Fernando Rey
En una ocasión fuimos a Barcelona a la inauguración de una exposición sobre Buñuel con Jean-Louis Buñuel y Fernando Rey. Fue en los años ochenta, tras la muerte de Luis. El ruido de los tambores de Calanda hacía temblar los cristales de las ventanas y se soltó un rebaño de ovejas en la sala como homenaje a El ángel exterminador. Los animales hicieron unos estropicios inimaginables y fueron necesarios unos veinte policías disfrazados de pastores para atraparlos.
Ese mismo día, Fernando Rey nos improvisó un paseo por la ciudad. Intentaba reencontrar los pequeños teatros en los que a finales de los años cuarenta había debutado como actor, en las pobres condiciones de las compañías ambulantes de entonces. Pero aquellos teatros fueron arrasados por los tiempos modernos y hoy en día ya no existen. El primero había dado paso a un garaje y de él no quedaban ni las paredes. Otro se había transformado en una tienda de ropa para mujeres, pero una parte se había conservado y Fernando, no sin emoción, nos señaló una parte del palco que todavía se conservaba. Había también rastros de un antiguo camerino, una puerta, una escalera tortuosa que conducía al escenario y una trampilla. Pobres y escasos vestigios de otra época. Apenas se acordaba de las obras que allí se habían interpretado en sus comienzos.
A menudo se dice que el teatro es el dominio de lo efímero, que el tiempo todo lo devora y que borra cualquier tipo de representación, incluso las más excepcionales sin dejar rastro de la gloria o de la belleza de una tarde. En aquella época en Barcelona el tiempo borraba también los edificios. Del pasado únicamente quedaba un solo hombre.
Fernando Rey fue, gracias al cine, el actor español más famoso de su época. Era para Buñuel como una especie de espejo elegante, discreto y misterioso, donde enseguida pudo reconocerse, sin que jamás llegara a admitirlo. Lo escogió primero para Viridiana y le pidió que envejeciera, ya que los separaban una veintena de años. Se reencontró con él en Tristana y luego en El discreto encanto de la burguesía. Pero quizá donde la imagen del espejo se muestra más fiel es en Ese oscuro objeto del deseo, la última película de Luis. Cuando le oigo hablar de algunas escenas en la versión española me parece estar escuchando al propio Luis; sobre todo cuando habla de la vejez, del tiempo que aún nos queda o del amor que se va.
En esa misma época conocí en México a un grupo de exiliados que esperaban la caída o la muerte de Franco para regresar a España. Pero nunca llegaba. Algunos, tristemente, murieron antes de que ocurriera. La nostalgia de España era el sentimiento que primaba entre ellos. El exilio consigue avivar el pensamiento, renovarlo. Pero también puede acapararlo y destruirlo.
A diferencia de Luis, que se había adaptado a su nueva patria hasta el punto de construir una casa y nacionalizarse mexicano (de vez en cuando preparaba una paella en su pequeño jardín, que una vez llegó a tirar al suelo y a pisotear porque los invitados llegaban tarde), no conseguían olvidar su tierra natal ni cambiar de nacionalidad. Algunos de ellos, como sabían que tenía que ir a menudo a España, me pedían noticias de tal o cual ciudad: «¿Existe la antigua casa al lado del ayuntamiento? ¿Y en Sevilla, está el antiguo ciprés? ¿Y la torre del siglo XIV?».
La mayoría de las veces me veía incapaz de responder. Uno de ellos me confesó que en ocasiones iba a ver Viridiana solo para escuchar el hermoso acento castellano de Fernando.
Uno de los más notables entre ellos fue Julio Alejandro, que regresó más adelante a España para trabajar con Luis y tuvo un final extraordinario: murió mientras lo entrevistaban dos periodistas. Uno de ellos le tomó una foto justo en el momento de su último suspiro.
La casa de Buñuel, en la calle Cerrada Félix Cuevas fue adquirida en 2010 por el Estado español. Sin duda estaba destinada a convertirse en un espacio de la memoria, para que no cayeran en el olvido, precisamente, aquellos que se habían quedado atrapados en sus recuerdos.
Las relaciones de Fernando con Luis —dejando de lado el trabajo mismo y el talento evidente del actor— estribaban en una complicidad divertida, a veces secreta, que puede comprobarse en los cientos de fotos que tomó Mary-Ellen durante el rodaje de Tristana. En ellas se les ve reír, el uno frente al otro, a mandíbula batiente, a carcajadas y hasta las lágrimas. ¿De qué se reían en esas fotos? Solo puedo imaginarlo.
A decir verdad, Luis solía utilizar el privilegio que le daba su edad para reírse de Fernando, de la ligera vanidad que creía detectar en el actor cuando era reconocido, cuando lo admiraban o lo felicitaban. Por ejemplo, un día coincidimos los tres en una oficina de correos de Segovia para enviar no recuerdo qué. Luis, que estaba sordo, le pidió a Fernando que lo ayudara a rellenar el formulario. Fernando lo hizo de buen grado y se puso las gafas. La señora del mostrador, que evidentemente lo había reconocido, sonrió maravillada. ¡Fernando Rey en su mostrador! Luis se dio cuenta de la alegría y le dijo a la señora: «Sí, mi secretario se parece bastante a un actor conocido, pero no es él». La señora, sorprendida, observó a Fernando con atención y dijo: «Sí, tiene razón, no es él. El actor es mucho más joven. Y sin embargo sí que se parecen». A veces, cuando tenía que presentárselo a alguien, Luis aparentaba haber olvidado su nombre.
En Toledo, durante el rodaje de Tristana, se sentaron durante una pausa en la terraza de un café. Un colegial se acercó, se dirigió directamente a Luis y le preguntó: «¿Es usted Luis Buñuel?». Luis se hizo el sorprendido y dijo que sí. El adolescente le tendió entonces un trozo de papel y le dijo: «¿Podría por favor firmarme un autógrafo?».
Luis lo hizo y el chico se marchó sin mirar siquiera a Fernando, que no dijo nada. Al cabo de unos minutos, se acercó otro estudiante: «¿No será usted, por casualidad, Luis Buñuel?». A lo que siguió la misma respuesta y la misma petición de autógrafo, la misma firma y el mismo desdén hacia Fernando, la cara más célebre de España después de la de Franco, como solía decirse.
Cuando llegó el tercer estudiante, Fernando entendió la broma y se echó a reír. El director de producción había organizado aquel desfile a petición de Luis. Toda una clase tendría que haber desfilado, dirigiéndose solo a Luis e ignorando a la estrella que estaba a su lado.
«No hay nada más fácil que el trabajo de un actor», decía a menudo Luis en presencia de Fernando. Si estábamos en un restaurante con amigos, Fernando protestaba. «Pues sí, ¡nada más fácil —repetía Luis—. Se os dice que os sentéis ahí y os sentáis. Un poco más despacio, y lo hacéis más despacio. Se os dice que miréis hacia la derecha, y vosotros miráis hacia la derecha. Un poco menos a la derecha, y miráis un poco menos a la derecha. Ahora diga su frase, y la decís. Un poco más alto, y la decís más alto. Muy bien, corten. Y se acabó. ¿Y de verdad crees que eso es un trabajo difícil?»
Le gustaba imitar a Fernando en el papel de traficante de droga de French Connection, que fue un gran éxito internacional. «Se os trata bien, se os viste bien, se os alimenta y normalmente os acompaña una mujer guapa —decía Luis—. Y el trabajo es sencillo. Vais por la calle con un bastón, bajáis al metro, os subís a un vagón. Nada de todo eso resulta verdaderamente difícil. El metro se pone en marcha. Hacéis un pequeño signo con la mano mientras sonreís, volvéis al hotel, os desvestís, os dais un baño y habéis ganado diez mil dólares. ¡Además se os aloja y alimenta gratuitamente! ¡Qué oficio más admirable! ¡Ningún otro puede comparársele!»
Añadía que era verdad que hay que saber comer ostras con cierta elegancia, como hace Fernando en una de las escenas de la película. Ostras y a veces incluso caracoles. Pero eso se puede aprender. «La distinción es cuestión de entrenamiento», decía mientras imitaba a su amigo.
Cualquier momento era propicio para bromear. Un poco hipocondríaco, Fernando tomaba siempre medicamentos. Luis se reía, como es natural, de ese hábito. Cada tarde, el actor se sentaba a la mesa y se tomaba sus píldoras, sabiendo que Luis lo observaba: «¿Ya sabes, Luis, que no son medicamentos». Hasta el fin de su vida e incluso en las ocasiones en que no estaba delante su amigo, Luis, cuando se tomaba él mismo una de sus píldoras, solía decir: «Ya sabe, Jean-Claude, que en realidad no son medicamentos».
Esta frase se convirtió casi en una contraseña entre nosotros, otra de tantas. La aplicábamos a todo. Y cada día la sombra de Fernando se vislumbraba un instante ante nosotros.
En el trabajo, a pesar de la amistad que los unía, las cosas funcionaban de otro modo. Su relación, como a menudo ocurre entre un director que busca y un actor que propone, era compleja. En algunos planos Luis no tenía nada que decir. Fernando le daba instintivamente la respuesta y la cosa funcionaba por sí sola. En otras ocasiones había perplejidad y preguntas. ¿Cómo debería reaccionar un personaje en una situación semejante? ¿Qué debería hacer o no hacer? A veces ni el propio Luis lo sabía.
Así, en una de las últimas escenas de El discreto encanto de la burguesía, Fernando se esconde bajo una mesa del comedor para escapar de las balas de unos asesinos que acaban de aparecer. Pero le pueden las ganas de comer. Se ve cómo sale una mano, aparta el mantel, coge un pedazo de cordero y se lo lleva bajo la mesa. El guión preveía que los asesinos debían levantar el mantel y descubrir al personaje bajo la mesa con la muerte en los ojos y a punto de comer a dentelladas ese último pedazo de carne.
Para rodar ese plano de Fernando acuclillado bajo la mesa, Luis, tras varias tomas y fútiles explicaciones (detestaba las «motivaciones psicológicas» y nunca las daba), decidió unirse al actor y esconderse con él bajo la mesa. Allí habló con él durante más de veinte minutos sin que nadie pudiera verlos ni escucharlos. Nadie supo nunca lo que le dijo y nadie se atrevió a preguntárselo. Sin duda fue un caso de hipnosis leve.
En silencio, Luis salió, hizo un gesto a la cámara y murmuró: «Acción…». La cámara se puso en marcha. Tras un gesto de Luis, un asistente levantó el mantel y descubrió a Fernando, todavía acuclillado, con el trozo de cordero entre los dientes, la mirada fija, a las puertas de una muerte violenta. Luis solo tuvo que hacer una toma. Fernando se levantó sin pronunciar palabra y se fue a descansar.
Es en momentos como esos cuando tengo la sensación de sumergirme en el corazón de una España inexplicable, muy alejada del tópico, una España que transita entre el sueño y la ilusión, entre la desesperanza y la ironía y que puede ser evocada con una simple imagen que ha sido preparada durante horas. Esos son los secretos a los que otros pueblos más transparentes, más lógicos y seguros de sí mismos, no tienen acceso.
Quizá por ello Buñuel decía que la psicología es una «actividad incierta y arbitraria», como sin duda se entiende tras todos sus años de formación surrealista. Arbitraria a fuer de reduccionista. «Todo aquello que parece claro —decía él—, está necesariamente simplificado. Y todo lo que está simplificado es falso, ya que con la actividad que realiza nuestro cerebro, ¿quién es el chiflado que se atreve a entenderlo? Es de una complejidad o de un absurdo sin límites.» «Es el lugar sin límites», decía él parafraseando a Donoso.
No era el único que lo creía. Dalí escribió, y cito de memoria: «Si hay una cosa que detesto, donde sea y a cualquier hora, es la simpleza». Y Luis solo era simple en apariencia.
Tras un análisis psicológico, que obedece obligatoriamente a ciertos modelos y que en consecuencia reduce a la especie humana a una clasificación, a cierto número de «tipos» o de «casos», pretendemos conocer las razones de nuestros actos, lo que resulta una ilusión tenaz. En función de dicho «conocimiento de uno mismo», pensamos después que podremos modificar nuestro comportamiento, nuestras acciones. Otra ilusión más, decía Luis. La mayor parte del tiempo actuamos sin saber cómo ni por qué. Son los grandes novelistas o los grandes directores los que nos pueden mostrar esa verdad, la de Hamlet o de Raskólnikov.
Cito a propósito a ese personaje de Crimen y castigo de Dostoievski. Luis siempre me dijo que cuando llegó a Francia en 1925, conocía mejor a los autores rusos que, por ejemplo, André Gide, a quien vio en varias ocasiones, a propósito de una adaptación cinematográfica de una de sus novelas: Los sótanos del Vaticano, en la que trabajaron durante una semana. Por su parte y extrañamente, André Malraux escribió en el prefacio de la edición francesa de El clavo ardiendo de José Bergamín: «Cuando una obra maestra proclama que la verdad suprema es inseparable de lo irracional, el autor suele ser español o ruso».
Durante el rodaje de El discreto encanto de la burguesía, murió el padre de Fernando. Nos dijo entonces —y creo que ni Luis lo sabía, y si lo sabía jamás lo comentó, ya que ni su propio hijo Jean-Louis tenía constancia de ello— que su padre no se apellidaba Rey y había sido un famoso general del ejercito español, ídolo del joven Franco, pero que fue también el único de los generales españoles que, cuando se declaró la guerra, se mantuvo fiel a la República.
Derrotado en 1939, fue detenido, juzgado sumarísimamente y condenado a morir fusilado, que era la sentencia habitual y normal. Franco fue informado de ello (Fernando no sabía por quién) y encontró una argucia administrativa para salvarlo del paredón. El general estuvo unos años en prisión con apellido falso y más tarde fue liberado, pero con una condición: tenía que ser declarado oficialmente muerto. No podía dejarse ver ni salir de su casa, donde vivió treinta años en la misma habitación. A veces su mujer se arriesgaba a sacarlo de su habitación para que pudiera dar un corto paseo. Ella fue declarada «viuda simbólica de la guerra», y gracias a eso cobraba una pensión.
Según Fernando, su padre lamentaba a veces no haber recibido una docena de balas aquella noche de 1939.
Tras la muerte de Luis y unos meses antes de que él mismo muriese, Fernando se acercó a comer a mi casa en París. Habíamos trabajado juntos en una película para la televisión, El bufón, en la que interpretaba a un personaje millonario que contrataba a un bufón, Bernard Haller, para su disfrute personal. Fernando se había deslizado en el personaje con calma, parquedad y misterio.
Tras el rodaje de Don Quijote para Televisión Española, había estado seriamente enfermo y yo lo sabía. Débil y delgado, apenas probaba la comida. Y sin embargo conservaba elegancia y dignidad características. Durante esa última comida tuvo fuerzas incluso para hacerme reír mientras me contaba los denodados esfuerzos de la productora para encontrar un Rocinante enjuto, con los huesos salidos, tal y como se describía en el libro. Tras una larga búsqueda, el desgraciado animal que escogieron no podía comprender por qué no lo alimentaron apenas durante todo el tiempo que duró el rodaje, mientras que los otros jamelgos, el asno de Sancho por ejemplo, comían a dos carrillos. La dieta forzada enervaba al caballo, que tiró a Fernando en varias ocasiones al suelo.
Fernando se reía cuando me contaba aquellas caídas, sus contusiones. Y lo que recuerdo de él son esas risas.