Primeros tópicos
Los primeros españoles que conocí fueron dos niños de mi edad. Ocurrió el 1 de octubre de 1939, el día en que empezaba el colegio, en Colombières-sur-Orb, mi pueblo natal, al sur de Francia. Hacía un mes que, tras la invasión de Polonia, Francia había declarado la guerra a Alemania. En septiembre había cumplido ocho años. ¿Podíamos saber mis compañeros y yo lo que verdaderamente significaba la palabra «guerra»? No lo creo. Era algo horrible y monstruoso que nuestros padres ya habían conocido. Una especie de juego de batallas para adultos. Nuestras dos profesoras intentaban explicarnos cuáles eran sus causas, intentaban tranquilizarnos, calmarnos. «Nada de eso debe distraer vuestra tarea —decían ellas—. Además, dentro de poco terminará.»
Algunos padres ya se habían marchado, movilizados, apenas unos días después de que hubiera comenzado la vendimia. No había sido el caso del mío, ya que lo habían considerado no apto debido a un «estrechamiento de la arteria aorta». Pero mi tío, profesor en otro pueblo, había venido a despedirse dos semanas antes. Y ya llevaba uniforme.
En mi familia, un hermano mayor de mi padre había muerto durante la Primera Guerra Mundial en algún lugar de Turquía. ¿Por qué en Turquía? Nunca lo supimos. Fue enviado allí en un cuerpo expedicionario. Mis abuelos recibieron un día por correo una pequeña caja de metal que contenía su placa, una nota con una firma ilegible y más bien brusca y una bala, la misma —tal y como decía la nota— que había matado a su hijo y de cuya autenticidad siempre dudé. Puede que metieran cualquier bala en aquellos paquetes para ir más rápido.
De vez en cuando, por las tardes, mis abuelos abrían la pequeña caja. Desplegaban el papel, leían la nota y entretenían la bala entre los dedos hasta que cerraban la caja de nuevo, que para mí era como el ataúd de mi tío.
También había muerto un hermano de mi otra abuela y otro hermano suyo había resultado gravemente herido, debido a lo cual se le quedó una pierna rígida y sufrió dolores incesantes el resto de su vida. Éramos una familia campesina seriamente tocada, lo mismo que todas las demás.
Y ahora una nueva guerra. Y contra el mismo país.
Aquella mañana, justo antes de entrar en la clase, cuando cruzaba el umbral de la puerta, una de las profesoras nos anunció que a partir de ese día íbamos a tener dos nuevos compañeros a los que habríamos de acoger con amabilidad. Sí, dos nuevos que no eran del pueblo, que venían de lejos, de otro país. Señaló el camino que subía hasta la escuela y dijo: «Ya está. Ya llegan».
Vimos a dos chicos de nuestra edad con pantalones cortos, las manos vacías, camisas agujeradas y alpargatas medio rotas. Eran dos hermanos. Se llamaban Antonio y Restituto Mesa. Sus padres, de condición modesta, eran republicanos que, huyendo de las tropas de Franco, se habían visto obligados a abandonar España. Agotadas sus fuerzas, sin dinero, acababan de llegar a Francia, país del que nunca más volverían a marcharse.
Una guerra se acababa, otra más comenzaba. Antonio y Restituto, los dos niños perdidos, no tenían nada, ningún material escolar (cuaderno, pluma, goma, lápices), no conocían ni una sola palabra en francés y sin embargo, desde el primer día, tuvieron que inscribirse en un curso de la escuela francesa. Nos miraban sin hablar, extrañados y cansados. Sin duda alguna, hambrientos. Y perdidos.
No recuerdo muy bien cómo recibió el pueblo a la familia Mesa. Creo que todo el mundo lo hizo lo mejor que pudo. Les dotaron de un alojamiento sumario, sin duda un caserío surtido con uno o dos colchones, ropas, verduras, frutas y huevos.
La madre, la señora Mesa —una pequeña mujer rocosa que siempre vestía de negro, muy activa, delgada y con pelos negros en la barbilla, que recolectaba raíces en el campo y luego las cocía—, trabajaba también, haciendo de todo, tanto en las casas como en el campo. Era, tal y como decíamos, una mujer «con coraje». Trabajaba, se suele decir, «a la brava», sin rechistar. Jamás consiguió aprender francés, pero como los del pueblo hablaban habitualmente occitano, el llamado patois, conseguía hacerse entender.
Su marido encontró un trabajo en los ferrocarriles. La guerra iba dejando plazas vacantes.
Supongo que las profesoras se hicieron cargo de los niños y les dieron clases particulares por la tarde. No me acuerdo. También les proporcionaron cuadernos y lápices. Uno o dos años más tarde, ya podían seguir las lecciones casi o igual como nosotros. Antonio se convirtió rápidamente en Antoine. Y al cabo de un tiempo entró también a trabajar en los ferrocarriles.
Restituto, que se convirtió enseguida en Resti, se quedó en el pueblo, conservó su nombre abreviado y a los dieciséis años ingresó en la masonería. Le veía a menudo. Hablaba francés con el acento característico del pueblo. Íbamos juntos a bañarnos, a jugar a la petanca, a pescar. Ninguna frontera infranqueable nos separaba. Éramos compañeros de colegio. Llegó incluso a restaurar mi casa en los años setenta. Manitas y ahorrador, se casó, se marchó del pueblo y regresó para morir, bastante joven, hará unos diez años, poco después de la muerte de su madre.
Su padre, que le sobrevivió, llegó a cumplir los cien años. Antoine, al que llamábamos Toine, se marchó del pueblo y murió el último, en julio de 2010. Supe de su muerte cuando escribía los primeros capítulos de este libro.
Me acuerdo también de otra familia española (o quizá fuera la misma) y de una chica oscura y delgada de unos quince años que se llamaba Anita. ¿Qué fue de ella? No lo sé.
Un año más tarde, en 1940, tras la derrota y la invasión de Francia por las tropas alemanas, recibimos en nuestra pequeña escuela (el pueblo tenía quinientos cincuenta habitantes) a otros dos chicos exiliados. Provenían de Bélgica y hablaban flamenco. No se quedaron mucho tiempo en Colombières, no sé muy bien por qué. Y lejos estaba de sospechar por entonces que tanto los españoles como los flamencos, tiempo atrás, habían sido parte de un mismo imperio, uno de lo más poderosos que la tierra haya podido conocer.
Los flamencos se marcharon pero los españoles se quedaron. A la vuelta de las vacaciones de 1940, por una de esas cosas curiosas de la vida, Antonio y Restituto, cuyos padres habían tenido que abandonar España para huir de las represalias de Franco, aprendieron a cantar con nosotros en la escuela el «Maréchal, nous voilà». Era una canción muy absurda, un homenaje ridículo pero obligatorio dedicado al nuevo jefe de Estado francés, el mariscal Pétain, el «salvador de Francia» y, en breve, el colaborador de los alemanes, los mismos que habían ayudado a Franco a aplastar la joven Segunda República española.
En esa época e incluso en los años que seguirían, durante nuestra infancia y nuestra primera juventud, ¿qué sabíamos de España? Casi nada. Aunque la frontera estuviera a solo doscientos kilómetros, ningún habitante del pueblo había hecho nunca ese viaje. En la colección de libros para niños Cuentos y leyendas de todo el mundo, de la que tenía una decena de volúmenes, no se hablaba de España. Vivíamos en una época sin imágenes. En los periódicos no había fotografías, ni tampoco en las revistas —salvo en las de la peluquería, tal vez— y muy pocas sesiones de cine. Las únicas representaciones del mundo, más allá de las montañas que nos rodeaban, eran las de los tebeos de las Aventuras de Tintín y Milou. Pero ninguno de los ejemplares de Hergé acontecía en España.
Terra incognita.
Me parece que el grueso de mis conocimientos se limitaba a una canción muy popular interpretada por una cantante con acento latino que marcaba mucho las erres. Se llamaba Rina Ketty. A menudo podíamos escuchar la canción en la radio, por lo que no he olvidado la letra:
Je revois les grands sombreros
Et les mantilles,
J’entends les airs de fandangos
Et séguedilles,
Que chantent les señoritas
Si brunes,
Quand luit, sur la plaza,
La lune… [1]
Todas las palabras que podíamos reconocer sin entenderlas estaban allí: sombrero, fandango, señorita, plaza. Solo faltaba toreador, pero podría jurar que figuraba en algún sitio de la canción junto a corridas y ramblas. Puede ser que en ella figuraran también las castañuelas y probablemente un abanico.
Como no quiero comprobarlo en internet y solo me fío de mi memoria, recuerdo también otro extracto:
Des «Carmen» et des «Figaro»
Dont les yeux brillent… [2]
Y para terminar la cantante afirmaba que ella siempre conservaría:
Todo lo extranjero nos llega siempre a través del tópico. Resulta imposible evitarlo. Las imágenes del mundo, cuando las captamos por primera vez, están simplificadas hasta la extravagancia. Todavía hoy, cuando nos encaminamos hacia un país desconocido, ¿qué es lo que de él conocemos? Quizá hemos leído, aquí y allá, unos cuantos artículos o hemos visto una película que se desarrolla allí o, en el mejor de los casos, un documental o un reportaje. Y nuestra mente ha esquematizado lo que hemos visto. Probablemente para no olvidarlo. Para conservar algunos puntos de anclaje, ya que no estamos lo suficientemente preparados para adentrarnos en las complejidades de nuestro mundo o para enfrentarnos a ellas.
Por ello, se escucha a veces, en boca de gente que ha recibido una educación normal y ha pasado dos semanas en Cancún, decir con la mejor intención: «Conozco México». En nuestros viajes pasamos a través de los pueblos sin verlos. O sin escucharlos.
José Bergamín, siempre provisto de paradojas, decía que son los propios pueblos los que dibujan y transmiten sus tópicos característicos, como una especie de tarjeta de presentación, a veces teñida de autocrítica e incluso de cierto masoquismo. Ningún pueblo podría dejar a los demás, decía él, la tarea (que consideraba encantadora) de extractar sus pecados y dárselos a conocer al mundo. Por eso los franceses pretenden que son los propios belgas los que inventan sus historias ridículas, en un deseo de demostrar su espíritu burlón. Pero esto habría que demostrarlo.
Lo que al parecer contradice a Bergamín, por lo menos en la canción que antes he citado, es la presencia de dos personajes franceses: Carmen y Fígaro, que fueron cocinados en salsas españolas. Pero no son los únicos que figuran en nuestra visón ordinaria de España. Entre los más famosos conocemos también al Cid de Corneille y al don Juan de Molière. La cultura francesa ya ha pasado por ahí con su criba y sus máscaras. Nuestro Cid y nuestro don Juan han sido convenientemente afrancesados. Son franceses disfrazados. Lo único que conservan de su tierra natal es algún que otro carácter superficial: la palabra burlador, por ejemplo, que resulta casi imposible de traducir. Y el Fígaro de Beaumarchais es para muchos —sin movernos del tópico— mucho más italiano que español.
A propósito de esto, durante el rodaje de su última película en Sevilla, Ese oscuro objeto del deseo, Luis Buñuel me propuso que filmáramos una escena muy corta en la que se vería a Fernando Rey salir de un salón de peluquería, ponerse el sombrero y marcharse calle abajo. Le pregunté: «¿Por qué esta escena?». Y me respondió: «¡Para que por primera vez podamos ver al Barbero de Sevilla!».
Puede que haya una excepción: el Gil Blas de Lesage. Se trata de una novela francesa concebida siguiendo el modelo español «picaresco» bien imitado, cuidadosamente traducido al castellano en el siglo XVIII, cuya acción transcurre en España y es perfectamente fiel a los nombres de los personajes, a los lugares, la comida y las costumbres locales. Buñuel la leyó varias veces y le gustaba mucho. Le parecía muy española.
«Demasiado española», decía Bergamín.
De ese libro a Luis le gustaba especialmente el episodio de Gil Blas y del arzobispo de Granada. Gil Blas, un joven sin recursos pero inteligente y espabilado que proviene del norte, de Santillana del Mar, se convierte en el secretario particular del prelado meridional, un orador remarcable que le ha otorgado toda su confianza. «Si un día sintiese que desfallezco, que a mis sermones les falta la sustancia y la energía —le dice—, debería decírmelo. Es su deber. Solo confío en usted, ya que vivo rodeado de aduladores.»
Gil Blas, que se encuentra en Granada como en su casa, promete todo cuanto le pide. Sucede que el arzobispo padece un derrame cerebral, que pierde sus capacidades y tiene que dejar de rezar e incluso de celebrar misa durante unos meses. Cuando se recupera, aunque con dificultad y no sin reticencias, vuelve a subir al altar y a decir su homilía. Pero es un desastre. Se le traba la lengua. No consigue terminar las frases, se repite, tartamudea, balbucea. Y la concurrencia se da cuenta.
Un poco más tarde, cuando se reencuentran en la sacristía, el arzobispo, evidentemente abatido, es el primero que le dice a Gil Blas que no debería haber retomado sus labores, que se ha dado cuenta de que ya nada será igual. El astuto Gil Blas le afirma exactamente lo contrario, que no solamente no ha perdido su gran elocuencia, sino que además ha ganado en fuerza, en profundidad y en emoción.
El arzobispo, en un momento de lucidez, no cree nada de lo que le dice. Gil Blas se reafirma en su opinión. El arzobispo, aparentemente convencido por la insistencia de su secretario, termina por admitir que sin duda el cuerpo de su sermón se ha mantenido pero que el final, el último movimiento, aquello que llamamos la peroración, ha sido un fracaso. Poco a poco Gil Blas comete el error de dejarse convencer. Reconoce que sí, que puede ser tal y como le dice su eminencia y que la última parte, la de la peroración, quizá no ha estado a la altura del discurso. Entonces el arzobispo le llama imbécil, incompetente y lo echa de allí.
Buñuel creía que este episodio representaba a la perfección un aspecto del alma española: el orgullo más intransigente oculto bajo una apariencia de clarividencia y humildad. Insistía en el hecho de que el orgullo mismo, particularmente cuando se habla de él, conoce en la mayor parte de los casos cuáles son las debilidades de su obra (a veces es el único que las conoce) y se las ingenia para dárselas a conocer a los demás, quienes, tras haber sido convencidos, olvidarán por un momento su prudencia y lucidez y terminarán por reconocer esa debilidad evidente, cayendo así en la trampa que se les ha tendido.
Luis llamaba a este rasgo distintivo «morcillismo». Hablaba de ello a menudo. La idea provenía de la época de la Residencia de Estudiantes en Madrid, cuando trabó una gran amistad con Federico García Lorca y Salvador Dalí. Manuel de Falla conocía por entonces a un pintor al que admiraba, llamado Morcillo, a cuyo estudio fui un día invitado, en compañía de Lorca. A la vuelta le hicieron a Buñuel un resumen de la visita.
Luis me contó varias veces la escena. La interpretaba como si hubiera formado parte de ella, como si a él también le hubieran invitado —incluyó la anécdota en Mi último suspiro, su libro de memorias, que preparamos juntos.
Morcillo recibió amablemente al compositor y al joven poeta y les enseñó sus obras, que los otros admiraron, como corresponde. Falla señaló algunos lienzos que estaban en el suelo y de cara a la pared y le preguntó al artista qué eran. «No es nada —dijo Morcillo—, son obras desechadas, prefiero no tener que enseñároslas.» Falla y Lorca insistieron tanto y tan bien que el pintor aceptó a regañadientes darles la vuelta a los lienzos y enseñárselos. «Como podéis ver son obras fallidas, no merece la pena que hablemos de ellas.» Con toda su buena fe, Falla y Lorca negaron el extremo, consideraron (acertada o equivocadamente) que esos cuadros ocultos eran tan buenos o no mejores que los otros. «¡Pues no! —exclamó Morcillo—, ¡no tenéis ni idea! Sí, la idea es buena, las composiciones se sostienen, puede, pero ¿estáis ciegos? ¿No os dais cuenta de que los fondos están mal? ¡No pegan con el resto de los cuadros! ¡En modo alguno!» El compositor los observó de cerca, asintió con la cabeza, entrecerró los ojos y terminó por admitir que sí, que sin duda, tal y como Morcillo lo había visto, los fondos solo habían sido logrados parcialmente. Lorca le dio la razón.
Igual que el arzobispo de Granada, al pintor le sobrevino una cólera fría y los tachó de visitantes estúpidos, de ignorantes, incapaces de ver que los fondos de esos cuadros eran lo más innovador y lo más logrado que había hecho jamás. Y los acompañó con rabia hasta la puerta.
Luis lloraba de risa cuando interpretaba esa escena. La contaba tan bien que más tarde llegué a pensar que él también había sido invitado en persona junto a Lorca y Dalí. Me lo contaba con tanta precisión que sin esfuerzo podía verlo en el estudio del pintor admitiendo que los fondos «solo estaban logrados parcialmente».
Trampas sutiles de la memoria, de su propia memoria y de la de los demás. Un recuerdo sustituye a otro recuerdo, insensiblemente, como el fondo encadenado del cine. Y acapara la verdad. Luis se preguntaba incluso si, antes de la visita, el pintor no habría puesto intencionadamente los cuadros contra la pared como si fuera una trampa. Y el «morcillismo» se convirtió en uno de nuestros lugares comunes. Era parte de nuestro vocabulario. Tratábamos de buscarlo en todas partes, incluso entre nuestros amigos. Varias veces intentamos meterlo en alguna de las películas —igual que la escena del Gil Blas—, sin lograrlo jamás.
Ya estamos muy lejos de las palabras folclóricas y sentimentales de Rina Ketty. A lo largo del camino, es decir, a lo largo de la vida, vamos perdiendo los primeros tópicos. O más bien creemos haberlos perdido. En realidad, si no tenemos cuidado, se quedan donde estaban, nos acompañan como perros fieles. Y la prueba es que todavía me acuerdo de la letra de aquella canción.
A estas se añadieron pronto, durante los primeros años de mi adolescencia, las frases de Carmen de Bizet, obra en la que la gitana insolente y frívola cuyo corazón es «libre como el aire», la más célebre de las falsas españolas, nos dice que va «cerca de las murallas de Sevilla a casa de su amiga Lilas Pastia» para bailar allí la seguidilla y beber además una manzanilla.
Un poco más tarde, a partir de los años cincuenta, asistimos en Francia al triunfo de un cantante de origen español pero muy afrancesado llamado Luis Mariano. Una de esas canciones de opereta que le permitieron probar las mieles de la gloria se llamaba «La Belle de Cadix» (con ortografía francesa para Cádiz, nunca he sabido por qué). Trataba de una mujer irresistible «con ojos como el terciopelo» por la que «Pedro el matador daría su fortuna», pero que ni se libra ni se vende a nadie. Tras bailar, eso sí, a lo largo de toda una noche «todas las seguidillas» se retiró por fin a un convento. La Belle de Cadix no tuvo jamás amantes. El país de Cervantes y de Goya solo se nos presentaba con los artificios de una opereta.
«La Belle de Cadix» era un vals y la canción de Rina Ketty era eso que nosotros denominábamos entonces con una palabra supuestamente española: «pasodoble». En francés se decía marche (one step en inglés). Dicho de otro modo, de los doce a los quince años, e incluso más adelante, los españoles eran para mí una especie de pueblo oscuro con cabello negro y ojos de terciopelo que bebían vino blanco en las tabernas y que mientras andaban bailaban seguidillas.
No es baladí preguntarse sobre el origen de los tópicos incluso en el caso en que, tal como pensaba Bergamín, ese origen sea autóctono, cosa que me extrañaría. Esos tópicos terminan por constituir una corte mitológica popular muy simplificada que siempre contiene una parte de verdad o, si se prefiere, de realidad. Una mitología con la que puede que terminemos por conformarnos por comodidad o por pereza. Reducimos a los demás, a los que no son «como nosotros», a una simple palabra o incluso a un gesto. Dicho y hecho. Nos conformamos con lo accesorio, es lo más sencillo.
Esta urgente superficialidad elimina toda complejidad molesta, toda oscuridad, todo rastro de contradicción. Resulta difícil, si no imposible, conocerse a uno mismo y con mayor razón conocer a los demás. Necesitamos ver claro y colocar a todo el mundo en cajones clasificados y etiquetados donde los dejamos descansar sabiamente hasta que los necesitamos. La canción popular nos ayuda. De hecho, para eso está.
En venganza, cuando nos referimos a nosotros mismos, a la imagen que damos, que queremos ofrecer al resto del mundo, todo cambia. Sabemos que, en efecto, no somos sencillos, que no somos esquemas, que son necesarias muchas palabras. Ningún francés aceptaría sentirse reconocido en el barrigudo que luce una boina y que vuelve a su casa con una baguette bajo el brazo con la que rebañará las ancas de rana salteadas con mantequilla que su mujer le acaba de preparar. Cada pueblo se conoce lo suficiente para saber, en sus pocos y raros momentos de sinceridad, que escapa a todo tipo de categoría, que ninguna definición puede contener toda su amplitud y que esta es infinitamente más ambiciosa y más inquietante que cualquier otra imagen que los demás se hayan podido hacer de ella.
En ese sentido, puede que Bergamín tuviera razón. Los franceses se inventaron la imagen con boina y baguette para poder ocultarse tras ella. Para que se les tome por lo que no son. Una imagen poco halagadora, es cierto, incluso ridícula, pero protectora, fácil, segura. Dicho de otro modo: una máscara.
Entre los elementos del tópico fundamental, cuando se habla de España, está el del «ardor». El país deja, como en la canción: «un ardiente recuerdo». El español es ardiente lo mismo que la española. Incluso las flores de España son ardientes. Obligatoriamente. ¿Viene en la sangre? ¿O proviene del clima, de la educación, de los hábitos sociales? ¿Cómo describir ese ardor? ¿Se trata de un calor sexual, de una susceptibilidad a flor de piel, de una devoción sin igual, de un heroísmo ciego, de una disposición natural hacia los sentimientos extremos, de la violencia, de la pasión?
Entre los destellos que lanza la palabra, cada uno ha de escoger su reflejo, dotar a este «ardor» de una fuerza intermitente, a veces borrada, pero siempre crucial. Forma parte de los retratos exprés que nos hemos hecho del resto del mundo —o que los pueblos han escogido por sí solos—. El francés es encantador y frívolo. El italiano, adulador y a veces un poco bribón; el alemán, serio y brutal; el chino, servicial y discreto; el inglés, hipócrita y flemático, pero con sentido del humor. Y así sigue la lista.
El español es ardiente. Ese es el caso, al menos, de las mujeres, tanto en el de la Carmen ligera de cascos como en el de la provocadora pero virtuosa Belle de Cadix, una verdadera fuerza de la naturaleza que puede conducir a verdaderas decisiones radicales: la muerte o el convento. No ocurre así en todos los pueblos.
En 1972, tuve el placer —y la desdicha, ya que el texto es difícil— de traducir al francés un hermoso libro de Bergamín que se titulaba precisamente El clavo ardiente. El propósito de Bergamín, a diferencia de la canción de Rina Ketty, era el de buscar en lo más profundo del alma española el sentido ambiguo de lo misterioso y de lo sagrado. A lo largo del libro, comenta los grandes poetas místicos: fray Luis de León, fray Luis de Granada y Calderón de la Barca, a quien citaba a menudo. Evoca con frecuencia «los momentos de eternidad» que se cruzan en nuestra existencia pasajera, sometida al paso del tiempo. Y, sin embargo, en su título emplea la misma palabra que en nuestra canción de tres al cuarto: ardiente. Le sugerí que podía traducirlo al francés por brûlant, cosa que aceptó.
Durante los cinco años de guerra, de 1939 a 1945, España desapareció de nuestras jóvenes conversaciones y de nuestros problemas. Como es obvio, hablábamos de Gran Bretaña, de Japón, de Italia, de Estados Unidos y, más tarde, de la Unión Soviética. Mirábamos el avance de sus tropas en los mapas, que marcábamos con pequeñas banderas rojas, pero jamás en España. Ese país que comenzaba a despertarse de la guerra civil se mantenía prudentemente al margen de la guerra mundial, había desaparecido de nuestra vida cotidiana. Escuchábamos en la radio la voz de una mujer que anunciaba sin energía: «Aquí radio Andorra». La pregunta que nos hacíamos era: ¿formaba Andorra parte de España? No estábamos seguros. Y en esa estación solo se escuchaban canciones, la mayor parte francesas. Cancioncillas para tiempos de guerra.
A duras penas escuchábamos hablar de un pequeño grupo de fugitivos que, desde el sur de Francia, cruzaban la frontera española para escapar de los nazis o de la milicia francesa. Jamás nos hablaron de los campos de internamiento que se habían creado en Francia y que estaban destinados a los refugiados españoles, aquellos que, tras muchas vicisitudes, solían terminar su triste carrera en Alemania.
Fue en 1945, durante el verano y justo después de Hiroshima y la capitulación japonesa, en otro pueblo de la región de Midi en el que pasaba mis vacaciones, donde leí por primera vez el Quijote en una edición francesa en rústica, ilustrada y bastante ajada (creo que incluso le faltaban páginas) que poseía mi tío, el profesor. Los diferentes tomos del libro estaban tirados en el fondo de una caja de madera en un granero y fue allí donde comencé la lectura de ese libro que todavía no he dado por terminada.
Tenía catorce años. Creo que lo leí en un orden impreciso, quedándome con aquellos pasajes más movidos, los más imaginativos, como los episodios de la posada o el de los molinos. No entendí en su conjunto de qué trataba (y todavía hoy en día no estoy seguro de saberlo), pero algo en aquellas aventuras extranjeras me atraía, ¿de qué trataba? La historia en sí, con sus dos personajes, me intrigaba hasta el punto de llegar a preguntar a mi tío. Sus respuestas en cambio siempre fueron vagas. ¿Era una historia cómica?, ¿una tragedia? ¿Qué era don Quijote: un loco, un tonto o un héroe? Mi tío se encogió de hombros como diciendo: un poco de todo, sin duda.
Y cuando le preguntaba: «¿Puede uno corregir lo que está mal?». Me respondía, mientras pensaba sin duda en las matanzas espantosas de las que acabábamos de salir y en la bomba a la que denominábamos atómica: «Sí, por supuesto, pero no de ese modo. No con un caballo y una lanza».
Tuve que esperar todavía mucho tiempo, una larga decena de años, para que pudiera leer completamente y en el orden adecuado el libro al que André Malraux llamó «uno de los libros más enigmáticos» del mundo. Lo leí, por supuesto, en francés, en una edición en dos volúmenes bien encuadernada que todavía conservo. Cuando digo que todavía no he dado por terminada la lectura de ese libro quiero decir simplemente que cada vez que lo abro, aunque sea al azar (hoy ya puedo leerlo en castellano), descubro en él un pasaje que jamás había leído o sabido leer.
A veces utilizo el Quijote como si fuera uno de esos libros poéticos considerados adivinatorios en la tradición persa. Cuando un problema se presenta en la vida cotidiana, un iraní, todavía hoy, abre el Hafez o el Roumi al azar y la respuesta está ahí, en la página abierta. Solo hay que saber leerla y reconocerla.
Mi última experiencia con Cervantes tuvo lugar el año pasado. Buscaba una idea, sin saber muy bien cuál, algo que tuviera que ver, una vez más, con aquellos que no son como nosotros, con los extranjeros y a los que querríamos poder expulsar de lo que consideramos como «nuestro suelo». Cogí el segundo volumen y lo abrí hacia el final, esa parte que uno lee menos a menudo.
Sancho regresa de la ínsula en la que supuestamente ha ejercido su gobierno. Está un poco desengañado, a pesar de que en ocasiones ha demostrado buen juicio en esa singular aventura. En el campo, se encuentra con una caravana de conversos, es decir, de antiguos moros que se habían establecido en la Península generaciones atrás y que el rey Felipe III ha obligado a volver a sus países de origen en África del norte. Regresan de Alemania (territorio que era por entonces español) y se dirigen hacia el sur.
Entre esos conversos hay uno que se llama Ricote y que reconoce a Sancho. Son del mismo pueblo y se sientan para conversar y tomarse unos vinos. El hombre, que es mercero, le cuenta sus cuitas y penas y cómo le ha afectado el cruel edicto del rey. La pena del destierro, dice, es «la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural…». Hay que leer la página entera.
Cuando hablo de ese libro —y de algunos otros, pero pocos— me digo a menudo que resulta fácil reconocer una obra maestra: solo hay que abrirla al azar y siempre nos habla de nosotros.
Resulta claro que con catorce años y en el granero de mi tío, mientras intentaba leer esa obra despedazada, me encontraba muy lejos de mis reacciones y de mis sentimientos de hoy en día. No obstante, a veces me pregunto: ¿y si ese primer contacto fue decisivo? Se lo conté en una ocasión a Bergamín, para quien don Quijote no era español (como tampoco don Juan). Él me dijo: «¡Pero si hay que leer el Quijote así! ¡En piezas sueltas! ¡Si no, no se entiende absolutamente nada!». Añado que Bergamín —del que me ocuparé más adelante con detalle— aceptaba, aunque le pareciera poco razonable, que ese libro se considerase el quinto evangelio.
En ese mismo pueblo, el de mi tío, a partir de 1945 grupos de trabajadores agrícolas, hombres y mujeres, venían de España para hacer la vendimia. Se quedaban allí tres o cuatro semanas, alojados en hangares o granjas donde dormían normalmente encima de la paja. Por la tarde se preparaban la comida y tocaban la guitarra y cantaban.
Fui a verlos dos o tres veces, sin acercarme, como se hace con las tribus extrañas, aunque provinieran de un país limítrofe. Me acuerdo todavía con precisión de una mujer muy bella que bailaba con los brazos en alto a la luz de una lámpara de petróleo. Detalle sorprendente: era rubia. Los hombres del pueblo hablaron mucho de esa «mujer rubia». En los años que siguieron jamás volvió; como si fuera un fantasma.
A propósito de los trabajos estacionales, creo saber por qué los españoles llaman a los franceses gabachos. A lo largo de la Edad Media, cuando España estaba todavía bien irrigada —en algunas zonas— gracias a la dominación árabe y aún conservaba sus bosques y ofrecía una riqueza agrícola mayor que Francia, el movimiento entonces era el inverso y los pobres campesinos franceses se desplazaban para trabajar en España en la época de la cosecha. La mayoría de ellos provenía del centro de Francia, de la Auvernia, la región más desheredada y en la que habitaba el pueblo de los gavaches o gabaches.
El nombre se quedó. Igual que lo hizo la riqueza de unos y la pobreza de otros, lo que dio lugar a movimientos oscuros, mal estudiados, que no dejaron en la historia otro rastro que el de un apodo.
He de añadir que en mi pueblo, ya mediterráneo y por lo tanto civilizado, siempre consideramos a los habitantes de las montañas centrales de veinte o treinta kilómetros más al norte «gabachos», es decir, patanes. Siempre se es el gabacho de alguien.
Fue en el pueblo de mi tío, Marsillargues, situado entre Nîmes y Montpellier, en el mismo donde había leído el Quijote, donde conocí, a finales de los años cuarenta, a la que habría de ser mi mujer. Su madre, viuda, vivía de lo que le daban sus viñas. Estaba también al servicio de otra familia española. El padre, Juan Salón, originario de la provincia de Valencia, había llegado a Francia en 1920 para buscar trabajo. Encontró ocupación como obrero agrícola e hizo venir a una joven de su misma región, una joven española que se llamaba Carmen, con la que habría de casarse. Tras la guerra civil decidieron también volverse franceses y no regresar a España. A pesar de esta decisión y de sus papeles, jamás pudieron aprender su nueva lengua a excepción de algunas palabras. Las bocas se les negaban, igual que le había sucedido a la señora Mesa. Allí también el occitano servía de pasarela.
Juan, convertido en Jean, era un hombre simple, devoto, con un gran corazón y trabajaba de hombre para todo. Creo que fue él quien me enseñó el arte español de maldecir. Podíamos escucharlo por la mañana cuando abría las puertas de la cuadra y ya entonces comenzaba a maldecir, entre dientes, maldiciendo al Dios padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Virgen María y todos los santos del calendario. La cantinela continuaba mientras desataba el caballo, lo ensillaba, le ponía las riendas, lo sacaba de la cuadra y cerraba la puerta. Esto duraba más o menos veinte minutos.
Esta maldición matinal de veinte minutos fue sin duda —y mucho más que Radio Andorra— mi primer contacto con el castellano. Más tarde Buñuel se jactaría delante de mí varias veces de pertenecer al pueblo más blasfemo y sacrílego de la faz de la tierra. «Nadie puede igualar a los españoles a la hora de blasfemar», decía. De hecho todavía hoy, cuando me sucede una desgracia, un «Me cago en Dios» acude a mis labios. Este «Me cago en Dios» me parece la cima inigualable del insulto. Eso si damos por hecho que para cagarse en Dios es necesario que este exista, de lo contrario el ejercicio es fútil. No puede ser blasfemador todo aquel que lo pretende.
Luis me decía que, en español, la palabra «mierda» evoca irresistiblemente los excrementos, mientras que en Francia se puede decir «mientras tomamos el té». Afirmaba que el francés no posee palabras impronunciables. «Es imposible ser sacrílego en francés.» Y cuando decía esto se le notaba cierto desdén hacia nuestro dulce idioma.
Carmen y Jean Salón no eran creyentes, «no iban a misa», como se decía entonces. Carmen nos confesó un día que estaba harta de todas esas procesiones «para pedir lluvias o para cazar a las ratas y a veces para las dos cosas a la vez».
Tuvieron tres hijos que nacieron en Francia y a los que conocí bien. Hacíamos la vendimia juntos. Jacqueline, la más joven, es todavía amiga mía. Esta joven chica hija de españoles sin recursos se ha convertido en una de las mejores anticuarias de la región. A fuerza de recorrer todas las casas y castillos, nadie conoce mejor los muebles, los bibelots o las puntillas francesas.