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–¿Recuerda cuándo volvió a ver al Zarco?

–A finales de 1999, aquí en Gerona.

–Entonces él ya no era el mismo.

–Claro que no.

–Quiero decir que había tenido tiempo de crear y destruir su propio mito.

–Es una forma de decirlo. En cualquier caso es verdad que, para el Zarco, todo fue muy rápido. De hecho, mi impresión es que cuando lo frecuenté, a finales de los setenta, el Zarco era una especie de precursor, y cuando volví a verlo, a finales de los noventa, era casi un anacronismo, por no decir un personaje póstumo.

–De precursor a anacronismo en solo veinte años.

–Eso es. Cuando yo lo conocí era un tipo que a su modo anunciaba los montones de delincuentes juveniles que en los años ochenta llenaron las cárceles, las noticias de prensa, de radio y televisión y las pantallas de cine.

–Yo diría que no solo los anunció: los representó mejor que nadie.

–Puede ser.

–Dígame el nombre de un delincuente de la época más conocido que el Zarco.

–De acuerdo, tiene razón. Pero, sea como sea, a finales de los noventa la cosa ya se había acabado; por eso digo que para entonces el Zarco era un personaje póstumo, una especie de náufrago de otra época: en aquel momento ya no había el menor interés por los delincuentes juveniles en los medios, ya no había películas sobre delincuentes juveniles, ni casi delincuentes juveniles. Todo eso era cosa de antes: ahora el país había cambiado por completo, los años duros de la delincuencia juvenil se consideraban el último culatazo de la miseria económica, la represión y la falta de libertades del franquismo y, después de veinte años de democracia, la dictadura parecía quedar muy lejos y todos vivíamos en una borrachera aparentemente interminable de optimismo y de dinero.

También había cambiado por completo la ciudad. En aquella época Gerona había dejado de ser la ciudad de posguerra que era todavía a finales de los setenta para convertirse en una ciudad posmoderna, un lugar de postal, alegre, intercambiable, turístico y ridículamente satisfecho de sí mismo. En realidad, de la Gerona de mi adolescencia quedaba poco. Los charnegos habían desaparecido, aniquilados por la marginalidad y la heroína o disueltos en el bienestar económico del país, con empleos sólidos y con hijos y nietos que asistían a escuelas privadas y hablaban catalán, porque con la democracia el catalán había pasado a ser una lengua oficial, o cooficial. También había desaparecido, claro, el cinturón de barrios de charnegos que antes amenazaba el centro de la ciudad; o más bien se había transformado en otra cosa: algunos barrios, como Germans Sàbat, Vilarroja o Pont Major, eran ahora barrios prósperos; otros, como Salt, se habían independizado de la ciudad y saturado de inmigrantes africanos; solo la Font de la Pòlvora, el reducto adonde habían sido confinados los últimos habitantes de los albergues provisionales, había degenerado en un gueto de delincuencia y de droga. No sé si ya le conté que los propios albergues fueron demolidos: ahora la explanada en que se habían levantado era un parque en medio de Fontajau, un barrio reciente de casitas apareadas con garaje, jardín y barbacoa.

Del lado de acá del Ter, La Devesa seguía más o menos como siempre, pero el barrio de La Devesa ya no era un barrio suburbial; la ciudad lo había asimilado: había crecido a los dos lados del río y había urbanizado las huertas que en mi infancia rodeaban los bloques de Caterina Albert. Los Maristas también seguían en su sitio, aunque no los recreativos Vilaró, que se cerraron no mucho después de que yo dejé de frecuentarlos y el señor Tomàs se jubiló. En cuanto al barrio chino, no había sobrevivido a los cambios de la ciudad; pero, a diferencia del barrio de La Devesa, que se había convertido en un barrio burgués, el chino se había convertido en un barrio privilegiado: donde veinte años atrás pululaba la chusma de la ciudad por callejones apestosos, bares mugrientos, burdeles decadentes y tabucos sin luz se abrían ahora placitas coquetas, bares con terraza, restaurantes chic y áticos reformados por arquitectos de moda donde vivían artistas de paso por la ciudad, millonarios extranjeros y profesionales de éxito.

–Como usted.

–Más o menos.

–¿Se considera un profesional de éxito?

–No me lo considero: lo soy. En mi bufete trabajan catorce personas, entre ellas seis abogados; de media nos ocupamos de más de cien casos importantes al año. Yo a eso lo llamo éxito. ¿Y usted?

–Yo también. Aunque, si me permite decírselo, no habla usted como un profesional de éxito.

–¿Y cómo hablan los profesionales de éxito?

–No lo sé. Digamos que no me parece que tenga usted instinto asesino.

–Porque ya lo metí en un cajón, como dice la canción de Calamaro. Pero lo tuve, no le quepa duda de que lo tuve. En fin, a lo mejor es que me estoy haciendo viejo.

–No sea coqueto. Todavía no ha cumplido cincuenta años.

–¿Y eso qué tiene que ver? A mi edad, no hace mucho, la gente ya era vieja, o casi. Mi padre murió con cincuenta y siete años; mi madre con poco más. Ahora todo el mundo quiere ser siempre joven; lo entiendo, pero es un poco idiota. A mí me parece que la gracia de todo esto consiste en que uno es joven cuando es joven y en que es viejo cuando es viejo; o sea: en que uno es joven cuando no tiene recuerdos y en que es viejo cuando detrás de cada recuerdo encuentra un mal recuerdo. Yo hace tiempo que los encuentro.

–Ya. Bueno. Sigamos entonces. Cuénteme qué fue de su vida desde que perdió de vista al Zarco hasta que lo recuperó.

–No hay mucho que contar. Cuando terminé la secundaria en los Maristas me fui a Barcelona. Allí pasé cinco años estudiando derecho en la Autónoma y viviendo en pisos de estudiantes. Viví en tres pisos; el último estaba en la calle Jovellanos, junto a la Rambla, y lo compartí con dos compañeros de carrera: Albert Cortés y Juanjo Gubau. Cortés era de Gerona, como yo, pero había estudiado en el instituto Vicens Vives, como mi hermana; Gubau era de Figueras, y su padre ejercía de procurador de los tribunales. Estudiábamos bastante, no tomábamos drogas y los fines de semana volvíamos a casa, salvo en época de exámenes. Al principio de estar en Barcelona seguí saliendo con Montse Roura, pero al cabo de un año lo dejamos y eso acabó de separarme de mi grupo de amigos de los Maristas, que por lo demás a esas alturas ya casi se había deshecho. Luego salí con varias chicas, hasta que en tercero de carrera conocí a Irene, que también estudiaba derecho pero en la Central. Tres años después me casé con ella, nos vinimos a vivir a Gerona y tuvimos a Helena, mi única hija. Para entonces yo ya había empezado a trabajar en el bufete de Higinio Redondo. Ya le hablé de Redondo, no sé si se acuerda de él.

–Claro: el hombre que le prestó a su padre la casa de Colera para esconderlo, ¿no?

–Exacto. Y también el que aquella tarde convenció a mi padre de que no me llevara a comisaría; o al menos eso he creído siempre… Fue una persona importante en mi vida. Me refiero a Redondo; tan importante que, si no hubiera sido por él, lo más probable es que no hubiese sido abogado: al fin y al cabo yo no tenía ninguna vocación de abogado. Redondo era un paisano de mis padres que había montado un bufete de penalista, y en alguna época de mi adolescencia le admiré mucho, quizá porque era lo contrario de mi padre, o porque me lo parecía: mi padre no tenía dinero y él sí; mi padre no había estudiado una carrera y él sí; mi padre no hacía vida nocturna y él salía casi cada noche; mi padre era un hombre políticamente moderado y un votante de centro y él era un radical: de hecho, durante años creí que era comunista o anarquista, hasta que descubrí que era falangista. De todos modos era un buen abogado y una buena persona y, aunque también era frívolo, putero, iracundo, jugador y bebedor, quería a mi familia y me quería a mí. Él me animó a estudiar derecho y, como le decía, cuando terminé la carrera me acogió como pasante en su bufete, me enseñó lo que sabía y al cabo de unos años me convirtió en su único socio. Poco después ocurrió una cosa que alteró por completo la vida de los dos. Lo que ocurrió fue que Redondo se enamoró de la mujer de un cliente arruinado; se enamoró de verdad, como un adolescente, dejó a su esposa y a sus cuatro hijos y se marchó a vivir con ella. El problema fue que, en cuanto el cliente salió de la cárcel gracias al empeño de Redondo, la mujer le abandonó y volvió con su marido. Entonces Redondo se volvió loco, intentó suicidarse, al final desapareció y dejamos de tener noticias suyas hasta que cuatro años después nos enteramos de que había muerto mientras cruzaba una calle en el centro de Asunción, Paraguay, atropellado por una camioneta de reparto.

Así es como me convertí en el titular del bufete de Redondo. Por aquella época Irene y yo nos divorciamos y ella volvió a vivir a Barcelona y yo empecé a ver a mi hija solo en fines de semana alternos y en vacaciones. Pero profesionalmente fue mi mejor época. Redondo, ya se lo he dicho, me había enseñado muchas cosas –entre ellas que un abogado no puede ser bueno si no es capaz de aparcar de vez en cuando los escrúpulos morales–, aunque yo aprendí por mi cuenta alguna más –entre ellas cómo manejar a la prensa–. También aprendí que, si quería crecer, tenía que delegar, y supe hacer buenos fichajes: contraté a Cortés y a Gubau, que por entonces trabajaban en un bufete de Barcelona, y luego los convertí en mis socios, aunque yo seguí siendo el socio mayoritario. En fin, tenía el instinto asesino intacto, me obsesioné con ser el mejor y lo conseguí, de tal manera que, como empezó a decir Cortés, en Gerona no se daba una hostia sin que el dador o el dado pasasen por nuestro despacho.

Hasta que de repente todo cambió. No me pregunte por qué; no lo sé. El caso es que precisamente en ese momento, cuando había conseguido el dinero y la posición por los que llevaba años peleando, me invadió un sentimiento de inutilidad, la sensación de que ya había hecho todo lo que tenía que hacer, de que lo que me quedaba por vivir no era exactamente la vida sino las sobras de la vida, una especie de prórroga insípida, o quizá la sensación era que, más que insípida o mala o prorrogada, la vida que llevaba era un error, una vida prestada, como si en algún momento hubiera tomado un desvío equivocado o como si todo aquello fuera un pequeño pero espantoso malentendido… Así de mal y de embrolladas veía las cosas justo antes de que volviera a aparecer el Zarco, y quizá eso explica en parte –en una pequeña parte– lo que pasó con él.

–Además de un abogado de éxito es usted un abogado curioso.

–¿Qué quiere decir?

–Que antes de ser abogado fue delincuente, lo que significa que conoce de primera mano los dos lados de la ley. Eso no es tan común, ¿no le parece?

–No lo sé. Lo que sí sé es que un abogado y un delincuente no están en los dos lados de la ley, porque un abogado no es un representante de la ley sino un intermediario entre la ley y el delincuente. Esto nos convierte en tipos equívocos, de moral dudosa: nos pasamos la vida tratando con ladrones, asesinos y psicópatas y, como los seres humanos funcionamos por ósmosis, lo normal es que acabemos contaminados por la moral de ladrones, asesinos y psicópatas.

–¿Cómo es que se hizo abogado si tiene esa opinión de los abogados?

–Porque antes de ser abogado no tenía ni idea de lo que era ser abogado. Bueno, le he contado mi vida.

–Sí. Me gustaría que me contara ahora cómo fue su relación con el Zarco durante los años en los que no le vio; es decir: ¿cómo siguió usted la creación y la destrucción del mito del Zarco?

–Antes acláreme qué es exactamente lo que entiende usted por un mito.

–Una historia popular que en parte es verdad y en parte es mentira y que dice una verdad que no se puede decir solo con la verdad.

–Lo tiene usted meditado, desde luego. Pero dígame: una verdad de quién.

–Una verdad de todos, que nos atañe a todos. Mire, esta clase de historias ha existido siempre, la gente las inventa, no puede vivir sin ellas. Lo que hace un poco distinta la del Zarco (una de las cosas que la hace un poco distinta) es que no la inventó la gente, o no solo, sino sobre todo los medios de comunicación: la radio, los periódicos, la tele; también las canciones y las películas.

–Pues así seguí yo la creación y la destrucción del mito del Zarco: a través de la prensa, los libros, las canciones y las películas. Como todo el mundo. Bueno, como todo el mundo no: al fin y al cabo yo había conocido de chaval al Zarco; mejor dicho: no lo había conocido sino que había sido uno de los suyos. Claro que eso era un secreto. Salvo mi padre y el inspector Cuenca, nadie que no hubiera frecuentado el chino en mi época sabía que a los dieciséis años yo había pertenecido a la basca del Zarco. Pero mi padre no hizo nunca el menor comentario sobre el asunto y, que yo sepa, el inspector Cuenca tampoco, al menos hasta que le aconsejé a usted que hablara con él. El caso es que durante aquellos años yo seguí puntualmente todo lo que aparecía sobre el Zarco, recortaba y guardaba las noticias que publicaban los periódicos y las revistas, veía las películas basadas en su vida, grababa los reportajes y entrevistas que ponían en televisión, leía sus libros de memorias o los libros que escribían sobre él. Así se fue formando el archivo que le he prestado.

–Es magnífico. Me está facilitando mucho el trabajo.

–No es magnífico. Faltan cosas, pero no falta nada importante. Además, muchas cosas no las conseguí cuando aparecieron, sino años después, en hemerotecas y mercadillos de viejo. Claro que a mi mujer y a mis amigos aquella pasión por el Zarco y por todo lo que tenía que ver con los quinquis les parecía curiosa y a veces irritante, pero no mucho más que una fijación infantil de coleccionista por la filatelia o por los trenes eléctricos.

Recuerdo por ejemplo el día en que fui a ver con Irene Muchachos salvajes, la primera de las cuatro películas sobre el Zarco que filmó Fernando Bermúdez. Yo sabía más o menos de qué iba el asunto porque lo había leído en la prensa, pero, a medida que avanzaba la historia y me daba cuenta de que aquello era en parte una recreación de algunas de las cosas que nos habían pasado en el verano del 78, me entraron tal taquicardia y tales sudores que al cabo de un cuarto de hora tuvimos que salir a toda prisa del cine. Al día siguiente volví yo solo a ver la película. En realidad, la vi tres o cuatro veces, buscando obsesivamente la realidad que se escondía detrás de la ficción, igual que si la película contuviese un mensaje en clave que solo yo podía descifrar. Como puede imaginarse, me interesaba sobre todo el personaje del Gafitas: me preguntaba si era así como el Zarco me veía o me había visto en el verano del 78, como un adolescente pusilánime y de clase media que se endurece al entrar en su basca y parece dispuesto a traicionarle para disputarle el liderazgo y a su chica, y al terminar la historia lo hace, le traiciona y encima es el único que escapa de la policía en ese final sin explicaciones que desconcertó a tanta gente y que a mí me parece lo mejor de la película.

También me acuerdo de la forma en que vi en televisión la rueda de prensa que el Zarco dio en la Modelo de Barcelona, hacia la primavera o el verano de 1983, cuando consiguió convertir una fuga frustrada en el motín carcelario más famoso de la historia de España. La noche del día en que aquello pasó fue la primera que estuve en casa de la familia de Irene, así que recuerdo muy bien que ya me había presentado a sus padres y llevábamos un rato tomando el aperitivo con ellos cuando de repente vi al otro lado del comedor, en la televisión encendida y sin sonido, la imagen del Zarco. Era una imagen confusa: el Zarco llevaba el pelo largo y vestía una camiseta estrecha y de manga corta que le marcaba mucho los pectorales, y estaba iluminado por los focos de las televisiones y los fotógrafos y rodeado de periodistas y de reclusos y parecía reclamar silencio, con el bíceps de un brazo oprimido por una goma que se sujetaba con la boca y con una jeringuilla en la mano, a punto de meterse un chute de heroína con el que por lo visto intentaba denunciar la presencia masiva de droga en las cárceles. En aquel momento yo estaba hablando con el padre de Irene y, según me contó ella más tarde, sin dar la menor explicación me levanté, dejé al buen hombre con la palabra en la boca, fui hasta la tele, subí el volumen y me puse a oír lo que decían y ver lo que pasaba en la pantalla mientras a mis espaldas Irene trataba de salvarme la cara improvisando una broma. Yo no dije que fuera perfecto, dijo, o dice que dijo, porque yo no la oí. Tiene debilidad por los quinquis; pero, si el quinqui es el Zarco, pierde los papeles. Peor sería que le hubiese dado por el vino, ¿no? (Más tarde, cuando nos separamos, Irene fue menos generosa y menos jovial, y a menudo me echó en cara mi pasión por los quinquis como un síntoma de mi incurable falta de madurez.) También me acuerdo de haber visto en la televisión del Xaica, un self-service de la calle Jovellanos donde solíamos comer Cortés, Gubau y yo, las imágenes finales de la fuga de la cárcel de alta seguridad Lérida II, las imágenes del Zarco tumbado en el asfalto de una esquina del ensanche de Barcelona, junto con dos de sus compinches de huida, los tres con las manos esposadas a la espalda, los tres rodeados por policías de paisano que caminan entre ellos blandiendo sus pistolas, quizá a la espera de tomar del todo el control de una situación que en realidad parece controlada del todo, quizá a la espera de que alguien les ordene evacuar a los fugitivos, quizá paladeando simplemente el minuto de gloria que les corresponde por haber atrapado, después de una persecución de veinticuatro horas por tierra, mar y aire, al delincuente más célebre y buscado de España, que a pesar de estar en el suelo y bocabajo no para un instante de hablar o gritar o protestar entre el chillido furioso de las sirenas, según él quejándose a los policías de que tiene una bala metida en la espalda y necesita un médico, según los policías amenazándolos y maldiciendo a sus vivos y a sus muertos, según algunos testigos haciendo las dos cosas alternativamente. Y por supuesto recuerdo muy bien que por culpa del Zarco perdí una vez una posible clienta de Redondo –que además era conocida suya o de su mujer–, poco después de empezar a trabajar en su bufete. Lo que pasó fue que, mientras aquella señora me contaba casi entre lágrimas un asunto de una herencia, en el televisor del bar de Banyoles donde nos habíamos reunido aparecieron las imágenes increíbles y caóticas de la fuga del Zarco del penal de Ocaña durante el cóctel de presentación a la prensa de La verdadera vida del Zarco, la última película de Bermúdez, cuando, en presencia de un grupo de periodistas, el Zarco y tres reclusos más conchabados con él tomaron como rehenes a Bermúdez, al director de la cárcel y a otros dos funcionarios y salieron del penal sin que nadie pudiera hacer nada para evitar la fuga. Yo olvidé las lágrimas y la herencia de la conocida de Redondo y me levanté para ver la grabación y escuchar la noticia de pie frente al televisor, entre un corro de gente sentada, boquiabierto y en silencio, totalmente ajeno al drama y a la incredulidad de mi clienta, que ya se había marchado cuando volví a mi mesa, lo que hizo que aquella misma tarde Redondo me pegara la peor bronca que me han pegado en mi vida.

En fin, podría contarle muchas anécdotas por el estilo, pero no merece la pena. El caso es que una parte de mí se avergonzaba de haber pertenecido a la basca del Zarco, y por eso lo mantenía en secreto y casi se asustaba de que pudiera llegar a saberse; pero otra parte de mí se enorgullecía de aquello, y casi estaba deseando airearlo. No sé: supongo que era como tener enterrado en mi propio jardín un arcón que no se sabe si contiene un tesoro o una bomba. Por lo demás, es posible que otra de las razones que explican mi interés de tantos años por el Zarco y los quinquis fuera una especie de gratitud o de alivio, la certeza de haber tenido una suerte inverosímil al haber pertenecido a la basca del Zarco y haber sobrevivido a ella: al fin y al cabo, desde finales de los setenta hasta finales de los ochenta habían pululado por España centenares de bascas de chavales suburbiales y desarraigados como la del Zarco, y la inmensa mayoría de esos chavales, miles, decenas de miles de ellos, había muerto a manos de la heroína, del sida o de la violencia, o simplemente estaba en la cárcel. Yo no. A mí hubiera podido pasarme lo mismo, pero no me pasó. A mí me había ido bien. No me habían encerrado en la cárcel. No había probado la heroína. No había contraído el sida. No me habían detenido, ni siquiera me habían detenido después del atraco a la sucursal del Banco Popular en Bordils. El inspector Cuenca me había dejado en libertad en vez de arrestarme. Había hecho, en resumen, una vida más o menos normal, cosa que para alguien que había pertenecido a la basca del Zarco quizá era la vida más anormal posible.

Hasta que desenterré el arcón del jardín y me di cuenta de que contenía a la vez un tesoro y una bomba. Fue a finales de 1999. Un mediodía de noviembre Cortés irrumpió en mi despacho anunciando a voz en grito: ¡Última hora! Tu ídolo acaba de aterrizar en la ciudad. Mi ídolo, naturalmente, era el Zarco. Cortés volvía en aquel momento de la cárcel, y me contó que, según le habían dicho los presos a los que había visitado, el Zarco estaba allí desde la víspera; como era de esperar, su llegada había causado un cierto revuelo, porque aquella era una cárcel muy pequeña y él un personaje todavía muy notorio. Cortés había sabido también que la dirección de la cárcel le había asignado al Zarco una celda donde disponía de ordenador y televisión personales, y que de momento casi no se relacionaba con los demás presos. Escuché a mi socio con un asombro un poco melancólico: diez años atrás, incluso cinco años atrás, cada movimiento del Zarco era tan complicado como los de los cracks futbolísticos o las estrellas del rock and roll, de manera que, cuando lo trasladaban a cárceles de provincias o cuando pasaba por ellas de camino a los juzgados o a otras cárceles, los directores de los centros se veían abrumados por peticiones de entrevistas, y sus comparecencias judiciales se celebraban entre severas medidas de seguridad para evitar el acoso de los fotógrafos, las cámaras de televisión, los periodistas y los admiradores y curiosos que se aplastaban contra los cordones policiales y le daban ánimo a gritos, le mandaban besos volados, le pedían un hijo o palmeaban rumbas que contaban su historia inventada; ahora, en cambio, ni siquiera los dos periódicos locales habían dedicado a su llegada un miserable suelto en la sección de sociedad. Era una de las diferencias que separaban un mito pletórico de un mito amortizado.

Cuando Cortés terminó de darme novedades del Zarco preguntó: Bueno, ¿qué piensas hacer? No tuve que pensar la respuesta. Mañana voy a verle, contesté. Cortés hizo un ademán versallesco y preguntó impostando la voz: ¿Debo entender que piensas ofrecerle nuestros servicios? ¿A ti qué te parece?, contesté. Cortés se rió. Nos vas a meter en un lío que te cagas, dijo, recuperando su voz habitual. Pero como no sea verdad te mato.

Aunque mi socio no sabía nada de la relación que yo había mantenido con el Zarco, lo que dijo no era contradictorio: todos los abogados del Zarco habían acabado mal con él (y algunos muy mal); a pesar de eso, el Zarco seguía siendo el Zarco y, si el asunto se sabía manejar con habilidad, defenderlo podía seguir siendo muy rentable para un bufete de abogados. Además, yo había sentido muchas veces la tentación de ofrecerme a defender al Zarco, pero, por unas razones o por otras, siempre la había resistido; ahora, cuando el Zarco acababa de volver a Gerona casi como un resto arqueológico o como un maldito olvidado, cuando para todo el mundo era poco menos que un caso irrecuperable o cerrado después de haberse pasado la vida en la cárcel y de haber malogrado varias oportunidades de reinsertarse, pensé que era el momento de ceder a la tentación.

No fui el único en pensarlo. Aquella misma tarde, mientras preparaba mi comparecencia del día siguiente en una vista, mi secretaria me anunció que dos mujeres me esperaban en la antesala del despacho. Un poco molesto, le pregunté si las dos mujeres tenían cita para esa hora y me dijo que no, pero añadió que habían insistido en verme para hablar de un tal Antonio Gamallo; más molesto aún, le pedí que concertase una cita con las dos mujeres para otro día, y luego la despedí rogándole que no volviera a interrumpirme. Pero aún no me había vuelto a concentrar en mis papeles cuando levanté la vista del escritorio y me oí repetir en voz alta el nombre que acababa de pronunciar mi secretaria; precipitadamente me levanté y salí a la antesala. Allí estaban las dos mujeres, todavía sentadas. Se volvieron hacia mí y las reconocí en el acto: a una la había visto últimamente en alguna foto, sola o acompañada del Zarco; la otra era Tere.

–¿Nuestra Tere?

–¿Quién si no? Durante aquellos veinte años había pensado a veces en ella, pero ni siquiera se me había ocurrido buscarla o preguntar por su paradero; tampoco hubiera sabido dónde buscarla o a quién preguntar. Y ahora, de repente, estaba allí. Un silencio compacto se hizo en la antesala mientras Tere y yo nos quedamos mirándonos, quietos; o casi quietos: en seguida noté que su pierna izquierda se movía arriba y abajo como un pistón, igual que cuando tenía dieciséis años. Después de un par de segundos larguísimos, Tere se levantó de su silla y dijo: Hola, Gafitas. De entrada me pareció que apenas había cambiado, quizá porque el cuerpo sin grasa y los vaqueros y el chaquetón de cuero raído y el bolso cruzado en bandolera le prestaban un aire juvenil; pero en seguida reconocí los estragos de la edad: la piel gastada, las patas de gallo y las bolsas de cansancio bajo los párpados, las comisuras caídas de los labios, el pelo entreverado de canas; solo los ojos seguían igual de verdes e intensos que hacía veinte años, como si la Tere que yo había conocido se hubiera refugiado allí, indiferente al paso del tiempo. Le alargué la mano balbuceando exclamaciones de sorpresa y preguntas protocolarias; Tere contestó alegremente, se olvidó de mi mano y me besó en la mejilla. Luego me presentó a su acompañante. Dijo que se llamaba María Vela y que era la chica del Zarco, aunque en realidad no dijo la chica sino la compañera sentimental y no dijo el Zarco sino Antonio. A María sí le estreché la mano. Y solo en aquel momento me fijé en ella, por entonces una mujer algo más joven que Tere, delgada y sin gracia, de pelo corto y castaño, de piel muy blanca, vestida con un abrigo negro, grueso y de mala calidad debajo del cual asomaba un chándal rosa con la cremallera cerrada hasta el cuello.

Hechas las presentaciones, las dos mujeres pasaron a mi despacho. Les ofrecí asiento, café y agua (solo aceptaron el asiento y el agua) y Tere y yo nos pusimos a hablar. Me contó que vivía en Vilarroja, que trabajaba en una fábrica de tapones de corcho en Cassà de la Selva y que estaba estudiando enfermería a distancia. ¿De verdad?, pregunté. ¿Te extraña?, contestó. Me extrañaba muchísimo, pero fingí que no me extrañaba. Tere parecía realmente contenta de verme. María nos escuchaba sin intervenir, pero sin perder palabra de lo que decíamos; yo no sabía si Tere le había hablado de mi antigua relación con el Zarco y con ella, y en algún momento hice como si por la mañana Cortés no me hubiese anunciado la llegada del Zarco y pregunté por él. Está aquí, contestó Tere. Por eso hemos venido a verte.

Entonces Tere fue al grano. Me dijo que querían que defendiera al Zarco en un juicio que iba a celebrarse en Barcelona unos meses más tarde, un juicio en el que el Zarco sería acusado de agredir a dos funcionarios de la cárcel de Brians. Desde luego, Tere daba por descontado que, como todo el mundo, yo sabía en quién se había convertido el Zarco en aquellos años, así que pasó a ponerme en antecedentes y a apoyar su propuesta dibujando un panorama exultante de la situación del Zarco: contó que tres años atrás habían conseguido que regresase a una cárcel catalana, concretamente a la de Quatre Camins, y que, después de tres años de buen comportamiento y de que el nuevo director general de prisiones del gobierno autónomo catalán, el señor Pere Prada, se interesase por su caso, acababa de ingresar en la cárcel de Gerona, una cárcel perfecta porque tanto María como ella vivían en la ciudad y porque era una cárcel pequeña, segura y con un alto índice de rehabilitaciones; explicó también que el Zarco era inocente del delito que se le imputaba, me entregó una copia del sumario y la hoja de situación penitenciaria metidas en una carpeta de cartulina, me aseguró que su estado físico y su moral eran inmejorables, que había dejado la heroína, que tenía unas ganas enormes de salir de la cárcel y que María y ella estaban haciendo todo lo posible para que pudiera salir cuanto antes. Hasta ese momento Tere habló sin mirarme, exponiendo el caso como si ya lo hubiese expuesto otras veces, o como si lo estuviera recitando; yo por mi parte la escuché aparentando que leía los papeles que me había entregado y mirándola alternativamente a ella y a María. En fin, concluyó Tere, y por fin nos miramos. Sabemos que tienes mucho trabajo, pero si pudieras echarnos una mano te lo agradeceríamos.

Se calló. Suspiré. Tere se había adelantado a la propuesta que yo pensaba hacerle al Zarco al día siguiente; así que, en teoría, todo era muy fácil: las dos partes queríamos lo mismo. Pero mi instinto me dijo que no me interesaba que mis visitantes lo supiesen, que lo que me interesaba era ofrecer un poco de resistencia antes de aceptar, para ganarme su gratitud dejándoles pensar que me sacrificaba aceptando la defensa del Zarco, que solo la aceptaba a regañadientes y que en todo caso debían considerar como un privilegio el hecho de que yo quisiera ser su abogado. Puse en la mesita del tresillo la cartulina con el expediente y empecé preguntando: ¿Sabe esto el Zarco? Iba a aclarar lo que quería decir cuando intervino María. Preferiríamos que no le llamase el Zarco, me recriminó con voz tímida y expresión doliente. Su nombre es Antonio. A él no le gusta que le llamen así; y a nosotras tampoco. El Zarco era otra persona: ninguno de nosotros quiere saber nada de él. Sorprendido por la reprimenda de María, asentí, me disculpé y busqué los ojos de Tere, pero no los encontré: estaba concentrada encendiendo un cigarrillo. Carraspeé y seguí, dirigiéndome a María: Lo que preguntaba es si sabe Antonio que han venido ustedes a pedirme que le defienda. Claro que lo sabe, dijo María escandalizada. Yo nunca hago nada a espaldas de Antonio. Además, la idea de que sea usted su abogado ha sido suya. ¿De Antonio?, pregunté. Sí, dijo María. ¿Y desde cuándo sabe Antonio que yo soy abogado?, volví a preguntar. María me miró como si no entendiera la pregunta; luego miró a Tere, que se acarició la peca junto a la nariz con la misma mano con que sostenía su cigarrillo antes de contestar: Se lo dije yo. Sonrió y dijo: Eres famoso, Gafitas. En los periódicos no hacen más que hablar de ti. Y en la tele.

Era todo lo que quería saber: que, igual que yo era consciente de en quién se había convertido el Zarco, Tere era consciente de en quién me había convertido yo. No sé si ella me adivinó el pensamiento, pero añadió como para quitar hierro a sus palabras: Además, en Gerona solo hay tres penalistas; no teníamos mucho donde elegir. Los otros dos son buenos, dije, sintiéndome ya tan seguro como para permitirme jugar con ella. Ya, concedió Tere. Pero tú eres el mejor. El piropo hizo que esta vez fuese yo el que sonriera. Además, siguió Tere, a ellos no los conocemos, y a ti sí. Sin contar con que seguro que son más caros que tú. No interesan. Que nos conozcamos no es una ventaja, mentí. Y no te preocupes: ningún abogado os cobrará, y menos en Gerona. Aclaré: De momento defender al Zarco sigue siendo un buen negocio. Tere insistió: Precisamente por eso no nos interesan tus colegas. Nos interesas tú. Y haz el favor de no volver a llamarle Zarco: ya te lo ha dicho María. Las palabras de Tere fueron desabridas, pero no el tono en que las pronunció; aun así, no pude evitar preguntarme si, supiera o no María que yo había pertenecido de joven a la basca del Zarco, Tere y el Zarco pensaban que podían chantajearme con la amenaza de desvelar aquel pasado secreto. Tere apagó su cigarrillo, dio un sorbo a su vaso de agua y, abriendo un poco los brazos en un gesto interrogativo, me miró, miró a María y volvió a mirarme a mí. Bueno, Gafitas, ¿aceptas o no?

No sé si pensé que ya había conseguido lo que buscaba (o que no podía aspirar a más), pero el caso es que dejé de fingir y acepté.

–Dígame una cosa: ¿le asustaba que el Zarco y Tere contasen que usted había sido miembro de su basca?

–Claro que no. Que lo contasen quizá no me gustaba, porque no sabía qué consecuencias podía tener, pero nada más. Era uno de los riesgos que corría defendiendo al Zarco; el resto eran ventajas. Ya lo eran antes de que hubiera aparecido Tere, por la propaganda que podía representar para mi despacho y porque tenía una enorme curiosidad por ver otra vez al Zarco, más de veinte años después (y quizá también porque, en un momento en que casi todo me aburría y vivía con la sensación de malentendido y de vida prestada de la que le hablé, intuí que aquella novedad imprevista podía ser un estímulo, el cambio que estaba esperando); en cualquier caso, la aparición de Tere, y además tan feliz de que volviéramos a encontrarnos, lo volvió todo mucho mejor. Y claro que defender al Zarco era arriesgarse a desenterrar un pasado peligroso, pero ¿no era mejor desenterrarlo de una vez, ahora que tenía la oportunidad de hacerlo? ¿No era menos peligroso desenterrarlo que dejarlo enterrado? ¿No estaba hasta cierto punto obligado a desenterrarlo?

–¿Qué quiere decir?

–Pues que de algún modo me sentía en deuda con el Zarco. Siempre sospeché que antes del atraco a la sucursal del Banco Popular en Bordils me había ido de la lengua con el Córdoba, y que esa fue la causa del desastre, la causa de que pillaran al Zarco, al Gordo y al Jou. Ya se lo he contado. Siempre sospeché eso y siempre sospeché que el Zarco lo sospechaba.

–¿No estará usted pensando en el Gafitas de la primera parte de Muchachos salvajes? Aunque ese personaje refleje en parte cómo le veía a usted el Zarco, es un personaje de ficción. Y él no se va de la lengua, por cierto: delata al Zarco, los traiciona a todos. Ese Gafitas no tiene casi nada que ver con usted.

–Casi: usted lo ha dicho. De todas maneras, el Gafitas de las memorias sí tiene que ver, él no es un personaje de ficción y él sí se va de la lengua. De eso también se acordará.

–Perfectamente. Solo que en las memorias tampoco está claro que el Gafitas se vaya de la lengua.

–Es verdad, no está claro. Pero lo más probable es que sí, que el Gafitas del libro se haya ido de la lengua, y que sea el responsable de que el atraco salga mal. Eso es al menos lo que piensa el Zarco, o lo que parece que piensa. Y aunque no lo hubiese pensado. Aunque no fuese verdad que yo me hubiese ido de la lengua con el Córdoba. Quizá no lo había hecho. Aun así, yo sentía que el Zarco me había echado una mano cuando más lo necesitaba: ¿qué menos podía hacer que echarle una mano ahora que el que lo necesitaba era él? Sobre todo si echándole una mano también me la echaba a mí.

–¿El Zarco le echó a usted una mano? Yo más bien diría que lo usó y lo convirtió en un delincuente. ¿A eso le llama echar una mano? Usted mismo reconoce que estuvo a punto de obligarle a compartir el destino de todos los miembros de su banda.

Si eso fue lo que entendió, me expliqué mal: el Zarco no me obligó a nada; todo lo elegí yo. La verdad es la verdad. Y no olvide que me salvé, en el último momento pero me salvé, ni que haber estado tan cerca de la catástrofe me hizo bien: antes de conocer al Zarco yo era débil, y conocer al Zarco me hizo fuerte; antes de conocer al Zarco yo era un niño, y conocer al Zarco me convirtió en un adulto. Eso quería decir cuando le decía que me echó una mano.

–Entiendo. Pero volvamos a la historia, si le parece. ¿Después de despedirse de Tere y de María se fue a ver al Zarco?

–No. Lo vi al día siguiente, por la tarde. Durante esas veinticuatro horas estudié a fondo su hoja de situación penitenciaria y comprobé sin sorpresa que su currículum oficial estaba a la altura de su leyenda. El Zarco había pasado más de veinticinco años en la cárcel o en busca y captura y había sido juzgado catorce veces y acusado de haber cometido casi seiscientos delitos, entre ellos no menos de cuarenta atracos a bancos y no menos de doscientos atracos a gasolineras, garajes, joyerías, bares, restaurantes, estancos y comercios en general, además de multitud de atracos a transeúntes y robos de coches y casas particulares. Había sido herido seis veces en enfrentamientos con la policía y la guardia civil y otras diez en peleas callejeras o carcelarias. Solo en dos ocasiones se le había juzgado por homicidio, y en las dos fue absuelto: la primera vez lo acusaron de matar a tiros en la puerta de su casa a un funcionario de prisiones del penal de Santa María con quien había mantenido un largo enfrentamiento y a quien había denunciado por persecución y torturas; la segunda vez lo acusaron del asesinato a navajazos de un compañero de reclusión durante un motín en la cárcel de Carabanchel, en Madrid. Aparte de eso, había conocido siete reformatorios distintos, entre ellos todos los de élite, y dieciséis cárceles distintas, entre ellas todas las de máxima seguridad; además, se había escapado de todos los reformatorios y de muchas de las cárceles donde lo encerraron y, a pesar de la cantidad de rifirrafes que mantuvo con los funcionarios de prisiones y de la cantidad de multas, castigos y sanciones disciplinarias que le habían impuesto, había vivido en permanente rebeldía contra su reclusión y contra las condiciones de su reclusión, en una especie de denuncia permanente del sistema penitenciario español: había participado en multitud de motines, había organizado varios, había iniciado dos huelgas de hambre, había presentado infinidad de denuncias contra sus carceleros y se había infligido lesiones en señal de protesta (varias veces se había cortado las venas, varias veces se había cosido los labios con hilo de bramante). Todo esto era cosa más o menos sabida, o como mínimo más o menos sabida para mí. Lo que yo no sabía y descubrí en aquel momento es que, desde el punto de vista de su defensa, el historial del Zarco no era tan malo como había temido: para empezar, el Zarco no debía responder por delitos de sangre, y los ciento cincuenta años de cárcel que aún le quedaban en teoría por cumplir no eran el resultado de una larga condena sino de un encadenamiento de pequeñas condenas, cosa que debía facilitar su acumulación y la concesión de permisos y otros beneficios penitenciarios; además, era fácil argumentar que el Zarco ya había pagado con creces a la sociedad lo que le debía, entre otras razones porque apenas había vivido en libertad desde que a los dieciséis años, justo después del atraco a la sucursal del Banco Popular de Bordils, había ingresado en la cárcel para cumplir una condena de seis, de manera que la mayor parte de los delitos de los que se le acusaba los había cometido en la cárcel. Durante aquellas veinticuatro horas revisé también mi archivo sobre el Zarco, volví a ver a trozos las cuatro películas de Fernando Bermúdez inspiradas en él, releí pasajes de sus dos libros de memorias y rebobiné mis recuerdos de adolescencia; lo que no hice fue volver a hablar con Tere (ni, por cierto, con María): no quería hacerlo hasta haber hablado con el Zarco.

Recuerdo muy bien la primera conversación que mantuve con él. Fue en el locutorio de la cárcel, un cuartucho minúsculo donde los abogados nos entrevistábamos con nuestros clientes, cosa que yo hacía con frecuencia («A los clientes me los visitas como mínimo una vez a la semana», repetía Higinio Redondo cuando empecé a trabajar con él. «Acuérdate de que esos sinvergüenzas no tienen más esperanza que tú»). El locutorio estaba a la izquierda de la entrada; dos rejas divididas por un cristal lo partían por en medio: del lado de acá, pegado a la pared, había un pupitre y una silla; del lado de allá había un espacio idéntico, con la única diferencia de que el preso no tenía pupitre y de que, en vez de sentarse frente a la pared, se sentaba frente al abogado, mirando hacia la doble reja y el cristal. No tuve que esperar mucho rato hasta que apareció el Zarco. Como me había ocurrido la víspera con Tere, lo reconocí de inmediato, pero a quien reconocí no fue al quinqui que había visto por última vez a la entrada de La Devesa, revolcándose en el suelo con un par de policías, sino al que desde entonces no había dejado de ilustrar las peripecias del Zarco en las fotos de prensa y en las pantallas de cine y televisión.

Al verme, el Zarco insinuó una sonrisa fatigada y, mientras se sentaba, con un gesto me animó a imitarle. Le imité. ¿Qué pasa, Gafitas?, me saludó. Cuánto tiempo sin vernos. Su voz era ronca, casi irreconocible; su respiración era pedregosa. Contesté: Veinte años. El Zarco sonrió del todo y dejó entrever una dentadura ennegrecida. Joder, dijo. ¿Veinte años? Veintiuno, puntualicé. Cabeceó con aire entre divertido y abrumado. Luego preguntó: ¿Cómo estás? Bien, contesté. Ya lo veo, dijo, y, como en los viejos tiempos, sus ojos se estrecharon hasta convertirse en un par de ranuras inquisitivas. Había engordado. Parecía haber encogido. La carne de la papada y las mejillas se veía blanda y vieja, aunque sus brazos y su torso daban la impresión de conservar, detrás del jersey y la camisa que los cubría, parte del vigor de antaño; tenía mucho menos pelo, un pelo casi gris y un poco trasquilado, que aún se peinaba con la raya en medio; lucía una piel rugosa, insalubre, de color rata; sus ojos seguían siendo muy azules, pero estaban apagados y enrojecidos, igual que si padeciera conjuntivitis. Pregunté: ¿Cómo estás tú? De puta madre, contestó. Sobre todo ahora que sé que vas a sacarme de aquí. ¿Tan mal está la cárcel?, pregunté por seguir el diálogo. El Zarco hizo una mueca de aburrimiento o de indiferencia, remangándose hasta los bíceps la camisa y el jersey y mostrándome sin querer –mi primera impresión había sido falsa– sus brazos y antebrazos de carnes también viejas y blandas, cubiertas de cicatrices; en realidad, todo su cuerpo a la vista estaba cubierto de cicatrices: las manos, las muñecas, el contorno de los labios. La cárcel no está mal, contestó. Pero es una cárcel: cuanto antes me saques de aquí, mucho mejor. No sé si va a ser tan fácil, le previne; continué: De momento Tere me habló de un juicio por algo que pasó en la cárcel de Brians. Sí, dijo. Pero eso es solo de momento; luego viene todo lo demás. Ten paciencia, Gafitas: vas a acabar hasta los huevos de mí.

De esa forma empezó el reencuentro. En seguida el Zarco se lanzó a hablar de sí mismo, como si le urgiera ponerme en antecedentes. Me contó que hacía más de un año que se había peleado con su anterior abogado y con su familia o con lo que quedaba de su familia, y que desde entonces no tenía abogado ni había vuelto a hablar con su familia, a pesar de que en Gerona vivía una parte de ella, incluida su madre y dos de sus hermanos. También habló de Tere y de María. Lo que dijo de Tere no debió de ser relevante, porque no lo recuerdo; en cambio recuerdo muy bien una cosa que dijo de María. No le hagas mucho caso, me aconsejó, entre irónico y displicente. A María lo único que le interesa es salir en las revistas. Eso dijo, y me extrañó –y no solo porque al fin y al cabo yo estaba allí precisamente por haberle hecho caso a María–, pero no dije nada. Como para compensarle por sus confidencias le conté un par de cosas de mí, por las que ni siquiera fingió interesarse, y luego le pregunté por los amigos comunes. Me sorprendió que tuviese noticias de todos, pero no que de acuerdo con ellas todos estuviesen muertos, con la excepción de Lina –a quien Tere al parecer aún veía de vez en cuando– y del Tío –que seguía viviendo con su madre en Germans Sàbat y no se había levantado de su silla de tetrapléjico–. Al Jou y al Gordo, contó, los habían matado dos sobredosis de heroína, al Jou justo al salir de la cárcel, donde había pasado un par de años por el atraco a la sucursal del Banco Popular en Bordils, y al Gordo tres o cuatro años más tarde, cuando parecía haber salido de la droga y estaba a punto de casarse con Lina. El Chino también había muerto de sobredosis, en el baño del Baby Doll, un burdel del Ampurdán, hacía relativamente poco tiempo, igual que el Drácula, que había muerto de sida. La muerte del Colilla, en cambio, nunca se había aclarado del todo: según unos se había caído una noche por las escaleras de la casa donde vivía, en Badalona; según otros había intentado saldar con trampas una deuda de drogas y sus acreedores le habían pegado una paliza y luego habían fingido una caída accidental por la escalera.

Hasta aquí, más o menos, llegó lo personal; a partir de aquí el Zarco cambió de tono y de asunto. Empezó resumiendo a su modo su situación penitenciaria: aunque todavía pesaban sobre él más de dos décadas de condena, el Zarco consideraba que al cabo de un año podría conseguir el régimen abierto, lo que le permitiría pasar el día fuera de la cárcel, y que al cabo de dos o tres como máximo podría salir en libertad. Yo era optimista sobre su futuro (más optimista al menos que antes de estudiar su hoja de situación penitenciaria), pero no tanto; aun así, ni objeté nada a sus previsiones ni hice el menor comentario. Es verdad que el Zarco tampoco preguntó mi opinión: se limitó a continuar hablando del primer juicio que tenía pendiente, el juicio para el que Tere y María habían pedido mi ayuda. De entrada negó en redondo haber agredido a los funcionarios de la cárcel de Brians que le habían denunciado. No les pegué yo, dijo. Me pegaron ellos a mí. ¿Hay algún testigo de eso?, pregunté. ¿Testigo?, preguntó. ¿Qué testigo? Algún compañero tuyo, contesté. El Zarco se rió. ¿Estás loco, Gafitas?, dijo. ¿Cómo quieres que me peguen delante de un colega? Me pegaron en mi celda, a escondidas; yo solo intenté defenderme. Eso es lo que pasó. ¿Cuántos eran?, pregunté. Cuatro, contestó, y dijo sus nombres de memoria; señalando los papeles que yo tenía sobre el pupitre, añadió: Son los mismos que presentaron la denuncia. Asentí. ¿Y los demás?, pregunté. Quiero decir los demás funcionarios. ¿Vieron ellos cómo sus compañeros te pegaban? ¿Estarían dispuestos a declarar a tu favor? Ahora el Zarco me miró con interés, chasqueó la lengua, apartó la mirada y pareció reflexionar un momento, acariciándose las mejillas chupadas y mal afeitadas; luego volvió a mirarme, esta vez con aire de superioridad. ¿Cuándo coño has visto a un carcelero declarar contra otro?, preguntó. Mira, Gafitas, si vas a ser mi abogado tienes que saber un par de cosas. Y la primera es que a mí, en la cárcel, todo el mundo quiere joderme, pero los que más quieren joderme son los carceleros. Todos los putos carceleros de todas las putas cárceles. Los de aquí también. ¿Estamos? Me callé; continuó: ¿Y sabes lo que te digo? Que tienen razón: si yo fuera ellos también querría joderme. Le interrumpí, haciéndome el ingenuo le pregunté por qué iban a querer joderle. Porque yo les he jodido a ellos, contestó. Y porque saben que pienso seguir jodiéndoles, para que no me jodan a mí. Por eso. Y por eso montan historias como la de Brians, solo que esta vez no les va a servir de nada porque se la vamos a desmontar. ¿Sí o no, Gafitas?

Seguí callado, pero yo sabía que, en parte, lo que decía era verdad. La reputación del Zarco en las cárceles era pésima, y no solo por el rencor que provocaban su fama y los privilegios que acarreaba su fama: durante años se había dedicado a denunciar o insultar a los funcionarios de prisiones en libros, documentales y declaraciones a la prensa, tachándolos de fascistas y torturadores y, en muchos de los incidentes carcelarios en los que había intervenido, había atacado y tomado como rehenes a muchos de ellos; además, estuviese donde estuviese, el Zarco suponía para los funcionarios un quebradero de cabeza: había que estar pendiente de él, vigilándolo a todas horas y tratándolo con la máxima consideración, cosa que no evitaba que él reclamase constantemente sus derechos y constantemente presentase denuncias contra ellos. El resultado de todo esto era que, en cuanto el Zarco ingresaba en una cárcel, todos los funcionarios que trabajaban allí se conjuraban para hacerle la vida imposible. ¿Sí o no, Gafitas?, repitió el Zarco. Contesté con un ademán que significaba: Haré lo que pueda. Esto pareció bastarle; como si me diera la venia añadió: Bueno, ahora explícame cómo piensas hacerlo.

Dedicamos el resto de la entrevista a hablar del asunto. Yo expuse la estrategia de defensa que había esbozado en aquellas veinticuatro horas. Al Zarco no le gustó; la discutimos. No entraré en detalles: no merece la pena. Pero hay un detalle que sí la merece, un detalle que intuí de manera confusa cuando empezamos a discutir y que cuando acabamos de hacerlo me pareció evidente. El detalle es que había algo muy contradictorio en la actitud del Zarco. Por una parte, igual que había hecho Tere en mi despacho, él había buscado desde el principio mi complicidad y me había tratado como a un amigo: igual que Tere, me llamaba Gafitas, reclamando de esa forma nuestra vieja camaradería; igual que Tere, me corregía cada vez que yo le llamaba Zarco y pedía que le llamase Antonio, como proclamando que era un hombre de carne y hueso y no una leyenda, una persona y no un personaje.

Eso, ya digo, por una parte. Pero por la otra había en el Zarco una voluntad de poner distancia, de levantar una barrera vanidosa entre los dos. Quiero decir que, a partir de determinado momento –cuando empezamos a hablar de su próximo juicio y a interpretar los papeles de abogado y cliente–, las cosas cambiaron, noté que no estaba dispuesto a que yo olvidase que él no era un preso como los demás, sentí que quería hacerme saber sutilmente que yo no había tenido ni volvería a tener un cliente como él, que, aunque era un hombre de carne y hueso, seguía siendo una leyenda, y que, aunque era una persona, todavía era un personaje. No es solo que intentara examinarme de mis conocimientos de leyes y discutiese conmigo pormenores jurídicos, citando incluso un par de veces el código penal (las dos, por cierto, equivocadamente); esto me divirtió y, para ser sincero, no me sorprendió del todo: el Zarco era famoso por hacer ese tipo de cosas con sus abogados. Lo que de verdad me chocó fue su soberbia, su altivez, la impaciencia despectiva con que me escuchaba, el engreimiento crispado de algunos de sus comentarios; yo no recordaba al Zarco como un engreído o un petulante y, como siempre me ha parecido que la arrogancia esconde un sentimiento de inferioridad, en seguida interpreté este cambio como el signo más claro del desvalimiento del Zarco. También interpreté así, como un indicio de su íntima debilidad, o de su fragilidad, el hecho de que exhibiese de una forma casi prepotente su conciencia de ser un preso especial, de gozar en la cárcel de un estatus especial y de estar respaldado por las autoridades penitenciarias, porque al fin y al cabo quien se sabe fuerte no necesita exhibir su fortaleza, ¿no le parece? ¿Has hablado ya con mi amigo Pere Prada?, me preguntó el Zarco en cuanto empezamos a discutir su defensa. ¿Con quién?, pregunté. ¡Con mi amigo Pere Prada!, repitió, como si no pudiera creer que yo no sabía quién era. En seguida recordé: Prada era el director de Institucions Penitenciàries del gobierno autónomo catalán, el mismo que, según me había contado Tere el día anterior, se había interesado por el Zarco y había facilitado su traslado a Gerona. No, confesé, un poco perplejo. ¡Y a qué esperas, coño!, me apremió el Zarco. Pere no se entera de nada, pero es el que manda, me lo camelé y ahora come de mi mano. Llámale y él te dirá lo que tienes que hacer… En fin. Esa era la contradicción esencial que me saltó a la vista aquella primera tarde: el Zarco quería y no quería seguir siendo el Zarco, quería y no quería cargar con su leyenda, con su mito y con su apodo, quería ser una persona y no un personaje y al mismo tiempo quería seguir siendo, además de una persona, un personaje. Nada de lo que le oí decir o le vi hacer al Zarco a partir de aquel día desmintió esa contradicción o me hizo pensar que la hubiese resuelto. A veces pienso que fue ella la que lo mató.

Al terminar de hablar aquella tarde, el Zarco y yo nos levantamos para marcharnos –él de vuelta a su celda, yo de vuelta a mi despacho, o a mi casa–, pero aún no había salido del locutorio cuando oí: Oye, Gafitas. Me giré. El Zarco me estaba mirando desde el otro extremo del locutorio, con una mano en el pomo de la puerta entornada. ¿Te he dado ya las gracias?, preguntó. Sonreí. No, contesté. Pero no hace falta. Y añadí: Hoy por ti y mañana por mí. El Zarco se quedó mirándome durante un par de segundos; luego él también sonrió.