La Residencia

Volvamos un momento a la Residencia. Para Buñuel, Lorca y sin duda Dalí, su estancia de varios años en este «colegio mayor» fue decisiva. Luis, que estuvo allí siete años, más tiempo que los otros dos, me hablaba de ello a menudo, no sin nostalgia y con los ojos brumosos. Una época de descubrimientos, de inspiración, de excitaciones, de apertura feliz, que evocó en Mi último suspiro.

A principios del siglo XX se trataba de un establecimiento totalmente novedoso en España. Grande y espacioso, está enclavado en un altozano que domina Madrid. Era en la época el único edificio relacionado con la educación que no tenía capilla. La enseñanza era lo más «moderna» posible, sobre todo en ciencias. «Estaba al mismo nivel que Francia o Inglaterra», decía Luis.

Los estudiantes podían practicar un deporte de su elección. Luis escogió el boxeo y los otros dos, ninguno. Como me confesó, a Luis le daban miedo los golpes y solo participaría en dos combates: uno que perdió y otro que ganó porque su contrincante se había retirado. Dalí pintaba allí todo cuanto quería con su clásica aplicación técnica. Lorca escribía, leía y recitaba en público e incluso representaba, con escasos medios, sus primeras obras de teatro. Cada uno tenía su habitación particular. También cabía la posibilidad de alquilar una habitación en la ciudad, cuando el estipendio familiar lo permitía.

Cuando hablaba de sus años en la Residencia, Luis se acordaba de una vida estudiantil agitada, turbulenta. También del «club de los aspersores», que había fundado él mismo y cuya actividad principal consistía en echar cubos de agua sobre todo aquel que se atreviera a franquear las puertas de sus dominios. Alberti conservaba el recuerdo de ese ejercicio y más tuvo que acordarse cuando en 1977 vio Ese oscuro objeto del deseo, donde el personaje de Fernando Rey le tira a Carole Bouquet un cubo de agua desde un tren. Luis reconocía haber pasado la mayor parte del tiempo fuera de las clases y del gimnasio, en los cafés y en los burdeles.

En 1920 comenzaba también a escribir y a publicar sus poemas en la revista Horizonte. El primero de esos poemas presentaba uno a uno todos los instrumentos de una orquesta. A Gómez de la Serna le gustó mucho.

Cuando me hablaba de aquellos años, Luis regresaba a ese vínculo singular que se había establecido entre Lorca —el mayor, el iniciador, el del encanto sin parangón— y los otros dos. Numerosos son los autores españoles —y no solo españoles— que han intentado imaginar, comprender y contar lo que sucedía allí. Es un episodio que ha sido numerosas veces cantado, descrito y analizado. En uno de sus libros, Agustín Sánchez Vidal llegó a denominarlo el «enigma sin fin». Lo único que puedo hacer es quedarme con mis recuerdos y repetir lo que Buñuel me contó.

De Lorca conservaba un recuerdo maravilloso. Los dos juntos, sin Dalí, iban a menudo a las verbenas de Madrid. A Lorca le gustaban las fiestas populares. Durante una de estas, la verbena de San Antonio, improvisó en el reverso de una fotografía un poema dedicado a Luis y se lo dio. Luis conservó toda su vida aquel poema como si de una reliquia se tratara. A partir de los años sesenta, como el texto escrito a lápiz había comenzado a borrarse, Luis lo recopió en tinta sobre una hoja del mismo tamaño y los puso a los dos, cara a cara, en un mismo estuche. Era un objeto sagrado, venerado. Me lo enseñó en varias ocasiones.

A veces, cuando íbamos en coche, le venía un poema de Lorca a los labios y lo recitaba en voz alta. Estaba sentado a su lado y lo escuchaba, pero en realidad solo decía esas palabras para sí mismo. Una vez el poeta muere las palabras siguen vivas.

Cada vez que me hablaba de Lorca sentía en la espalda la presencia amenazadora y terrorífica de unos fascistas vociferantes a punto de fusilarme. Buñuel lo había visto tres días antes de que se marchara a Granada e intentó vanamente disuadirlo. A pesar de que evitaba cualquier tipo de sentimentalismo, la muerte de Lorca formaba parte de Luis. Estoy seguro de que pensaba a menudo en él, varias veces al día. Una noche en la que ni siquiera habíamos hablado de él llegó a decirme: «Cuánto tuvo que sufrir cuando supo que lo iban a fusilar… Tenía tanto miedo a la muerte…». Y se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué lo mataron? Luis decía que en esa época todo el mundo gritaba: «Muerte a la inteligencia». Decía también: «Cuando la furia se adueña de los mediocres, nada puede detenerlos».

Con la amistad de los tres se produjo un encuentro único en la historia de la cultura española, nunca se dirá lo suficiente. Era el comienzo de un siglo decisivo. Ellos postularon la independencia del alma, la fuerza de las ideas, la libertad del artista siempre en peligro pero siempre esencial. En un territorio mucho más secreto en el que no podemos penetrar, compartieron intercambios íntimos, contactos a menudo silenciosos, miradas, emociones, disgustos, indignaciones, entusiasmos y todo aquello cuanto podía ofrecer un trío tan extraordinariamente dotado.

Buñuel no era el bruto deportista que él mismo decía. Además de entomología —que estudió en profundidad—, comenzó a leer a Spencer, Marx y Nietzsche en una pequeña colección que se vendía a una peseta el volumen. Como disponía de veinte pesetas a la semana, era el más favorecido de todos sus compañeros. Obtuvo cuatro títulos: el de ingeniero agrónomo, el de ciencias naturales, el de ingeniero industrial y el de filosofía y letras. Este último tenía otras tres subdivisiones: la historia, las letras y la filosofía propiamente dicha.

Sus opiniones políticas empezaban a fraguarse en aquel momento. Confesaba haberse alegrado con el asesinato del arzobispo Soldevilla Romero a manos de dos anarquistas, Ascaso y Durruti. Este último llegó a dirigir un verdadero ejército de dos mil hombres durante la guerra. Soldevilla Romero había dicho que los anarquistas eran unos asesinos, y estos le dieron la razón. El arzobispo fue asesinado cuando estaba llegando a un convento de monjas.

Cuando supo que también el presidente Dato acababa de ser asesinado, Luis quiso ir a ver los impactos de las balas en las paredes. Como estaba en contra de la pena de muerte, se manifestó un día a las cinco y media de la mañana contra la ejecución de tres asesinos, delante de la prisión donde eran ajusticiados en aquel mismo momento.

No hay duda de que Lorca estaba enamorado de Dalí, quien, carente de libido, activa o pasiva, aceptó satisfacerle. «Sin gran éxito», solía decir Luis. Que Buñuel estuviera celoso de esta atracción es —y de eso estoy casi seguro— una quimera. En cambio, es cierto que Lorca se sintió herido con el título de Un perro andaluz, una película que habían escrito los otros dos sin él. Creyendo que estaban confabulados en su contra por alguna razón que ignoraba, no les dirigió la palabra durante seis meses, al cabo de los cuales volvieron a ser amigos.

Luis me contó también cómo un día, Lorca, tras su regreso de París, les invitó a Dalí y a él a la lectura de una nueva pieza: Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín. Se instalaron los tres en un café tranquilo de Madrid y Lorca comenzó a leer el primer acto. A Buñuel no le gustó en absoluto. Le pareció cursi y afectado. Si creemos lo que dice en Mi último suspiro, declaró que aquello le parecía una mierda. Y Dalí estuvo de acuerdo.

Me contó en varias ocasiones la escena y siempre de un modo diferente. ¿Cuál de las versiones es la auténtica? No lo sé. De nuevo la inseguridad de los recuerdos. ¿Acaso «arregló» la escena para que se adecuara mejor al final? Todo es posible. Es lo que ocurre con nuestro pasado, que poco a poco se va convirtiendo en ficción.

Según una segunda versión, Lorca, para quien la opinión de Luis era importante, le preguntó al final de la lectura del primer acto qué pensaba. Luis, que conocía la susceptibilidad de Lorca, habló con cuidado, hizo observaciones muy prudentes, dijo por ejemplo: «Sí, es sólida, es original, está maravillosamente bien escrita, pero quizá demasiado bien escrita, es demasiado evidente, tiene demasiados ornamentos…». En resumen, se las arregló como pudo. Lorca miró entonces a Dalí y le preguntó su opinión. Dalí respondió sin dudar: «Buñuel tiene razón, es una mierda».

Mientras vivió Buñuel, nunca me llevó a la Residencia, ni tampoco a Calanda, el pueblo de Aragón del que era originario. Me enseñó el edificio a lo lejos y de pasada. En 1970, durante una de sus ausencias, me invitaron a hablar de él junto con el pintor Hernando Viñes y su amigo Pepín Bello. Durante el rodaje de El último guión, Jean-Louis y yo pasamos allí una noche. Nos trataron muy bien. Intentamos reconstruir nuestros recuerdos a partir de los recuerdos, tratando de no tergiversar nada. Llegamos incluso a acariciar el piano en el que Lorca tocaba.

Al día siguiente, mientras estábamos en el aeropuerto esperando que anunciaran la salida de nuestro vuelo hacia París, sonó el móvil de Jean-Louis. Respondió y entonces se le demudó la expresión de la cara. El último superviviente de la época gloriosa, Pepín Bello, acababa de morir con ciento dos años. Había fallecido la noche en que nosotros habíamos dormido en la Residencia.