La despedida
A veces, cuando observo un mapa de Europa, tengo una impresión visual extraña, como si la península Ibérica —España y Portugal— estuviera unida al resto del continente mediante una sola línea, la de los Pirineos. Y me parece que esa línea es frágil, que puede desgajarse de un momento a otro. Las montañas se me antojan una serie de grapas o uno de esos dibujos infantiles que indican «Cortar por la línea de puntos».
Me digo que España y Portugal fueron pegados a Europa hace ya tiempo por un dios, a saber cuál. Y el pegamento era tan espeso que cuando se secó dio lugar a los Pirineos.
A menos —es otra posibilidad— que se trate de un amante poderoso que mantenga a la Península en su lugar.
¿Es este amante perdurable? ¿Es el pegamento de buena calidad? A veces, en un cataclismo mental, imagino que las costuras ceden, que los Pirineos se rompen y que toda la Península parte a la deriva por el océano durante una noche. Por la mañana, a la hora de despertar, las cimas blancas de las montañas están lejos y la tierra cabecea bajo los pasos españoles.
¿Hacia dónde se dirige esa inmensa balsa? ¿Hacia África? ¿Hacia América? ¿O bien habrá de quedarse a cierta distancia de la costa para convertirse en una isla imponente, como lo son Irlanda o Gran Bretaña? ¿Una isla en la que los vascos y catalanes seguirían reclamando su independencia?
Conocemos ficciones históricas. A veces me dejo llevar por ficciones geográficas. ¿Y si las cosas ya no se encontraran donde están? ¿Si las zonas tropicales y los polos se desplazaran irregularmente? ¿Y si Sicilia se uniera a Túnez? ¿Y si Japón se uniera a Corea y Madagascar a África?
¿Y si África se deslizara dulcemente hacia la Antártida?
Que no cunda el pánico. En realidad los Pirineos parecen sólidos y España está totalmente unida a Europa. A pesar de que durante mucho tiempo estuviera ocupada por las fuerzas y las creencias provenientes de África y Arabia, eligió unirse fuertemente al continente europeo. De hecho lo hizo justo tras la Reconquista. Este es uno de los aspectos menos estudiados de la historia de España: el deseo encarnizado de ser parte de Europa, aunque para ello hubiera que conquistarla.
Muy sensible durante la época de los reinados de Carlos V y Felipe II, ese deseo pareció atenuarse en los siglos siguientes. No pasaba nada. Los profesores franceses nunca nos cuentan que el rey Carlos IV envió un gran contingente de soldados españoles al lado de los franceses para ayudar a los norteamericanos a conquistar su independencia. Los monarcas españoles no hubieran permitido que los franceses actuaran solos.
Incluso cuando el gobierno revolucionario de París declaró la guerra a España, mientras que el mismo Carlos IV se había negado a acudir en auxilio de su primo Luis XVI, desgraciado y amenazado, fueron las tropas españolas las que invadieron Francia. Y esto también se nos oculta o se olvida. Es cierto que solo ocuparon algunas ciudades de Aquitania y que todo se solucionó con la Paz de Basilea en 1795, pero España intentaba demostrar su presencia en Europa, mantener su rango en medio de la tormenta.
Por momentos, como durante la Segunda Guerra Mundial y los años siguientes, parecía que quisiera seguir su propio camino. Simple ilusión. Demasiado débil y privada por la guerra civil, esperaba simplemente volver a estar con nosotros. En apariencia estancada en el invierno franquista, soñaba en secreto con la movida.
Observando rápidamente las cosas, podría pensarse, por ejemplo, que si en los siglos XVII y XVIII se hubieran consolidado y modernizado sus relaciones con los prodigiosos territorios de ultramar, se habría podido convertir en una inmensa potencia americana, incluso mundial. Se habría puesto a la cabeza de una alianza hispano-americana todopoderosa. Pero no ocurrió nada de eso. En la historia de la descolonización, Colombia y Venezuela, seguidas de cerca por México, fueron las primeras naciones «nuevas». En el mismo instante en que el pueblo gritaba en Madrid: «¡Muera la nación!», esas nuevas entidades proclamaban su independencia. La modernidad no se encontraba solo en la organización de las ciudades, sino en los espíritus. Los países conquistados, los países satélites, las zonas colonizadas habían evolucionado más rápido que la metrópolis y esta parecía estar a la cola, como lastrada por un pasado demasiado pesado.
No resultará fácil librarnos de España o de Portugal. El pegamento de los Pirineos todavía tiene que aguantar mucho tiempo. De eso estoy seguro.
Doy aquí otro indicio de esa unión indefectible, consustancial a Europa. En numerosas ocasiones le he preguntado tanto a amigos franceses como españoles: ¿cuál fue el primer monarca español que cruzó el Atlántico para ir a visitar las inmensas tierras del Nuevo Mundo? Todos reflexionan, se preguntan y terminan por aceptar que no lo saben.
La respuesta es sencilla: ninguno. Ningún soberano español se sintió intrigado por las «Indias Occidentales», ni siquiera por curiosidad. Ni siquiera Franco llegó a ir. El primer rey en hacerlo fue el que está hoy a la cabeza del Estado: Juan Carlos I.
Pero tales territorios hace tiempo que dejaron de pertenecer a España.
Esas posesiones desconocidas eran para Madrid explotaciones lejanas, campos alejados de la granja madre. La verdadera pasión de los príncipes era Europa, la supremacía en Europa, la lucha contra los ingleses, contra los franceses o contra los turcos, que eran los nuevos moros y que atacaban Austria y España. Las declaraciones de independencia de las naciones americanas, a menudo redactadas y firmadas por descendientes de españoles, le resultaban indiferentes a la corona. Rumores lejanos sin mayor importancia.
Cada vez que se marchaba de un lugar entrañable, un lugar en el que le había gustado vivir, como El Paular o San José Purúa, Luis hacía «su despedida». Apenas habíamos salido del hotel, detenía el coche y en voz baja le decía adiós a las montañas, a los ríos, a los zapilotes mexicanos, a los monjes españoles, a las ranas, a los árboles. Les decía: «Fui feliz en vuestra compañía, os lo agradezco. Ahora me voy, sin duda para siempre. Ya no volveré a veros y por eso tenía que decir adiós».
Tras esas palabras, el coche se volvía a poner en marcha y nos quedábamos un rato en silencio.
Es el momento de hacer esa despedida cuando me acerco al final del libro.
Tengo que despedirme. Pero ¿de qué? Me doy cuenta de que he hablado de muy pocas cosas, de pocos personajes y lugares. De la Andalucía que tanto visité —casi nunca por trabajo, salvo para escribir La Vía Láctea—. ¿Puede haber un libro sobre España que no mencione la mezquita de Córdoba, los vinos de Jerez? ¿Por qué Granada, Cádiz o Sevilla solo se mencionan de pasada? En los años sesenta, para poder ir a esa ciudad fascinante, Ronda, había que seguir un camino muy estrecho tallado en la roca de la montaña. Una carretera vertiginosa, sin parapeto de ninguna clase, donde los tunantes parecían estar esperándote con sus trabucos tras cada peñasco. Y ni siquiera lo había mencionado.
¿Y qué decir del monasterio de Guadalupe? ¿Y de su parador anejo? ¿Y del delicioso gazpacho de Extremadura, a base de almendras y ajo?
Es cierto que mi propósito no era el de escribir una guía turística. No pretendía ser exhaustivo, más bien al contrario. He dejado de lado numerosos episodios personales: un festival de cine en Canarias, otro en Sitges, otro más en Zaragoza, un viaje a Extremadura, una semana en Valencia, mis viajes por Teruel, Cáceres, Málaga, Bilbao, Oviedo, Gijón, y un trabajo de dos o tres semanas con Berlanga.
Quería simplemente, con la ayuda de algunos encuentros importantes, de algunas frases y algunas historias, borrar los tópicos que citaba al comienzo. Quería sacar la cabeza del agua, abrir los ojos y mirar otra cosa, siguiendo mi propia escala, la de mi vida.
Cada pueblo conserva con cuidado una zona invisible que no se esfuerza en mostrar. Algo que es su tesoro y su vergüenza, que oculta y asfixia hasta el punto de llegar a ignorarlo. Esas eran las aguas en las que quería nadar.
Podría despedirme del «morcillismo», del amor por el pecado, de ese placer indecible e inevitable que padecía santa Teresa, de las paradojas sinuosas de Bergamín, de sus sonrisas agudas que marcaron una parte de mi vida. Podría despedirme de la Residencia de Estudiantes de Madrid, del peregrinaje a Toledo —que un día u otro tendré que dejar de hacer— y del mármol, pudriéndose eternamente, del cardenal Tavera. Y de la mirada de Buñuel, posada sobre mí durante más de veinte años.
No intentaré librarme de Carmen o de la Bella de Cádiz. Mis intentos habrían sido fútiles. Sin embargo, diré adiós a las tapas de cierto bar de Barcelona, a las carreteras peligrosas de Aragón, a las largas noches festivas de Madrid, al Museo del Prado por la noche, a los senderos montañosos de la sierra de Guadarrama, por los que andaba una hora cada día.
Intentaré despedirme de la palabra «cursi», a pesar de saber de la dificultad de este adiós. ¿Cómo poder separarse de algo que jamás se conoció?
¿De qué recuerdos puedo separarme sin demasiada pena, sin demasiada tristeza? Aunque sepamos que, de todos modos y a pesar de nuestros esfuerzos, nuestro pasado sigue modificándose y no deja de mentirnos, es imposible hacerlo.
Le diré adiós —sin rencor— a Goya, a esa naturaleza inexorable que nos enseña con insistencia, a ese cielo oscuro del que no podemos esperar nada —pero al que nos resulta imposible no rezar— a esa opresión antigua que se siente por todas partes y que de pronto explota, a esa extrañeza normal, a esa inteligencia loca, a esa presencia de la muerte como si fuera un miembro de la familia. Intentaré decirle adiós a las vestimentas trágicas de la vida e incluso al dolor de vivir. Intentaré despedirme de esa seguridad tranquila que la razón no posee en el mundo —por lo menos en el sentido con el que los franceses lo entendemos—, de los demonios que se sientan en la esquina del fuego, de esas ciudades lejanas y brillantes, grandes y coloridas en otro continente que se me presentan como si fueran un sueño olvidado, un sueño que hubiera despertado al durmiente pero para seguir cazándolo.
Despedirme.
Pero ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿qué momento escoger para mis adioses?
Soy como Buñuel, que se despedía de El Paular en cada una de nuestras partidas, por si no regresaba. Y fueron numerosas. Hasta la última, que me pareció igual a todas las demás y que sin embargo sería la definitiva.
Estoy en ese punto exactamente. Puedo decir cuál fue mi primer viaje a España. Pero no puedo decir cuál será el último.