8
–Hasta principios de julio no me puse a perseguir de verdad a la banda del Zarco. ¿Por qué tardé tanto? Pues porque, como ya le conté, hasta entonces no conseguí una pista –la pista que le arranqué a la Vedette– y no tuve la primera sospecha de que la banda que buscaba era la banda del Zarco.
Para qué mentirle: de entrada pequé de optimista, pensé que iba a ser un trabajo fácil. Al fin y al cabo mi idea era que me estaba enfrentando a un grupo de chavales, y no creía que fuese complicado atraparlos; la realidad es que tardé más de dos meses en desarticular la banda. Este retraso se explica, claro, porque el Zarco era más listo que el hambre y se las sabía todas; pero sobre todo se explica porque, al menos durante el mes de julio, el interés de mis jefes por atrapar al Zarco y su banda fue más teórico que real, y nunca pude contar con los medios y los hombres que necesitaba. El verano, además, era una mala época para hacer un trabajo así: piense que entre las vacaciones y la Operación Verano –un dispositivo de vigilancia que se activaba cada año por aquella época en la Costa Brava– la comisaría se quedaba muchas veces en cuadro. El primer resultado de esa coincidencia fue que, aunque intenté hacerles comprender al subcomisario Martínez y al inspector Vives que Mejía, Hidalgo y yo no dábamos abasto y que sin más ayuda tardaríamos mucho tiempo en rematar la misión que nos habían encargado, ellos siempre tuvieron buenos argumentos para rechazar mis peticiones de refuerzos; y el segundo resultado fue que, como ni Hidalgo ni Mejía renunciaron a sus permisos, y como, además, a los dos los reclamaron de vez en cuando para participar en la Operación Verano (sobre todo como escoltas de políticos en vacaciones), muchas veces me vi obligado a hacer por mi cuenta el trabajo, vagando solo por los callejones y puticlubs del chino en busca de una pista que me asegurase que la banda de delincuentes que estaba persiguiendo era la banda del Zarco y me diese la oportunidad de cazarlos.
A principios de agosto pensé que la oportunidad había llegado. Fue cuando detuvimos a varios miembros de la banda después de que intentaran robar en una masía de Pontós, cerca de Figueras, y de que se estrellaran contra el puente de Bàscara mientras huían de un coche de la policía armada; en el accidente murió uno de ellos y otro acabó tetrapléjico, pero a los dos que quedaban pude interrogarlos en comisaría. Durante el interrogatorio confirmé sin ninguna duda que la banda que buscaba era la banda del Zarco. Esa fue la buena noticia; la mala fue que comprendí que el Zarco no era un quinqui como los otros y que atraparlo iba a ser más complicado de lo que pensaba. Los dos miembros de la banda que interrogué se llamaban el Chino y el Drácula. Yo los conocía del chino, igual que a los demás, y sabía que solo eran subalternos del Zarco y que no eran tipos duros, así que, cuando me puse a interrogarlos, lo que buscaba no era que cargasen con el robo frustrado de la masía de Pontós y con unas cuantas cosas más –eso ya lo daba por supuesto–; lo que quería era que, además, delatasen al Zarco y al resto de la banda, pero sobre todo al Zarco, porque estaba seguro de que en cayendo el Zarco caía toda la banda. Aunque bien pensado eso hubiese sido también lo que hubiese buscado si el Chino y el Drácula hubieran sido tipos duros o no hubieran sido meros subalternos.
–No le entiendo.
–Lo que quiero decir es que entonces todo era posible en una comisaría, no como ahora, aquella todavía era para nosotros una época de, ¿cómo decirlo?, impunidad; no hay otra palabra: aunque Franco llevaba tres años muerto, en comisaría hacíamos lo que nos daba la gana, que era lo que siempre habíamos hecho. Esa es la realidad; luego, ya le digo, las cosas cambiaron, pero entonces era así. Y en esas circunstancias resultaba francamente difícil que, por duro que fuese, un chaval de dieciséis años aguantase, sin derrumbarse y cantar todo lo cantable, las setenta y dos horas que podíamos retenerlo en comisaría antes de presentarlo ante el juez, setenta y dos horas sin derecho a abogado que el chaval pasaba entre el calabozo a oscuras y unos interrogatorios de horas donde de vez en cuando se escapaba alguna hostia, y eso en el mejor de los casos para él. Francamente difícil era, ya le digo. De modo que imagínese la sorpresa que me llevé cuando el Chino y el Drácula aguantaron. ¿Qué le parece? El caso es que así fue: se comieron lo que no tuvieron más remedio que comerse, pero no delataron al Zarco.
–¿Tiene usted una explicación para ese alarde de valentía?
–Claro: que no fue un alarde de valentía; o sea: que el Chino y el Drácula tenían más miedo del Zarco que de mí. Por eso le decía que en ese momento me di cuenta de que el Zarco era un tipo duro de verdad y de que atraparlo iba a resultar más difícil de lo que pensaba.
–Me sorprende que diga que el Zarco era un tipo duro de verdad; por algún motivo me había hecho a la idea de que para usted solo era un pobre hombre.
–Y lo era. Pero es que los tipos duros de verdad casi siempre son pobres hombres.
–También me sorprende que diga que sus amigos le temían.
–¿Se refiere a los chavales de su banda? ¿Por qué le sorprende? Los blandos temen a los duros. Y, quizá con alguna excepción, los chavales de la banda del Zarco eran blandos; así que le temían. Empezando por el Colilla y el Drácula.
–¿Cómo puede estar tan seguro?
–Ya se lo he dicho: porque, si no hubiesen temido mucho al Zarco, no se hubiesen pasado setenta y dos horas en comisaría sin delatarle. Créame. Yo estuve con ellos esos tres días y sé de lo que le hablo. Y en cuanto a si el Zarco era o no un tipo duro de verdad, bueno, basta con ver lo que hizo después de la muerte del Guille y de la detención de los demás.
–¿A qué se refiere?
–A conseguir armas y ponerse a atracar bancos.
–He oído que en aquella época era menos peligroso atracar un banco que robar una gasolinera o una tienda de ultramarinos.
–Eso decía el Zarco.
–¿Y no es verdad?
–No lo sé. Es verdad que el encargado o el dependiente de la gasolinera o de la tienda era a veces su propietario y podía sentir la tentación de resistirse al robo y tal, mientras que a los empleados de los bancos casi nunca se les ocurría ese disparate por la sencilla razón de que no perdían nada con el robo del banco, que para colmo tenía asegurados sus depósitos en todas las sucursales y daba órdenes a sus empleados de que en caso de atraco no corrieran riesgos inútiles y entregaran el dinero sin pensárselo; y también es verdad que por entonces no les habíamos impuesto a los bancos las medidas de seguridad que dos o tres años más tarde eran obligatorias y terminaron cortando la moda de los atracos: vigilantes armados, dobles puertas de entrada a la sucursal, cámaras de grabación, recintos de caja blindados, cajones escamoteables, billetes-cebo numerados correlativamente, pulsadores que sonaban en la central de alarmas o incluso en las comisarías… En fin: todo eso es verdad. Pero, hombre, también es verdad que hace falta tenerlos bien puestos para entrar armado con una escopeta en un banco, amenazar a los empleados y a los clientes y arramblar con el dinero que haya; sobre todo si se tienen dieciséis años, ¿no le parece?
–Sí.
–Pues eso es lo que empezó a hacer el Zarco a mitad de aquel verano. Y haciéndolo empezó a correr cada vez más riesgos. Y, al correr cada vez más riesgos él, más parecía acercarse a nosotros el momento de atraparlo.
Parecía acercarse, pero no llegaba. Durante el mes de agosto, mientras crecía la presión de mis jefes para que liquidase cuanto antes la banda, estuvimos a punto de atraparlos un par de veces (una tarde de principios de agosto, cerca de Sils, después de que atracaran una gasolinera que sabíamos que el día anterior habían estado merodeando porque el amo lo había denunciado, Hidalgo y Mejía los persiguieron en coche hasta que acabaron despeñándose por un terraplén mientras ellos escapaban; en Figueras, un par de semanas después, un coche de la guardia civil creyó reconocerlos en las cercanías de un banco y los siguió durante varios kilómetros, pero también acabó perdiéndolos). El caso es que a principios de septiembre yo estaba desesperado: llevaba dos meses trabajando en el asunto y las cosas no habían hecho más que empeorar; el subcomisario Martínez y el inspector Vives lo sabían, así que a la vuelta de las vacaciones me pusieron entre la espada y la pared: o solucionaba el problema ya o tendrían que encargarle la solución a otro. Que me quitasen el caso hubiera sido un fracaso tremendo, así que me puse las pilas y en la segunda semana de septiembre averigüé que la banda del Zarco iba a atracar la sucursal de un banco en Bordils.
–¿Cómo lo averiguó?
–Lo averigüé.
–¿Quién se lo dijo?
–No puedo decírselo. Hay cosas que un policía no puede decir.
–¿Aunque hayan pasado treinta años desde que ocurrieron?
–Aunque hayan pasado sesenta. Mire, una vez leí una novela donde un personaje le decía a otro: ¿Me guardarías un secreto? Y el otro le contestaba: Si no eres capaz de guardarlo tú, ¿por qué voy a guardártelo yo? Los policías somos como los curas: si no servimos para guardar un secreto, no servimos para policías. Y yo sirvo para policía. Aunque el secreto sea trivial.
–¿Este lo es?
–¿Conoce alguno que no lo sea?
–Cañas cree que el responsable fue él. Al parecer, dos días antes del atraco de Bordils estuvo tomándose unas cervezas con el Córdoba, un viejito del chino con quien había hecho alguna amistad.
–Me acuerdo del Córdoba.
–Cañas cree que se fue sin querer de la lengua y le habló al Córdoba del atraco y el Córdoba le fue con el cuento a usted.
–No es verdad. Pero si fuera verdad también le diría que no es verdad. Así que no insista.
–No insisto. Continúe con el atraco de Bordils.
–¿Qué quiere que le cuente? Supongo que, hechas las sumas y las restas, es una de las operaciones más complicadas que he montado en mi carrera. No puedo decir que no tuviera tiempo y medios para prepararla, pero la verdad es que fui tan temerario que el Zarco y compañía estuvieron a punto de escaparse. Mi única justificación es que entonces yo era un pipiolo ambicioso y que le había dedicado tanto esfuerzo a pillar al Zarco que no quería meterlo en la cárcel para que le soltaran al cabo de solo unos meses. Así se explica que el operativo que monté estuviera pensado para atrapar al Zarco una vez cometido el atraco y no antes, de manera que el delito por el que se le juzgara después no fuera apenas un delito en grado de tentativa y el juez pudiera enchironarle durante una buena temporada. Claro, dejarle hacer de ese modo al Zarco, no detenerlo antes de que entrara en la sucursal y atracara el banco significaba correr un riesgo enorme, un riesgo que no hubiera debido correr y que solo un par de años después ya no hubiese corrido. Tenga en cuenta además que no podíamos avisar con antelación al director y a los empleados de la sucursal, para no levantar la liebre ni alarmarlos por nada, porque no podíamos estar seguros de que el chivatazo fuera bueno, ni siquiera de que, suponiendo que fuera bueno, a última hora el Zarco no se echase para atrás. Sea como sea, la verdad es que aquella vez Martínez y Vives se portaron bien, confiaron en mí y me entregaron el mando de la operación y el de la mitad de la Brigada: ocho inspectores en cuatro coches de paisano comunicados por radio. Esos eran los efectivos con que contaba. Desde primera hora de la mañana puse un coche a la entrada del pueblo y, a medida que pasaba el tiempo, los demás nos fuimos colocando discretamente (uno a la salida del pueblo, otro en un aparcamiento a la izquierda de la sucursal y el mío a unos veinte metros frente a ella), de tal manera que, cuando vimos por fin entrar al Zarco y a dos de los suyos en la sucursal pasado el mediodía, la trampa ya estaba lista para cerrarse sobre ellos.
Pero, a pesar de tanta preparación, todo pareció estropearse en seguida. Habrían pasado tres o cuatro minutos cuando sonó un disparo dentro de la sucursal; casi inmediatamente sonó otro. Al oírlos, lo primero que hice fue alertar a los demás coches y decirles a los que estaban apostados a la entrada y la salida del pueblo que cortasen la carretera; luego llamé a comisaría y les dije que cambiaba de planes y que iba a intervenir. No terminé de hablar: en aquel momento el Zarco y los otros dos chavales que habían entrado con él salieron de la sucursal quitándose las medias de la cara. Les di el alto, pero no se pararon y, como temí que se me fueran a escapar, disparé; a mi lado, Mejía también disparó. No sirvió para nada, y cuando quisimos darnos cuenta los tres habían montado en el coche y huían hacia Gerona. Fuimos detrás de ellos, les vimos embestir el coche que bloqueaba la entrada del pueblo y seguir, y entonces tuve una buena idea. Yo sabía que, en una persecución en coche, ellos llevaban todas las de ganar, no porque el coche que conducían fuera mejor que los nuestros, sino porque conducían como si no conocieran el miedo, así que llamé a comisaría y hablé con el subcomisario Martínez y le dije que, si no nos mandaba uno de los helicópteros que se usaban en la Operación Costa Brava, los atracadores se escaparían otra vez. Martínez volvió a portarse bien, en seguida apareció el helicóptero y gracias a él no les perdimos la pista (o la perdimos pero la recuperamos). Finalmente su coche volcó al tomar la curva del puente de La Barca, a la entrada de la ciudad, y ahí se acabó el Zarco.
La cosa fue más o menos así. Llegamos al puente poco después de que ellos volcaran, justo cuando salían del coche, que había quedado bocabajo en el asfalto. Éramos cuatro, íbamos en dos coches, nos paramos uno junto al otro a unos veinte o treinta metros del accidente y, al ver que los atracadores echaban a correr por el puente, corrimos detrás de ellos. Aunque los que viajaban en el coche eran cuatro, los que corrían eran tres, y en seguida reconocí a lo lejos al Zarco, pero no a los otros dos, o no con seguridad. Uno de mis inspectores se quedó a examinar el coche volcado y, cuando llegamos al final del puente, le grité a otro que corriera detrás de uno de ellos, que huía solo en dirección a Pedret. En cuanto a Mejía y a mí, seguimos al Zarco y al otro. Tuvimos suerte: a la entrada de La Devesa el Zarco tropezó y cayó y se partió el tobillo, y de esa forma pudimos atraparlo.
–¿Y el otro?
–¿El que iba con el Zarco? Si ha hablado de esto con Cañas, ya sabe lo que pasó: escapó.
–¿No lo siguieron? ¿Lo dejaron escapar?
–Ni una cosa ni la otra. Lo que pasó fue que el Zarco nos entretuvo el tiempo suficiente para que el Gafitas escapara.
–¿Cree usted que lo hizo adrede?
–No lo sé.
–¿Estaba usted seguro de que el tipo que se les había escapado era el Gafitas?
–No, aunque esa era mi impresión, y la de Mejía también. De lo que sí estaba seguro (creo que ya se lo he dicho) es de que, en cuanto cayera el Zarco, la banda se habría acabado.
Y así fue. Aquella misma tarde empecé a interrogar al Zarco y a los otros dos miembros de la banda que habíamos cogido al mediodía, que resultaron ser dos chavales que se llamaban el Jou y el Gordo (al Gordo, que perdió el conocimiento en el accidente de La Barca, lo interrogué después de que estuviese unas horas ingresado en el hospital; el Zarco ni siquiera pasó por allí: un médico lo escayoló en comisaría). El interrogatorio duró los tres días preceptivos pero no hubo ninguna sorpresa, ni siquiera fue una sorpresa que desde el principio los tres detenidos echaran toda la mierda posible sobre el Guille y el Tío, que podían cargar sin problemas con toda la mierda del mundo porque uno estaba muerto y el otro tetrapléjico. No sé si era una estrategia que habían preparado de antemano, por si les pillábamos, o si se le ocurrió a cada uno por su cuenta, pero era lo más sensato. Desde luego tampoco me sorprendió que el Zarco tuviera astucia suficiente para no cargar más que con lo indispensable, y menos que no le cargara nada a nadie; yo sabía que eso es lo que iba a pasar: no solo porque el Zarco fuera el más duro de la banda y el que más experiencia tenía, sino porque era el jefe, y un jefe pierde toda su autoridad si se convierte en un delator. En cambio, conseguí que el Gordo y el Jou le cargaran más de una cosa a él (les engañé: les dije que ya se la había cargado él a sí mismo, y se lo tragaron), pero no conseguí que delataran al Gafitas, ni a las chicas ni a ninguno de los que habían participado alguna vez en las fechorías de la banda sin formar parte de ella. Esto no me importó demasiado –para qué mentirle–, porque, ya le digo, pensé que una vez empapelado el Zarco la banda quedaba desarticulada, y que más temprano que tarde los flecos acabarían desprendiéndose y cayendo por su propio peso. Así que apuré los interrogatorios, me esmeré al máximo en la redacción del atestado y puse al Zarco y a los demás a disposición del juez. Y eso fue todo: el juez los mandó a la Modelo a la espera de juicio y nunca más volví a ver al Zarco. En persona, digo; como todo el mundo, luego le vi muchas veces en la tele, las revistas, los periódicos y tal. Pero eso ya es otra historia, y usted la conoce mejor que yo. ¿Hemos acabado?
–Más o menos. ¿Puedo hacerle una última pregunta?
–Claro.
–¿Qué pasó con el Gafitas? ¿Acabó cayendo por su propio peso?
–¿Por qué no se lo pregunta a él?
–La versión de Cañas ya la tengo.
–Seguro que es la buena.
–No lo dudo. Pero también me gustaría conocer la suya. ¿Por qué no quiere contármela?
–Porque no se la he contado a nadie.
–Eso la hace todavía más interesante.
–No tiene nada que ver con su libro.
–Puede ser, pero no importa.
–¿Me da su palabra de que no va a usar lo que le cuente?
–Sí.
–De acuerdo. Verá. Al anochecer del día que detuve al Zarco me presenté solo en casa del Gafitas. No quería perder el tiempo: acababa de interrogar por primera vez en comisaría al Zarco y a sus dos compinches del atraco a la sucursal de Bordils y, mientras esperaba que los tres se ablandaran en el calabozo antes de despertarlos de madrugada para empezar otra vez el interrogatorio, decidí ir a por él, que era quien yo sospechaba que era el último. En cuanto me abrió la puerta su madre comprendí que había acertado. A la pobre mujer no la traicionó el terror sino sus esfuerzos descomunales por esconder el terror. Estaba tan descompuesta que ni siquiera me preguntó por qué buscaba a su hijo, y lo único que acertó a decirme fue que desde hacía una semana el Gafitas estaba con su padre en la casa de un amigo, en Colera, aprovechando los últimos días de vacaciones; luego, antes de que yo tuviera tiempo de pedírsela, me dio la dirección de la casa. Una hora más tarde llegaba a Colera, un pueblito solitario y con mar, cerca de la frontera de Portbou. Pregunté por la casa y la encontré no lejos de la playa; estaba a oscuras y parecía deshabitada, pero había un coche a la puerta. Aparqué junto a él. Dejé pasar unos segundos. Llamé.
Quien me abrió la puerta fue el padre, un hombre de cuarenta y tantos años, delgado, moreno y sin canas, que a primera vista se parecía bien poco a su hijo. Me presenté, le dije que quería hablar con el Gafitas; me contestó que en aquel momento estaba durmiendo y me preguntó para qué quería hablar con él. Se lo expliqué. Debe de haber un error, respondió. He estado toda la mañana con mi hijo en el mar. ¿Hay algún testigo de eso?, pregunté. Yo, contestó. ¿Nadie más?, pregunté. Nadie más, contestó. Lástima, dije, y añadí: De todos modos tendría que hablar con su hijo. Con un gesto entre resignado y sorprendido, el hombre me hizo pasar y, mientras cruzábamos el comedor, me contó que él y su hijo llevaban una semana en Colera y que iban cada día a pescar, aunque aquella mañana habían vuelto antes que de costumbre por culpa de un accidente. Mi hijo se ha hecho un rasguño al tirar el anzuelo, me contó. En el brazo. Ha sido un poco aparatoso, pero nada más; no ha hecho ni falta que vayamos al médico: yo mismo se lo he curado. Al llegar a la puerta de una habitación me pidió que esperara allí mientras despertaba al Gafitas. Esperé, segundos después me hizo pasar a la habitación y le pedí que me dejara a solas con su hijo.
Aceptó. El Gafitas y yo estuvimos un rato hablando, él sentado en la cama y recostado contra la pared, con su brazo vendado y sus piernas envueltas en un revoltijo de sábanas empapadas de sudor, yo de pie frente a la cama. Igual que me había pasado con su madre, solo necesité mirarle a los ojos –más aturdidos que asustados detrás de los cristales de las gafas– para saber lo que ya sabía: que era el cuarto hombre del atraco a la sucursal de Bordils. Le hice unas preguntas de trámite, que me contestó con un aplomo postizo; luego le pedí que se vistiese y que cogiese un poco de ropa, y al final le dije que le esperaba en el comedor. Ni siquiera quiso saber adónde íbamos.
Salí de la habitación y le anuncié al padre que me llevaba detenido a su hijo. El padre me escuchó de perfil, sentado en una mecedora frente a la chimenea sin leña, y no se volvió. En un susurro dijo: Se equivoca. Puede ser, acepté. Pero tendrá que decidirlo el juez. No me refiero a eso, aclaró, girándose hacia mí en la mecedora, y al mirarlo tuve la impresión de que acababa de quitarse una máscara que llevaba unas facciones muy parecidas a las suyas; cuando volvió a hablar no noté en su voz ni súplica ni angustia ni pesadumbre: solo una seriedad total. No sé si mi hijo ha hecho lo que usted dice que ha hecho, explicó. No digo que no. Pero hemos hablado y me ha dicho que está arrepentido. Yo le creo; solo pido que usted también le crea. Mi hijo es un buen chaval: puede estar seguro de eso. Además, él no es el culpable de todo lo que ha pasado. ¿Tiene usted hijos? Esperó hasta que negué con la cabeza. Claro, todavía es muy joven, continuó. Pero le diré una cosa por si algún día los tiene: querer a los hijos es fácil; lo difícil es ponerse en su piel. Yo no he sabido ponerme en la piel del mío, y por eso ha pasado lo que ha pasado. No volverá a pasar. Se lo garantizo. En cuanto a usted, ¿qué ganaría metiéndole en la cárcel? Piénselo bien. Nada. Me ha dicho que ha detenido al cabecilla, que ha desarticulado la banda; bueno, ya tiene lo que quería. Metiendo a mi hijo en la cárcel no ganaría nada, se lo repito, o solo ganaría un delincuente más, porque ahora mi hijo no es un delincuente pero saldría de la cárcel convertido en un delincuente. Lo sabe usted mejor que yo. ¿Qué es lo que me está pidiendo?, le atajé, incómodo. Sin dudarlo un instante contestó: Que le dé una oportunidad a mi hijo. Es muy joven, se enmendará y esto acabará siendo solo un mal recuerdo. Ha cometido errores, pero no volverá a cometerlos. Olvídese de todo esto, inspector. Vuelva a su casa y olvídese de mi hijo. Olvídese de que nos ha encontrado. Usted y yo no nos conocemos, esta noche no ha estado aquí, nunca ha entrado en esta casa, nunca ha hablado conmigo, esto es como si no hubiera pasado. Mi hijo y yo se lo agradeceremos eternamente. Y usted también se lo agradecerá a sí mismo.
El padre del Gafitas calló. Durante el silencio que siguió, mientras aguantaba su mirada, pensé en mi padre, un viejo guardia civil a punto de jubilarse allá en Cáceres, y me dije que él hubiese hecho por mí lo mismo que el padre del Gafitas estaba haciendo por su hijo, y que era posible que tuviese razón. Es posible que tenga usted razón, dije. Pero no puedo hacer lo que me pide. Su hijo ha cometido un error, y tiene que pagarlo. La ley es igual para todos; si no fuera así, viviríamos en la selva. Lo entiende, ¿verdad? Hice un silencio y continué: Yo por mi parte le entiendo a usted, y haré todo lo posible por suavizar el atestado; con un poco de suerte y un buen abogado su hijo no pasará más de año o año y medio en la cárcel. Lo siento. No puedo hacer más. Esperé a que el padre del Gafitas contestara, quizá con la tonta esperanza de que me diera la razón, o parte de la razón; no me la dio, por supuesto, pero movió la cabeza arriba y abajo como si me la diese, respiró hondo y, sin decir nada, se volvió otra vez hacia la chimenea y recuperó su postura perdida en la mecedora.
Esperé al Gafitas, pero, como no terminaba de salir, sin decirle nada a su padre fui a buscarle. Cuando abrí la puerta de su habitación lo encontré igual que lo dejé: sentado en la cama y con la espalda apoyada en la pared, las piernas desnudas sobresaliendo de un revoltijo de sábanas sudadas; igual o casi igual: la diferencia era que ya no quedaba ni rastro de su aplomo fingido y que sus ojos no eran los ojos aturdidos y asustados del Gafitas, sino los de un niño o los de un conejo deslumbrado por los faros del coche que está a punto de atropellarlo. Y entonces, en vez de exigirle al Gafitas que se vistiera de una vez y me acompañara, me quedé allí, de pie a la puerta de la habitación, quieto y mirándole, sin pensar nada, sin decir nada. No sé cuánto tiempo estuve así; lo único que sé es que, cuando pasó, di media vuelta y me marché. ¿Qué le parece?
–No lo sé.
–Yo tampoco.
–¿Ese es el final de la historia?
–Casi. El resto ya no tiene demasiado interés. Aunque esta es una ciudad pequeña y aquí todo el mundo se conoce y todo el mundo se cruza con todo el mundo, no volví a ver al Gafitas en mucho tiempo. A su padre sí le vi un par de veces, siempre por la calle, y las dos veces me reconoció, se me quedó mirando y me saludó con un cabeceo casi invisible, sin acercarse ni decirme nada. El Gafitas volvió a aparecer muchos años más tarde, diez o doce por lo menos, pero para ese momento ya no era el Gafitas sino Ignacio Cañas, un veinteañero recién licenciado en Barcelona que empezaba a hacerse un nombre como profesional en la ciudad. Las primeras veces que nos encontramos en esa época hicimos como que no nos conocíamos, ni siquiera nos saludábamos, pero a principios de los noventa me nombraron consejero de seguridad del gobernador civil y, como el gobierno civil estaba casi enfrente del despacho de Cañas, empezamos a vernos con alguna frecuencia y más de una vez tuvimos que hablar por cosas de trabajo. Fue entonces cuando cambió nuestro trato; no diré que llegamos a ser amigos, pero sí que mantuvimos una buena relación. Sobra decirle que nunca hablábamos del pasado, de cuándo nos habíamos conocido y de cómo nos habíamos conocido y tal. De hecho, yo creo que llegó un momento en que casi olvidé que Ignacio Cañas había sido el Gafitas, igual que él debió de olvidar que yo era el mismo policía que los había perseguido, a él y a la banda del Zarco, por los tugurios del chino. Más tarde dejé mi trabajo en el gobierno civil y Cañas y yo casi dejamos de vernos. Y ese sí que es el final de la historia.
Y aquí sí que hemos acabado, ¿no?