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–A finales de la primavera o principios del verano de 2005 el Zarco volvió a la cárcel de Gerona y yo volví a verle una vez por semana, a menudo más de una. No fue hasta entonces, casi treinta años después de haberle conocido, cuando empecé a sentir que lo que nos unía empezaba a parecerse a una amistad. Por supuesto, yo seguía siendo su abogado, pero el problema (o la ventaja) era que, una vez conseguido su traslado a Gerona, él ya casi no necesitaba abogado, o lo necesitaba mucho menos de lo que lo había necesitado: al fin y al cabo ya estaba descartada cualquier fantasía de reinserción y cualquier esperanza de conseguir permisos, y habían quedado reducidos al mínimo los asuntos legales que podíamos despachar. Para entonces, el Zarco era un hombre físicamente acabado; moralmente también: como me había dicho Tere, estaba solo, nadie quería saber nada de él, su desprestigio fuera y dentro de la cárcel era total y ya ni siquiera parecía capaz de seguir representando el papel del Zarco. Esto es importante: en cuanto volví a verle de nuevo, todavía en Quatre Camins, antes de que consiguiese su traslado a Gerona, tuve la impresión de que habían dejado de luchar en él la persona y el personaje, de que se estaban acabando el victimismo y la arrogancia y estaba a punto de derrumbarse la fachada esplendorosa del mito, dejando a la vista al cuarentón envejecido, derrotado y enfermo que había detrás de ella. Al principio, como le digo, fue solo una impresión, pero ya me hizo verle de otra forma, igual que cambió mi forma de verle el hecho de saber que en realidad era hermano de Tere; la cambió, aunque no sé de qué manera la cambió: yo no sabía cómo había sido exactamente su relación con Tere –ni creo que quisiera saberlo–, pero lo cierto es que él no volvió a interferir en mi relación con ella, ni ella en mi relación con él.

Todo esto explica que casi en seguida yo empezara a ir a ver al Zarco a la cárcel más por charlar un rato que por trabajo, y que nuestras conversaciones se volvieran mucho más íntimas de lo que lo habían sido hasta entonces. Sobra decir que nunca se me ocurrió contarle lo que me había revelado Tere en mi despacho; en realidad, de Tere, que yo recuerde, apenas hablamos más que de pasada. Hablamos bastante, en cambio, de su madre (que vivía en Gerona, como una parte de su familia, y con la que hacía años que no se hablaba), y sobre todo de sus tres hermanos mayores, tres quinquis que él había conocido cuando ya tenía once o doce años, con los que había vivido muy poco tiempo y que habían sido sus ídolos de infancia; los tres habían muerto hacía más de una década en circunstancias violentas: Joaquín, el más chico, estrellándose contra un camión de mudanzas en un cruce del barrio de El Clot, en Barcelona, mientras escapaba de la policía en un coche robado; Juan José, el mayor, al intentar descolgarse con una cuerda desde una ventana del Hospital Penitenciario de Madrid, adonde lo habían trasladado desde una cárcel en la que cumplía condena de treinta años por homicidio; Andrés, el mediano y para muchos el modelo del Zarco, en un control policial a la entrada de Gerona, después de atracar un banco en Llagostera, cuando un policía le disparó al verle echar mano de su pistola. Pero estas cosas ya las sabe usted: están en los recortes de prensa de mi archivo y además, si no recuerdo mal, el Zarco las contó en sus memorias.

–No recuerda mal.

–Claro: en realidad, la mayor parte de las cosas que me contó en aquella época las había contado ya en sus memorias, a veces incluso de la misma forma y casi con las mismas palabras, de tal manera que yo tenía a veces la impresión de que el Zarco no me contaba lo que recordaba sino lo que recordaba haber contado en sus memorias. De todos modos, a mí me divertía mucho escucharlo, oírle hablar de los motines y las fugas que había protagonizado, de los libros que había firmado o le habían escrito y de las películas en las que había intervenido, de los periodistas y los directores de cine y las actrices y los músicos y los futbolistas que había conocido. De esa forma descubrí algo que me sorprendió, y es que, en sus memorias y en sus entrevistas, el Zarco había mentido o adornado la verdad mucho menos de lo que yo pensaba (y menos en el segundo volumen de las memorias que en el primero, según él por culpa de Jorge Ugal, el escritor que lo redactó y que luego, en parte gracias a aquel libro, hizo una corta carrera política); o dicho de otro modo: lo que descubrí fue que no había sido el Zarco quien había levantado su propio mito, sino, sobre todo, los periódicos y las películas de Bermúdez, y que él se limitó a darlo por bueno, a hacerlo suyo y a difundirlo.

–Así que usted piensa que sus memorias son fiables.

–Yo creo que sí. Salvo en puntos concretos, claro.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo la muerte de Bermúdez. Desde el primer momento todo el mundo pensó que fue el Zarco quien lo mató, quien le chutó la sobredosis de heroína que acabó con él y quien montó aquella escenografía como de sacrificio ritual o de crimen sexual…

–Pero en sus memorias lo niega.

–¿Qué iba a hacer? Yo en cambio estoy seguro de que es verdad.

–¿Se lo confesó él?

–No: él me lo negó. Pero en aquella época yo sabía cuándo me mentía y cuándo me decía la verdad, y sobre aquel asunto me mentía. Estoy seguro. O casi seguro. Tendría que haberle oído hablar de Bermúdez; pestes, decía de él, pero no porque Bermúdez fuese homosexual, como ha dicho alguno: eso le daba lo mismo, de hecho yo creo que siempre supo que Bermúdez estaba enamorado de él y jugó con eso, o intentó hacerlo. No, yo creo que odiaba a Bermúdez por otras cosas: pensaba que, con la saga del Zarco y con las demás películas de jóvenes quinquis protagonizadas por quinquis reales que la sigueron, Bermúdez había conquistado una fortuna y un prestigio de hombre de cine a su costa, y que encima lo había hecho presentándose como una especie de filántropo que solo pretendía redimirlo a él y a otros chavales como él; aseguraba que el altruismo católico de Bermúdez era hipócrita, un recurso estomagante para hacer propaganda de sus películas; decía que le había estafado desde el principio, que le había robado su vida para hacer sus películas, que le había prometido que las protagonizaría y que no es verdad que no las había protagonizado porque el juez de vigilancia penitenciaria no le dejara salir de la cárcel (como suele pensarse), sino porque al final Bermúdez prefirió que las protagonizase otro; también decía que le pagó mucho menos dinero del que había acordado pagarle, que era mentira que le hubiese adoptado legalmente mientras rodaba su última película y todavía más que le desheredara como castigo por haber aprovechado el cóctel de presentación a la prensa de la cinta, en el penal de Ocaña, para fugarse… En fin, yo creo que al final su relación con Bermúdez estaba podrida, que, como decía Bermúdez, el Zarco en parte montó aquella fuga para joderle y joder su película y que luego, mientras la policía lo buscaba, recurrió de nuevo a Bermúdez y se le fue la mano con él o lo liquidó adrede, o lo hizo liquidar. El Zarco era así: si llegaba a la conclusión de que alguien era un auténtico hijo de puta, o se había portado como si lo fuera, a poco que podía se lo hacía pagar.

–Como pudo ocurrir con Batista.

–Por ejemplo.

–Es raro entonces que no le hiciera pagar a María Vela por lo que hizo.

–Raro no: lo que pasa es que a María no la consideraba una auténtica hija de puta. Y probablemente tenía razón. María solo era una mediópata, como él o, mejor dicho, como el personaje del Zarco; a lo sumo era una aprovechada. Pero no una hija de puta. Y quizá por eso el Zarco, en la época de la que hablamos, nunca hablaba mal de ella, siempre quitaba importancia a lo que había dicho contra él en la prensa (o a lo que aún decía, que era cada vez menos porque ya había cada vez menos gente que le prestaba atención) y no parecía para nada irritado con la relevancia mediática que en determinado momento había conseguido metiéndose con nosotros; es más: mi impresión era que el Zarco hablaba ahora de María con más cordialidad de lo que lo hacía cuando aún estaban juntos y ella se desvivía por sacarlo de la cárcel.

Pero de lo que más discutíamos el Zarco y yo –de lo que yo creo que terminó surgiendo la complicidad de la que le hablaba– no era de nada de eso, sino del verano del 78. De hecho, podíamos pasarnos mis tardes de visita en el locutorio recordando a la gente de la banda, reviviendo tirones, atracos y farras, evocando los regateos con el General y con su mujer –que el Zarco aseguraba que no se hacía la ciega sino que de verdad estaba ciega–, contándonos detalles de una visita a La Vedette o tratando de rescatar del olvido los nombres y las caras de los habituales de La Font o de Rufus. Aquellas conversaciones llegaron a convertirse por momentos en torneos encarnizados en los que el Zarco y yo competíamos en afán de precisión sobre el pasado; gracias a ellas –y a las que había mantenido con Tere años atrás, en nuestras noches de amor en mi ático de La Barca– pude reconstruir el verano del 78, y por eso lo recuerdo tan bien. Por supuesto, el Zarco hablaba a menudo de los albergues provisionales, y un día le conté la única vez que yo había estado allí, poco después del atraco a la sucursal del Banco Popular en Bordils, aunque no le dije que en realidad aquella tarde había ido a los albergues para ver a Tere y sobre todo para averiguar si la basca creía que había sido yo quien había dado el chivatazo (y, si era así, para desmentirlo). Esto no significa que no hablásemos del asunto en aquella época, en realidad lo discutimos varias veces, aunque siempre de la forma en que discutíamos los pormenores del verano del 78, una forma un poco rara, muy cerebral, casi con la frialdad con que puede discutirse un problema de ajedrez; sea como sea, siempre llegué a la conclusión de que el Zarco pensaba que aquel día el chivato o el infidente podía haber sido cualquiera, pero que ese cualquiera no me excluía a mí.

–¿Quiere decir que no convenció al Zarco de que no había sido usted?

–Eso es: lo intenté, pero no lo conseguí. O no lo creo. Siempre le quedaba la duda. Aunque no lo decía, yo sabía que le quedaba.

–Quizá le quedaba la duda porque a usted también le quedaba, porque usted tampoco acababa de estar seguro de que, antes del atraco de Bordils, no se hubiese ido de la lengua.

–Puede ser.

–Otra cosa. Dice usted que, al volver a Gerona, el Zarco estaba mal físicamente. ¿No mejoró después?

–No. Aunque en la cárcel lo trataron bien, estaba enfermo y agotado, y ya no daba más de sí. Mientras hablaba con él en el locutorio yo tenía a menudo la impresión de estar hablando con un zombi, o por lo menos con un hombre muy viejo. Y a pesar de eso (o quizá gracias a eso) en aquella época descubrí todavía tres cosas importantes sobre él y sobre mi relación con él: las dos primeras demuestran que en el fondo yo mismo tuve durante años una visión del Zarco candorosa y mitificada, ridículamente romántica; la tercera demuestra que el propio Zarco nunca compartió esa visión. Quizá a estas alturas ya ha deducido usted las tres cosas de lo que le vengo contando, pero yo no las descubrí hasta ese momento.

–¿A qué se refiere?

–Mire, siempre he oído decir que, en las relaciones entre las personas, la primera impresión es la que cuenta. A mí me parece que no es verdad: a mí me parece que la primera impresión es la única que cuenta; todo lo demás son añadidos que no alteran en nada lo esencial. Al menos eso es lo que yo creo que me pasó con el Zarco. Me refiero a que allí, en la cárcel de Gerona, el Zarco podía parecer un despojo humano, y seguramente lo era, pero no por eso dejaba yo de verle como lo había visto con mis ojos de adolescente la primera vez que lo vi, entrando en los recreativos Vilaró acompañado de Tere, y como lo vi durante aquel verano. Eso es lo primero que comprendí: que durante tres meses de mi adolescencia yo había admirado al Zarco –había admirado su serenidad, su valentía, su audacia–, y que desde entonces no había sabido dejar de admirarlo. La segunda cosa que comprendí es que, además de admirarlo, lo envidiaba: ahora, en la cárcel de Gerona, vista con la perspectiva del tiempo, la vida del Zarco podía parecer una vida malograda, la vida de un perdedor pero lo cierto es que, si la comparaba con la mía –que tantas veces me había parecido postiza y prestada, un malentendido o, peor aún, un insípido y convincente simulacro de malentendido–, se me antojaba una vida plena, que merecía la pena vivirse y que le hubiera cambiado por la mía sin dudarlo. La tercera cosa que comprendí es que el Zarco siempre había sido consciente de estar representando el papel del Zarco, o como mínimo que ahora era consciente de haber representado ese papel durante años.

–¿Eso es lo que quería decir cuando decía que en este momento desapareció el personaje y solo quedó la persona?

–Exacto. Déjeme que le cuente una de las últimas conversaciones que mantuvimos el Zarco y yo, en el locutorio de la cárcel. Aquella tarde llevábamos un rato hablando como de costumbre del verano del 78 cuando, después de referirme de pasada a los albergues provisionales, el Zarco me interrumpió y me preguntó qué había dicho. En ese momento comprendí que, sin darme cuenta, acababa de llamar a los albergues por el sobrenombre que les daba siempre, así que dije que no había dicho nada y traté de desviar la conversación; el Zarco no me dejó, repitió la pregunta. El Liang Shan Po, confesé por fin, sintiéndome tan ridículo como el amante que pronuncia en público el nombre confidencial de su amada. ¿Así es como llamabas tú a los albergues?, preguntó el Zarco. Asentí. Para no tener que dar explicaciones quise continuar hablando, pero no pude; la cara del Zarco se frunció, sus ojos se entrecerraron hasta parecer dos ranuras y él preguntó otra vez: ¿Como el río de La frontera azul? El Zarco acogió mi sorpresa con una sonrisa negra y desdentada. ¿Conocías la serie?, pregunté. Joder, Gafitas, protestó el Zarco. A ver si te crees que eras tú el único que veía la tele. Acto seguido se puso a hablar de La frontera azul, del dragón y la serpiente, de Lin Chung y Kao Chiu y Hu San-Niang, hasta que en mitad de una frase se paró en seco, arrugó otra vez el ceño y me miró como si acabase de descifrar un jeroglífico en mi cara. Oye, dijo. No te habrás creído tú también esa milonga, ¿verdad? ¿Qué milonga?, pregunté. Tardó un par de segundos en contestar. Lo del Liang Shan Po, aclaró. Lo de los bandoleros honrados. Toda esa mierda. No estaba seguro de lo que quería decir. Se lo dije. Explicó: No te creerías tú también todo ese rollo de La frontera azul, ¿no? Todo ese cuento de que los que estáis del lado de allá sois más hijos de puta que los que estamos del lado de acá, y al revés; eso de que la única diferencia entre tú y yo es que yo nací en el barrio equivocado de la ciudad y en la orilla equivocada del río, de que la sociedad tiene la culpa de todo y de que yo soy inocente de todo y de que si patatín y de que si patatán. No te lo habrás creído, ¿verdad?

En ese momento lo supe. No solo estaba en sus palabras; estaba en el sarcasmo que empapaba su voz, en el desengaño y la ironía y la tristeza de sus ojos de anciano. Lo que supe es que el Zarco se había terminado definitivamente, que el personaje había desaparecido y apenas quedaba la persona, aquel quinqui solo, enfermo y acabado que tenía frente a mí, al otro lado del locutorio. Y también supe o imaginé que, en el fondo, el Zarco nunca se había creído su propio personaje, nunca había pensado en serio que él fuese de verdad el Robin Hood de su época, o el gran delincuente arrepentido; esa había sido solo una identidad fingida, estratégica, que había usado cuando le había convenido pero que nunca se había creído de verdad o solo se había creído fugazmente y casi sin querer, una identidad que en todo caso hacía mucho tiempo que ya no se creía y que, en aquellos días de lucidez terminal en los que ni siquiera le quedaban fuerzas para echarse a reír o a llorar, solo le daba lástima.

Eso es lo que supe entonces (o lo que imaginé), gracias a aquella conversación.

–Yo hubiese imaginado también otra cosa.

–¿Qué cosa?

–El reverso de la anterior: que quizá el Zarco ya no creía en su propio personaje, pero creía que usted sí creía en él. Que creía que usted, de algún modo, aún creía en que era una víctima inocente, que usted era el último que pensaba en él como en el Robin Hood de su época, o como en el gran delincuente arrepentido. Que usted no era en realidad ni su abogado ni su amigo, sino el último admirador que le quedaba. O el último lugarteniente: el último hombre honrado que le quedaba a Lin Chung más allá de la frontera azul. Al fin y al cabo las preguntas que el Zarco le había hecho eran retóricas, ¿no?

–Puede que tenga razón.

–¿Y no le dijo usted nada? ¿No intentó desengañarle?

–Más o menos. Le dije que no me había creído su milonga, como él la había llamado, que por supuesto nunca había pensado que la sociedad fuera culpable de todo y él fuera solo una víctima de la sociedad. El Zarco me replicó que entonces por qué los llamaba los del Liang Shan Po, y yo le contesté que porque al principio sí me lo creí, que después de todo en el verano del 78 yo tenía dieciséis años y a los dieciséis años uno se cree esas cosas, pero que luego dejé de creerlo, solo que a aquellas alturas ya era tarde para cambiarles el nombre y se quedaron con él. Eso le dije, más o menos, aunque comprendí que no me creía y no quise insistir.

–Así que dejó que el Zarco se quedase con una idea falsa de lo que usted pensaba de él.

–Sí. Supongo que sí.

–Creí que le importaba mucho la verdad.

–Y me importa, pero una virtud llevada al extremo es un vicio. Si uno no entiende que hay cosas más importantes que la verdad no entiende lo importante que es la verdad.

–¿No volvieron a hablar del asunto?

–No.

–¿Tampoco volvieron a mencionar el Liang Shan Po?

–No que yo recuerde.

–¿Y Tere? Hoy todavía no me ha hablado de ella.

–No ha habido ocasión. ¿Qué quiere que le cuente? Aquel verano nos vimos bastante a menudo. Tere había vivido una temporada en Barcelona pero desde hacía dos o tres años volvía a vivir en Gerona, mejor dicho en Salt, donde trabajaba haciendo la limpieza en varios locales del Ayuntamiento. Había abandonado los estudios de enfermera y salía con el encargado de la biblioteca pública, un tipo con coleta y barbita de chivo que iba a todas partes en bici, hablaba un castellano macarrónico y tenía alquilado un huerto junto al Ter donde cultivaba tomates y lechugas. Se llamaba Jordi y tenía diez años menos que Tere. Inmediatamente nos caímos bien (para él yo era solo el abogado del Zarco, y el Zarco solo el pariente díscolo y famoso de Tere), así que algunos sábados me presentaba en el huerto y me pasaba las tardes viendo cómo él y Tere trabajaban la tierra, hablando de política (era independentista) o de Salt (había nacido allí y quería morir allí, aunque había viajado por todo el mundo) y dando caladas a sus porros de marihuana; cuando oscurecía volvíamos a la ciudad, ellos en su bicicleta y yo en mi coche, y acabábamos comiendo algo en casa de Jordi o en algún bar del casco antiguo.

A veces, no muchas veces, Tere y yo quedábamos a solas. Para eso tenía que inventarme algún asunto importante relacionado con el Zarco, lo que no era nada fácil. Recuerdo que un sábado al mediodía la cité en un bar de la plaza de Sant Agustí y que, cuando terminamos de tomar café y de despachar mis patrañas, la acompañé al mercado ambulante que instalan cada semana en el paseo posterior de La Devesa, a la orilla del Ter; y recuerdo que mientras Tere hacía la compra se me ocurrió tenderle una trampa, proponerle cruzar el río y llegarnos hasta la explanada donde años atrás se levantaban los albergues provisionales. ¿Has vuelto alguna vez?, pregunté. No, dijo ella. No se parece en nada a como era entonces, le advertí, y a continuación empecé a describirle el parque impoluto de césped recién cortado, con bancos de madera y columpios y toboganes flamantes que había reemplazado a las hileras de barracones miserables recorridas por arroyos de aguas pestilentes y sobrevoladas por enjambres de moscas donde había vivido ella, hasta que noté que me miraba con extrañeza. ¿Y si no se parece en nada para qué quiero verlo?, preguntó con sequedad. Así era entonces Tere: invulnerable a las añagazas de la nostalgia, reacia a hablar más de lo indispensable del pasado que compartíamos. Con todo, uno de aquellos sábados en que quedábamos para hablar del Zarco me citó en una cafetería de Santa Eugènia, y al llegar la encontré acompañada por una mujerona que me saludó con un gran beso. ¿No sabes quién soy?, me preguntó. Me costó reconocerla: era Lina. Seguía siendo tan rubia como en los días de La Font, pero se había puesto veinticinco o treinta kilos, estaba muy estropeada y hablaba a gritos. No dijo una palabra del Gordo, pero me contó que se había casado con un gambiano, que también vivía en Salt, que trabajaba en una peluquería y que tenía tres hijos. Fue un encuentro curioso. Tere y Lina nunca habían perdido del todo el contacto, aunque ahora hacía tiempo que no se veían, y en determinado momento Lina se puso a hablar del Tío, que aparte de nosotros era el único miembro de la basca del Zarco que seguía con vida: al parecer había vuelto a verle por casualidad hacía poco tiempo, en el hospital Trueta, y contó que iba en su silla de tetrapléjico y que se había alegrado mucho de volver a verlo (y él de volver a verla a ella); al final propuso que fuéramos los tres a visitarlo a Germans Sàbat, donde seguía viviendo con su madre. Tere y yo aceptamos la propuesta, y los tres acordamos vernos el sábado siguiente a la misma hora y en el mismo sitio para ir después juntos a casa del Tío. Pero el sábado siguiente no me presenté a la cita; días después supe que Tere tampoco se había presentado.

Más o menos hacia mediados de octubre dejé de ver a Tere y a Jordi; no por nada: simplemente Tere dejó de llamarme y yo empecé a tener la impresión de que, pasada la novedad de los primeros meses, mi compañía empezaba a resultarles molesta y preferían estar solos. El caso es que no volví a encontrarme con Tere hasta al cabo de casi tres meses. Esta vez fue por casualidad. Aquella tarde yo había ido a La Bisbal a visitar a un cliente, de anochecida volvía a Gerona y al entrar en la ciudad por Pont Major reconocí a Tere entre un grupo de mujeres y niños que aguardaba el autobús en la parada más cercana a la cárcel, refugiándose del frío de diciembre bajo una marquesina. Era domingo, el último domingo del año. Paré el coche, saludé a Tere, me ofrecí a llevarla a casa. Tere aceptó, se sentó a mi lado y, en cuanto empezamos a alejarnos de la parada, me contó que el Zarco estaba mal, que el viernes y el sábado había tenido fiebre y que aquella misma mañana le habían diagnosticado una neumonía. Un poco sorprendido, comenté que había visto al Zarco el miércoles y que ni él me había dicho nada ni yo había notado nada; pregunté: ¿Has estado con él? Tere me dijo que no, pero que había podido hablar con el jefe de servicio de la cárcel. Están pensando en llevárselo al hospital, dijo. ¿A qué hospital?, pregunté. No lo sé, contestó. Aparté un momento la vista de la avenida de Pedret y la miré a ella. No te preocupes, dije. Mañana hablaré con el director. Y añadí: Seguro que no será nada. La conjetura llenó como una mentira forzosa el interior del coche mientras nos acercábamos a la ciudad, que a aquella hora destellaba a lo lejos, llena de adornos navideños. Para espantar el silencio pregunté por Jordi. Tere me contestó distraídamente que hacía algún tiempo que ya no salía con él; yo esperé alguna explicación, algún comentario, pero no llegó ni una cosa ni la otra, y no quise seguir preguntando.

La casa de Tere estaba en los arrabales de Salt, cerca ya del puente de la autopista y la carretera de Bescanó, en un bloque de pisos plantado en un solar sucio de cascotes y hierbajos. Paré frente al edificio y le prometí otra vez a Tere que al día siguiente hablaría con el director de la cárcel; Tere asintió, me pidió que lo hiciese y se despidió, pero al sacar un pie del coche pareció dudar. Fuera la oscuridad era casi perfecta; el silencio también, salvo por el rumor de tráfico que llegaba desde la autopista. Sin volverse hacia mí, Tere preguntó: ¿Quieres subir?

Era la primera vez que me invitaba a su casa. Subimos por una escalera de paredes leprosas iluminada por fluorescentes, y a media subida nos cruzamos con dos mujeres árabes que llevaban el pelo recogido con pañuelos. Al entrar en su apartamento Tere me hizo pasar a un comedor minúsculo, encendió una estufa de butano y me ofreció té o infusión de manzanilla. Acepté la infusión. Mientras Tere la preparaba, noté el orden menesteroso que reinaba en la sala: allí no había más que una mesa con dos sillas, una butaca de escai, un aparador, un pequeño equipo de música, una televisión portátil y la estufa; también había tres puertas entreabiertas que daban al comedor: detrás de una de ellas estaba la cocina donde trajinaba Tere, detrás de las otras dos entreví o imaginé un baño y una habitación todavía más pequeña y más gélida que la sala. Distraído con aquel inventario de miserias, sin darme cuenta se me fue la alegría que había sentido al saber que Tere se había separado de Jordi, y me caló la pena de la vida de Tere en aquel piso solitario y suburbial, la pena de las malas noticias sobre la salud del Zarco, de la noche del domingo y de la Navidad.

Aquella noche Tere y yo volvimos a dormir juntos. A primera hora del día siguiente, en vez de ir al bufete, fui a la cárcel. En la entrada me dijeron que no podía ver al Zarco porque estaba ingresado en la enfermería. Quise entonces ver al director y, después de que me hicieran esperar unos minutos, entré en su despacho. Le pregunté sin rodeos cómo estaba el Zarco. A modo de respuesta el director desenterró un papel del desorden de papeles que llenaba su mesa y me lo alargó. ¿Y esto qué significa?, pregunté, blandiendo el papel después de leerlo. Significa que, según el médico, es probable que Gamallo no salga de ésta, respondió el director. ¿No se puede hacer nada más?, pregunté. ¿No van a llevarlo a un hospital? El director hizo un gesto de indiferencia o de desaliento. Si quiere le llevamos, contestó. Pero el médico no lo aconseja. Gamallo no está para traslados, y aquí lo cuidaremos bien. ¿Puedo entrar a verlo?, pregunté otra vez, devolviéndole el papel. Lo siento, dijo el director. En la enfermería no se permiten visitas. Pero le repito que no se preocupe. Gamallo está bien atendido. Además, ya sabe usted cómo son los médicos: siempre se ponen en lo peor. Quién sabe si éste se equivoca.

Al salir de la cárcel llamé a Tere y le conté lo que me había dicho el director, pero ella no hizo ningún comentario.

Los tres días que siguieron fueron muy extraños; de hecho, yo los recuerdo como los tres días más felices de mi vida, y a la vez como los más melancólicos. Tere y yo apenas nos separamos. Ella tenía una semana de vacaciones, y yo me la tomé. Primero le propuse marcharnos unos días de viaje, pero no aceptó; después le propuse que se instalara en mi casa, pero tampoco aceptó; al final fui yo quien se instaló en la suya, cargado con una bolsa llena de ropa y otra llena de parte de mi colección de cedés con música de los setenta y ochenta. Fue como una luna de miel. No salíamos de casa más que para comer en L’Espelma, un restaurante de Salt, y nos pasábamos mañana, tarde y noche metidos en la cama, escuchando mis cedés, viendo películas en la tele y haciendo el amor sin el entusiasmo de las primeras veces, pero con un cuidado y una dulzura que yo no conocía. Como una luna de miel, ya digo, solo que una luna de miel inquietada por malos presagios: en aquellos días felices yo tuve más de una vez la intuición de cómo iba a acabar todo, y por eso aquellos fueron también unos días melancólicos.

El caso es que a primera hora de la mañana de año nuevo me despertó el jefe de servicio de la cárcel para decirme que el Zarco había muerto de madrugada. A partir de ese momento la confusión sustituye en mi recuerdo a la extrañeza, de tal manera que las horas y los días siguientes tienen para mí la textura de un sueño, o más bien de una pesadilla. No recuerdo, por ejemplo, cómo le di la noticia a Tere. Tampoco recuerdo cómo la recibió, ni nos recuerdo a los dos en la cárcel, haciéndonos cargo del cadáver y de las cosas del Zarco, aunque sé que fuimos a la cárcel y que nos hicimos cargo del cadáver y de las cosas del Zarco, de todos los trámites de la muerte. El entierro se celebró el segundo día del año. Como era inevitable, los periódicos repitieron que fue a la vez un acontecimiento mediático y una manifestación de duelo popular, pero mi impresión es que, por una vez, ese cliché no traiciona del todo la realidad. Durante los últimos años el país parecía haber olvidado al Zarco, o solo parecía recordarlo de vez en cuando como el marido culpable y cada vez más remoto de un personaje secundario y declinante de la prensa del corazón; ahora, su entierro multitudinario demostró que no era así, que la gente no lo había olvidado.

En seguida aparecieron por el velatorio familiares, amigos y conocidos del Zarco. Aparecieron a montones. Yo no había visto nunca a ninguno de ellos, no sabía que ninguno hubiera visitado al Zarco en la cárcel o hubiera tenido en los últimos tiempos ninguna relación con él; en cambio, Tere parecía conocerlos a todos, al menos los trataba como si los conociese. El velatorio fue en Salt, en el tanatorio de Salt. Ya le he dicho que al principio Tere y yo habíamos compartido los trámites de la muerte, pero ella en seguida se convirtió en una especie de maestra de ceremonias, yo creo que sin quererlo. Poco después de que llegásemos al tanatorio me presentó a una mujer relativamente joven, todavía guapa, de grandes ojos azules y gran cabellera rubia, y me dijo que era su tía, la madre del Zarco; luego me presentó a otros parientes del Zarco, incluido uno de sus hermanos menores (un albino que no guardaba el menor parecido físico con el Zarco). Con ninguno de ellos conseguí intercambiar más que fórmulas de condolencia, no sé si porque Tere me presentaba siempre como simple abogado del Zarco. Algunos eran gitanos o tenían aspecto de gitanos, pero ninguno exteriorizaba dolor por la muerte del Zarco, salvo la madre, que de vez en cuando suspiraba o clamaba por su hijo muerto.

A media tarde el tanatorio estaba lleno de curiosos y de periodistas a la caza de declaraciones. Los evité como pude. Para entonces yo ya había perdido mi sitio, no hacía más que deambular sin propósito entre una concurrencia numerosa y desconocida y tenía la impresión de que, más que ayudar, estaba molestando a Tere. Hablé con ella y estuvimos de acuerdo en que lo mejor era que yo me marchara y ella se quedara con la familia. Por la noche la llamé, le propuse que cenásemos solos. Me dijo que no podía, que aún estaba acompañada, que acabaría tarde y que la llamase al día siguiente. La llamé a la mañana siguiente, muy pronto; tenía el móvil desconectado y, aunque volví a intentarlo varias veces, fue inútil. Cuando por fin logré hablar con ella era ya casi la una. Me pareció que estaba nerviosa, me dijo que había discutido con alguien, quizá con la madre del Zarco, me habló de los preparativos del funeral; le pregunté dónde estaba, pero lo único que me contestó fue que no me preocupase y que nos veríamos por la tarde. Luego colgó. Inquieto, al cabo de un minuto volví a llamarla. Comunicaba.

El funeral se celebró en Vilarroja. Allí, a las cuatro de la tarde, una multitud abarrotaba la iglesia y los alrededores. Tuve que abrirme paso entre los asistentes, escoltado por Cortés y por Gubau, que habían querido acompañarme. Después de buscar un rato por la iglesia localicé a Tere en medio de un corro de gente enlutada. La abracé. Hablamos. Me pareció que había recuperado la serenidad, pero también que estaba cansada, quizá incómoda con el papel que le tocaba desempeñar o le habían asignado, impaciente por que todo aquello terminase cuanto antes. Cuando apareció el sacerdote en el atrio nos separamos: Tere se sentó en primera fila, junto a la madre del Zarco; yo me quedé casi en la entrada, de pie. La ceremonia fue breve. Mientras el sacerdote hablaba recorrí con la mirada la iglesia y vi a mis espaldas a Jordi, el antiguo novio de Tere; también vi a Lina a un lado de la nave, sujetando una silla de ruedas donde se desparramaba, inconfundible, muy pálido y llorando, el Tío, más gordo que treinta años atrás pero con el mismo aire vagamente aniñado de entonces. Una vez terminada la ceremonia, la multitud no quiso disolverse y acompañó a la familia y al coche que transportaba el féretro hasta el cementerio, a pocos kilómetros de la iglesia. La comitiva era de lo más abigarrado: había abrigos de visón mezclados con harapos, bicicletas mezcladas con Mercedes, viejos mezclados con niños, familiares mezclados con periodistas, delincuentes mezclados con policías, gitanos mezclados con payos, gente del barrio, gente de la ciudad, gente de otras ciudades. Yo iba con mis dos socios y con Jordi –que caminaba junto a su bicicleta y me dijo que no había podido saludar a Tere–, todos a bastante distancia del coche fúnebre, allí donde empezaba a ralear el cortejo; un cortejo que, como por el camino se nos había ido sumando gente, llenó en seguida el cementerio, cosa que hizo que Cortés, Gubau, Jordi y yo decidiésemos no entrar y quedarnos a la puerta, esperando. Fue por eso por lo que no alcanzamos a presenciar ni el entierro ni un incidente que al otro día recogió algún periódico y que guardaba relación con María Vela, que al parecer había asistido al entierro (aunque yo no la vi ni en el funeral ni en el cementerio). Del incidente circularon varias versiones. La más repetida aseguraba que, después de la ceremonia, María se había acercado a saludar a Tere, que le había devuelto el saludo; todo hubiera acabado ahí y no hubiera habido ningún incidente si un fotógrafo no hubiera captado la escena y Tere no le hubiera visto hacerlo; pero el caso es que le vio y le pidió la tarjeta de la cámara y que, al negársela el fotógrafo, ella le arrancó la máquina y se la destrozó a patadas contra el piso de tierra.

Esa anécdota es lo último que sé de Tere; después del funeral del Zarco se esfumó: literalmente. Al terminar el entierro estuve esperándola con Jordi, Cortés y Gubau a la entrada del cementerio, hasta que nos enteramos de que había salido por otra puerta con la familia del Zarco. La llamé a su móvil, pero lo tenía desconectado. Solo entonces intuí lo que pasaba. Y lo que pasaba es que Tere había estado esquivándome casi desde que le di la noticia de la muerte del Zarco. Cortés y Gubau, que posiblemente intuyeron mi intuición, me invitaron a tomar una copa; acepté y Jordi se apuntó, aunque al final no fue una copa sino varias y aunque, mientras nos las tomábamos, no dejé de marcar el número del móvil de Tere, siempre sin éxito.

Acabé la tarde bastante bebido, y a la mañana siguiente empezaron varias semanas de amargura. Por mucho que me esforzaba no entendía la desaparición de Tere; además de no entenderla no la aceptaba: a todas horas la llamaba por teléfono y a todas horas estaba pendiente de que me llamase; varias veces fui a buscarla a su casa, y pasé muchas horas sentado en la escalera, esperándola; pensé incluso en ponerme en contacto con ella a través de los familiares del Zarco que me había presentado durante el velatorio, pero no sabía cómo hacerlo y, después de algún intento de localizarlos, acabé desistiendo. Una tarde, cuando ya debía de hacer por lo menos una semana de su desaparición, decidí llamar puerta por puerta a todos los vecinos de su bloque y preguntarles por ella; no hablé con todos –algunos no estaban, la mayoría eran árabes y más de uno no entendía el castellano–, pero de esa pesquisa saqué en claro que Tere no había vuelto a casa desde el día del entierro, aunque también que no se había mudado y que en cualquier momento podía volver. Otro día fui a ver a Jordi a su biblioteca y confirmé esa conclusión: me dijo que no sabía dónde estaba Tere y que lo único que sabía era que había dejado sin explicaciones su trabajo en el Ayuntamiento. Aquella tarde me tomé unas cervezas con Jordi en un bar junto a la biblioteca; estuvimos allí hasta que lo cerraron, hablando de Tere: como en seguida me di cuenta de que Jordi todavía estaba enamorado de ella, no tuve arrestos para decirle la verdad, para hablarle de nuestra luna de miel encerrados en el piso de Tere, y me pasé todo el rato tratando de consolarle. Cuando nos despedimos, Jordi no pudo más y se me echó a llorar.

Durante las semanas que siguieron me sumergí a fondo en los asuntos del bufete. Tenía miedo a caer de nuevo en la depresión, en una depresión más negra y más honda que la anterior o incluso en una depresión sin vuelta atrás, y lo combatí trabajando. Mis socios me ayudaron mucho. Cortés y Gubau tuvieron la inteligencia de tratarme como a un enfermo o un convaleciente y el tacto de que yo no notara que me trataban como a un enfermo o un convaleciente. Aceptaron sin protestas mi hiperactividad patológica, mis ausencias inexplicadas, mis errores de bulto y mis caprichos aparentes, entre ellos el de suprimir las visitas a la cárcel, de las que invariablemente volvía sumido en un desaliento letal. Los fines de semana Cortés y Gubau se alternaban intentando distraerme: me sacaban de excursión o de bares, me llevaban al cine o al teatro o al fútbol, me invitaban a cenar o me presentaban amigas solteras o separadas. Más todavía me ayudó mantener a mi hija al margen de mi infortunio, ajena a lo que me pasaba, cosa que no había sabido o podido hacer durante el hundimiento que siguió a la penúltima desaparición de Tere y que solo había contribuido a hacer más fuerte el infortunio. También me ayudó aceptar la ayuda de un psicoanalista, al que casi me arrastró Gubau. El psicoanálisis me hizo bien por tres razones. La primera es que me permitió formular con detalle, masticándolo y digiriéndolo, qué había pasado a mis dieciséis años con Batista (solo entonces me di cuenta por ejemplo de que él había representado para mí, durante algunos meses, el mal absoluto). La segunda es que, aunque quizá no me permitió digerir del todo lo que había pasado con Tere, o con Tere y con el Zarco, me permitió aceptarlo, convivir con su recuerdo manteniendo a raya legiones de fantasmas hostiles en forma de conjeturas venenosas, de ficciones culpables, de remordimientos sin compasión y de recuerdos reales o inventados que alimentaban el suplicio con que me mortificaba a diario.

–¿Y cuál es la tercera razón? ¿Para qué otra cosa le sirvió el psicoanálisis?

–Para ponerme a escribir. En cuanto me tumbé en el diván del psicoanalista empecé a pensar que, si de verdad resultaba útil contarme de viva voz mi historia para poder entenderla, más útil resultaría contármela por escrito, porque pensé que escribir es más difícil que hablar, obliga a un esfuerzo mayor y permite profundizar más. De modo que cogí la costumbre de anotar esbozos de episodios, diálogos, descripciones, reflexiones sobre el Zarco y sobre Tere, sobre el verano del 78, sobre mi reencuentro con el Zarco y con Tere veinte años después; en resumen: sobre muchas de las cosas que le he estado contando estos días. Esas anotaciones eran azarosas y fragmentarias, no tenían un hilo narrativo único ni la menor voluntad sistemática, no digamos literaria; y, aunque el estímulo para empezar a escribirlas hubiera sido el psicoanálisis, tampoco tenían un propósito curativo, pero la verdad es que obraron sobre mí como una terapia, o por lo menos me sentaron bien. Lo cierto es que, un año después de perder de vista a Tere y de que el Zarco muriese, yo tenía la certeza de haber esquivado la amenaza de otro derrumbe y la impresión de que me había recuperado a mí mismo y había recuperado mi trabajo y mis hábitos de siempre, incluido el de visitar a mis clientes en la cárcel como mínimo una vez por semana. Un síntoma de mi recuperación (o quizá una consecuencia) fue que en Navidad me tomé semana y media de vacaciones. La pasé en Cartagena de Indias, Colombia, alojado en el Hotel de las Américas, bañándome por las mañanas en la playa del hotel o en las playas de las Islas del Rosario, por las tardes leyendo y bebiendo café y ron blanco y por las noches bailando en el Habana Club, un local del barrio de Getsemaní donde una madrugada conocí a una holandesa divorciada con la que me acosté varias veces y con la que de vuelta en Gerona intercambié una cantidad malsana de correos electrónicos durante quince días, al cabo de los cuales la historia terminó con la misma facilidad con que había empezado. Poco después empecé a acostarme con una profesora de lingüística recién llegada a la universidad y amiga de Pilar, la mujer de Cortés, una andaluza guapa, alegre y simpática de la que huí en cuanto noté que me llamaba demasiado por teléfono.

Durante ese tiempo no supe nada de Tere; en cambio, del Zarco (o de lo que quedaba del Zarco) tuve muchas noticias. Su muerte provocó su última resurrección pública y la cristalización definitiva de su mito. Era lo previsible: en cuanto el Zarco murió, todo el mundo debió de sentir con razón que los mitos de los vivos son frágiles, porque los vivos todavía pueden desmentirlos, mientras que, como los muertos ya no pueden hacerlo, los mitos de los muertos resisten más; así que todo el mundo se apresuró a construir con el Zarco muerto un mito invulnerable, un mito que él ya no podía contradecir ni desfigurar.

–Un mito invulnerable pero modesto.

–Un mito modesto pero real. La prueba es que aquí está usted, preparando un libro sobre él. La mejor prueba es que, ahora mismo, hasta los chavales saben quién fue el Zarco. Si lo piensa bien, es extraordinario: al fin y al cabo estamos hablando de un tipo que era solo un delincuente menor, conocido sobre todo por tres o cuatro películas mediocres y por un motín y un par de fugas televisados. Es verdad que la imagen que la gente tiene del Zarco es falsa, pero es que a la posteridad, aunque sea modesta, no se llega sin simplificaciones o sin idealizaciones, así que es natural que el Zarco se haya convertido en el forajido heroico que, para los periodistas y hasta para algunos historiadores, encarna las ansias de libertad y las esperanzas frustradas de los años heroicos del cambio de la dictadura a la democracia en España.

–El Robin Hood de la época.

–Sí: el Lin Chung de la Transición. Esa es la imagen a la que ha quedado reducido el Zarco.

–No es una mala imagen.

–Claro que es mala. Es falsa, y si es falsa es mala. Y usted debería terminar con ella. Usted debería contar la verdadera historia de Lin Chung, la verdadera historia del Liang Shan Po. Para eso me he pasado estos días hablando con usted.

–No se preocupe: no se me olvida. Aunque en el libro quizá no solo hable del Zarco: hablaré también de usted y de Tere y…

–Hable de lo que le parezca, siempre que diga la verdad. Bueno, ¿qué más quiere saber? Tengo la impresión de que ya se lo he contado todo.

–Todo no. ¿Ha vuelto a ver a Tere?

–No.

–¿No ha vuelto a saber nada de ella?

–No.

–¿Y de María?

–No más de lo que sabe todo el mundo. Que ahí sigue, agarrándose con uñas y dientes a su fama o a lo que queda de su fama, que yo creo que a estas alturas ya es bien poco. La muerte del Zarco y su reaparición en los medios permitieron que volviera a sus orígenes de mujer de hombre célebre y volviera a explotar la versión rosa de su vida con el Zarco. Así, a base de trolas, recuperó María el lugar que había perdido, aunque por muy poco tiempo. Luego lo perdió otra vez, y desde entonces ya no sé qué es de ella, ni siquiera si ha vuelto a vivir en Gerona… En fin, por mi parte solo puedo decir que al menos a sabiendas no contribuí a aquella fantochada, porque, por mucho que insistieron (y le aseguro que insistieron mucho), nunca dejé que me entrevistaran en el reality show en el que ella participaba. No me interprete mal. No lo hice por una cuestión ética, no me considero superior a María, ni siquiera tengo ya nada contra ella, y mucho menos contra los reality shows. Cada uno se gana la vida como quiere, o como puede. Lo mío son los juicios penales, no morales. Pero no me apetecía salir en la tele hablando de mi vida. Simplemente. Lo entiende, ¿verdad?

–Claro. Lo que no acabo de entender es que, desde la muerte del Zarco hasta ahora, se haya negado usted a hablar de él con periodistas serios, tipos que preparaban crónicas, reportajes, documentales, biografías, cosas así.

–Hay dos motivos. Uno es que al principio no tenía ganas de hablar del Zarco: igual que a Tere, lo único que quería era olvidarlo. Y el otro es que no me fío de los periodistas, sobre todo de los periodistas serios o supuestamente serios. Son los peores. Ellos sí que engañan, no los frívolos. Los periodistas frívolos mienten pero todo el mundo sabe que mienten y nadie les hace caso, o casi nadie; en cambio, los periodistas serios mienten escudándose en la verdad, y por eso todo el mundo los cree. Y por eso sus mentiras hacen tanto daño.

–Así que se convenció de que solo usted podía contar la verdad.

–No me tome por idiota. De lo que me convencí es de que solo yo podía contar una determinada parte de la verdad.

–¿Y por qué no la ha contado? ¿Por qué ha aceptado contármela a mí, que no soy periodista pero como si lo fuera, al fin y al cabo voy a escribir un libro sobre el Zarco?

–¿No lo sabe? ¿No se lo han dicho sus editoras? Si quiere se lo explico, pero es un poco largo. ¿Qué le parece si lo dejamos para el próximo día?

–De acuerdo. El próximo día es el último, ¿verdad?

–Sí. El próximo día le cuento el final de la historia.