La movida

El último cuarto del siglo XX estuvo marcado en Europa por la caída casi simultánea, con diez años de diferencia, de dos sistemas. El más sonado fue sin duda el del universo comunista a finales de los años ochenta. Los golpes de martillo que demolieron el muro de Berlín resonaron en el mundo entero.

Esa caída vino precedida por un camino más esperado y en consecuencia más discreto, al principio en todo caso: el fin de las dictaduras peninsulares, la de Salazar en Portugal, con la revolución denominada de «los claveles», y la de Franco en España.

Tras la lenta agonía del Caudillo, que había designado al joven Juan Carlos como sucesor, todo era posible, incluso un golpe de Estado militar apoyado por la Iglesia y su fuerza de derechas, siempre vigilante, todavía hoy. Fue necesaria —y eso sorprende y extraña a todo el mundo en igual medida— toda la inteligencia, la integridad y la astucia del nuevo rey, que hasta entonces había disimulado bien, así como la inteligencia de su presidente del gobierno, Adolfo Suárez (antiguo falangista), para que la transición a la democracia se hiciera lo más suavemente posible.

A día de hoy sabemos que, antes de la muerte de Franco, Juan Carlos tenía relaciones indirectas y confidenciales con los líderes de la oposición, incluso con Santiago Carrillo, aunque de modo indirecto.

Esa transición súbita, flexible, segura y acompañada de medidas inmediatas como la libertad de prensa, la abolición de la censura, la legalización de los partidos políticos e incluso, al año siguiente, la legalización del Partido Comunista y la aprobación de una Constitución original, fue tan lograda que hay muchos que piensan que España es una república. De este modo, antes de que comenzara la guerra de Irak, un hermano de George Bush, Jeb, gobernador de Florida, cuando visitó Madrid, se refirió al presidente Aznar «como el presidente de la República española».

Cuando se le informó de esta metedura de pata —una entre tantas—, el rey Juan Carlos le dijo al embajador estadounidense: «Give my best to King George».

En los años ochenta, a uno y otro lado de Europa, mientras se iban creando nuevos países como Ucrania o Bielorrusia, descubrimos un fenómeno que la repartición entre bloques antagonistas, encerrados en sí mismos, hasta entonces nos había ocultado. Se trataba de la globalización, una palabra banalizada que pronuncia todo el mundo, aunque algunos, como es normal, aún desconfíen de ella, y todavía quieran exorcizarla.

Cada vez resultaba más imposible, sobre todo a partir de que se pusiera en funcionamiento internet a principios de la década de 2000, ignorar lo que le sucedía al vecino y pretender la excelencia o superioridad de tal o cual régimen, como todavía pretenden los raros países que desearían ser impenetrables, como es el caso de Birmania, Irán o Corea del Norte.

Las democracias llegaban a todas partes en Europa. La libertad de intercambio, la libertad de expresión, las fronteras eliminadas, las coproducciones múltiples y una moneda única: imposible resistirse.

En España, tanto en los usos como en las leyes, ese cambio fue radical. Más brutal y abrupto que en cualquier otro lugar del mundo. Después de todo, en los países comunistas, la opresión intelectual y política se ejercía tan solo desde hacía cuarenta y cinco o sesenta años, según el caso. En España había que librarse de cinco siglos de tradición, de silencio impuesto, de frustración sexual y de oscuridad. Un cambio brusco.

En 1975, unas semanas después de la muerte de Franco, se vivieron las primeras manifestaciones que ya no gritaban como antaño «Vivan las cadenas». Al contrario, más bien. El pueblo por fin había conquistado la palabra. Todos tenían algo que decir, todos protestaban, todos se organizaban.

Como me dijo un amigo castellano: «Desde hacía treinta generaciones aguardábamos ese momento. Por fortuna nos tocó a nosotros».

No se desaprovechó la ocasión. Aunque no soy el más indicado para decir cuáles fueron las innovaciones económicas y las decisiones políticas que se tomaron, discutibles como siempre, lo cierto es que en solo unos años España entró en el mundo abierto, informatizado y democrático que sigue siendo el nuestro. Organizó la Exposición Universal de Sevilla, los Juegos Olímpicos de Barcelona y construyó el sorprendente Museo Guggenheim de Bilbao. Los festivales y las ferias se multiplicaron. Y al mismo tiempo surgió la movida, fenómeno que los historiadores de usos y costumbres ya analizan y que cambió de golpe y porrazo la imagen de España. Por un exceso de rigor, de silencio y sumisión, una parte del pueblo español se lanzó con alegría a un delirio de provocación, exuberancia, insolencia y desafío.

La tapa de la vieja olla había saltado por fin por los aires. La juventud, aunque no solamente esta, se lanzó hacia la conquista de la noche, territorio que hasta entonces les estaba vedado. Surgieron cientos de travestís, chicas con formas excesivas, cortejos de criaturas indefinibles y de cuya existencia jamás habíamos podido sospechar hasta entonces. Aparecían todos de la nada. El Bosco y Goya salían del museo y se convertían en un espectáculo. En las discotecas de Madrid, de Barcelona y de las grandes ciudades, los espectáculos sin mordazas e incoherentes, que unos años antes parecían impensables, se sucedían hasta el amanecer. Vi uno en Madrid que comenzaba a las seis de la mañana.

Como era de prever, el sexo ocupaba la primera fila en esa explosión. Las cintas clasificadas X llenaban las aceras. Los mercados de películas y de objetos pornográficos, así como los espectáculos en vivo de los que ya he hablado en el capítulo «Barcelona», invadieron rápidamente el territorio. España parecía recuperarse de siglos de castidad forzada y de masturbación acrobática. Nuevos creadores, bailarines, músicos, novelistas, directores de cine… surgieron de esta libertad sin experiencia, al tiempo violenta y banal, que los europeos y sobre todo los franceses observaban y se preguntaban: pero ¿qué pasa en España? ¿Qué les sucede a los españoles?

Pedro Almodóvar se convirtió en el icono de ese movimiento y sus películas coloridas, que transgredían alegremente los antiguos melodramas, recorrieron gloriosamente el mundo. Por su parte, Carlos Saura, como si ya no tuviera nada más que decir, como si hubiera perdido su voz a la vez que lo hacía el régimen opresivo en el que había vivido, la inspiración de la que sacaba sus fuerzas, se dedicó a hacer películas de danza y música, siempre con idéntico talento.

Todo parecía haber pasado de un extremo al otro. Se vieron entonces espectáculos inimaginables, como el de ese hombre que en Barcelona entra en escena con una enfermera y un infiernillo. La enfermera le sacaba sangre y preparaba con esta, sobre el infiernillo, una pequeña tortilla. Después la cortaba y le pedía al público que comieran un pedazo para participar en la comunión de este nuevo género. Algunos espectadores aceptaron piadosamente, mientras que otros escapaban sobrecogidos por el horror.

Bergamín y Buñuel murieron ambos en 1983, ocho años después que su viejo enemigo, y tuvieron tiempo de apreciar este nuevo frenesí. Mientras se alegraban de la libertad reencontrada y de la derrota de la derecha en las primeras elecciones, ellos, que habían envejecido en la decepción, continuaron desconfiando de las ilusiones persistentes. No compartían el entusiasmo de los noctámbulos. «Es como una purga —decía Bergamín—. Pero tras la purga, ¿qué queda por comer?»

Puede que se sintieran demasiado mayores para participar en esa libertad. «Es demasiado tarde», me dijo en una ocasión Luis. Y reprimían todo entusiasmo. Conocían muy bien España, tanto el uno como el otro, para pensar que las fuerzas conservadoras que habían conseguido derribar a la República solo habían desaparecido unos instantes. Seguían vivas, como unas nuevas elecciones y otras manifestaciones pronto demostrarían. Y como siguen haciéndolo todavía.

Por otra parte, la lenta muerte del viejo dictador y la dispersión inevitable del poder central no habían conseguido apaciguar las antiguas rivalidades entre las diferentes provincias y los deseos de autonomía. Los movimientos de la resistencia vasca, que ya golpeaba durante la época de Franco, continuaron envenenando la vida española. Los independentistas catalanes, a la vez que rechazaban la violencia, proseguían con sus reivindicaciones. Y aún hoy lo hacen.

Nadie puede decir si la nueva España se mantendrá unida o si será aquejada de un nuevo despiece.

Durante aquellos años, cuando Luis renunció a seguir haciendo cine, demasiado cansado, y vivía retirado en su casa de México, le anunciaron que le iban a poner su nombre a una calle de Madrid. ¿Estaba dispuesto a hacer el viaje para la inauguración? Tras una primera negativa y diversas negociaciones, aceptó hacer el viaje a regañadientes.

No estuve presente en aquella ceremonia. Unas semanas más tarde, cuando nos reencontramos en México para escribir Mi último suspiro, le pregunté cómo había ido todo. «Horrible —me contestó—, yo esperaba algo grandioso, como por ejemplo “Parque Luis Buñuel, antiguo Bois de Boulogne”, pero hice ese viaje para un pequeño callejón de mierda.»

Admiraba también, como ya he dicho, la frase según la cual los españoles estaban mejor contra Franco. «Son lúcidos —me dijo—; tienen razón, pero esta no es razón suficiente para desear que Franco salga de su tumba.»

La movida, como todo desbordamiento, acabó por calmarse. Quedaron nuevos talentos que chirriaban los dientes en la oscuridad. Política y socialmente se diría que España se reequilibró. En unos años, adquirió la práctica de una democracia que jamás hasta entonces había conocido. Esa democracia activa, como es normal, padeció las reivindicaciones separatistas. Por otro lado, la amenaza de la vuelta de la derecha era muy fuerte, lo mismo que la de la Iglesia, que, a pesar de las apariencias, seguía alimentado el ansia de reconquista bajo la hábil máscara del Opus Dei. España y Polonia son los dos países europeos, más aún que Italia, donde el catolicismo romano pretende todavía regir las vidas de los ciudadanos.

Y utilizan como argumento el triste espectáculo de los atentados islámicos, de los que España no se pudo librar y, por supuesto, la crisis económica, de la que el país apenas puede salir.

Desde hace dos o tres años, sobre todo tras la crisis bancaria, los comentaristas hablan de la aparición en Europa de unas nuevas prácticas e ideas de extrema derecha. En la mayoría de los casos, nadan en las aguas glaucas del nacionalismo más primitivo, el que proclama que «somos mejores que los demás». Esos movimientos se ceban en la inmigración y la acusan de haber venido para robar los puestos de trabajo y debilitar la riqueza del país que los acoge. Se oye incluso hablar de razas en Ucrania, Hungría y Holanda, lo que a veces hace que desee que aparezca un nuevo Bartolomé de Las Casas ante tanto Sepúlveda.

Tengo la impresión de que, hasta ahora, España se mantiene al margen de esa herejía.

¿Qué nos queda por ver? Nadie lo sabe. ¿Quién es el dueño del futuro?