5
–El juicio por las acusaciones de los funcionarios de la cárcel de Brians fue en marzo o abril de 2000, cuando el Zarco llevaba ya varios meses encerrado en la cárcel de Gerona. La vista oral se celebró en un juzgado de Barcelona. Allí comprobé algo importante: al menos en Cataluña, al menos en Barcelona, el mito del Zarco no se había desintegrado, y el Zarco seguía siendo el Zarco. Es verdad que su comparecencia pública no despertó una expectación comparable a la que habría despertado diez años atrás, cuando era una celebridad, pero atrajo suficientes periodistas y curiosos como para que, con el propósito de evitar interrupciones o alborotos, la juez ordenase desalojar la sala del juzgado y prohibir la entrada en ella de cualquier persona ajena a la causa. El hecho de que el Zarco gozara aún de un considerable poder de convocatoria entre los medios fue, para mí, un primer éxito; el segundo fue el desenlace del juicio: el Zarco resultó condenado a tres meses de reclusión, mucho menos de lo que esperábamos, de manera que todos quedamos conformes y ni siquiera hubo necesidad de recurrir la sentencia. Tere y yo brindamos por el triunfo con champán francés, una noche en mi casa, y el Zarco y María me dieron las gracias y me felicitaron sin efusiones; ninguno de los tres me preguntó cuánto se me debía, pero aquella victoria me decidió a exponerles el plan que venía madurando en secreto –en secreto para todos, incluida Tere– desde que me había hecho cargo de la defensa del Zarco y en la primera entrevista él me había pedido que me ocupara no solo de aquel juicio inicial, sino de todos los que tenía pendientes.
El objetivo de mi plan era sacar de la cárcel al Zarco en dos años. Para conseguirlo había que empezar presentando, en el juzgado de Barcelona que había fallado sobre el asunto de Brians, un recurso de conmutación o acumulación de penas, de tal manera que las muchas sentencias y los ciento cincuenta años de prisión que pendían sobre él quedasen reducidos a una sola sentencia de treinta años, la máxima cantidad de tiempo que puede pasar un recluso en una cárcel española. Hasta aquí llegaba la fase judicial de la operación. Hasta aquí el éxito estaba garantizado; o casi: era muy improbable que la Audiencia no concediese lo que pedíamos, pero, si no lo concedía, siempre era posible presentar un recurso de casación ante el Tribunal Supremo. Sea como sea, una vez conseguida la acumulación de penas el Zarco podría solicitar y obtener permisos de salida y, eventualmente, el tercer grado penitenciario, lo que le autorizaría a pasar la jornada fuera de la cárcel y a volver a ella solo para dormir.
En este punto se abría la fase política de la operación, la más incierta y compleja. Empezaba con la petición de indulto parcial y terminaba idealmente con la concesión del indulto y la libertad condicional, una libertad ya plena y sujeta solo a la condición de que el Zarco no volviera a cometer un delito. El problema, claro, era que conseguir un indulto no resultaba fácil, y mucho menos en el caso del Zarco. La solicitud de indulto podía ser remitida al Ministerio de Justicia en cuanto el Zarco regresara con normalidad a la cárcel después de su primer permiso; luego, el ministro de Justicia debía elevarla al Consejo de Ministros, que era quien debía aprobarla. La cuestión entonces consistía en cómo hacer que el ministro de Justicia aprobase nuestra solicitud. De acuerdo con mi plan, esto solo era posible si se cumplían tres requisitos. En primer lugar –y sobre todo–, había que revivir al Zarco en los medios; y para revivirlo había que montar una campaña de prensa que le devolviese parte de su prestigio perdido y que convenciese a la opinión pública de que merecía el perdón y la libertad. Aunque el propio Zarco, Tere y yo tendríamos que participar en la campaña, el peso fundamental, siempre según mi plan, debía llevarlo María: era ella quien tenía la llave de la libertad del Zarco porque era ella quien podía conmover a los periodistas y a la opinión pública con su visión idealizada del Zarco y de su relación con el Zarco. En segundo lugar, una vez lanzada la campaña de prensa había que conseguir que personalidades de la vida pública respaldaran la petición de indulto y había que asegurarse de que el gobierno autónomo avalara esa petición ante el gobierno central. Y, en tercer lugar, había que dotar al Zarco de un entorno laboral y familiar que volviera verosímil su encaje en la sociedad.
–¿Y eso qué quería decir?
–Quería decir que el Zarco tenía que encontrar un trabajo y tenía que casarse con María. Ninguna de las dos cosas era difícil, pero el Zarco torció el gesto cuando se las mencioné, una tarde en el locutorio de la cárcel. Mira, Gafitas, resopló. Soy capaz de verme trabajando, pero haz el favor de no tocarme los huevos con María. Como es natural, yo ya había previsto esta reacción: a esas alturas ya era consciente de que el Zarco solo consideraba a María como la última y patética admiradora de su época dorada, y que lo único que le unía a ella era un seco interés práctico; y, porque su reacción no me pilló por sorpresa, en seguida insistí, le recordé lo que él ya sabía: argumenté que, para un juez, el matrimonio era una garantía de estabilidad y que, para nuestros fines, María era la esposa ideal y la propagandista perfecta, le recordé que si quería salir de la cárcel debía hacer sacrificios, aseguré que el matrimonio no tenía por qué ser más que un mero trámite ni tenía por qué durar más tiempo del indispensable. Sin respuesta a mis argumentos, el Zarco pareció ensombrecerse, se encogió de hombros, dijo: Ya. Pero en seguida se reanimó para añadir: ¿Y si María no quiere? ¿Por qué no va a querer?, pregunté. Bueno, contestó. Lo nuestro es un circo: en la cárcel tiene gracia, pero fuera no va a tener ninguna. No te preocupes, dije, bloqueándole también esa salida. Querrá. Acuérdate de que para ella no es ningún circo.
Estábamos sentados como siempre en el locutorio, el Zarco en su silla y de cara a la reja y el cristal, yo en mi pupitre y de cara a la pared, inclinado sobre mi libreta de notas. Recuerdo que era viernes y que, como casi siempre por entonces, estaba exultante: Tere me había llamado al bufete al mediodía y habíamos quedado en casa por la noche; antes, por la tarde, al terminar el trabajo, tomaría unas cervezas con Cortés y Gubau en el Royal; mi hija llegaba de Barcelona al mediodía siguiente. Aquella tarde mi única preocupación consistía en convencer al Zarco de que aprobara mi plan; una vez aprobado por él, se lo explicaría a Tere y a María y lo pondría en marcha.
Levanté la vista de mi libreta, y el Zarco y yo nos miramos. No sé, dijo, antes de que yo pudiera volver a insistir. A lo mejor tienes razón. Me incliné de nuevo sobre mi libreta y dije: Yo por lo menos no veo otra alternativa. También dije: Hay que ser realista. O algún tópico semejante. Luego, con la confianza temeraria del que se cree ganador antes de tiempo, añadí: A menos que te cases con otra persona, claro. ¿Otra persona?, preguntó el Zarco. ¿Qué otra persona? Me volví hacia él y bromeé: Cualquiera excepto Tere. ¿Por qué iba a querer casarme con Tere?, replicó el Zarco, extrañado. Me arrepentí de mi temeridad. Era una broma, le tranquilicé. Además, yo no he dicho que quieras casarte con Tere. Claro que lo has dicho, insistió. Has venido a decirlo. No lo he dicho, insistí. Solo he dicho, y en broma, que puedes casarte con cualquiera excepto con Tere. ¿Y por qué no con Tere?, preguntó. A punto estuve de decir: Porque estoy saliendo con ella; o peor aún: Porque con ella pienso casarme yo. No lo dije, y me pregunté si, a pesar de las exigencias de confidencialidad de Tere, ella le había contado al Zarco que estábamos saliendo juntos. Di una respuesta profesional a su pregunta: No te conviene. Es tu compinche de toda la vida, ha estado en la cárcel, ha estado en las drogas, nadie creería que te has reformado. Repetí: No te conviene.
El Zarco se calló. De repente, una sonrisa desnudó sus dientes negruzcos. ¿Qué pasa?, pregunté. Nada, contestó; a continuación se contradijo: Tú siempre has creído que Tere y yo estábamos liados, ¿verdad? No esperaba la pregunta; pregunté: ¿Y no lo estabais? Sin dejar de sonreír, el Zarco pareció reflexionar. Por un momento pensé en recordarle la primera parte de Muchachos salvajes, donde el Zarco sale con una chica que podría ser Tere y de la que se enamora el Gafitas; pero el Zarco y yo nunca habíamos hablado aún de las películas de Bermúdez, y sentí que no tenía sentido argumentar la realidad con la ficción. El Zarco preguntó: ¿Sabes desde cuándo conozco a Tere? Dije que no. Desde los cuatro o cinco años, contestó el Zarco. Su madre y mi madre son primas. En realidad por eso se vinieron a vivir mi madre y mi padrastro a Gerona. Y por eso me vine yo luego. Esperé a que continuara con la historia, sin saber adónde quería ir a parar. No continuó. Tiene huevos, dijo. ¿Qué cosa?, pregunté. Contestó: Que tú creyeras que Tere y yo estábamos liados y mientras tanto te liases con ella. El Zarco se refería a la noche en que Tere y yo dormimos juntos en la playa de Montgó, al salir de Marocco. Le hablé de eso, no sé si se acuerda.
–Claro que me acuerdo.
–El Zarco también se acordaba. Volví a sentir la tentación de contarle lo que había entre Tere y yo; por segunda vez la rechacé. Me defendí, no sé de qué: Fue solo una noche, dije. Ya, dijo el Zarco. Pero el caso es que te la tiraste. ¿No te dio miedo que yo me cabrease, si creías que salía con ella? En seguida olvidó la pregunta y matizó: Aunque, bueno, bien pensado debió de ser ella la que se te tiró a ti. Puede ser, dije, recordando los celos que sentía en el verano del 78 porque Tere se acostaba con otros. Al fin y al cabo ella hacía lo que le daba la gana y con quien le daba la gana. Sí, sí, dijo el Zarco con retintín. Pero contigo era distinto, ¿eh? Levanté la vista de la libreta y esta vez le miré sin entender; el Zarco me miró de la misma manera; pasados unos segundos dijo: No jodas que no te enteraste. Le pregunté de qué estaba hablando. El Zarco se rió: abiertamente. Manda huevos, dijo. Yo ya sabía que eras un pardillo, Gafitas, pero no creí que la cosa fuera tan grave. No sé de qué me estás hablando, repetí. ¿En serio?, insistió el Zarco. En serio, insistí. El Zarco preguntó: ¿De verdad no te enteraste de que Tere iba de culo por ti? Me quedé sin habla. Ya le he dicho que, durante nuestros encuentros furtivos en mi casa, Tere me había reprochado más de una vez que en el verano del 78 yo la hubiera rehuido, pero siempre lo había tomado como una broma inverosímil, o como una coquetería casi cruel. ¿Cómo tomarlo de otra forma si mi recuerdo de aquella temporada era clarísimo y en él, como ya le dije, Tere no me había hecho ni caso o solo me lo había hecho a ratos, igual que se lo había hecho a tantos? Evité contestar la pregunta del Zarco, pero él adivinó en mi cara la respuesta. Joder, Gafitas, repitió. ¡Menuda empanada llevabas! No sé cómo me las arreglé para cambiar de conversación –quizá fingí que aquel asunto me traía sin cuidado, quizá simplemente que me importaba mucho menos que el asunto que me había llevado al locutorio–, pero el caso es que conseguí volver a nuestra conversación anterior y al final, no sin tener que discutir todavía otro rato con él, conseguí que, aunque fuera a regañadientes, el Zarco aceptara mi plan; mi plan completo: también su matrimonio con María.
Lo primero que hice al salir de la cárcel fue llamar a María desde mi despacho y proponerle que nos viésemos a la mañana siguiente en el Royal; por teléfono le conté de qué quería hablar y le dije que Tere también acudiría a la cita. María se extrañó un poco, pero no puso ningún reparo. (Se extrañó porque yo siempre la veía entre semana, y ya le he dicho que el día siguiente era sábado, uno de los días en que ella iba a ver al Zarco a la cárcel: a diferencia de los abogados, que podían visitar a los reclusos entre semana, los familiares y amigos solo podían visitarlos los fines de semana.) Aquella noche, en mi casa, le expuse a Tere el plan y le dije que el Zarco lo había aceptado. Perfecto, se alegró. Ahora ya solo falta que mañana lo acepte María. Pregunté: Lo aceptará, ¿verdad? Y luego, antes de que ella pudiese preguntarme por qué lo preguntaba, formulé una inquietud que me había asaltado en los últimos días, mientras hablaba con María en su casa. Dije: No sé. A veces me da la impresión de que no es tan ingenua como parece, o de que solo se hace la ingenua para hacerse la interesante. ¿Qué quieres decir?, preguntó Tere. No lo sé, contesté. A veces, sobre todo últimamente, me da la impresión de que sabe que todo es una farsa y que la estamos usando, y de que en cualquier momento se hartará y nos mandará a la mierda a todos. Tere desacreditó mis sospechas. No te preocupes, dijo, intentando tranquilizarme. Aceptará tu plan.
Más tarde, mientras bailábamos en la penumbra de mi comedor «Bella sin alma», la canción de Riccardo Cocciante, le conté a Tere lo que el Zarco me había contado de ella en la cárcel. Tere se rió sin soltarme; bailaba cogida de mi nuca, su cuerpo apretado contra mi cuerpo, su cara muy cerca de la mía. Es mentira, ¿verdad?, pregunté. Es verdad, contestó. Te lo he dicho mil veces. ¿Entonces por qué te escapabas siempre?, pregunté. ¿Por qué no me hacías ni caso? ¿Por qué te ibas con otros? Yo no me escapaba, contestó Tere. Y el que no me hacía ni caso eras tú. Tere no me echó en cara otra vez mis dos plantones, pero sí me recordó la tarde en los lavabos de los recreativos Vilaró y la noche en la playa de Montgó, y a continuación hizo la pregunta: ¿Quién buscaba a quién? Tú a mí, acepté. Pero solo esas dos veces. Luego era yo el que te buscaba a ti, y tú te escapabas, te ibas con otros. Porque no me hacías caso, repitió Tere. Pareció que iba a añadir algo pero se calló; luego, en tono resignado, casi de disculpa, añadió: Y porque yo hago siempre lo que quiero, Gafitas. Inevitablemente recordé: Nada de líos, nada de compromisos, nada de exigencias, cada uno a su bola. Innecesariamente pregunté: ¿Ahora también? Tere me guiñó un ojo cómplice. Ahora también, contestó. ¿Y el Zarco?, seguí preguntando. ¿Qué pasa con el Zarco?, siguió contestando. Siempre creí que eras la chica del Zarco, exageré. Ya lo sé, dijo. ¿Y no lo eras?, pregunté. ¿Alguien te dijo que lo era?, contestó. ¿Te lo dijo él? ¿Te lo dije yo? ¿Quién te lo dijo? Nadie, contesté. ¿Entonces?, preguntó. Igual que por la tarde en el locutorio de la cárcel, mientras hablaba con el Zarco, me acordé del triángulo amoroso de la primera parte de Muchachos salvajes, pero tampoco me atreví a mencionarlo (o simplemente me pareció que estaba fuera de lugar) y no contesté; además, sentí que Tere estaba diciendo la verdad. Sonreí. Nos besamos. Seguimos bailando. Y, que yo recuerde, en toda la noche no volvimos a mencionar el asunto.
A la mañana siguiente Tere y yo fuimos paseando hasta el Royal. María apareció cuando ya nos habíamos tomado el primer café; pedimos nuestro segundo, María pidió su primero y me puse a explicarles a Tere y a ella el plan para conseguir la libertad del Zarco. Lo hice fingiendo que no se lo había explicado ya a Tere, por supuesto: no queríamos que María intuyese lo que había entre nosotros, y tampoco que, dado que iba a ser la mujer del Zarco y a tener además un papel fundamental en mi plan, se sintiese relegada o desplazada o se pusiese celosa si sabía que yo había hablado antes con Tere que con ella. Las dos mujeres me escucharon mientras repetíamos de café, Tere fingiendo que era la primera vez que oía la explicación, y, en el momento en que dije que el Zarco y María debían casarse y añadí que el Zarco estaba entusiasmado con la idea, una sonrisa alumbró la cara de María. ¿De verdad?, preguntó. De verdad, respondí.
Terminé de hablar y les pedí su opinión sobre el plan. Tere se apresuró a dármela. Si a Antonio y a ti os parece bien, a mí me parece bien, dijo. A mí también, dijo María. Bueno, se corrigió en seguida, con timidez. Todo menos una cosa. ¿Qué cosa?, pregunté. María pareció reflexionar un momento. Había venido sola, sin su hija y, según nos dijo en cuanto se sentó, luego iba a ver al Zarco a la cárcel. Aunque el día era soleado, vestía su abrigo negro, y debajo llevaba una falda azul y un jersey jaspeado; se había recogido el pelo en una cola de caballo. Contestó: No quiero hablar con los periodistas. ¿Por qué no?, pregunté. Me da vergüenza, contestó. ¿Vergüenza?, volví a preguntar. Sí, volvió a contestar. Me da miedo. No sé hablar. No lo voy a hacer bien. Que hable Tere. O habla tú. Mientras María hablaba recordé un comentario del Zarco que en aquel momento pensé que había entendido mal o que me había tomado en serio cuando en realidad, pensé, debía de ser irónico («A María lo único que le interesa es salir en las revistas»). Me armé de paciencia, expliqué: Yo no puedo hablar, María. Y Tere tampoco. Con los periodistas tienes que hablar tú, que eres la compañera de Antonio y vas a ser su esposa, y que por eso eres la única que puedes convencerlos. Y no te preocupes; no vas a pasar ningún miedo: Tere y yo te acompañaremos a las entrevistas, ¿verdad, Tere? Tere dijo que sí. María insistió. Pero ¿de qué quieres que les convenza yo?, preguntó con un susurro impaciente. ¿Qué quieres que les diga? La verdad, contesté. Lo que me has dicho a mí tantas veces. Háblales de Antonio, háblales de tu amor por Antonio, diles que Antonio ya no es el Zarco, háblales de ti y de tu hija y de tu futuro y el de tu hija junto a Antonio. María me escuchaba negando con la cabeza, la vista fija en su taza de café sin café, la cola de caballo moviéndose a su espalda. No voy a saber, repetía. Claro que vas a saber, terció Tere. Ya te lo ha dicho el Gafitas: él y yo te acompañamos a donde haga falta y, si hay algún problema, allí estamos nosotros para echarte una mano. Exacto, dije, y luego improvisé: Además, si quieres yo te digo lo que estaría bien que dijeras. O lo consulto con Antonio y te lo decimos entre los dos. Eso es: si quieres, te damos una especie de guión y tú te lo aprendes y lo recitas a tu manera y luego, conforme te sientas segura, vas añadiendo cosas de tu propia cosecha hasta que al final hables solo por tu cuenta. ¿Qué te parece? María levantó la vista de la taza y me escrutó con una mezcla de curiosidad y suspicacia, como si preguntase: ¿Estás seguro? Antes de que pudiera añadir otra objeción porfié: Sí, eso es lo que vamos a hacer: Antonio y yo te escribimos lo que tienes que decir, que vendrá a ser lo que tú has dicho siempre; y luego tú te lo aprendes y lo dices a tu manera. Ya lo verás, será facilísimo. María continuaba negando débilmente con la cabeza. Lo hizo durante unos segundos más, en silencio, hasta que suspiró y se quedó quieta.
Costó todavía algún trabajo, pero al final, con la ayuda de Tere, María acabó diciendo que sí, y aquel mismo sábado empecé a trabajar. Al mediodía comí con mi hija, que desde hacía semanas no paraba de preguntarme por mi ligue (que es como ella llamaba a Tere, aunque no sabía que se llamaba así), de reprocharme que no se la presentase y de burlarse de los signos de su paso por nuestra casa (No me extraña que no quieras presentármela, me dijo en cuanto notó que las estanterías del comedor empezaban a llenarse de cedés con música de los setenta y ochenta. Menuda carroza debe de ser), y por la tarde fui a mi despacho a redactar la demanda de acumulación de penas y a preparar un bosquejo de guión para discutirlo con el Zarco y entregárselo luego a María. El lunes por la mañana di a leer a Cortés y a Gubau la demanda de acumulación de penas, la terminé de pulir y la hice enviar a la Audiencia de Barcelona, y hacia las cuatro, cargado con mi bosquejo de guión, fui a visitar al Zarco. Pasé casi toda la tarde con él. Le conté que María y Tere habían aceptado mi plan y él me dijo que ya lo sabía: María se lo había contado aquel fin de semana. Le expliqué que, tal y como yo la imaginaba, la campaña por su libertad vendría a ser una representación teatral en la que María debía interpretar el papel de protagonista y nosotros dos el de directores de escena. ¿Y Tere?, preguntó el Zarco. Tere será la ayudante de dirección, contesté. No sé si el Zarco sabía lo que era un ayudante de dirección, pero pareció satisfecho con mi respuesta. Luego se sacó un par de folios doblados del bolsillo trasero del pantalón y me dijo que llamase al funcionario de turno para que pudiese entregármelos. El funcionario apareció en seguida, abrió el cajetín pasapapeles y yo cogí los folios y les eché un vistazo: contenían una larga lista de nombres y números de teléfono de periodistas y personalidades con quienes el Zarco había tenido alguna relación o que se habían interesado en algún momento por su caso y a quienes, según él, yo podía pedir apoyo. Gracias, le dije, guardándome los folios. Esto nos va a ser muy útil; pero no ahora. El Zarco arrugó el entrecejo. Esta vez hay que hacer las cosas de otra forma, expliqué. No empezaremos por arriba sino por abajo. Razoné que, para los medios de comunicación nacionales, él ya prácticamente no existía; para los medios locales, en cambio (según habíamos comprobado en la vista oral del último juicio), todavía era alguien, así que primero había que reactivar del todo su figura en los medios locales y convertirlo otra vez en un caso, para luego poder reclamar sobre él la atención de los medios nacionales.
El Zarco me observaba con curiosidad, un poco sorprendido, pero no protestó, así que deduje que la sorpresa era grata y que aprobaba mi estrategia, y el resto de mi visita lo dedicamos a discutir el guión que debía gobernar las intervenciones públicas de María. Al final, más que un guión lo que preparamos fue un argumentario, un arsenal de lamentaciones, buenos propósitos y razonamientos saturado de clichés filantrópicos y sentimentales, acompañado de algo así como unas instrucciones de uso. Según el argumentario, el Zarco era una persona noble y generosa, condenada por el azar de su nacimiento a una vida de delincuencia, que llevaba más de la mitad de sus años presa sin haber cometido delitos de sangre y que había pagado con creces sus tropelías, madurado y aprendido de sus errores; en definitiva: el Zarco ya no era el Zarco sino Antonio Gamallo, un hombre de quien María, una mujer buena, sencilla y desdichada, se había enamorado con un amor que había vencido todos los obstáculos y que debía darles a ella y a su hija el marido y el padre que merecían, y al Zarco la familia que nunca había tenido y un futuro digno y en libertad. Hasta aquí el argumentario; por su parte las instrucciones decían más o menos lo siguiente: a fin de que María y el Zarco pudieran casarse en cuanto las autoridades penitenciarias le concedieran a él un permiso, María debía solicitar al gobierno un indulto parcial y, para conseguirlo, debía reunir el máximo número de firmas en apoyo de su solicitud; por ese motivo, en todas sus comparecencias públicas María pediría la adhesión a su causa de lectores, oyentes o telespectadores, que deberían enviarla a las señas que la propia María les proporcionaría durante la entrevista, unas señas que serían las de mi despacho, convertido así en una especie de cuartel general de la campaña por la libertad del Zarco.
Eso fue en síntesis lo que pactamos el Zarco y yo durante aquel encuentro en la cárcel. Al día siguiente convoqué a María en mi despacho, se lo expliqué y le entregué unas notas y un esquema. Me gusta, dijo, una vez que me hubo escuchado y hubo leído las notas y el esquema. Es la pura verdad. Me alegro, dije, sabiendo que por lo menos el cincuenta por ciento de aquello era pura mentira. Pero lo que importa no es que sea verdad, sino que convenza. Y ahí es donde entras tú. Esta semana te voy a conseguir un par de entrevistas. ¿Quieres que ensayemos lo que vas a decir? No hace falta, dijo María, blandiendo los papeles que acababa de entregarle. Si Tere y tú me acompañáis, con lo que dice aquí tengo suficiente. ¿Estás segura?, pregunté, sorprendido por su flamante aplomo. Creo que sí, contestó.
No le faltaban razones para estarlo. Durante esa semana quedé por separado con dos periodistas de los dos periódicos locales: El Punt y el Diari de Girona. Los dos me debían favores, a los dos les expliqué que me había hecho cargo de la defensa del Zarco y les pedí que entrevistasen a María para que les describiese la situación actual del Zarco y les diese un punto de vista inédito sobre el personaje; la reacción de los dos fue previsible, idéntica: una mezcla de escepticismo, de piedad y de fastidio, como si estuviera intentando venderles una mercancía de cuarta mano. No tuve más remedio que emplearme a fondo. Les recordé mis favores, prometí compensarles, apelé a la dimensión humana del asunto ponderando a María y sus esfuerzos por sacar al Zarco de la cárcel, a la dimensión popular del asunto exagerando la afluencia de periodistas y público en el último juicio del Zarco y finalmente a la dimensión política del asunto: el gobierno autónomo se había hecho cargo años atrás de las prisiones catalanas, y vaticiné que lo que en el caso del Zarco no había conseguido el centralismo izquierdista madrileño iba a conseguirlo el nacionalismo conservador catalán.
Con eso bastó. Las dos entrevistas se celebraron el viernes en mi despacho; tal y como le habíamos prometido a María, Tere y yo asistimos a ellas, Tere en calidad de amiga de María, yo en calidad de abogado del Zarco. Y entonces saltó la sorpresa. La sorpresa fue María, y consistió en que no solo les contó su historia a los periodistas, sino en que se la contó desplegando con una naturalidad y una elocuencia asombrosas los argumentos que el Zarco y yo le habíamos preparado, y encima interpretando con absoluta convicción el papel de mujer enamorada y justiciera dispuesta a todo para liberar a su hombre, cumplir su amor y proteger a su familia. Mientras presenciaba aquel espectáculo recordé otra vez la frase del Zarco, y solo entonces empecé a sospechar que encerraba, además de un juicio serio y no irónico, un juicio acertado. No sabe cuánto me alegré.
Las dos entrevistas se publicaron aquel mismo domingo y fueron un éxito: las dos ocupaban una página entera; las dos lucían en los titulares frases entrecomilladas de María que clamaban contra la injusticia que se estaba cometiendo con el Zarco; pese a que era evidente que los periodistas no se habían puesto de acuerdo en llamarla así, los dos llamaban a María –uno en el subtítulo, el otro en la entradilla de la entrevista– «una mujer del pueblo», y ninguno de los dos ocultaba la simpatía que les inspiraba. Estas dos entrevistas simultáneas consiguieron llamar la atención sobre María, que a la semana siguiente habló para un par de radios locales y para una revista comarcal que aquel mismo mes le dio la portada. Era solo el principio. Luego llegaron los periódicos, las radios y las televisiones catalanas, y luego los periódicos, las radios y las televisiones del resto de España, de tal manera que en apenas unos meses el Zarco recuperó una notoriedad de la que no había disfrutado en muchos años, como si en vez de estar olvidado hubiera estado dormido y el país esperando que despertase. Quien obró este prodigio no fue el Zarco; fue María. Esta mujer es una caja de sorpresas, le decía a Tere cada vez que nos veíamos en mi casa. Ya te dije que a María lo único que le interesa es salir en las revistas, me repetía el Zarco cada vez que nos veíamos en la cárcel. Durante algún tiempo la gente se devanó los sesos tratando de averiguar qué es lo que convirtió a María en lo que la convirtió. Yo no lo sé; yo solo le repito que nada de lo que ocurrió después estaba planeado de antemano, y que fui el primer sorprendido de que aquella mujer que al principio parecía aterrada ante la idea de enfrentarse a un periodista se sintiera de un día para otro ufana y como en casa delante de un micrófono. En las entrevistas de prensa su capacidad de seducir era extraordinaria, pero en las entrevistas de radio y televisión, donde se expresaba sin intermediarios, el efecto que producía era demoledor: por momentos María hablaba con la tristeza de una niña herida, con la furia de una madre a quien desean arrebatarle sus hijos, con la sabiduría de una anciana que conoce el amor, la pobreza y la guerra. Pero no era solo lo que decía y cómo lo decía; en la radio y la televisión María hablaba también con su voz, con sus gestos, con sus miradas, con su forma de vestir, y todo esto terminó por componer un personaje irrefutable que empezó a llamar la atención de muchos y con el que muchos se empezaron a identificar: una mujer del montón capaz de transfigurarse hasta quedar investida de la grandeza de una heroína antigua o de una Piedad moderna, y en consecuencia capaz de convencer a cualquiera de que esa grandeza estaba también a su alcance. Por lo demás, el hecho de que aquella clase de mujer –una madre dolorida, honesta, valerosa y enamorada– fuera la prometida de Antonio Gamallo permitía imaginar que el Zarco ya no existía y que Gamallo era solo un hombre corriente con un pasado excepcional que merecía un futuro corriente.
–De modo que así empezó todo. Quiero decir que así empezó la historia de María.
–Tal y como se lo he contado. Nadie quería crear un personaje mediático nuevo. Con el personaje del Zarco teníamos suficiente: lo que queríamos era ponerlo otra vez en circulación, que volviese a existir, que la gente se acordase de él. Nada más. El resto, se lo repito, fue pura casualidad.
–Le creo: si alguien se hubiese propuesto crear un personaje mediático como María Vela, hubiese fracasado.
–Exacto. Todas esas teorías que me pintan como el genio que inventó a María y al que luego María le salió por la culata no tienen ni pies ni cabeza. La realidad es que a lo sumo, como usted decía, le di cuerda; pero ella en seguida prescindió de mí y siguió su camino. Lo que de verdad me reprocho es no haber visto antes que María se estaba adueñando de nuestra historia, que era ella y no el Zarco la que empezaba a ser el centro de las entrevistas, y que se había convertido en un personaje tan popular como el Zarco.
–¿Cuándo se dio cuenta de eso?
–No lo sé. Tarde. Y debí haberlo notado casi al principio, por ejemplo cuando la televisión catalana emitió en horario de máxima audiencia, después de años de silencio, un reportaje sobre el Zarco. Se titulaba «El Zarco, el preso olvidado de la democracia». No sé si lo ha visto, es una de las cosas que faltan en mi archivo.
–No, no lo he visto.
–Pues consígalo: le interesará. Yo tuve bastante que ver con él, entre otras razones porque al principio el director de la cárcel se negó a que se filmase en ella y los productores del programa recurrieron a mí y yo recurrí al director general de Institucions Penitenciàries, que fue el que arregló el problema. El caso es que en teoría el Zarco era el protagonista del reportaje; y sí, el reportaje contenía imágenes y declaraciones recientes del Zarco, pero quien lo dominaba era María, y uno terminaba de verlo con la sensación de que era a María y no al Zarco a quien la sociedad castigaba manteniendo al Zarco en la cárcel: en las imágenes se la veía hablar de su amor por el Zarco, de la bondad y la ternura del Zarco, de la promesa de felicidad que representaba para ella la promesa de un futuro junto al Zarco; se la veía servir en el bar del colegio y faenar en su casa de separada con su hija al lado; se la veía mirar directamente a la cámara en actitud casi desafiante y rogarles a los espectadores que se sumaran a la campaña por la libertad del Zarco y enviaran por escrito su adhesión a las señas de mi bufete, unas señas que a partir de aquel momento aparecían en la parte inferior de la pantalla; vestida con el mismo abrigo negro y el mismo chándal rosa con que yo la había conocido en mi despacho, y agarrada de la mano de su hija, se la veía entrar y salir por la puerta de la cárcel en la desolación vespertina de un domingo de invierno… En fin. El programa tuvo un éxito descomunal, y en los días que siguieron a su emisión cayó sobre mi despacho una lluvia de peticiones de indulto y de mensajes de solidaridad con el Zarco.
Aquel triunfo debió ponerme sobre aviso, pero no hizo más que contribuir a mi felicidad. Claro que en aquella época no había nada o casi nada que a su modo no contribuyera a mi felicidad. Mi idilio con Tere funcionaba a toda máquina, mi trabajo era absorbente, mi vida había tomado una dirección y un sentido y había puesto en marcha una estrategia para liberar al Zarco que funcionaba mejor de lo que yo mismo había previsto. Por supuesto, me hubiera gustado ver a Tere más a menudo, pasar con ella algún fin de semana, presentársela a mi hija y a mis socios, pero, cada vez que se lo insinuaba, ella aseguraba que yo estaba intentando romper las reglas del juego y que no había ninguna razón para cambiarlas porque hasta entonces habían funcionado bien, y a mí no me quedaba más remedio que aguantarme y aceptar que tenía razón o parte de razón: a fin de cuentas yo estaba feliz, y ella también; qué importaba que solo nos viéramos fuera de mi casa por asuntos de negocios o que yo apenas supiese de su vida fuera de allí o que jamás hubiese entrado en su casa, en Vilarroja, a pesar de haberla llevado en coche hasta la puerta un par de veces. Incluso María estaba feliz, o lo parecía. No solo parecía sentirse muy a gusto interpretando su nuevo papel sino que parecía aceptar encantada su fama repentina, como si estuviera acostumbrada desde siempre a que los periodistas la entrevistaran y a que la gente la reconociera y la saludara por la calle; su duplicidad me fascinaba: delante de los micrófonos y las cámaras era una desgarrada heroína popular, pero al marcharse las cámaras y los micrófonos se convertía de nuevo en una mujer irrelevante y gris, completamente anodina. Tere y yo continuamos acompañándola mucho tiempo a sus entrevistas, no porque lo necesitase, sino porque nos lo pedía o porque, como era la única forma de que Tere y yo pudiéramos vernos fuera de mi casa, me las arreglaba para que nos lo pidiese. En resumen: yo estaba contento, pero Tere y María también; el único que no estaba contento era el Zarco.
–¿El Zarco?
–No me extraña que le extrañe; a mí también me extrañaba. No entendía por qué, precisamente cuando empezábamos a vislumbrar una salida a su situación, se evaporaba su buen ánimo de los primeros días y se mostraba cada vez más pesimista y más quejoso. Tiempo después entendí que había dos razones para esto. La primera es que a aquellas alturas el Zarco era ya un mediópata: se había pasado la mitad de su vida saliendo a diario en los periódicos, la radio y la televisión y le costaba trabajo vivir sin ser el protagonista de la película ni aparecer en los medios; ese es, estoy seguro, uno de los motivos por los que aprobó la campaña que propuse para reactivar la popularidad de su personaje. El problema fue que, como estaba acostumbrado a ocupar el centro de atención, no le gustó nada que ese lugar pasase a ocuparlo María.
–¡Pero si María había pasado a ocupar el centro de atención para sacarlo a él de la cárcel!
–¿Y eso qué tiene que ver? Un mediópata es un mediópata, ¿no lo entiende? El enfado del Zarco no era racional; la prueba es que, si alguien le hubiese dicho que estaba enfadado, hubiese respondido que era falso. Lo que pasaba simplemente es que hería su autoestima de estrella mediática que la prensa hubiese puesto el foco sobre María en vez de ponerlo sobre él. Nada más. Aunque eso explicaba solo una parte de su malestar; lo otro, que quizá era lo fundamental, tardé todavía más tiempo en entenderlo.
En realidad, no lo entendí hasta un día de finales de primavera. Aquella mañana, más o menos seis meses después de haberme hecho cargo de la defensa del Zarco, mucho antes de lo que imaginábamos, la Audiencia de Barcelona refundió todas sus condenas reuniéndolas en una sola de treinta años. Era la noticia que esperábamos, una noticia buenísima, y, en cuanto la supe, se la di por teléfono a Tere y a María, y por la tarde corrí a la cárcel para dársela al Zarco. Su reacción fue mala, pero mentiría si dijera que me sorprendió. Me decepcionó, pero no me sorprendió. Para entonces, como le decía, yo ya llevaba varias semanas notándole tenso y nervioso, irritable, oyéndole quejarse de todo y despotricar de la cárcel, de la persecución a la que según él lo sometían un par de funcionarios y de la pasividad del director, que (también según él) permitía la persecución. Al darme cuenta de su inquietud me había apresurado a hablar con María y con Tere, pero María me había dicho que no había notado nada y Tere me había acusado de exagerar y, como de costumbre, había quitado importancia al asunto. No le hagas caso, me dijo, refiriéndose al Zarco. De vez en cuando se pone así. Es natural, ¿no? Yo me habría vuelto loca si llevara más de veinte años casi sin salir de la cárcel. Luego me aconsejó: Paciencia. Ya se le pasará.
Seguí el consejo de Tere, pero el desasosiego del Zarco no se pasó, no al menos en las semanas siguientes. Por eso decía que no me extrañó su reacción, aquella tarde en el locutorio: al escuchar la gran noticia que yo había ido a darle, no se felicitó, no me felicitó, ni siquiera se alegró; se limitó a preguntarme en tono exigente si la refundición de condenas significaba que podría salir en seguida de la cárcel. A pesar de que era una pregunta que en las últimas semanas me había hecho muchas veces, volví a contestársela: le dije que, aunque no sabíamos cuándo iba a conseguir la libertad definitiva, en un par de semanas podría empezar a salir de permiso y en unos meses podría disfrutar del régimen abierto. Reaccionó como si no conociera de antemano la respuesta y, con un mohín de desprecio, dio un bufido. Eso es mucho tiempo, dijo. No sé si voy a aguantar. Haciendo chasquear la lengua sonreí. ¿Cómo no vas a aguantar, hombre?, pregunté, con aire despreocupado. Son solo unas semanas, unos meses, nada. No lo sé, repitió. Estoy harto de esta cárcel. Natural, dije. Lo que no entiendo es que todavía no te hayas escapado. Pero ya no merece la pena: dentro de nada, ya digo, empezarás a salir de permiso. Sí, contestó. Para volver a entrar al día siguiente. No quiero volver a entrar. No quiero volver a esta mierda. Estoy hasta los huevos. Lo he decidido. ¿Qué es lo que has decidido?, pregunté, alarmado. Me piro, contestó. Voy a pedir que me trasladen. Hablaré con mi amigo Pere Prada, le diré que estoy harto y que quiero el traslado. Aquí no aguanto más. Y a continuación volvió a maldecir la cárcel, al director y a los dos funcionarios que al parecer lo acosaban. Yo traté de que no nos enterrara la avalancha de quejas, pero la forma en que lo hice fue equivocada: interrumpiéndole cada dos frases, continué bromeando, procuré quitar hierro a aquel memorial de agravios, le aseguré que al empezar a salir de permiso todo cambiaría; por fin, cuando volvió a mencionar a su «amigo» Pere Prada y yo le recordé en tono sarcástico, como acusándole de petulante, que Prada no era su amigo sino el director general de Institucions Penitenciàries, él me atajó en seco: ¡Que te calles, coño! Entre las cuatro paredes del locutorio, la orden del Zarco estalló igual que una injuria. Al oírla, pensé en levantarme y marcharme; pero, cuando me disponía a seguir ese impulso, miré al Zarco y de repente vi en sus ojos una cosa que no recordaba haber visto y que, la verdad, ya no esperaba ver, y menos aún en aquel momento, una cosa que me pareció la explicación completa de su inquietud. ¿Sabe lo que era?
–No.
–Miedo. Puro y simple miedo. No daba crédito, y el asombro hizo que me tragara el orgullo, me calló y me clavó en mi pupitre. Aguardé una disculpa del Zarco, que no llegó; lo único que llegaba hasta mí, en el silencio del locutorio, filtrado por el cristal que separaba la doble reja, era su respiración ronca y entrecortada. Me puse de pie, estiré las piernas por el locutorio, respiré hondo, volví a sentarme en el pupitre y, después de una pausa, intenté que el Zarco entrara en razón. Dije que le entendía pero que no era momento de pensar en traslados, aseguré que en cuanto pudiese hablaría con el director de la cárcel y le exigiría que terminase con la persecución de los funcionarios, le pedí que aguantase un poco más, le recordé que tenía al alcance de la mano aquello por lo que había estado luchando tanto tiempo, le rogué que se calmase, que no lo estropease todo. El Zarco me escuchó cabizbajo, todavía furioso, todavía resollando un poco, aunque cuando terminé de hablar pareció apaciguado; dejó pasar unos segundos, insinuó una sonrisa que casi parecía una disculpa o que interpreté como una disculpa, aceptó que yo podía tener razón y al final me pidió que hablase cuanto antes con el director de la cárcel para que acabase con el hostigamiento de los funcionarios y acelerase lo posible la concesión de los permisos y el régimen abierto. Le dije que sí a todo, le prometí que en cuanto saliera del locutorio iría a ver al director de la cárcel y, sin más explicaciones, nos despedimos.
Hice lo prometido. Y aproximadamente tres semanas después el Zarco disfrutó de su primer permiso de fin de semana en mucho tiempo.
–¿Entonces cree usted que era una mezcla de celos y de miedo lo que hizo que el Zarco perdiese el optimismo del principio, lo que le inquietaba y le sacaba de sus casillas?
–Sí. Aunque lo fundamental era el miedo.
–Pero ¿miedo a qué?
–Eso tardé todavía más en entenderlo. ¿Sabe usted lo que es querer y temer una cosa a la vez?
–Creo que sí.
–Pues eso era lo que le pasaba al Zarco: no había nada que quisiese tanto como ser libre, y al mismo tiempo no había nada que temiese tanto como ser libre.
–¿Está usted diciéndome que el Zarco tenía miedo a salir de la cárcel?
–Exactamente.