Jesús Franco

Bajo ese nombre extraño pero auténtico se oculta una de las figuras más enigmáticas del cine español. Director de películas de serie B —incluso X o Z—, parece ser que ha llegado a realizar más de doscientos cincuenta largometrajes en todas partes de Europa. A veces firmaba con el nombre de Jess Frank, pero también utilizaba otros seudónimos. Desconozco la mayoría.

Colaboré en dos de sus películas a comienzos de los años sesenta: Doctor Z y Miss Death y Cartas sobre la mesa, esta última con Eddie Constantine, que en esa época era una gran estrella.

Este extraño personaje, a quien la cinemateca francesa rindió un homenaje en 2009, contaba sobre su vida, sobre sus películas, sobre España, historias que de tan increíbles incluso podían ser verdad. Me dijo que había estudiado en El Escorial. A veces por la noche salían él y su compañero de habitación y se dedicaban a visitar el museo con una llave que habían conseguido. Entraban en silencio y pasaban ante los cuadros y su compañero le decía, con solo quince años: «Un día robaré esto o aquello». Ya había elegido.

Al finalizar los estudios, los dos chicos se separaron y se perdieron de vista. Unos años después se cometió un espectacular robo en el Museo de El Escorial. Los cuadros que robaron eran precisamente aquellos que su compañero le había señalado. Un compañero al que nunca volvió a ver.

Era un excelente técnico. Había sido asistente de Sergio Leone en El coloso de Rodas, y de Orson Welles en Campanadas a medianoche, una película de la que había filmado numerosos planos, en particular de la escena de la batalla.

Jesús había escogido un cine de segunda categoría y mezclaba en él el erotismo común, los vampiros, los muertos vivientes, el esoterismo de bazar y las banales aventuras policiales. Lo mezclaba todo. Consiguió durante casi cincuenta años, a precios de oscuras coproducciones, trabajar casi sin cesar. A veces rodaba cuatro o cinco películas al año. Alguien llegó a contarme, aunque es una historia de la que no puedo garantizar la veracidad, que una noche Jesús abandonó el rodaje de la película de la que era director, a través de la ventana de su hotel, para empezar otra película en otra parte.

Probablemente es el príncipe del género misterioso, que es financiado y distribuido sin saber muy bien cómo, lejano heredero de las primeras películas de terror y de aventuras. ¿Quién ve esas películas? ¿Quién compra sus vídeos o sus DVD? ¿En qué circuitos misteriosos se mueven para poder garantizar su existencia? ¿En qué extraño subterráneo se compran y se venden? No lo sé. Nadie ha conseguido explicármelo.

Se trataba obviamente de películas poco costosas, filmadas rápidamente en dos o tres semanas, con un real savoir-faire y un claro desdén por el perfeccionismo. En Cartas sobre la mesa, por ejemplo, había una bomba que explotaba en una habitación en la que, si lo recuerdo bien, los personajes jugaban a las cartas. Le pregunté cómo iba a rodar aquello, con la rapidez que lo caracterizaba. Él me respondió: «No te preocupes».

En efecto, fue muy sencillo. Se escucha una explosión en off, un efecto sonoro que se añadió más adelante y que provenía de una película de guerra, mientras que un asistente tiraba encima de la mesa un saco de arena. Y ya está. Pasemos a lo siguiente.

En dos ocasiones Jesús vino a verme a Madrid o a París para decirme: «Escucha, ya estoy harto de todas esas gilipolleces, ahora quiero hacer una película de verdad, la que será mi primera película —ya tenía treinta o cuarenta a su espalda— y quiero escribirla contigo. Si estás de acuerdo. Esta es mi idea».

Y entonces me contaba una idea o un comienzo que siempre me parecía interesante. «Tengo el dinero, todo está listo. Si estás preparado podemos empezar el lunes.»

El lunes, cuando lo llamaba, me enteraba de que se había ido a filmar otra «gilipollez» y no volvía a saber de él durante una larga temporada.

No lo he visto desde hace quince años. Pero no he perdido la esperanza de escribir con él algún día su «primera película».

Jesús Franco me contó una historia española que considero la más hermosa del mundo. Allí también, bajo una forma familiar, pero con una construcción rigurosa, se puede obtener uno de los secretos del alma de un pueblo.

Según Jesús se trata de una historia vasca que hay que contar con cierto ritmo, muy lento. Un pastor vigilaba dos vacas en un prado. Llega un hombre y se sienta un momento en el murete para descansar, observa las vacas y pregunta:

«¿Comen bien las vaquitas?».

«¿Cuál?», le contesta el pastor, poco charlatán.

El otro duda un momento antes de decir: «Pues la blanca».

«La blanca, sí», responde el pastor.

«¿Y la negra?»

«La negra también», dice el pastor.

Pasa el tiempo —tanto como el narrador estime necesario— y el paseante pregunta de nuevo:

«¿Y dan mucha leche?».

«¿Cuál?», vuelve a preguntar el pastor.

«Pues la blanca», dice el hombre.

«La blanca, sí», responde el pastor.

El hombre espera un momento y pregunta:

«¿Y la negra?».

«La negra también», responde el pastor.

El hombre espera un momento más y finalmente pregunta:

«¿Por qué todo el rato me preguntas cuál?».

«Porque la blanca es mía», dice el pastor.

El otro afirma con la cabeza y tras unos segundos pregunta:

«¿Y la negra?».

«La negra también.»