Un accidente en Aragón

En 2001, el director del Centro Buñuel de Calanda, Javier Espada, uno de los autores de la película El último guión, me invitó a dirigir en la misma ciudad en la que Luis había nacido un pequeño taller de guiones que convenimos en llamar, aunque con un punto de exageración, una clase magistral. Desde Calanda tenía que ir al Festival de Cine de Zaragoza, al que me habían invitado junto a Asunción Balaguer, la viuda de Paco Rabal.

Acepté. Javier vino a buscarme a Teruel en coche. Me senté a su lado. En el asiento trasero se sentó una amiga mexicana: Natalia Gil Torner, íntima amiga de Genoveva Casanova. Las dos iban a participar en el taller de Calanda.

Javier conducía por las montañas en mi opinión un poco rápido, con un tiempo gris y bastante frío, sobre una carretera ligeramente helada. Llegábamos tarde. Tras un bandazo, el coche derrapó, dio dos vueltas de campana y acabó de cabeza en una cuneta. Doscientos metros más adelante había un precipicio.

Estaba atrapado, con los pies en el techo, contusionado, ligeramente herido en el brazo derecho y en la cabeza mientras un inquietante olor a gasolina empezaba a extenderse. Javier, a mi lado, tampoco podía moverse. Natalia fue la primera que consiguió salir del coche. Se puso a correr por la carretera desierta mientras le gritaba a la bruma: «¡Ayuda, ayuda!».

Transcurrieron quince minutos sin que pasara ningún coche. Resulta que el primero que lo hizo —coincidencia que jamás habríamos podido aceptar en un guión— fue el de un médico. Nos ayudó a salir —junto con otro conductor que vino al rescate— de aquel coche inutilizable y nos llevó hasta un centro médico a doce kilómetros de allí, en una gran ciudad cuyo nombre he olvidado.

Cuando entraba, un poco confuso y cubierto de la sangre que me brotaba de la cabeza, le pregunté al joven médico, que nos recibió rodeado de enfermeras vestidas de blanco: «¿Estamos todavía vivos o es una especie de antecámara de…?».

El médico me interrumpió y me dijo seriamente: «No, no, están vivos».

Nos curó. Javier no se había hecho mucho daño. Natalia tuvo que llevar collarín durante un tiempo. A mí me pusieron una venda alrededor de la cabeza y una tela para sostener el brazo derecho. Yo me decía: «¡Solo me faltaba esto para conocer España, un accidente de coche!». Otro coche vino a buscarnos para conducirnos a Calanda, adonde llegamos con dos horas y media de retraso.

Los participantes del taller, entre los que se encontraba Fernando Trueba, nos esperaban. Genoveva Casanova, que por entonces estaba casada con Cayetano, uno de los hijos de la duquesa de Alba, había causado sensación cuando llegó en helicóptero.

Entré en la sala en la que me esperaban.

Sobre la mesa ante la que debía sentarme había un busto de Buñuel muy parecido a él y que me miraba con severidad. Me senté intentando respirar calmadamente y mientras miraba el busto dije: «Cuando veníamos hacia aquí hemos tenido un accidente. Durante tres o cuatro segundos, mientras volteaba el coche en la carretera y el precipicio se aproximaba, me dije: Era esto, al fin. Luis me esperaba para que muriera en la carretera de Calanda y alguien pudiera titular en el periódico de mañana: MUERTO CUANDO SE DIRIGÍA HACIA CALANDA. Pues no, Luis, no estoy muerto. Todavía habrá que esperar un poco».

De la frente me caían gotas de sangre sobre la mesa. Bonita entrada en el Centro Buñuel. Los jóvenes guionistas españoles me observaban extrañados, unos tomaban notas, otros hacían fotos.