Paseos por Castilla y más allá
Cada cierto tiempo, sin contar con nuestras escapadas a Toledo, nos dábamos un día de descanso y nos escapábamos los dos en el coche de Luis. Me ayudaba a descubrir Castilla. Solíamos ir hacia el norte, a través de los picos que conducían hasta Navacerrada, ya que la carretera que atravesaba la montaña más hacia el oeste todavía no existía. Nos deteníamos en la cima, en un albergue, para tomar un vino frente al fuego en invierno, y bajábamos luego a Segovia. En una o dos ocasiones hicimos de turistas ordinarios y visitamos el castillo de La Granja, un pedazo de Francia en España.
Segovia no era Toledo, pero ofrecía y ofrece un encanto particular, severo, muy castellano, propio de esta ciudad. Llegábamos normalmente a comer, siempre en el mismo restaurante con escaleras, cerca del acueducto romano: el mesón de Cándido, que estaba regentado por un hombre muy conocido por sus opiniones franquistas, pero que conseguía que uno olvidase tales convicciones al probar su comida. La fabada en particular me parecía sorprendente. Y despedazaban el cochinillo con un plato, como se tiene que hacer.
El hombre murió hace tiempo pero el lugar aún existe. Hace mucho que no he vuelto. Ahora suelo comer en el parador, que por entonces no existía.
Luis y yo éramos unos turistas mediocres. Yo buscaba imágenes nuevas, y él antiguas. En esa Castilla él se reencontraba con una parte de su infancia.
Tras la comida subíamos por la calle principal y tomábamos café en una terraza de la plaza Mayor, y finalmente entrábamos en la catedral, que lo domina todo desde una colina. El claustro de Segovia es uno de los más hermosos del mundo —o por lo menos eso nos parecía a nosotros—. Y uno de los más desiertos en esa época lejana. Vagabundeábamos media hora, entre sueños y silencios —¿qué puede uno decir en un claustro?—, y después descendíamos hasta el Alcázar, restaurado por lo que podría considerarse un Walt Disney español. Un castillo con múltiples torreones en el que Orson Welles había rodado diez años antes algunas escenas de Mister Arkadin. Luego regresábamos tranquilamente hasta el coche, deteniéndonos a veces en alguna iglesia románica.
Luis padecía artrosis en las vértebras cervicales y andaba con la cabeza inclinada hacia delante, el torso envarado y los hombros altos. Se ayudaba a menudo de un bastón. A lo largo de los años, vi cómo su paso se hacía menos decidido. Hoy es mi paso el que se detiene.
Andar juntos con el mismo paso mientras estamos inmersos en una escritura común es una manera de confirmar el trabajo escrito y de nutrirlo, para luego modificarlo, cuando dentro de un tiempo nos reencontremos a una y otra parte de la mesa. Me he dado cuenta de esto a menudo y no solo con Luis. Nuestro cuerpo está en movimiento, no está olvidado, o dejado de lado y sometido a la inmovilidad que le impone la pretendida «concentración» de una habitación. Y es el primero que avanza, es él el que dirige el pensamiento que no sabemos por dónde saldrá. En ese cuerpo que se mueve, nuestros sentidos están en alerta, como si presintieran el peligro. Uno de los dos caminantes le indica al otro, a veces con un simple movimiento de mentón o con un pequeño gesto de la mano, un inmueble curioso, un perro que se rasca, un viandante pintoresco, relaciones extrañas y a veces enigmáticas entre personajes que no conocemos y a los que no volveremos a ver. Nos parábamos para mirarlos un instante, intercambiar dos o tres palabras sin importancia o una mirada y volvíamos a ponernos en marcha.
Es imposible saber en ese momento lo que recordaremos o lo que olvidaremos, lo que nuestro cuerpo ha visto o lo que se ha perdido. Algo se instala en nosotros.
Recuerdo que una mañana, en la época en que escribíamos La Vía Láctea, y nos alojábamos en el parador de Cazorla, aislado en la sierra de Granada, bajamos a la plaza de la ciudad. Durante una hora, sentados en un murete de piedra mientras tomábamos granadas dulces y maduras —estábamos en otoño—, observamos a dos gitanos hablar.
Uno de los dos, oscuro, vestido de negro, llevaba un sombrero, un chaleco del que salía una cadena de reloj y dos anillos en cada dedo. Tenía tripita, aspecto de estar pagado de sí mismo y un bigote que acariciaba continuamente. Se acercaba y se alejaba todo el rato, seis o siete metros. Hablaba mucho mientras agitaba las manos y movía los brazos trazando gestos circulares que no sabría cómo describir. Lo miré con tanto detenimiento durante una hora que todavía hoy podría dibujarlo.
El otro era más delgado y joven, vestido también de negro, sin chaleco, con las manos en los bolsillos, el pelo largo, los ojos negros y zapatos de charol. Apenas decía nada. Solo asentía con la cabeza y se metía un dedo en la boca como si le doliera un diente. A veces también se giraba como si quisiera irse y luego regresaba.
Aquella conversación había comenzado antes de que llegáramos, y cuando nos fuimos todavía no había terminado. ¿De qué hablaban? Sin duda de algún negocio. Pero eso no nos interesaba demasiado. Teníamos miedo de saberlo, por si nos decepcionaba. Lo que nos intrigaba y lo que hizo que nos quedáramos fueron los gestos, los movimientos y las miradas de los dos hombres. Toda una serie peripatética y misteriosa que durante años Luis y yo intentamos reproducir. Un verdadero lenguaje que había que descifrar, como una escritura antigua y desconocida.
Volvíamos a ella sin cesar, como si se tratara de un juego. Solo era necesario que uno metiera las manos en los bolsillos mientras se miraba los pies para que el otro imitara al segundo personaje. Y eso podía durar varios minutos. Los dos gitanos vivían en nosotros.
Esa riqueza forma parte del trabajo, ya que resulta imposible desligarnos de una película, del tema, de nuestros personajes. Y toda ella provenía del azar de las calles, de los paseantes, de los vendedores, de los turistas. A veces un pájaro que pasa, un perro que ladra, un coche que se detiene de golpe. Lo esencial consiste en aprender a mirar, educar el ojo y escoger. Luis, que era sordo, a veces, con un gesto del mentón, me preguntaba: «¿De qué se habla en esa mesa?». Ponía atención y le contaba lo que había escuchado, palabras a veces banales pero que podíamos transformar o distorsionar. La verdad de un lenguaje, allí, a nuestro alcance.
Nunca olvidaré, por ejemplo, el precioso consejo que dio en un restaurante mexicano a un grupo de amigos una turista estadounidense, muy estadounidense, con gafas de montura dorada y pintalabios muy rojo: «In all my travels in Asia, Europe, even in Africa, I’ve never gone wrong with chicken».
«Siempre es bueno saberlo», dijo Luis. Él me había dado el mismo consejo con los huevos fritos con chorizo.
En el mismo lugar, oí a otra estadounidense decir, mientras miraba a unos chicos muy delgados que cortaban afuera la hierba: «Why people say that beans are fattening? Look, they only eat beans and they are so skinny».
En San José Purúa, de camino entre la piscina y el restaurante, examinábamos atentamente la vestimenta de los turistas estadounidenses upper middle class, a menudo obesos, mientras hablaban a gritos criticándolo todo. Cuando se lo conté a Buñuel, me dijo: «Esa gente es la dueña del mundo». Esa gente, a pesar de ser los dueños, cree que el mundo es un inmenso bufet.
Pero nada de lo que nos ofrecieron, ni una sola frase, pudo figurar en ninguna película. Hay que modificarlo, hace falta un trabajo secreto y mucho más técnico. Con la realidad del mundo hay que construir una ficción. Todas las coincidencias que la calle nos propone sin cesar —lo que los surrealistas llamaban «azar objetivo»— son inaceptables en un guión. «Y por un pequeño azar…», me decía a menudo Luis, con una sonrisa jocosa, citándome ejemplos, sobre todo, de libretos de ópera. Es como hablar de alguien y que de pronto aparezca. «Hablando del rey de Roma.» Demasiado fácil, demasiado banal. Debemos evitarlo como sea, a pesar de que la vida cotidiana nos lo ofrezca.
Luis, surrealismo obliga, me lo dijo en múltiples ocasiones mientras me daba otros ejemplos: «Tenemos que aceptar el azar en la vida pero negarlo en un guión».
Cuando hablaba de ópera, me citaba un tópico inconcebible. El bufón que, a pesar de padecer una situación dolorosa, tiene que hacer reír porque en eso consiste su oficio, como es el caso de Rigoletto. «Miserable», solía decir.
En una ocasión, en Segovia, nos paramos frente a un anticuario que se encuentra subiendo la calle principal a mano izquierda. Compré una colcha antigua, roja y azul, bajo la que dormí en muchas ocasiones en París. Respecto a Luis, me dejó regalarle una litografía inspirada en una Virgen de Murillo, bastante kitsch por cierto. María, con las manos cruzadas sobre el pecho, era elevada hasta el cielo por un coro de ángeles. Se la llevó enrollada bajo el brazo. Desconozco qué hizo después con ella.
En dos o tres ocasiones fuimos a Ávila, ciudad fría y cerrada y una de las más hermosas del reino. Llegamos a dormir una noche en el parador de intramuros. Luis consideraba que los paradores eran de las pocas construcciones franquistas dignas de elogio. Le gustaba su ambiente tranquilo, sin música, las paredes sólidas, la cocina local y sus precios.
Llegamos a ir a Salamanca, que ya conocía y que nunca nos permitíamos preferir a Toledo, pues hubiera sido una herejía imperdonable. Afortunadamente situada fuera de los circuitos turísticos, la ciudad universitaria presentaba una coherencia y una nobleza extrañas. Había en ella ecos de fray Luis de León, que Luis recitaba a media voz mientras andábamos por sus calles. Admirábamos, como es de ley, su plaza Mayor y me extrañaba encontrar una catedral gótica del siglo XVI que hubiera terminado de construirse en el siglo XVIII, la imagen misma del odio de España hacia el cambio de moda.
En uno de los claustros, un guía señalaba que una de las caras esculpidas en un capitel en concreto se parecía a Stalin. ¿Qué fue de Stalin y del guía?
Durante uno de esos paseos nos detuvimos, junto con Francisco Rabal, para ver los decorados gigantescos de La caída del Imperio romano. Anduvimos los tres sobre un plató castellano entre las columnas majestuosas y sin embargo endebles de aquel decorado. Hacía unos días que el rodaje se había acabado. Dos personas negociaban la compra de las piedras falsas y de las estatuas de cartón piedra. La segunda caída del Imperio romano.
España, cuyas películas, con excepción de las de Saura y Berlanga, apenas traspasaban las fronteras, ofrecía al resto de Europa un vasto estudio al aire libre. Filmar allí era más barato que en otros lugares, y fue así hasta principios de los años ochenta. La provincia de Almería acogía con los brazos abiertos las películas del Oeste europeas, llamadas también spaghetti western. Y los habitantes de los alrededores se disfrazaban encantados de indios. ¿Qué tiene esto de extraño? Algunas películas del Oeste se filmaban ya en la zona de la Camarga, en Francia, durante la época del cine mudo, antes de la Primera Guerra Mundial.
En uno de los puertos españoles se filmó una de las películas de romanos más célebres: El coloso de Rodas, de Sergio Leone. Jesús Franco, del que hablaré más adelante, trabajó en ella como asistente.
Una mañana, en el ascensor de la torre de Madrid, me encontré con el actor estadounidense Broderick Crawford, que bajaba vestido ya para el rodaje, es decir, caracterizado de cowboy, con un sombrero, un pañuelo y un revólver en la cintura. Los vecinos de la torre decían que vivía a base de una botella de leche y otra de whisky al día. Aquella mañana ya necesitaba de la mano firme de un asistente, que lo mantenía en pie, apoyado contra la pared del ascensor para evitar que se cayera. Un actor disfrazado, ausente, fuera de sí, que no sabe en qué país está ni qué papel interpreta.
Poco a poco iba impregnándome de España. Me esforzaba en pronunciar algunas frases sin arriesgarme al menor juicio. Mis primeras impresiones, las de un país inmóvil y estancado en un tiempo pasado, fueron atenuándose. Un país extranjero, desde que empezamos a vivir en él, deja de serlo, y empieza a ser nuestro. A veces incluso veía encanto en esa lentitud de la historia.
No obstante, la modernidad iba introduciéndose, a pesar de que a veces me resultaba invisible. Comparadas con los edificios audaces que se elevaban por entonces en México, adonde íbamos a trabajar por lo menos una vez al año, las construcciones españolas, que acababan de salir de la tierra —incluso la torre de Madrid—, nos parecían bastante tímidas. Antes incluso de nacer, llegaban tarde.
Cuando íbamos a esas ciudades veía colores claros y duros, paredes agrietadas por el sol, señoras vestidas de negro, formas y gestos totalmente parecidos a los cuadros de Gustave Doré. Los métodos de cultivo, la ropa de faena, las guadañas para el trigo, los olores, los asnos, los tiros —España es el único país donde he podido ver dos mulas bajo un yugo que arrastraban una pesada carga—, todo me transportaba de un solo vistazo a un siglo pasado. A veces, con una nota discordante, como si se tratara de un guiño a otras civilizaciones. Un día vi en un camino de tierra un cartel de madera que indicaba con una flecha temblorosa: «Destilería de wiski».
El viaje más largo que hicimos en coche fue hasta el parador de Cazorla, perdido en las montañas. Fue durante el trayecto, en una parada para comer, cuando a Luis se le antojó, en el cuarto de baño, fingir un fuerte dolor de próstata. Mientras apoyaba la cabeza contra la pared, orinando, se puso a gritar. Llegué a preocuparme. Otro cliente que estaba allí vino a ayudarnos. Tuve que explicarle que en realidad se trataba de una broma. El hombre no se lo tomó demasiado bien.
La mistificación, el practical joke, formaba parte de la vida de Luis. Toda ocasión era buena: una perversión más de lo real, otra máscara más. No aceptar nunca la vida como es o como se nos presenta. En dos o tres ocasiones, al entrar en su habitación y puesto que solía dejar la puerta abierta cuando me esperaba porque no oía el timbre, lo encontré muerto, tirado en el suelo con los brazos en cruz y la camisa fuera del pantalón. La muerte como compañía de la vida. La muerte, de la que hay que reírse como de la vida, mientras nos deje hacerlo.
Creo que, en aquel viaje a Cazorla, fue la primera vez que Luis visitó Andalucía, otra provincia, otro país. Hablaba de ello con extrañeza y admiración. Pasamos una noche en el bello parador de Úbeda, ubicado en un antiguo palacio en la plaza Mayor con muebles de época en las habitaciones.
Al día siguiente continuamos hacia el siguiente parador. Mientras recorríamos los interminables cerros de Úbeda, contemplábamos las líneas de olivos que se extendían hasta el horizonte. Luis me dijo que la expresión «irse por los cerros de Úbeda» quiere decir dirigirse hacia un sueño extraño, indefinible y que suele acabar en la locura.
Allí arriba, instalado en un edificio moderno pero cómodo, vivimos casi solos durante dos meses. Algunos grupos de cazadores se acercaban a dormir cada cierto tiempo. Pero se levantaban muy temprano y apenas los veíamos. A lo largo del día, en mi habitación, intentábamos encontrar una estructura subterránea al tema de las herejías en la religión cristiana. Hablábamos de jerarquías angelicales, del pecado original, de que si a María había que llamarla «madre de Jesús» o «madre de Dios». Hablábamos de los donatistas, de los maniqueos, de los arios, de Nestorio, del misterio de la eucaristía que hay que aceptar sin entender —lo mismo que los cinco misterios.
Extraño otoño. Empezaba el año 1968 y el summer love se acababa en Estados Unidos. Y mientras, nosotros intentábamos encontrarnos en la doble naturaleza de Cristo o en las incertidumbres de la gracia divina.
Todos nuestros amigos nos habían dicho: ¿Por qué os empeñáis en contar esas historias tenebrosas que nadie comprende ya mientras que tenemos tanto a nuestro alrededor: la familia, el colegio, la vida de las empresas, la política? Está claro que Dios ha muerto, ¿por qué despertarlo?
No sabíamos qué responder. Era un antiguo deseo de Luis, que se remontaba a la época en que había leído a Menéndez Pelayo y su Historia de los heterodoxos españoles. Yo compartía su misma curiosidad.
A veces sentíamos que las excomuniones y los suplicios de antaño no estaban muy lejos de las purgas de Moscú o las de otros regímenes totalitarios. Sabíamos, sin llegar a expresarlo, que escribíamos sobre un extraño episodio de la historia de los dogmas y de esa manía de los humanos que en ciertas circunstancias creen que los personajes y las ideas que han inventado tienen más identidad que ellos mismos. Convicción que se convierte en elección, elección que deviene certeza y en cuyo nombre los pueblos pueden matar y morir.
Durante esos dos meses todos los días, por la mañana y por separado, dábamos un paseo por la montaña. Uno de los mejores momentos del día durante el que nos esforzábamos, sin éxito alguno, en olvidar nuestro trabajo y respirar. Un día caí de bruces sobre una cabra que no me había visto y que se escapó dando saltos.
Otro día estábamos sentados frente a una ventana abierta que daba a la montaña. Afuera llovía. Compartíamos uno de esos silencios de trabajo que pueden durar cinco o seis minutos, silencios aparentemente vacíos en los que no sucede nada, en los que no surge ninguna idea, en los que cada uno respeta y vigila el silencio del otro. Miraba distraídamente hacia fuera. De repente Luis me preguntó: «¿Oye el ruido de la lluvia?». «Sí, en efecto», contesté. Y él añadió, con una sonrisa en los labios: «Ay, cómo recuerdo lo bello que era el sonido de la lluvia». Un rumor que no podía escuchar y del que solo podía acordarse a través de la mirada.
Una vez, en un día de descanso, fuimos hasta Granada. Ninguno de los dos la conocíamos. A pesar de que Luis intentara ocultármelo, le maravillaron los jardines y el palacio de la Alhambra, el regalo más hermoso que pudo hacerle el islam a España, para que así tuviera una añoranza eterna. El patio de los Leones, las finas columnas, las flores, las corrientes de aire, la modestia aparente de sus formas. Un arte de vida casi inimaginable. Todo dulzura, delicadeza y armonía en esa tierra disputada hasta la extenuación, regada de sangre.
Tanto nos sedujo que decidimos pasar una noche en el pequeño parador que hay dentro de sus jardines, en un antiguo convento cristiano; pero fue imposible conseguir habitación y tuvimos que contentarnos con comer allí. En todas las ocasiones en las que he ido, jamás he conseguido habitación en ese parador. Se ve que hay que reservar con seis meses de antelación y que te recomiende alguien importante y, si puede ser, el Papa.
Desde los primeros días, en Cazorla, a solas por la tarde en la habitación, con el trabajo terminado y tras la documentación que había reunido seis meses antes, me preguntaba: ¿Qué hacer? Para tener algo por lo menos que «no hacer», lo que también es una ocupación, por lo menos para el pensamiento; como ya había dejado de fumar, decidí dejar de afeitarme. Luis, que cada día me veía con el mentón más oscuro y recubierto, me hacía pocos comentarios. Y cuando yo le preguntaba: «¿Por qué no se deja crecer la barba también?», él me respondía: «Porque me da miedo que me confundan con Hemingway».
Cuando regresamos a Madrid llevaba una buena barba, por primera vez en mi vida. Conchita y Gloria, la mujer de Barros, me dijeron que me quedaba bastante bien, que tenía el tipo «del hombre barbudo». Desde entonces, nunca me la he afeitado. Entre las cosas que le debo a España he de incluir la barba.
Dos años después, en París y Nueva York, pude comprobar cómo las barbas se multiplicaban a mi alrededor. Veía cada vez más, en las calles, en los restaurantes… y a menudo resulta así. Creemos que innovamos cuando tomamos una decisión y solo estamos siguiendo un movimiento colectivo. Muy lejos, allá abajo, solo con Buñuel, en la sierra Granada, estaba creando una nueva moda.
Durante nuestra segunda colaboración, en 1964, en la adaptación de la novela El monje, de Monk Lewis, un libro que había seducido a los surrealistas hasta el punto de que Antonin Artaud hizo su traducción completa, decidimos cambiar un poco de aires y nos fuimos a El Escorial. Luis cogió una habitación en un hotel muy bueno con vistas al monasterio y yo alquilé una pequeña casa en una colina donde mi mujer y mi hija, que por entonces tenía dos años, podían quedarse durante tres semanas. El tiempo era un poco más fresco que en Madrid.
Tuvimos pocos compromisos. Conchita y Margarita, dos de las hermanas de Luis, vinieron a visitarnos. Para recibirlas, decidí hacer un fuego delante de la casa para asar unas chuletillas. Veinte minutos más tarde apareció un camión de bomberos. Entraron dos hombres y apagaron el fuego. España vigilaba mucho sus bosques, esos mismos que antaño se habían sacrificado para construir galeones.
El palacio de El Escorial, macizo y mineral, posee algo fascinante para todo español, incluso para José Bergamín o Buñuel. A la vez fortaleza y monasterio, casa del rey del cielo y de España, del rey del mundo terrestre y el de todos los mundos. Desde ese lugar santificado, lleno de poder y soledad, salían todas las órdenes hacia Perú o Filipinas de ese rey que desde la estrechez silenciosa de su habitación mostraba toda su prepotencia y humildad.
Hoy en día sigue siendo una construcción extraña, impresionante, como si dos extraterrestres lo hubieran puesto allí tras uno de sus viajes. Algunos lo ven incluso como un impresionante monumento funerario, como la tumba y el mausoleo de España, lo que parece confirmar el descenso a la cripta.
Tuve la suerte de asistir a la misa solemne que se celebró con motivo del cuarto centenario de la construcción. Jamás he asistido a una celebración tan suntuosa. Había dos o tres cardenales vestidos con ropajes bordados del siglo XVI y se movían lentamente, como cantantes célebres. Un coro, obispos a decenas, un centenar de acólitos… A la Iglesia, igual que le ha sucedido a otros poderes, solo le ha quedado un aire de ópera.
También estuvimos en el parador de Toledo, pero durante períodos mucho más breves, cuando sabíamos que solo nos quedaban unos pocos días de trabajo. Fue allí donde pusimos punto y final en 1970 al guión de El discreto encanto de la burguesía, tras cinco versiones diferentes. Ya no sabíamos qué más modificar. Fin del trabajo, fin de la búsqueda. Luis me propuso dedicar el día siguiente a buscar un título. Hasta entonces solo teníamos el título provisional de Los invitados.
Al día siguiente, cada uno por su lado, aislados en nuestras respectivas habitaciones o paseando por las colinas, nos dedicamos a la búsqueda de títulos, luego nos reunimos a la caída de la tarde para tomar una copa. Leí primero mis cinco títulos. Luis los rechazó todos. Como teníamos derecho de veto sobre cualquier idea propuesta por el otro, yo solo podía aceptarlo y ordenar mis papeles.
Llegó su turno. Siempre me acordaré de los suyos: Abajo Lenin o La virgen en la cuadra. Reconocí en La virgen en la cuadra ecos de un cántico revolucionario francés, «La Carmagnole». Dudé tres o cuatro segundos y finalmente dije que no. Asintió con la cabeza sin protestar.
Rechacé también el tercero. Finalmente me dijo: El encanto de la burguesía. Jamás habíamos hablado de burguesía durante nuestro trabajo. Esa palabra unida a la de «encanto» dotaba al guión de una nueva luz, como lo hacen a menudo los títulos surrealistas.
Le pedí que nos detuviéramos y que suspendiéramos nuestra regla. Le dije que faltaba otro adjetivo. Estuvo de acuerdo. Nos pusimos a intercambiar adjetivos que pudieran casar con «encanto». Dije: «discreto» y estuvimos de acuerdo. Habíamos encontrado el título de la película. Luis todavía me propuso dos títulos más pero renunció.
Nos tomamos un vaso de vino para festejar nuestro encuentro antes de pasar al comedor para cenar. Un camarero se acercó a nuestra mesa y le dijo al oído: «De Gaulle ha muerto». Luis le pidió que repitiera la información y el camarero se la confirmó. Cuando se hubo retirado, Luis me dijo: «Podría ser un buen título».
Una excepción en nuestros paseos. Desde la primera vez que salimos, Buñuel me dijo: «Nunca iremos al Valle de los Caídos». Era algo categórico, una repulsa. Sentía un verdadero odio hacia esa cruz gigantesca que se elevaba en la ladera de la montaña como tributo a los muertos del bando franquista de la guerra civil. Un signo que su memoria española no lograba olvidar.
Veíamos la cruz a lo lejos, con una simple mirada rápida. Y tras la muerte de Luis, nunca quise ir. Del mismo modo que sigo haciendo el peregrinaje a Toledo, nunca he ido a los Caídos.
En 1977, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, hicimos uno de nuestros últimos viajes juntos por España, puede que incluso fuera el último. Rodábamos en Sevilla, una ciudad que me gusta mucho pero que Luis no conocía. Era yo quien habría de mostrársela: la Giralda, el Alcázar, uno o dos museos, el magnífico hotel Alfonso XIII, las calles blancas del barrio de Santa Cruz, las flores y sobre todo el hospital de la Caridad con su magnífico cuadro de Valdés Leal, El triunfo de la muerte. Fuimos dos o tres veces, siempre en silencio. Allí la presencia de la muerte, de la descomposición del cuerpo, está tan presente, más incluso que en el cuerpo de mármol del cardenal Tavera, que al parecer Velázquez decía que era imposible mirar este cuadro sin taparse la nariz.
Podíamos quedarnos un rato sin taparnos la nariz ante ese espectáculo macabro que se dice había sido encargado por Miguel de Mañara, el supuesto modelo del burlador de Tirso de Molina. Nos íbamos sin hacer apenas comentarios.
En Andalucía Luis no dejaba de descubrir una España nueva, inesperada. Dos años antes había ido hasta el otro lado del Guadalquivir para comprar los azulejos de mi cuarto de baño, donde siguen estando. En un bar popular me encontré con dos hombres que pedían sus cafés entonando los ritmos del cante jondo.
Llevé a Luis a ese mismo café y se produjo el mismo fenómeno. Un hombre pequeño con ropa de purpurina cantaba a voz en grito para que le dieran una copa. Por unos instantes sospeché que allí tenía que haber gato encerrado y alguna agencia se encargaba de organizar ese espectáculo para los turistas.
En esa época nos invitaron a pasar una jornada en Huelva. Como era habitual, Luis rechazó la invitación —«¿Qué pinto yo en Huelva?»—, pero la insistencia de sus amigos fue tal que terminó por aceptar. Nos dijeron que se trataba de un honor excepcional. Un chófer vino a buscarnos y nos fuimos juntos.
Aquella fue una de las comidas más extrañas de mi vida. Entramos en un edificio oscuro, bonito, ricamente amueblado. Nos sentamos a una mesa para cuatro. Dos jóvenes entraron y se situaron detrás de nosotros. Estaban encargados de ponernos los platos delante y de ir quitándolos para dárselos a los camareros.
Tiempo después supe que esos dos hombres eran unos toreros célebres de entonces —el que me servía a mí se llamaba Ostos— y que nos habían recibido en un club taurino de muy alto nivel cuya particularidad era precisamente esa: los invitados importantes, como en el caso de Buñuel, tenían que ser servidos por dos toreros en activo y a ser posible famosos. A veces me pregunto si un club inglés compuesto por excéntricos profesionales tendría nunca una regla tan extravagante.
No estoy seguro de que Luis se diera cuenta del privilegio del que era objeto. Dudo incluso que lo comprendiera.
La comida estaba exquisita. Recuerdo dos lenguados enormes del Atlántico. Todo estuvo regado con un estupendo vino y Luis, cuando se levantó de la mesa, vacilaba un poco. A veces, por placer, podía beber sin comedimiento. Lejos de ser un alcohólico, le gustaba el alcohol por el sabor y las sensaciones que le provocaba. Además del placer de beber en compañía, que estaba por encima de cualquier otra diversión. A veces tenía que ayudarle cuando regresábamos a la torre de Madrid. Pero al día siguiente todo estaba en su sitio.
En Huelva, tras la comida, que terminó hacia las cinco, un chófer nos condujo hasta una finca a las afueras de la ciudad que pertenecía a un torero para tomar café. Un lugar magnífico en el que parecía que los toros nos vigilaran todo el rato. Volvimos a Sevilla hacia las seis de la tarde. En cuanto llegamos, cogí el coche y regresé a Huelva, ya que entretanto me habían invitado a una fiesta gitana que no pensaba perderme. Tenía que regresar al día siguiente, que era domingo.
Cuando llegábamos a Huelva el chófer me señaló el mar y me dijo: «De ahí salieron las carabelas».
Hay sucesos en las historias de los pueblos que no se olvidan.