En el trabajo

Luis definió desde el principio cuáles iban a ser nuestras condiciones de trabajo y desde entonces nos atuvimos a ellas durante más de veinte años. Nos levantábamos a las siete y media, cada cual tomaba el desayuno donde quería —yo solía hacerlo en la cafetería que se encontraba en la planta baja de la torre—, luego tres cuartos de hora para pasear, escribir cartas o descansar; después tres horas de trabajo, siempre en mi habitación, comida juntos a la una de la tarde, a pesar de los horarios españoles, siesta o far niente durante media hora, tres horas más de trabajo por la tarde, otra media hora de reposo, una copa en un bar y finalmente cena, a veces a solas y otras, las más, rodeados de amigos madrileños.

Por la noche, ya solo, me dedicaba durante dos horas a redactar una primera versión de la escena o de las escenas en las que habíamos trabajado durante el día. Para tener dos copias, las escribía en una máquina de escribir portátil que me acompañaba allá adonde fuera, en España o en México. Los ordenadores han conseguido que olvidáramos los accidentes de redacción, los atascos del papel carbón, las gomas, las cintas rotas y siempre imposibles de encontrar.

Al día siguiente, cuando nos reencontrábamos, lo primero que hacíamos tras contarnos los sueños que habíamos tenido por la noche, indispensables —tanto que si los habíamos olvidado, teníamos que inventárnoslos ya que, como diría Breton: «El que no sueña es un cabrón»—, y tras comentar algunas de las noticias de la prensa, leíamos la primera puesta en escena y el trabajo del día anterior. Una lectura silenciosa, frente a frente, acompañada de gruñidos de Luis y algunas risas breves.

Muy a menudo, Luis rompía las páginas. Otras veces las guardábamos; y volvíamos a comenzar.

Cuando vuelvo a pensar en ese verano de 1963, me acuerdo, además de los viajes a Toledo, de que era un período cálido, de una excitación cotidiana e intensa. Por un lado, a pesar de que en ese momento no contemplara el volver a trabajar con Buñuel —me había anunciado de golpe que probablemente se tratara de su última película, lo que repitió siempre y en todas las ocasiones, como si fuera una especie de exorcismo—, intenté hacerlo lo mejor posible para no decepcionarlo.

Por otro lado, me hacía tan feliz encontrarme cada día frente a un director tan ilustre, al que admiraba sinceramente desde hacía mucho tiempo, feliz e incluso orgulloso, que estaba preparado para recibirlo todo de él y quería que me gustaran todas sus ideas. Sin duda me faltaba una mirada crítica, la distancia.

Tras ocho o diez días de trabajo, Serge Silberman, el productor que me había enviado a Cannes y al que apenas conocía, vino a Madrid y me invitó a cenar, los dos a solas. Me sorprendió, ya que me había acostumbrado a compartir cada comida con Luis.

«Esta noche está ocupado —me dijo Silberman—, tiene asuntos familiares.»

Durante la cena me habló de unas cosas y de otras, sin duda del general De Gaulle, entonces en el poder, de algunas películas que acababan de salir, de las dificultades crecientes del oficio —por culpa de la televisión que «nos está echando de aquí, Jean-Claude»—, de algunas habladurías y cotilleos que ya he olvidado. En resumen, aquello me pareció una cena perdida, inútil. A los postres, sin embargo, se inclinó hacia mí y me dijo: «Por cierto, Luis me ha dicho que está muy contento contigo. Sí, piensa que eres muy trabajador, atento y cuidadoso pero… —y ese era el pero que yo esperaba—, pero a veces hay que saber decir que no».

Se explicó, pero brevemente. Aquella noche comprendí sin dificultad que Luis no buscaba un secretario maravillado, un «señor, sí», dispuesto a aceptarlo todo, sino un auténtico colaborador, alguien que a veces se opusiera y otras propusiera, aunque eso supusiera aceptar algunos riesgos. Tiempo después Luis me confesó que él mismo le había pedido a Silberman que se acercara a Madrid para decirme aquella simple frase, ya que él se veía incapaz de hacerlo.

A partir de aquella noche intenté hacerlo lo mejor posible. No era fácil. ¿Cómo poner cara de asco cuando Luis Buñuel te propone una idea que solo te gusta a medias?, ¿cómo decirle: no, no es bueno, es demasiado fácil, un poco vulgar, esperable, incluso banal? ¿Y cómo poder ofrecerle ideas de guiones que un espíritu como el suyo no hubiera pensado antes? ¿Cómo penetrar en su imaginario?

Sin embargo, él lo hacía. Poco a poco —en realidad desde nuestro segundo trabajo en común, la adaptación de El monje, de Lewis, que no pudo rodar debido a que nos fallaron los productores, uno de ellos el mismo Silberman— llegamos a lograr una colaboración bastante estrecha que durante el curso de los años fue perfeccionándose. Una dulce relación —o por lo menos así me lo parece—. Me animaba el hecho de que hubiera pedido en su contrato que yo trabajara con él, lo que pude averiguar por una indiscreción. Eso me dio alas.

Para Belle de jour, nuestro tercer guión, instituyó entre nosotros la regla del «derecho de veto».

Esta regla la había creado Dalí cuarenta años antes para la redacción de Un perro andaluz. Una regla tan simple como temible. Uno de los autores propone una idea y el otro solo dispone de tres segundos, ni uno más, para decir que sí o que no. Si uno dice sí, el trabajo puede entonces precisarse y desarrollarse. Si dice no, inmediatamente hay que renunciar a la idea, a la imagen, sin intentar defenderla, y pasar a otra cosa.

¿Por qué tres segundos? Para librarse únicamente a una reacción instintiva, profunda, para impedir a nuestra razón razonadora una posible intervención con todas sus habilidades, todas esas argucias que sabemos que posee. Para encontrar, aunque nadie sepa de dónde, una autenticidad enmascarada, inmediata, el salvajismo del pensamiento que los surrealistas se empeñaron en obtener con tanto ahínco.

Para la adaptación de Diario de una camarera tuvimos, desde nuestro primer encuentro en Cannes, la misma idea. Con el fin de evitar una película compuesta de sketches —una criada desvergonzada que pasa de un amo a otro—, intentamos agrupar a diferentes personajes en una misma familia. Por ello el hombre de los botines se convirtió en el padre de la dueña de la casa. Tras múltiples discusiones, finalmente solo conservamos dos localizaciones provincianas, una junto a otra.

El otro gran cambio fue un desplazamiento en el tiempo. Luis se mostraba reticente a situar una película a principios de siglo, una época que en su memoria aparecía llena de imágenes de paz, de una infancia dorada y feliz. «Cuando pienso —me dijo él al respecto, quizá exagerando un poco— que un periódico aragonés titulaba un día: “Un campesino resulta herido en un accidente de bicicleta”, no puedo evitar pensar ¡qué época más feliz, incomparable!»

Además, al situar la historia a principios de los años treinta, se reencontraba con una época que había conocido bien, ya que había vivido en Francia a partir de 1925. Ya no se trataba de su infancia, sino de su juventud. La ropa, los coches, todo le resultaba familiar. Y de paso eso le permitía arreglar las cuentas con la derecha francesa en la época en que el prefecto de la policía era Chiappe, que había prohibido La edad de oro —una prohibición que pesó sobre la película durante cincuenta años.

A menudo me han preguntado y aún lo siguen haciendo: «¿Cómo era el trabajo con Buñuel?». Y no sé qué responder. Era largo, como todo trabajo de guionista, largo y lento, con días vacíos e irritantes, silencios, desasosiegos, proposiciones repentinas de uno o del otro, digresiones, vueltas a empezar, decepciones, descubrimientos, risas. En dos ocasiones nos reunimos y trabajamos durante ocho o diez días a partir de una idea vaga, sin ningún resultado. A veces nos íbamos con las manos vacías.

Era aquel un trabajo exigente, evidentemente. Consistía en seguir cada día un camino estrecho, rodeado de los precipicios de la banalidad. Había que evitar caer en lo ordinario, pero también en lo incongruente, en una feria ambulante, en lo gratuito. «Tenemos que hacer cualquier cosa excepto cualquier cosa», decía Buñuel. En sus decisiones subyacía siempre la honestidad, aunque esas decisiones cambiasen con cada película. Me gustaría añadir que, a pesar de su formación y de pertenecer al grupo de los surrealistas, era ante todo un autor moral. Él mismo lo dijo y lo demostró rechazando algunas ofertas millonarias de las que fui testigo: «Lo que no puedo hacer por un dólar, no voy a hacerlo por un millón de dólares».

A veces le sobrevenía un desánimo súbito, inexplicable y brutal. Después de tres semanas de trabajo, llegaba una mañana y me decía: «Todo lo que llevamos hecho hasta ahora no vale nada. Es una mierda. Lo he tirado todo y creo que voy a regresar a México». Se sentaba frente a mí y no decía nada. Largo silencio. Mirada hacia el infinito. ¿Qué esperaba de mí? ¿Que me levantara, que recogiera mis cosas y que regresara a mi país? O al contrario: ¿que le hablara de otra cosa, que lo reconfortara sin aparentar estar haciéndolo, que poco a poco le devolviera al trabajo, que le persuadiera de que de todas formas teníamos dos o tres cosas buenas que podíamos conservar?

Dudaba continuamente. Lo hacía lo mejor que podía. Pero él me hacía dudar.

Descubrí más o menos pronto que se mostraba extremadamente atento al cambio del último plano de una secuencia que debía ser «como el último verso de un soneto» y el primer plano del siguiente. Esta relación es siempre misteriosa. A veces dos imágenes puestas una al lado de la otra se enriquecen, pero a veces se anulan e incluso se matan, sin que sea posible saber por qué.

A veces nos peleábamos, como es normal. Una vez incluso, en México, salió de mi habitación furioso mientras decía algo así como: «Por Dios, no comprende nada, soy yo quien tiene la razón, ¡he hecho más de treinta películas! ¡Y a eso se le puede considerar experiencia!». Salió y no me moví. Cinco minutos más tarde, había regresado. Se sentó frente a mí y me dijo: «Perdóneme. ¡No sé cómo he podido decir algo tan estúpido!».

Como sucede a menudo, basculábamos sin solución de continuidad entre la emoción y la norma. Todo tipo de creación, no importa su naturaleza, conoce ese dilema, esas dos posibles tentaciones, esas dos exigencias. Por un lado nos atrae lo que nos emociona, lo que nos toca, lo que nos horroriza, lo que nos sorprende, lo que nos hace reír. Es esa una sensación que querríamos poder compartir. «Una emoción compartida» es uno de los más grandes tópicos de la actividad artística, como si toda emoción, por definición, fuera buena por sí sola. Una emoción, a pesar de ser compartida, puede ser vulgar o simplemente ordinaria. Una emoción puede llevarnos también hasta el delirio, hasta la incoherencia. Nada puede hacerse sin emoción, pero nada puede hacerse solo con emoción.

Por otro lado, a menudo nos seduce el encanto seguro de la regla, el savoir faire. Se nos dice: «Mirad, es así como se hace la poesía (por ejemplo Boileau en el siglo XVII), como hay que escribir una novela o un guión. Estas son las reglas que debemos respetar. Os vamos a dar ejemplos que ya han pasado diferentes pruebas (lo que algunas veces es cierto). Solo tenéis que seguir estos modelos ilustres y tendréis éxito».

Respecto al cine, este es, en resumen, claro, el discurso de los profesores de guión de hoy en día en Hollywood y en otros lugares, profesores que se llaman a sí mismos «doctores», como si un guión fuera una enfermedad. Repiten sin cesar lo que otros teóricos afirmaron para otros géneros cinco siglos atrás.

Si seguimos ciegamente esas reglas solo llegaremos a lo convencional, a lo ya visto, a lo ya escuchado. Y era precisamente eso lo que Buñuel rechazaba en su conjunto.

Tal vaivén entre la emoción y la norma —la emoción es visible y sensible y la norma, a menudo secreta— la vivimos cada día, en cada momento de cada escena, incluso en los casos en los que se trataba, como sucedió con el Diario de una camarera o Belle de jour, de una adaptación. En esos casos, como Luis decía a menudo, el conflicto resulta más áspero todavía, ya que, cuando empieza a dudar, al guionista le tienta seguir el camino fácil del autor de la novela que hemos decidido adaptar.

Aquello nos parecía el menor de los problemas. Cuando algo no funciona, nos encontramos en una encrucijada confusa en la que tenemos diferentes caminos y tenemos tendencia a refugiarnos en el libro, a elegir la elección que el autor del libro hubiera preferido, en el caso en que él también hubiese tenido otras posibilidades. Por ello, a causa de esta obligación, llegado el momento de dejarnos llevar o de olvidar el libro, el trabajo de adaptación nos pareció siempre mucho más difícil e incluso más largo que la escritura llamada «original». Había llegado el momento de olvidar los caminos que había seguido el novelista y encontrar otros.

François Truffaut solía decir que Luis se sentía intrigado por la coexistencia en sus películas de una imaginación aparentemente ilimitada —y siempre muy personal— aunque situada en el marco de un guión sólido. Decía: «En sus películas no se sabe muy bien adónde quiere conducirnos, pero al final están muy bien construidas».

A menudo me he preguntado si la célebre fórmula de Salvador Dalí, esa que tanto extrañó a André Breton, el famosos método «paranoico-crítico», no era otro modo de definir las relaciones entre la emoción y la norma. A un mismo tiempo, casi en el mismo instante, paranoia y crítica. Mantener a la vez la cabeza fría y caliente, fórmula brillante e incluso irresistible con la que Dalí intentó moldear toda su obra —a pesar de las apariencias, era un trabajador concienzudo— y que Buñuel y yo intentábamos aplicar cada mañana sin que nos diéramos cuenta.

«Conocer las reglas para poder violarlas», decía Kant. Sí, pero hay que conocerlas.

Buñuel conocía hasta la última de las sutilezas del lenguaje del cine. Había sido asistente, figurante e incluso especialista, antes de ser director. En España, en los años treinta, antes de que comenzara la guerra civil, había sido productor delegado, lo que demuestra que sabía cómo había que organizar un rodaje. Había inventado además su propio método para establecer un plan de trabajo. Estaba todo en una página que contenía cuanto necesitaba en cada momento del rodaje. Y nadie salvo él era capaz de descifrar ese papel.

La paranoia por un lado y la crítica por el otro, pero sin ninguna separación, gracias a la fusión constante entre los sentidos y el pensamiento. Un estado excepcional que Rimbaud pareció alcanzar en algunos momentos. Sus primeras obras demuestran que conocía perfectamente las reglas de la prosodia francesa clásica. Era capaz incluso de componer versos latinos. Y sin embargo, cuando cumplió diecisiete años, hizo estallar esas reglas y le dio la vuelta a la historia de la poesía —de la francesa, en todo caso.

Ya he evocado el papel de productor que tuvo Buñuel en España. Recuerdo algo a este propósito y lo cuento aquí por temor a que se me olvide. Me lo contó él, evidentemente. En una de las películas de los años treinta, La hija de Juan Simón, que narraba el ascenso a la gloria de un joven cantante procedente del campo, el realizador preparó la escena que por entonces era inevitable de la «sala de baile». Situó a los actores y los figurantes y pidió que le encontraran un bailarín de flamenco para ponerlo encima de una mesa, al fondo, como simple decoración, pues apenas se apreciaría.

El realizador se ocuparía de ellos. Encontró a una chica y la llevó al estudio. La colocaron encima de una mesa y la filmación empezó.

Luis, en calidad de productor, se mantenía apartado, por detrás del director —cuyo nombre no recuerdo— y del cámara. En cuanto vio a la chica bailar, le dijo al director: «Puedes regresar a casa y descansar. Hoy me ocupo yo de la dirección».

El director se marchó muy contento y Luis tomó el mando. Lo primero que hizo fue desplazar la cámara, cambiar las luces e instaló la mesa del fondo en el primer plano, y durante diez minutos filmó a la bailarina desde diferentes ángulos. Únicamente a la bailarina.

Se trataba, aunque todavía era una joven desconocida, de Carmen Sevilla, elegida al azar por un ayudante en un cabaret. A Luis no le gustaba demasiado el flamenco, del que no sabía nada apenas, pero inmediatamente había sentido la cualidad excepcional de esa mujer.

Esos minutos quedaron en la película. Pude verla en Pézenas, en Francia, algunos años después de la muerte de Luis, durante un festival que proyectaba las obras íntegras de Buñuel, incluidas las películas que había producido. Hay en La hija de Juan Simón unos minutos en los que parece que la película se detenga. La historia, que es absolutamente banal, parece suspendida. Aguarda. Otra película, magnífica, rítmica, bien enfocada, se introduce clandestinamente en la producción ordinaria. Un canto de amor secreto y anónimo. Solo un vislumbre.

Cuando preparábamos El discreto encanto de la burguesía, un día en que paseábamos por los Campos Elíseos, vimos un cartel que decía: «Astro-Flash, su traducción astral en tres minutos». Se trataba de un ordenador, el primero, en el que había que meter los datos necesarios y fijaba rápidamente tu destino.

Cuando era joven, me encargué durante un tiempo de la sección astrológica de una gran revista femenina en París. El redactor jefe me había dicho, desde el primer día: «Todo está falseado para que guste a las lectoras, es necesario respetar unas convenciones. Por ejemplo Leo es valiente; Escorpio, peligroso; Virgo, tímida y casera…». En los astros también hay tópicos. «Y asimismo —me dijo el redactor jefe—, es necesario que haga un esfuerzo de escritura —para ello me habían contratado— y que cada cierto tiempo encuentre una frase bonita que intrigue e impacte.»

Luis y yo entramos en el Astro-Flash. Metimos el dinero que nos pedían y, unos minutos más tarde, recibimos los dos horóscopos. El mío no tenía ningún interés, ni siquiera literario. En cambio, en el de Luis se había deslizado una frase que nos extrañó: «No solo hay que rechazar las ideas preconcebidas, sino que además hay que reemplazarlas por una moral personal». Era una frase que se podía aplicar perfectamente a Luis y que se halla, de manera literal, en El discreto encanto de la burguesía.

El autor anónimo que había redactado —como yo antes que él— las diferentes respuestas del ordenador, figura así, sin saberlo y sin retribución, en uno de los diálogos de la película.

Luis me pedía siempre que le diera un guión preciso, que contuviera todos los diálogos, los movimientos de los personajes, la descripción de los lugares, la ropa, pero sin ninguna indicación técnica, sin escribir la palabra «cámara» siquiera, a pesar de estar acostumbrado, después de trabajar, por ejemplo, con Pierre Étaix, a indicar con precisión lo que en francés llamamos «un guión técnico», secuenciado en planos.

Recuerdo cuál fue mi sorpresa cuando Luis, al final del Diario de una camarera, me dijo: «Deme el guión, yo haré el guión técnico esta tarde y se lo devolveré mañana». No sabía cómo podía hacer un guión técnico —trabajo que normalmente requiere de mucha precisión— en solo unas horas.

En realidad, como supe al día siguiente por la mañana, le bastaba simplemente con leerse el guión, calcular más o menos cuántos planos iba a necesitar en cada secuencia y escribir dos o tres números al margen para facilitar el trabajo del director de producción. El verdadero guión técnico lo hacía en el plató, con el visor, en cuanto se encontraba con el decorado definitivo y con los actores escogidos. Y solo necesitaba unos diez minutos.

A propósito del oficio de Buñuel, tengo otro recuerdo. Al principio del rodaje del Diario de una camarera, le comentó a Georges Wakevitch, su decorador, que había demasiados cristales en uno de los decorados y eso podía impedir los movimientos de la cámara, ya que esta podía reflejarse en ellos. Wakevitch le explicó que solo hacía falta deslizar un pedazo de periódico doblado detrás del espejo para que deje de ser peligroso.

Luis le escuchó tranquilamente y después vino hasta mí para decirme: «Es increíble. Georges acaba de explicarme un truco que es el primero que uno aprende en cuanto entra en un plató. ¡Un pedazo de periódico tras un espejo! ¡Increíble! ¡Como si yo fuera un principiante!».

En cuanto a los actores, con Luis, lo mismo que con otros directores, lo principal durante la elaboración de un guión era la interpretación de los diferentes personajes. Es el mejor modo de ver qué efecto produce sobre el otro, y sobre todo sirve para ver si la escena se sostiene. Luis decía a veces: «Cuando una escena se puede interpretar, se puede escribir».

En efecto, ¿de qué sirve escribir las acciones, las palabras, sin antes ensayar, aunque sea mal, y darles así una primera forma, una primera vida? Estamos ahí, en una habitación anónima, uno frente al otro, sin disponer de ninguno de los medios técnicos necesarios para hacer una película: sin cámara, sin proyector, sin actores. Y sin embargo, debemos dotar a esa película de una primera forma que será escrita sobre el papel esperando a que le llegue una vida mejor.

Desde ahí, una improvisación constante: ¿Y si dijera esto?, ¿y si se desplazara?, ¿y si ella le pegara?, ¿y si ella se fuera dando un portazo? E incluso, casi siempre, el comienzo de una escena. Movíamos la mesa, las sillas, la lámpara. Intentábamos ver y hacer ver al otro una película que todavía no existía.

Es curioso que a menudo, en esos momentos, tanto con Luis como con Milos Forman y otros, el director, a la hora de improvisar, repitiendo quince o veinte veces la misma escena, suele escoger el papel femenino. Así, en Diario de una camarera, Luis siempre hacía el papel de Célestine, mientras yo interpretaba a sus sucesivos empleadores, fueran hombres o mujeres. Durante la escritura del guión de Belle de jour, Luis escogía, naturalmente, el papel de Séverine, mientras yo interpretaba el resto de clientes y a madame Anaïs, la dueña de la casa de citas.

Hay una razón para ello. Tarde o temprano, el director tiene que dirigir a los actores en tal o cual papel, es decir, aportarles los elementos necesarios para que su interpretación goce de la veracidad y la fuerza necesarias. Y para ello, bien que mal, tiene que penetrar en su intimidad, en sus miedos, en sus reticencias e incluso ponerse en su lugar. Por ello, instintivamente, suelen escoger el personaje que en apariencia está más alejado de su mentalidad y que por ende resulta más inalcanzable. No es más que una hipótesis.

Cuando creamos una película, buscamos una forma, la del guión, aun a sabiendas de que es temporal, de que solo se trata de una etapa, de un momento previo y de que la forma acabada será indefectiblemente la de la película proyectada en una sala y modificada cada día, a cada instante, con las diferentes reacciones del público.

Allí, en nuestra habitación del hotel, no teníamos ni estudio ni actores ni público. Estamos solos. Y ambos sabemos que un guión no es una obra por sí sola. Solo tendrá unos cientos de lectores; los que lo financiarán y aquellos que harán la película. No se trabaja sobre un texto escrito, sino sobre una película todavía fantasmagórica e incierta. Más adelante, en cuanto la película exista, nuestro trabajo desaparecerá en las papeleras de producción. Creamos un gusano que habrá de transformarse en mariposa y cuya piel, una vez se haya completado la metamorfosis, caerá sobre la tierra y se pudrirá. De vuelta al polvo.

Para regresar a esta etapa intermedia, para ofrecer imágenes, sonidos, lo que todavía no está sobre el papel, todos los medios son buenos; la palabra, por supuesto, pero también el gesto, la interpretación, los movimientos y los dibujos, que pueden convertirse en un útil precioso. Esbozar el croquis de un personaje tal y como uno lo imagina puede ahorrarnos largas frases.

Y más todavía: el dibujo puede permitir que nos movamos en el mismo espacio.

En efecto, cuando digo «a la derecha», mi derecha es la izquierda de él o de ella, que se encuentran frente a mí y viceversa. Nos desplazamos sin darnos cuenta en dos espacios diferentes. Sin embargo, si queremos trabajar con un mismo guión en una misma película es necesario que nos encontremos en un tercer espacio, que será precisamente el de la película.

Cuando era joven y comenzaba mi vida, fui un modesto dibujante e incluso viví de esa tarea. Dibujo todavía —pero menos de lo que me gustaría— y me resulta muy útil durante la escritura de un guión. Pierre Étaix, mucho mejor dibujante que yo, me enseñó todo cuanto un cineasta puede imaginarse a través de un simple trazo de lápiz. Él dibujó enteramente, con precisión, y desde diferentes ángulos, inventando incluso los muebles, todos los planos de Mi tío, la película de Jacques Tati, con quien trabajó durante cuatro años. Nuestro ojo echa un vistazo al papel y nuestra imaginación lo pone en movimiento.

De esa época con Buñuel conservo otro hábito. Por la tarde, cuando estoy solo, dibujo a grandes trazos la escena en la que hemos trabajado durante el día. Al día siguiente le pregunto al director, a Luis o a cualquier otro, sin enseñarle el dibujo: «En la escena de los paracaidistas, la puerta de entrada ¿estaba a la izquierda o a la derecha?». Si el director me responde «a la izquierda» y si en efecto la puerta está a la izquierda, nos encontramos en el mismo espacio, en la misma película; todo va bien. Pero si he puesto la puerta a la derecha, eso quiere decir claramente que tenemos dos visiones divergentes y que debemos trabajar mucho más, hasta llegar a encontrarnos, a fundirnos.

No hay nada peor que, tras semanas de trabajo, darse cuenta de que hemos seguido caminos divergentes y que no estamos en la misma película.

Y que todo tiene que volver a hacerse.

Puesto que la inspiración podía llegarnos en cualquier lugar y a cualquier hora (Luis me despertó una noche hacia las dos de la mañana y me pidió que me reuniera con él en su habitación porque había tenido una idea para el final de Belle de jour y aquello no podía esperar, tenía incluso lágrimas en los ojos), y para ayudarnos con el proceso de escritura, inventamos a una pareja de franceses de clase media, bastante interesados en el cine, lo suficiente para ir a ver una película de Buñuel. Se llamaban Henri y Georgette.

Creo que fue a partir de 1969 cuando nos acostumbramos a llevarlos siempre con nosotros y a sentarlos en unas sillas de mi habitación durante las largas horas de trabajo. Cada cierto tiempo, cuando surgía una idea loca, extravagante, que presentíamos revolucionaria, nos volvíamos hacia las sillas vacías y preguntábamos a Henri y Georgette. Si aceptaban la idea, podíamos seguir con ella. Si no, cuidado: dirección peligrosa.

Nuestra idea era que Henri y Georgette se quedaran en la sala hasta el final de la película.

A veces, tras una de mis proposiciones, Luis se levantaba, hacía el gesto de coger su impermeable, como si se encontrara en una sala de cine, y le decía a su acompañante invisible: «Venga, Georgette, vámonos. Esta película no está hecha para nosotros».

¿De dónde salían las ideas primigenias? A menudo de un libro, escogido por Luis (Diario de una camarera, Ese oscuro objeto del deseo, La mujer y el pelele, de Pierre Louÿs, y El monje, de Lewis), o como propuesta de un productor (Belle de jour). Para las historias originales, solíamos escoger un asunto (las herejías para La Vía Láctea), otras veces todo provenía de una idea vaga o de una simple palabra.

Para El discreto encanto de la burguesía, la palabra escogida había sido «repetición». Luis se sentía desde hacía tiempo atraído por las acciones que se repiten. Si se mira con cuidado El ángel exterminador, se verá al principio que, mientras los invitados se instalan, dos de ellos se presentan dos veces.

¿Por qué? Es una pregunta que no hay que hacerse. Sencillamente, es así.

Nos marchábamos y nos encerrábamos en el paraíso desaparecido de San José Purúa y buscábamos una situación que pudiera repetirse. Si encontrábamos una, la incluíamos.

Primera escena: es de noche. Un hombre avanza por la calle, se detiene delante de los muros que limitan una bella propiedad, escala la verja y salta al jardín. Se desliza como un lince entre la hierba, entre los árboles, y entra en una casa elegante, sube las escaleras y se mete en un despacho. Allí hay un hombre de avanzada edad, una persona importante, trabajando. El visitante se acerca a él, lo golpea ferozmente, salta por una ventana abierta y se escapa en la noche.

La policía pregunta. Siguen algunas escenas rápidas y olvidadas que conducen a la detención del asesino. Podemos reconocerlo. Es él.

Los investigadores proceden a reconstruir el escenario del crimen. Regresamos entonces a la primera escena. Es de noche, un hombre se dirige hacia los muros de la casa elegante, pero esta vez está vigilado por un grupo de policías.

Lo seguimos hacia el jardín, por las escaleras (mismos ángulos, mismas luces que en la primera escena), entra en el despacho y un muñeco ocupa el lugar de la persona importante.

El hombre golpea salvajemente al maniquí, se acerca a la ventana abierta, salta y desaparece en la noche, exactamente como hizo la primera vez.

Salta y desaparece.

Aquel comienzo de película nos gustaba. No recuerdo todas las soluciones que contemplamos para continuar con el mismo tono. Sin duda fueron numerosas, pero nada nos satisfacía. No llegábamos más lejos. Estábamos bloqueados. Así que enviamos un mensaje a Serge Silberman, que entonces estaba en Los Ángeles, y le dijimos que renunciábamos al proyecto.

Serge se acercó a México para vernos. Estaba decepcionado. Y además debía pagar nuestra estancia y mi viaje. ¿Qué hacer?

Era por la noche. Estábamos los tres solos en un bar, abatidos. Ya habíamos anunciado a la dirección que nos marcharíamos al día siguiente. Y de pronto Serge nos dijo: «No sé qué pasa pero parece que todo el mundo ha perdido la cabeza. ¿Sabéis lo que me pasó hace dos semanas?».

No lo sabíamos. Nos lo contó y lo escuchamos, sin prestar demasiada atención: «Estaba en París y me encontré con dos amigos brasileños a los que invité a cenar a casa cuatro días más tarde, un martes. Me había olvidado de que ese martes precisamente no iba a estar en Francia. Se me olvidó incluso comentárselo a mi mujer. El martes mi mujer estaba en casa, sola y en bata. Había cenado un poco de jamón serrano. Llamaron a la puerta, fue a abrir y allí había dos brasileños con sus mujeres que iban a cenar y que llevaban flores. ¿Os dais cuenta?».

Me acuerdo muy bien de la mirada rápida que intercambiamos en ese preciso momento Luis y yo. El azar, el maravilloso azar, acababa de darnos algo en lo que sin duda nunca hubiéramos pensado. Unos minutos después Luis le dijo a Serge que quizá nos quedaríamos un poco más en San José. La escena que acababa de contarnos se convirtió, con algunas modificaciones, en la primera de la película. Nos dio además el elemento repetitivo: un grupo de amigos que quiere cenar y que no lo consigue.

Para esa misma película buscamos incidentes que por su aspecto insólito o imposible impidiera a los amigos celebrar una comida. Esos incidentes debían ser «posibles casi al límite». Ni hablar de un hipopótamo que se presenta en una casa de la burguesía. No importa qué excepto no importa qué. No habría ningún hipopótamo.

Le propuse un día la escena siguiente: les invitan a cenar a un sitio, en una dirección que no conocen. Llegan a una calle oscura, entran en un edificio y se encuentran con una mesa puesta pero no hay nadie. Todos se sientan, mientras siguen hablando, extrañados de estar solos, y de pronto se escuchan tres golpes y la cortina tras la que se oculta la ventana se abre y descubrimos un teatro, lleno de espectadores. Los amigos están en un escenario y tienen que interpretar.

Luis me escuchó y en menos de tres segundos me dijo que no. Un poco decepcionado, respeté la regla del derecho de veto y archivé la escena.

Unos meses más tarde, durante la segunda versión del guión —en total fueron cinco—, esperando que hubiera olvidado mi primera proposición, le propuse la misma escena y recibí una segunda negativa, tan nítida como la primera.

Como esa situación seguía gustándome y me parecía que le convenía a la película, más adelante se la propuse una tercera vez. Entretanto, la noción de sueño había aparecido en el guión y, como Luis me explicó, todo aquello que parecía inconcebible en la vida real (equivocarse de dirección, entrar en un teatro sin darse cuenta, no ver a nadie entre bambalinas, no fijarse en las dimensiones inhabituales de la cortina…), se volvía posible. Habíamos encontrado nuestro camino hacia la cima, aunque todavía avanzáramos con lentitud y prudencia.

Luis se puso a trabajar a partir de mi propuesta. Escogió una calle en la que un andamio exterior ocultaba los números de los edificios, introdujo a un camarero en el comedor y escogió un texto de Don Juan Tenorio —que como ya he dicho había representado en dos o tres ocasiones en México, en el teatro de Bellas Artes.

Juntos ideamos poner en las paredes armas falsas y, sobre la mesa, falsos pollos de cartón. No sé cuál de los dos tuvo la idea de que el personaje que interpretaba Jean-Pierre Cassel, con la frente llena de sudor, dijera: «¿Qué tengo que decir? He olvidado el texto…».

Una pesadilla que a menudo atormenta a los actores de todo el mundo. Y que se nos aparecía en sueños tanto a Buñuel como a mí.

En una ocasión intentamos encontrar inspiración en una anécdota verdadera. En esa época de la guerra fría, aviones bombarderos estadounidenses daban la vuelta al mundo llevando armas nucleares. La imagen apocalíptica de una amenaza constante. Resulta que dos de esos aviones cayeron al mar en Palomares, lo que generó una conmoción considerable, y Luis pensó hacer de ello una película. Me lo comentó y nos pusimos manos a la obra. Una escena —real— nos interesaba sobre todo: la del embajador de Estados Unidos y los miembros de su equipo que se pusieron el bañador para tirarse entre sonrisas al mar y demostrar así que no había peligro alguno.

Por razones de producción que he olvidado, la película nunca pudo hacerse. Luis lo lamentó durante mucho tiempo. Y yo también.

Al final del proceso de escritura de Diario de una camarera, Luis me preguntó: «¿Le gustaría interpretar el papel de sacerdote en la película?». Un poco sorprendido, le pregunté: «¿Por qué yo?». «Porque cuando interpretábamos las escenas del sacerdote, lo hacía muy bien.»

Hasta entonces solo había hecho de figurante en las películas de Pierre Étaix. Acepté mi primer papel verdadero. Tenía incluso una larga escena dialogada, una especie de confesión sexual velada con la dueña de la casa, interpretada por Françoise Lugagne. Seguí las indicaciones de Luis, que se encontraba a sí mismo «muy mal actor, muy excesivo, muy grotesco». La filmación fue bastante bien. Lo que más me costó, lo recuerdo bien todavía, fue hacer la pausa suficiente para posar los ojos sobre un pastel que estaba encima de una mesa. Luis tuvo que indicarme varias veces el ritmo del movimiento. Pero en su conjunto, funcionaba.

Comenzaba a distinguir las verdaderas dificultades del actor y que la mayoría de las veces los guionistas ignoran. Me encontraba ante los problemas que me he pasado la vida poniendo a los demás. Es un ejercicio que recomiendo a todos los guionistas, e incluso a los directores.

Descubrí en esa ocasión una perversión sexual singular aunque inocente. Se la conté a Luis al día siguiente, lo que le divirtió. Una amiga de mi mujer me preguntó seriamente si podía venir a mi estudio de Joinville para desabrochar uno a uno todos los botones de mi sotana negra. Me dijo que desde hacía mucho tiempo soñaba con ello. Lo acepté de buen grado y le perdoné el pecado.

Luis me confió otro papel de sacerdote en Belle de jour. En el castillo del duque, justo en la escena anterior a la del féretro, celebraba una misa ante una magnífica reproducción del políptico de Grünewald, un crucificado retorcido de dolor, terrible y patético que a Luis le gustaba mucho. El duque, interpretado por Georges Marchal, hacía de mi acólito. Tras el Ita missa est, tenía que retirarme. La escena de la masturbación macabra, cautivadora, secretamente incestuosa y puede que incluso necrofílica que Catherine Deneuve esperaba dentro de su ataúd, podía dar comienzo.

Desgraciadamente, desaparecí de la película, ya que la censura eliminó la misa que yo celebraba. O al menos eso es lo que nos dijeron los productores, los hermanos Hakim. Pero Luis siempre dudó de la veracidad de esa versión. Siempre sospechó que le habían tomado la delantera y que habían cortado la escena ellos mismos.

En La Vía Láctea me ascendieron en la jerarquía y otorgaron el papel de obispo, aunque fuera un obispo herético del siglo IV, el de Ávila, Prisciliano, que murió en la hoguera. Tenía que decir todo un texto en latín, las únicas frases que conservamos de Prisciliano. Cuando algún periodista le preguntó por qué Carrière iba a interpretar ese papel, Luis le respondió, con la mayor seriedad: «Porque cada día resulta más difícil encontrar un actor que hable correctamente latín». Puede que estuviera recordando mi entrada en Madrid con los seminaristas.

Cuando le preguntaba qué pensaba de mí como actor, solía contestarme: «Es usted muy bueno, pero únicamente para los papeles de eclesiástico». Me recomendó que no aceptara ningún otro, «si no, arruinará su carrera». Tiempo después, en 1970 y por la sencilla razón de que el productor no tenía los medios para pagar a dos actores conocidos, obtuve el papel masculino principal junto a Anna Karina, en una película de Christian Calonge, La Alianza, inspirada en una de mis novelas. Interpretaba a un veterinario parisino que admitía en su consulta a los animales más raros del mundo, como dragones de Komodo, insectos con cuernos, pequeños monos agresivos… Lo que hizo que al terminar el rodaje tuviera las manos rasguñadas y la cara arañada.

Invitaron a Luis a ver la película en una proyección privada. Creo que le gustó. En todo caso, habló con amabilidad al director.

Obviamente, le pregunté: «Y como actor, ¿cómo me ha encontrado?» Él contestó: «Muy bien, de verdad. Pero solo para papeles de eclesiásticos y de veterinarios».