hondo, abrió de par en par los brazos y dijo: Ven para acá, Gafitas. Me abrazó. Olía intensamente a alcohol y a tabaco. Bueno, dijo al deshacer el abrazo; le busqué los ojos: los tenía enrojecidos. ¿Cuándo salgo? No lo sé, respondí. Mañana darán la noticia, de modo que en seguida, supongo. Luego me apresuré a advertirle: Pero el problema no es cuándo vas a salir sino qué vas a hacer cuando salgas. Durante la espera me había cargado de razones, y ahora le reproché que llevase dos días sin ir a trabajar y le pregunté de qué iba a vivir si perdía aquel empleo y le dije que sabía que llevaba mucho tiempo sin ver a María y le pregunté dónde iba a vivir si no iba a vivir con María. El Zarco no me dejó continuar. Tranqui, tío, dijo, poniéndome una mano en el hombro. Acabo de enterarme de que soy un hombre libre. Las monsergas otro día; ahora déjame disfrutarlo, ¿eh? Y no te preocupes por mí, coño, que ya soy mayorcito. Por un momento aquella cachaza de borracho me irritó. No me preocupo, repliqué. Solo quiero que entiendas que esto no se ha acabado y que todo se irá a la mierda si de ahora en adelante no llevas una vida normal. Con el trabajo que nos ha costado… Lo entiendo, volvió a interrumpirme el Zarco. ¿Joder, cómo no voy a entenderlo? Por la cuenta que me trae. Me quitó la mano del hombro y me dio una palmada en la mejilla; luego señaló el edificio donde dormía, más allá de la verja de la cárcel, al otro extremo del patio pobremente iluminado por farolas, y añadió: Bueno, Gafitas, es tarde de la hostia: como no entre ahora mismo me quedo sin indulto. Ya había hablado el Zarco por el interfono y se había abierto la verja del patio cuando propuse: Mañana podríamos celebrarlo con una copa en el Royal. Aclaré: Cuando vuelvas del trabajo. Añadí: Seguro que si se lo propones a Tere también se apunta. Se ha quedado sin trabajo. La noticia no pareció impresionar mucho al Zarco, y pensé que quizá la conocía; o que estaba tan absorto en lo suyo que no la había oído. ¿Mañana?, preguntó, casi sin volverse hacia mí. Mañana habrá que convocar una rueda de prensa y todo eso, ¿no? Bueno, si acaso te llamo y lo hablamos.

No me llamó, no lo hablamos, no celebramos el indulto. La rueda de prensa, en cambio, sí se celebró. Fue al cabo de dos días, en la propia cárcel, y fue el director general de Institucions Penitenciàries quien la convocó. Yo no asistí al evento porque no me lo pidió nadie; tampoco asistieron María ni Tere, ni siquiera el director de la cárcel, al menos según las crónicas que al día siguiente publicaron los periódicos. En todas ellas aparecía la foto del Zarco y el director general, los dos sonrientes y los dos con los dedos índice y corazón levantados en signo de victoria; todas reproducían unas declaraciones del director general, según las cuales la libertad del Zarco representaba «un triunfo de Antonio Gamallo, un triunfo de nuestro sistema penitenciario y un triunfo de nuestra democracia», y unas palabras con las que el Zarco dio las gracias «a aquellas personas que han puesto su granito de arena para hacer posible este momento»; todas resaltaban también la ausencia de María en el acto, y todas relacionaban este hecho con los rumores de separación de la pareja que últimamente circulaban.

Aquel mismo día el Zarco desapareció de los medios y no volvió a aparecer en ellos hasta al cabo de cuatro o cinco meses. Tal y como yo había sospechado (o deseado), durante aquel tiempo dejé de verlo. No por eso dejé de recibir noticias suyas. Gracias a mi antiguo cliente de Vidreres me enteré de que, una vez recobrada del todo la libertad, el Zarco no había vuelto a pisar la fábrica de cartonaje. Poco después María le hizo a un reportero de un programa de televisión unas declaraciones casuales o aparentemente casuales en las que confirmaba que el Zarco y ella vivían separados y no se veían desde meses antes del indulto, y en las que además insinuaba que, casi desde el principio, su relación había sido solo un montaje. Estas palabras desencadenaron entre los periodistas del corazón una tormenta de chismes, conjeturas y exigencias de explicaciones que María alimentó con silencios y desplantes, que durante varias semanas llenó muchos minutos de televisión y páginas enteras de revistas y que yo interpreté como el canto del cisne del culebrón mediático protagonizado por María y el Zarco.

Con Tere acabó ocurriendo casi exactamente lo contrario de lo que mi incurable optimismo había previsto. Durante las primeras semanas todo siguió más o menos igual que hasta entonces: ella me telefoneaba de vez en cuando y yo esperaba el momento de dar un paso adelante, como si tuviera miedo de precipitarme o temiera que, si no acertaba a la primera, ya no tendría una segunda oportunidad. Pero al cabo de mes y medio Tere dejó de llamarme, y entonces me decidí; empecé a llamarla yo, empecé a presionarla: le proponía que nos viésemos, que saliésemos a comer o a cenar, que viniese a comer o a cenar a mi casa, que volviésemos a intentarlo; le aseguraba que estaba dispuesto a aceptar sus condiciones y que esta vez no habría ni líos ni compromisos ni exigencias. Tere respondía a mis propuestas con evasivas y a mis quejas dándome la razón, sobre todo cuando le repetía que llevaba meses esperando y que ya estaba cansado. Deberías probar otra cosa, Gafitas, me sugirió más de una vez. No tengo nada que probar, le contestaba casi con rabia. Yo ya sé lo que quiero. La que parece que no sabe lo que quiere eres tú. La última conversación que tuvimos no fue violenta sino triste, o yo la recuerdo así. Resignado a la realidad, ni le rogué ni discutimos, pero, quizá porque intuía que aquello era una despedida, le pregunté por el Zarco, cosa que hacía tiempo que no hacía. Tere contestó vagamente, me dijo que no había vuelto a verle y que lo único que sabía de él era que estaba viviendo en Barcelona y que se ganaba la vida trabajando en un taller de reparación de coches de un antiguo compañero de cárcel. Eso dijo, y por algún motivo pensé que era mentira y que se me había vuelto a quitar de encima; también pensé que estaba diciéndome sin decirlo que eso ya no era asunto mío porque mi trabajo con el Zarco había terminado. Cuando colgué el teléfono me acordé de las palabras del Zarco en La Creueta: fin de la historia, deuda saldada, ya puedes irte.

Dejé de llamar a Tere y traté de olvidarla. No lo conseguí. Lo único que conseguí fue levantarme cada mañana con una aplastante sensación de fracaso. Esa sensación aumentó unas semanas más tarde, cuando el Zarco fue detenido en la Rambla de Catalunya de Barcelona después de haber atracado una farmacia y haber intentado robar un coche en un aparcamiento subterráneo. No hacía ni cinco meses que había recibido el indulto y la libertad condicional. La noticia ocupó portadas de diarios y revistas y noticiarios de radio y televisión, desató un debate periodístico sobre la blandura de la legislación penal española, las insuficiencias del sistema penitenciario y los límites de la reinserción, y provocó un pequeño terremoto político que incluyó una bronca en el Congreso, un cruce de acusaciones entre el gobierno de Madrid y el autónomo y la destitución del director de Institucions Penitenciàries, el señor Pere Prada. Para el Zarco el episodio también representó un final. La violación de la libertad condicionada significaba que desde el punto de vista penitenciario regresaba a la casilla de salida: volvía a tener tres décadas de reclusión pendientes, a las que había que añadir ahora, además, los años que iban a caerle por sus dos últimos delitos. Todo esto significaba que, dada su edad y dado que nadie iba a arriesgarse ya a concederle beneficios penitenciarios, en la práctica el Zarco estaba condenado a cadena perpetua. Ahí se acabaron sus esperanzas de libertad. Y ahí se acabó el mito del Zarco.

–Querrá decir que ahí se acabó el mito del Zarco en vida, el que usted reactivó con la campaña en favor de su indulto; pero el mito del Zarco no se acabó: la prueba es que aquí estamos usted y yo, hablando de él.

–Tiene razón. En realidad, bien pensado, más que acabarse en aquel momento el mito del Zarco pareció transformarse, o envilecerse, o terminar de perfilarse. Quiero decir que casi de un día para otro el Zarco dejó de ser el legendario delincuente bueno que había encontrado por fin el buen camino y empezó a ser visto como un yonqui irredento, sórdido y sucio, como un delincuente a perpetuidad, ingrato y marrullero, como un quinqui desahuciado y sin sombra de glamour. En definitiva, empezó a ser visto como un verdugo y no como una víctima. A esta transformación contribuyó muchísimo María desde el principio, desde la primera vez que apareció en televisión despotricando del Zarco; bueno, despotricando del Zarco, de Tere y de mí. Que fue también la primera vez que la vi convertida en una mujer furiosa y hambrienta de venganza. Supongo que no habrá visto la entrevista, porque no la grabé; de todos modos estas cosas deben de andar por Internet, en YouTube o sitios así, ¿no?

–Probablemente. Lo averiguaré.

–Averígüelo: merece la pena. La entrevista se emitió un sábado por la noche, muy tarde ya, en un magazine de máxima audiencia. María fue interrogada durante más de una hora por el presentador y por varios periodistas con la idea de que se explayase sobre su relación con el Zarco y aclarase sus insinuaciones de que la boda entre los dos había sido un montaje. Para entonces su aspecto apenas guardaba ya relación con el de la mujer tímida, triste y anodina que Tere me había presentado años atrás en mi despacho: se había dejado el pelo largo, se lo había teñido de rubio y se lo había rizado, llevaba la cara pintada como un cromo, vestía un rutilante traje violeta de satén, estrecho y con un gran escote. Aquella noche María cumplió de sobra: aclaró, se explayó, despotricó; su interpretación fue digna de una diva: acompañaba sus palabras con silencios dramáticos, con arranques de ira, con gestos afectados, con miradas retadoras a la cámara. Empezó diciendo que hacía meses que no veía al Zarco y que no tenía más noticias de él que las que daba la prensa, y a continuación denunció que durante mucho tiempo el Zarco la había pegado, que le había robado dinero, que había abusado sexualmente de ella y había intentado abusar de su hija, que la engañaba con Tere, que el Zarco, Tere y yo la habíamos engañado para que se casase con el Zarco y conseguir así su libertad, que ella me había pagado sumas importantes de dinero para que lo defendiera, que yo conocía todas las vejaciones a las que él y Tere la habían sometido y no solo no había hecho nada por impedirlas sino que las había fomentado porque había pertenecido de joven a su banda y el Zarco y Tere me chantajeaban con la amenaza de airear mi pasado de delincuente. Escuché todo esto en directo, solo en mi ático de la calle de La Barca, más fascinado que furioso o escandalizado, como si no estuviesen hablando de mí sino de un doble y, en cuanto María empezó a largar, empecé a decirme que una buena mentira no es una mentira pura, exenta, que una mentira pura es una mentira inverosímil, que, para que sea verosímil, una mentira tiene que construirse en parte con verdades, y me pasé todo el programa preguntándome qué parte de verdad contenían las mentiras de María: yo sabía por ejemplo que era verdad que el Zarco le robaba dinero (aunque no que ella me hubiese pagado un solo euro por defender al Zarco), y me pregunté si también era verdad que el Zarco la pegaba y que había intentado abusar sexualmente de su hija; yo sabía que era verdad, claro, que de joven había pertenecido a la basca del Zarco y que en cierto sentido el Zarco, Tere y yo habíamos engañado a María para que se casase con el Zarco y de ese modo conseguir su libertad, y me pregunté si también era verdad que el Zarco engañaba a María con Tere y si a partir del momento en que el Zarco había empezado a salir de permiso los fines de semana, hacía ya más de un año, los dos se habían estado viendo a mis espaldas y eso explicaba que desde entonces Tere no hubiera querido volver a verme y me hubiera mantenido a distancia, alimentando mis esperanzas a base de conversaciones telefónicas. Me hice muchas preguntas parecidas a esas, pero no me di ninguna respuesta. No quise.

O no pude. Apenas empezó el programa me llamó Gubau, y casi inmediatamente me llamaron mi hija y Cortés; antes de meterme en la cama hablé por teléfono con no menos de diez personas. Todos estaban viendo el programa o lo habían visto y todos querían comentarlo y averiguar cómo estaba yo, pero a partir de ahí las reacciones divergían: la mayoría intentaba tranquilizarme, daban por hecho que aquella mujer estaba loca, que solo quería salir en la tele y que era falso lo que decía. Pero hubo también reacciones distintas. En el tono de voz de mi hermana, por ejemplo, me pareció detectar, bien tapado debajo de la indignación obligada, un pequeño matiz de rencor, como si le doliese el protagonismo público que acababa de adquirir su hermanito pequeño, pero también un gran matiz de respeto, como si acabase de descubrir, orgullosa, que yo había llegado por fin a ser alguien. ¿Es verdad lo de que fuiste de su banda?, me preguntó por su parte mi ex mujer, con una mezcla de admiración y de asombro. Ostras, podías habérmelo dicho: ahora entiendo tanta obsesión por el Zarco… Lo cierto es que, a veces con un oído en la televisión y otro en el auricular del teléfono fijo mientras sonaba el móvil, intentaba atenderlos a todos, contestar sus preguntas y quitar importancia al programa y a las acusaciones de María, pero cuando por fin desconecté los teléfonos ya había comprendido que aquello era solo el principio y que, suponiendo que no terminara afectándome personalmente, desde luego iba a afectar a la opinión que los demás tenían de mí, lo que era una forma de afectarme personalmente.

En los días que siguieron las revistas del corazón y las tertulias de radio y televisión reprodujeron las acusaciones de María, y el mismo lunes por la mañana leí en los ojos de todo el mundo, en el despacho y en el juzgado, que sí, que aquello era solo el principio. Por la tarde mi secretaria me pasó una llamada que no esperaba. Era del productor del magazine donde María había intervenido dos días atrás. Se presentó, dijo su nombre –López de Sol, recuerdo que se llamaba– y, sin más explicaciones, me ofreció la posibilidad de defenderme el sábado siguiente de las acusaciones de María: se trataba solo de que me dejase entrevistar a la misma hora y en el mismo plató por el mismo grupo de periodistas que la había entrevistado a ella. Agradecí la oferta y la rechacé. El productor me dijo que no me precipitara, que lo pensase, que volvería a llamarme por la noche. Le contesté que ya lo había pensado y que se ahorrara la llamada. Aquí el productor cambió de tono, con una inflexión a la vez amistosa y paternalista mencionó una suma de dinero, no demasiado alta, y luego explicó que la comparecencia de María en su programa el sábado anterior había sido un éxito, que el sábado siguiente pensaban continuar con la historia y que, si no aceptaba que me entrevistasen, lo más probable es que volvieran a entrevistar a María. Entonces perdí los papeles: descompuesto, a gritos, le dije que hiciera lo que le pareciese, pero que, si María continuaba hablando de mí en televisión de la misma forma en que lo había hecho la vez anterior, presentaría en el juzgado dos querellas, una por injurias y otra por difamación, una contra María y la otra contra el programa. Mi amenaza no alteró al productor; le oí chasquear la lengua, le oí suspirar, antes de colgar el teléfono le oí decir: No ha entendido usted nada, abogado.

El sábado por la noche María volvió al magazine. Yo me propuse no verla, y no la vi, pero el domingo supe que su segunda comparecencia había sido aún más brutal que la primera, así que durante varios días estuve considerando la posibilidad de cumplir la amenaza que le había hecho al regidor y querellarme contra María y contra el programa. Cortés y Gubau me hicieron desistir; su argumentación fue irrebatible: yo sabía que no era fácil que las querellas prosperasen, pero mis socios me hicieron ver que, aun suponiendo que prosperasen y que María fuese condenada a rectificar sus insultos y acusaciones y el programa obligado a emitir un desmentido, el principal perjudicado sería yo, porque el proceso quemaría mi reputación, y los principales beneficiarios serían ellos, porque el proceso no haría más que aumentar la notoriedad de María y la audiencia del programa. Así que opté por callar, por tratar de inhibirme, por hacer como si no pasara nada. Quizá me equivoqué. Quizá debí querellarme. Quién sabe. El caso es que en las semanas siguientes la sensación de fracaso y vergüenza se multiplicó y empezó a devorarme como un cáncer.

–¿No trató de hablar con Tere? ¿No intentó ponerse en contacto con ella?

–Lo intenté, pero no pude. La llamé por teléfono, pero no contestó. La fui a buscar a su casa, pero no la encontré. Me dijeron que ya no vivía en Vilarroja. No creo que encontrarla hubiese servido de nada, de todos modos. Por supuesto, ni se me ocurrió tratar de averiguar en qué cárcel estaba ingresado el Zarco, aunque demasiado a menudo me acordaba de él. ¿Y sabe de qué me acordaba sobre todo? De la noche de La Creueta, del hartón que se dio de decirme que estaba haciendo el ridículo y de llamarme capullo y gilipollas. Porque esa era la pura verdad, así es como yo me sentía entonces: como un capullo y un gilipollas que había hecho el más espantoso de los ridículos.

Durante los meses que siguieron volví a esforzarme por olvidar a Tere. También por olvidar al Zarco. A María, en cambio, fue mucho más difícil intentar siquiera olvidarla, porque a raíz de sus dos apariciones en el magazine nocturno despegó hacia el estrellato y empezó a aparecer en las revistas, la radio y la televisión mucho más a menudo de lo que lo había hecho hasta entonces, sustituyendo en cierto modo al Zarco. No es que el Zarco quedase de golpe abolido de la memoria de la gente, sino que, gracias a María, pareció por momentos convertirse en un personaje distinto, borroso y subalterno, en el malvado secundario de una tragedia o un melodrama que ya no eran los suyos: hasta entonces María había sido solo la mujer del Zarco, que era el protagonista verdadero de la historia; a partir de entonces María se convirtió en la protagonista y el Zarco pasó a ser solo la bestia que la había convertido en la víctima por antonomasia. Por lo demás, aquella fue una mala época para mí. Tenía cuarenta años recién cumplidos, pero me sentía acabado, y ese sentimiento me hundió en el pozo pestilente de la autocompasión: me veía chapoteando en el fracaso absoluto, en la aridez y la sequedad absolutas, en la absoluta inutilidad; con más fuerza que nunca volvió mi viejo sentimiento de vida prestada y anodina, mi impresión de haber tomado un desvío equivocado y de estar atrapado en un malentendido. Perdí el interés por mi trabajo, perdí la alegría, físicamente me agotaba en seguida. Algunas mañanas me despertaba llorando; algunas noches me dormía llorando; algunos días me quedaba en la cama, incapaz de levantarme y acudir a mi despacho. Justo entonces me pareció hacer un gran descubrimiento, me pareció descubrir una verdad que siempre había tenido a la vista y no había querido ver, una verdad que lo cambiaba todo salvo la sensación de haber hecho el capullo y el gilipollas y el más espantoso de los ridículos, que se volvió todavía más aguda.

El descubrimiento se produjo de una forma trivial, una mañana en que yo estaba conversando con un grupo de colegas en los pasillos del juzgado y alguien mencionó a Higinio Redondo, el amigo de mi padre, no sé si se acuerda…

–El amigo que les dejó la casa de Colera después del atraco a la sucursal de Bordils.

–Eso es: mi mentor, el abogado con el que empecé a trabajar. En determinado momento alguien lo sacó a colación mientras hablábamos. No sé quién fue ni lo que dijo, quizá recordó una anécdota o una broma de Redondo, algo así, lo cual tampoco era raro, ya le conté que Redondo era todo un personaje, en el juzgado la gente todavía se acuerda de él. El caso es que el nombre de Redondo actuó como un detonante: de golpe dejé de escuchar y me fui mentalmente del corrillo y del juzgado; de golpe, ya le digo, creí ver la verdad, igual que si siempre hubiera estado delante de mis narices, apenas oculta por un velo semitransparente, y la mención inesperada de Redondo la hubiera desnudado. No recuerdo lo que pasó después, ni cómo se disolvió el corrillo. Lo único que recuerdo es que durante varios días viví anonadado por la certidumbre humillante de que mi historia era en realidad una copia mediocre de la historia de Redondo, una versión de una historia vieja y ridícula como el mundo: ya le conté que Redondo se enamoró como un colegial de la mujer de un cliente sin dinero que lo usó para sacar a su marido de la cárcel y que, en cuanto consiguió lo que buscaba, lo abandonó.

–¿Y usted creyó que su historia con Tere era parecida?

–No es que lo creyera: es que me pareció evidente. Y no es que fuera parecida: es que todavía era peor. Más ridícula. Más humillante. De golpe sentí que todo cuadraba: Tere era la chica del Zarco cuando yo la había conocido, en los recreativos Vilaró, había seguido siéndolo mientras crecía el mito del Zarco en las cárceles y probablemente seguía siéndolo ahora, cuando él mismo había destruido o envilecido su mito y ya sabía seguro que no volvería a vivir en libertad. Eso no significaba que Tere no me hubiera querido, o que no hubiera estado enamorada de mí cuando nos veíamos en mi casa para hacer el amor y escuchar viejos cedés, o incluso que no lo hubiera estado durante el verano del 78, como el Zarco y ella misma aseguraban. ¿Por qué no habría de estarlo? ¿Quién le dice a usted que a su modo la amante de Redondo no estuvo enamorada de él? Las mujeres son así: convierten sus intereses en sentimientos; siempre lo han hecho y siempre lo harán, al menos mientras sigan siendo más débiles que nosotros. Así que no, eso no significaba que Tere no me hubiese querido: significaba solo que me había querido de una forma ocasional y condicionada, mientras que al Zarco le quería de una forma permanente y sin condiciones. Significaba que probablemente todo o casi todo lo que había hecho Tere conmigo lo había hecho por el Zarco: en los lavabos de los recreativos Vilaró me había seducido porque el Zarco necesitaba reclutarme, y el mismo verano, como usted sospechaba, me había seducido otra vez en la playa de Montgó para vengarse del Zarco, que aquella noche se había acostado con otra; y en mi casa de La Barca me había vuelto a seducir, veinte años después, porque quería asegurarse de que yo trabajaría a conciencia para sacar al Zarco de la cárcel y, cuando el Zarco empezó a salir de permiso, me apartó para que no los molestase, pero a base de triquiñuelas me mantuvo sujeto a distancia, para que no los abandonase antes de que el Zarco saliera en libertad y ella pudiera desaparecer con él… Todo cuadraba. Y lo peor de todo era que yo sentía que siempre había sabido la verdad y al mismo tiempo nunca había querido saberla, que era una verdad tan evidente que ni Tere ni el Zarco se habían molestado demasiado en ocultármela, y que, precisamente por eso, yo había podido ignorarla o fingir que no la conocía. Comprendí la actitud de Tere la noche de La Creueta, al intentar que el Zarco se callase cuando, borracho y drogado, se desahogaba conmigo y casi se le escapaba la verdad en bruto y me llamaba capullo y gilipollas y decía que los dos me estaban usando y que yo no entendía nada. Comprendí la ironía de que dos trileros profesionales como Redondo y como yo hubiéramos caído en una trampa tan antigua y consabida. Comprendí la espantada de Redondo cuando descubrió la emboscada en que había caído y planeé imitarlo dejando el despacho a cargo de Cortés y Gubau y abandonando la ciudad durante una buena temporada. Y comprendí que el gran malentendido de mi vida era que no había ningún malentendido.

–¿Así que hizo como Redondo? ¿Lo dejó todo y se marchó?

–No, no me marché. Me quedé, pero no porque quise sino porque ni siquiera me quedaba ánimo para marcharme. Lo que pasó fue que un médico me diagnosticó una depresión, y durante más de un año me sometí a tratamiento psiquiátrico y a una dieta masiva de antidepresivos y ansiolíticos. Pasado ese tiempo, empecé poco a poco a recuperarme: seguí con el tratamiento y, aunque no abandoné la dieta de psicotrópicos, la rebajé y conseguí volver a mi trabajo y reanudar más o menos mi vida de siempre. Es verdad que en aquella época yo me sentía como una especie de superviviente, pero también es verdad que empecé a pensar cada vez con más frecuencia que lo peor había pasado y que, como ya había cometido todos o casi todos los errores que se podían cometer, lo que hiciera en adelante ya casi solo podía ser un acierto. Era una ingenuidad: simplemente se me había olvidado que, por muy mal que vayan las cosas, siempre pueden ir mucho peor.

–¿Eso significa que volvió a tener noticias del Zarco?

–Bingo. Un día de mayo o junio de 2004, casi tres años después de haberle visto por última vez a las puertas de la cárcel de Gerona, recibí una carta suya. Era la primera señal de vida que recibía de él desde que la prensa anunció su última detención. La carta venía de la cárcel de Quatre Camins y estaba escrita a mano, con una letra redonda y cuidadosa y en el tono formal de una instancia; la leí dos veces: la primera vez pensé que el Zarco usaba esa letra y ese tono para imponer una distancia profesional entre nosotros (o quizá para decirme sin decírmelo que estaba molesto conmigo porque en todo ese tiempo me había desentendido de él); la segunda vez adiviné que los usaba porque eran los únicos que sabía usar. El Zarco empezaba con un saludo demasiado formal, y acto seguido me pedía sin más que volviera a ser su abogado; luego razonaba su petición: contaba que días atrás, en el patio de la cárcel, un cabeza rapada le había pegado una paliza que lo había dejado casi inconsciente y que, mientras lo trasladaban de urgencia al Hospital General de Terrassa, dos miembros de la policía autonómica habían parado el coche donde viajaban, le habían hecho bajar y se habían ensañado con él. Ahora estaba de vuelta en la cárcel, aislado de los demás presos en un módulo hospitalario, y quería que yo denunciase las dos palizas; también quería que, además de hacerme cargo de ese caso, le defendiese en un juicio por insubordinación, y sobre todo quería que tramitase su solicitud de reingreso en la cárcel de Gerona y que hiciese lo posible para que la aceptasen. Al final de la carta, el Zarco conseguía arrancar una nota lastimera a su escritura ortopédica y me anunciaba que estaba enfermo, me rogaba que le ayudase en aquel mal paso y me pedía que hablase con Tere para que ella me pusiese al corriente de la situación y me aclarase los pormenores.

No sé si terminé de releer la carta del Zarco más furioso que incrédulo o más incrédulo que furioso. Era como el mensaje de un extraterrestre. Me pareció increíble y me puso furioso que, después de haberme hecho perder dos años de trabajo y de haber traicionado mi confianza y la de todos los que habían apoyado la campaña por su libertad, no presentase la más mínima excusa ni hiciese el más mínimo signo de arrepentimiento. Me pareció increíble y me puso furioso que no diera muestras de sentirse culpable, ni siquiera de acordarse de sus propias tropelías, y que en vez de eso intentara seguir presentándose como una víctima. Sobre todo me pareció increíble y me puso furioso que, después de haberme engañado y haber hecho que Tere me engañase como a un capullo y a un gilipollas y de haberme obligado a hacer el ridículo, todavía viniese a mí esgrimiendo el mismo cebo y creyendo que iba a picar por tercera vez (aunque me llamó la atención que la carta no contuviera ni las señas ni el número de teléfono de Tere, para que yo pudiera ponerme en contacto con ella). Todo esto hizo que no sintiera la más mínima piedad ni el más mínimo impulso cordial por él o por su situación; al contrario: yo sabía que el noventa y cinco por ciento de la sensación de inutilidad y sequedad y aridez y fracaso absolutos que me habían arrastrado a la depresión debía achacárselos al engaño y el abandono de Tere, pero en aquel momento comprendí que el cinco por ciento restante debía achacárselo a mi absurdo intento de hacerme responsable de los actos de alguien que no se hacía responsable de sus propios actos y de salvar a alguien que en el fondo no quería salvarse; y también comprendí que lo mejor que podía hacer era mantenerme alejado de él. De él y de Tere. El resultado de esta reflexión fue que ni siquiera contesté la carta del Zarco. Y el resultado de este resultado fue que de golpe me sentí ligerísimo y soberano, como si acabaran de quitarme del cuello un collar de plomo con el que no sabía que cargaba.

Eso ocurrió un lunes. Los días siguientes fueron eufóricos. Acudí al trabajo con la alegría de los primeros años, coqueteé en el juzgado con una procuradora joven y fui un par de veces con Cortés y con Gubau a tomarme unas cervezas en el Royal al terminar el trabajo. Ese estado de levedad feliz se disipó de golpe el jueves por la mañana, cuando Tere se presentó por sorpresa en el bufete. Apenas había cambiado en aquellos tres años: vestía con su aire eterno de adolescente –pantalones vaqueros, blusa blanca y bolso cruzado en bandolera–, y llevaba el pelo húmedo y despeinado; parecía muy contenta de verme. En cambio, yo no pude ni quise esconder mi contrariedad; sin siquiera saludarla pregunté: ¿A qué has venido? En vez de responder, Tere me dio un beso fugaz en la mejilla y, antes de que yo la invitara a pasar (o no), se coló en mi despacho. Se sentó en el sofá. La seguí, cerré la puerta y me quedé de pie frente a ella. Te ha escrito el Zarco, ¿verdad?, dijo sin prolegómenos. Contesté a su pregunta con otra pregunta: ¿Te lo ha dicho él? No, contestó. Él me dio la carta y yo te la dejé en el buzón. En aquel momento entendí por qué la carta del Zarco no llevaba las señas ni el teléfono de Tere: había sido escrita para que ella me la entregase en mano. ¿Y por qué no subiste a dármela?, pregunté. No quería agobiarte, contestó. Prefería que tuvieras unos días para pensarlo. Asentí y dije: No hacía falta. No hay nada que pensar. Me alegro, dijo. No te alegres, dije. No pienso volver a caer en la trampa. ¿Qué trampa?, preguntó. Ya sabes qué trampa, contesté; luego añadí una verdad a medias: La de ser su abogado. No es ninguna trampa, dijo. Y no entiendo por qué no quieres ayudarlo. La pregunta no es por qué no quiero ayudarlo, argumenté. La pregunta es por qué debería ayudarlo. Porque si no lo hacemos tú y yo no lo va a hacer nadie, contestó. Está más solo que la una. Se lo ha ganado a pulso, repliqué. Cuando intentamos ayudarlo no sirvió para nada; mejor dicho: solo sirvió para jodernos a todos y para hacernos perder el tiempo y el dinero. Que yo sepa, aquí el único que se jodió fue él, replicó Tere. ¿Ah, sí?, dije. A punto estuve de reprocharle que me hubiera dejado, a punto estuve de hablarle de mi depresión; hablé de María. ¿Qué pasa?, pregunté. ¿Es que no ves la tele, no ves las revistas, no sales a la calle? ¿Es que no te has enterado de los montones de mierda que María nos ha echado encima? Eso ya es agua pasada, replicó Tere. No era verdad, pero casi; aunque en el último año María no había desaparecido de los medios, su estrella se estaba apagando: todavía intervenía en alguna tertulia televisiva y de vez en cuando aparecía en las revistas del corazón, pero ya no era una figura relevante del circo mediático, su historia y su personaje se agotaban y, a pesar de sus esfuerzos, ella parecía incapaz de reactivarlos. Tere continuó: Además, todo era mentira. Todo no, la corregí. Casi todo, concedió. Y ya nadie le hace caso. Ni antes tampoco se lo hacían. ¿No te das cuenta de que todo eso es una comedia y de que todo el mundo sabe que es una comedia?

Se calló. Yo hice lo mismo. Estaba alterado y no quería discutir con Tere: solo quería despachar el asunto rápidamente, sin darle tiempo a usar ninguna artimaña que pudiese volverme vulnerable y hacerme aceptar su propuesta. Me senté en una butaca, junto a ella, que seguía en el sofá, observándome expectante y casi quieta, la pierna izquierda moviéndose con su ritmo imparable de pistón. Mira, Tere, empecé. Te voy a decir la verdad. Estoy harto de esta historia. Estoy harto del Zarco y de ti. De los dos. Me engañasteis cuando era un chaval y me habéis engañado ahora. ¿Te crees que no lo sé? ¿Te crees que soy idiota? El Zarco tenía razón: he sido un capullo y un gilipollas y he hecho el ridículo y me he dejado usar. Y he sufrido mucho. Yo te quería, ¿sabes? Y sufrí como un animal cuando me dejaste. No quiero sufrir más. Se acabó. ¿Lo entiendes? Se acabó. No quiero volver a tener nada que ver contigo. Ni contigo ni con él. No me pidas que vuelva a defenderlo porque no voy a hacerlo. Ni loco. No quiero saber nada más del Zarco. Y, si tuvieras dos dedos de frente, tú harías lo mismo. A ti también te ha hecho hacer el ridículo y el gilipollas. A ti también te usa como le da la gana. Pero ¿es que todavía no te has enterado de que es un grandísimo hijo de puta y además un tarado y un mediópata? Tere se había acariciado la peca junto a la nariz, había dejado caer su cabeza entre los hombros y tenía los ojos fijos en el parqué y la mirada vuelta hacia dentro. Mientras tanto yo seguía maldiciéndola, cada vez más exaltado, a ella y al Zarco; los maldije hasta que me di cuenta de que hacía rato que Tere decía o murmuraba algo. Entonces me callé. Tere repitió: Es mi hermano. Se hizo un silencio absoluto. Había oído perfectamente, pero pregunté: ¿Qué has dicho? Tere levantó la vista hacia mí: sus ojos verdes estaban vacíos, inexpresivos; tres líneas finísimas acababan de brotar en su frente. Que es mi hermano, repitió. Su padre es mi padre. Su madre no es mi madre, pero su padre es mi padre. Se quedó mirándome, volvió a acariciarse la peca junto a la nariz y se encogió de hombros en un gesto que parecía de disculpa, pero no añadió nada.

Yo tampoco sabía qué decir, así que me levanté de la butaca y di unos pasos hacia la mesa del despacho; al llegar a ella me volví hacia Tere. ¿Es verdad?, pregunté. Tere asintió. No puede ser, dije. Tere seguía asintiendo. No lo sabe nadie, explicó. Mi madre y su madre. Y yo. Nadie más. ¿Y el Zarco?, pregunté de nuevo. El Zarco tampoco, contestó. Mi madre me dijo que éramos hermanos después de que él llegara a Gerona, poco antes de que tú aparecieras. Me lo dijo porque el Zarco y yo estábamos siempre juntos, sabía que nos queríamos mucho y no quería que pasase nada. Se calló, pensativa, o quizá como si no supiese qué más contar, o no quisiese contarlo. Hice otra pregunta: ¿Por qué no se lo dijiste al Zarco? ¿Para qué?, contestó. Con que uno de los dos lo supiese era suficiente. Y yo podía vivir con eso, pero a lo mejor él no: es más débil de lo que crees. ¿Eso?, pregunté. Me di cuenta de que Tere estaba llorando: unas lágrimas muy gruesas empezaron a rodarle por las mejillas, a caer sobre su camisa y a llenársela de manchas de humedad. Nunca la había visto llorar. Me senté en la butaca, junto a ella, y le cogí una mano: estaba húmeda y tibia. Éramos unos niños, dijo. No sabíamos lo que estábamos haciendo, nadie nos había dicho nada, lo entiendes, ¿verdad? Siguió llorando, sin enjugarse las lágrimas, como si no se hubiese dado cuenta de que estaba llorando, y comprendí que ya no diría nada más.

Durante un rato estuvimos en silencio; yo acariciaba sus nudillos con la mente en blanco: ni siquiera pensaba que aquello era un verdadero malentendido, solo un malentendido resuelto, y que ahora sí, probablemente, todo encajaba. Cuando Tere dejó de llorar y empezó a secarse con las manos me levanté, salí del despacho, volví con un paquete de Kleenex y le di unos cuantos. Perdona, dijo mientras se limpiaba. No sé por qué te he contado eso. Acabó de limpiarse, me miró. Luego apartó la vista y estuvimos otro rato callados. Ella se sonaba la nariz y se secaba las lágrimas; yo me había quedado sin palabras. En determinado momento dijo: Bueno, sí sé por qué te lo he contado. Lo que te he dicho es verdad: el Zarco no tiene a nadie; solo quedamos tú y yo. Y está enfermo. Se volvió otra vez hacia mí con los ojos todavía húmedos y añadió: Vas a ayudarle, ¿verdad?