12

–Gamallo murió la noche de fin de año de 2005. ¿O fue la de 2006? Debió de ser la del 2006, porque fue poco antes de que yo me jubilara. El caso es que a su muerte la prensa volvió a lanzarse sobre él, esta vez en busca de carroña. Algunos periodistas intentaron por entonces ponerse en contacto conmigo, pero no quise hablar con ellos. El espectáculo era repugnante: no tenían suficiente con las mentiras que le habían inventado a Gamallo cuando estaba vivo; ahora que estaba muerto y ya ni siquiera podía defenderse querían seguir mintiendo. Realmente repugnante.

Al abogado volví a perderlo de vista durante un año, quizá año y medio. En ese tiempo no apareció por la cárcel. Pregunté, y me dijeron que no había dejado de trabajar: simplemente dejó de visitar a sus clientes; luego supe que no era solo eso y que Cañas no estaba bien: ya no asistía a juicios, al parecer delegaba casi todo en sus socios, empezó a ganarse fama de arisco y excéntrico. Yo había llegado a apreciarle, y sentía que hubiera pasado lo que había pasado, que las cosas no le hubiesen salido bien y que eso le hubiese afectado tanto; sobre todo sentía que le hubiera pasado por no haberme hecho caso, por haberse hecho ilusiones y tratar de defender a Gamallo.

–¿Cree usted que esa fue la causa de los problemas que tuvo Cañas?

–En parte sí. No digo que su mala historia con la chica no influyese, aunque había pasado hacía tiempo y lo lógico es que, para cuando Gamallo murió, ya estuviese olvidada; pero, en fin, de eso no puedo opinar. Lo que sí sé es que el fracaso es un mal asunto, que lo envenena todo, y que Cañas sentía que con Gamallo había fracasado totalmente, después de haber invertido mucho en él. Para mí el problema de Cañas era que se había creído la leyenda del Zarco, ya se lo dije, y que se había propuesto redimirlo, redimir al gran delincuente, al símbolo de su generación. Ese fue su propósito, y no conseguirlo le hizo daño: los tipos acostumbrados al éxito no aceptan con facilidad el fracaso. Así que se sentía fracasado, y quizá culpable. ¿No opina usted lo mismo?

–No, pero me gustaría saber por qué piensa eso.

–Déjeme terminar de contarle la historia y lo entenderá. Cañas tardó todavía bastante tiempo en recuperar la costumbre de visitar a sus clientes, pero una tarde, poco después de oír que empezaba a hacerlo de nuevo, volví a cruzarme con él en la cárcel. Coincidimos en el hall, justo cuando yo salía de mi despacho después de terminar el trabajo. Cuánto tiempo sin verle, abogado, le saludé. Empezábamos a echarle de menos. Cañas me observó con un punto de desconfianza, como si sospechara que estaba burlándome de él, pero en seguida sonrió; físicamente no era el mismo: seguía vistiendo un traje impecable, pero había adelgazado mucho y el pelo se le había llenado de canas. Me he tomado unas vacaciones, dijo. Entonces se me ha adelantado, repliqué. Es lo que pienso hacer yo dentro de un par de meses, solo que mis vacaciones van a ser más largas. ¿Se jubila?, preguntó. Me jubilo, contesté. Era verdad; pero no era verdad que jubilarme me hiciera tan feliz como me empeñaba en aparentar aquellos días: por un lado me hacía feliz; por otro me desasosegaba: aparte de a descansar y a asistir en primera fila a mi derrumbe físico y mental, no sabía a qué iba a dedicar mi vida cuando me jubilara, ni qué iba a hacer con ella. Pensé que, como Cañas, yo también era un poco digno de lástima; y en seguida pensé que no hay nada tan sucio como sentir que uno mismo es digno de lástima. Cañas y yo seguimos hablando. En determinado momento el abogado preguntó: ¿Puedo invitarle a un café? Lo siento, respondí. Esta mañana he llevado el coche al taller y tengo que ir a buscarlo antes de que cierren. Si quiere puedo acompañarle en mi coche, se ofreció Cañas. No se moleste, le rogué. Pensaba llamar a un taxi. Cañas dijo que no era ninguna molestia y zanjó la discusión.

El taller estaba al otro extremo de la ciudad, en la salida hacia el aeropuerto por la carretera de Barcelona. No recuerdo de qué hablamos durante el trayecto, pero sí que, mientras doblábamos la curva del Fornells Park, ya en las afueras, Cañas sacó a colación a un cliente suyo recién llegado a la cárcel, un trabajador de una gasolinera a quien desde su ingreso manteníamos en régimen de protección. Luego Cañas pasó a hablar de Gamallo, que era el último de sus clientes sujeto a ese tratamiento excepcional, y pensé que había hablado del trabajador de la gasolinera para poder hablar de Gamallo. El abogado me confesó su decepción, lamentó que Gamallo no hubiese podido vivir en libertad sus últimos años. Después dijo: De todos modos, por lo menos usted y yo podemos tener la conciencia tranquila. Al fin y al cabo hicimos todo lo que pudimos por él, ¿no cree? No contesté. Circulábamos entre una doble hilera de talleres y concesionarios de automóviles, y doblamos a la derecha por un callejón que llevaba hasta la entrada del taller de Renault, en las traseras del concesionario. Cañas paró el coche frente a la puerta abierta del taller, pero no apagó el motor. Sin perder el hilo continuó: A mí al menos me lo parece. Es más, me parece que en este asunto casi todo el mundo puede tener la conciencia tranquila. Nadie tuvo tantas oportunidades como él. Entre todos se las dimos todas, pero no las aprovechó. Volviéndose hacia mí dijo: Qué le vamos a hacer: la culpa no fue nuestra sino suya. Sentí un contraste embarazoso entre sus palabras tranquilizadoras y su mirada inquieta, y aparté la vista: me pregunté si el encuentro en el hall de la cárcel había sido casual o provocado; me pregunté si tiene la conciencia tranquila un hombre que dice dos veces seguidas que tiene la conciencia tranquila; me pregunté si no se estará acusando un hombre que se excusa sin que nadie le haya acusado. Confusamente intuí el sufrimiento de Cañas, pensé que estaba todavía perdido en su laberinto, me dije que su desahogo no era casual y que buscaba mi aprobación, mejor dicho que la necesitaba.

Volví a sentir lástima, por él y por mí, y volví a sentir rabia por sentir lástima. Solo entonces intervine. ¿Recuerda lo que le dije de Gamallo la primera vez que hablamos de él?, pregunté; sin aguardar respuesta seguí: Créame: lamento haber tenido razón. De todos modos, también la tiene usted cuando dice que la culpa del fracaso no fue nuestra; por ese lado puede estar tranquilo. Dicho esto, no se engañe: Gamallo no tuvo ninguna oportunidad. Ninguna. Nosotros se las ofrecimos todas, pero él no tuvo ninguna. Usted era su amigo y puede entenderlo mejor que nadie. Lo entiende, ¿verdad? Leí en sus ojos que no lo entendía; también que necesitaba entenderlo.

Miré al interior del taller; apenas faltaban unos minutos para que cerrase y solo se veía a un mecánico revolviendo papeles en el interior de una oficina acristalada. Suspiré y me desabroché el cinturón de seguridad. Déjeme que le cuente una cosa, abogado, dije, y esperé a que parara el motor del coche, antes de seguir. ¿Le he dicho alguna vez que soy de Toledo? Mi padre y mi madre también lo eran. Mi madre murió cuando yo acababa de cumplir cinco años. Mi padre no tenía familia y no volvió a casarse, así que tuvo que hacerse cargo él solo de mí. Ya no era un hombre joven, había hecho la guerra y la había perdido; después de la guerra pasó varios años en la cárcel. Trabajaba de empleado en una ferretería, muy cerca de la plaza de Zocodover, y, hasta que tuve quince años, al salir del colegio yo siempre iba a buscarle a su trabajo. Llegaba allí, me ponía a hacer los deberes sentado en un taburete, en una mesita junto al mostrador, y esperaba a que él terminase de trabajar para irnos a casa. Eso lo hice cada día de mi vida durante diez años. Cada día. Luego, justo al cumplir los dieciséis, me concedieron una beca y me fui a terminar el bachillerato a Madrid. Al principio echaba mucho de menos a mi padre y a mis amigos, pero luego, sobre todo cuando empecé a estudiar en la universidad, se me fueron quitando las ganas de volver a Toledo. Por supuesto, quería a mi padre, pero creo que me avergonzaba un poco de él; también creo que llegó un momento en que prefería verlo lo menos posible. A mí me gustaba la vida de Madrid y él vivía en Toledo. Yo me sentía un ganador y él era un perdedor. Le estaba agradecido por haberme criado, claro, y, si no hubiera muerto demasiado pronto, me hubiera ocupado de que en su vejez no le faltase de nada; pero, aparte de eso, no me sentía en deuda con él, no creía que como persona tuviese la menor importancia, ni que hubiese influido sobre mí de ninguna manera… En fin, nada extraordinario, como ve, las cosas normales que ocurren entre padres e hijos. ¿Por qué le cuento esto? Hice una pausa y volví a mirar el taller: el portón seguía abierto y el mecánico aún no se había marchado de la oficina acristalada. Se lo cuento porque mi padre nunca me dijo dónde estaba el bien y dónde estaba el mal, continué. No hacía falta: antes de tener uso de razón yo sabía que el bien era ir cada tarde a la ferretería, hacer los deberes del colegio sentado en mi taburete junto a él, esperarle hasta que la tienda cerraba. El mal podía ser muchas cosas, pero seguro que aquello era el bien. Hice otra pausa; esta vez no miré el taller sino que me quedé mirando a Cañas. Concluí: A Gamallo nadie le enseñó nada de eso, abogado. Le enseñaron lo contrario. ¿Y quién puede asegurar que no hicieron lo correcto? ¿Quién puede tener la certeza de que, en el caso de Gamallo, lo que nosotros llamamos bien no era el mal y lo que nosotros llamamos mal no era el bien? ¿Está usted seguro de que el bien y el mal son lo mismo para todo el mundo? Y, en todo caso, ¿por qué no iba a ser Gamallo como fue? ¿Qué oportunidades de cambiar tenía un chaval que nació en una barraca, que a los siete años estaba en un reformatorio y a los quince en una cárcel? Yo se lo diré: ninguna. Absolutamente ninguna. A menos, claro está, que se produzca un milagro. Y con Gamallo no hubo milagro. Usted lo intentó, pero no lo hubo. Así que tiene toda la razón: como mínimo no fue culpa suya.

Eso es más o menos lo que le dije. El abogado no contestó; solo movió vagamente la cabeza arriba y abajo, como si aprobase mis palabras o como si no quisiese discutirlas, y en seguida nos despedimos: yo me metí en el taller y él arrancó su coche y se fue. Y ahí quedó todo.

–¿Quiere decir que esa fue la última vez que vio a Cañas?

–No. Desde entonces nos hemos cruzado dos o tres veces –la última hace poco, en el Hipercor: él iba solo y yo con mi mujer–, pero ya no hemos vuelto a hablar de Gamallo. Bueno, hemos terminado, ¿no?

–Sí, pero ¿me permite hacerle una última pregunta?

–Claro.

–¿Fue usted sincero con Cañas aquel día? ¿Le dijo lo que le dijo porque lo piensa o por compasión? Para que no se sintiera fracasado y culpable, quiero decir, para ayudarle a salir del laberinto.

–¿Se refiere a lo de que Gamallo no tuvo ninguna oportunidad?

–Sí. ¿Lo cree usted?

–No lo sé.