31 MEMRY MIDGETT
Durante los años cincuenta, Billie vivió una vida más propia de un fugitivo, yendo constantemente de aquí para allá. Tres semanas en San Francisco, una semana en Los Ángeles, de vuelta a Nueva York para un concierto, Boston al día siguiente, Alaska, Detroit... Una noche actuaba en un club de mala muerte acompañada únicamente por su pianista y con un piano que sonaba como si hubiera estado a la intemperie todo el invierno; un día más tarde, todo era lujo y boato junto a la orquesta de Count Basie encantada de contar con la cantante.
No sólo son muchos los relatos contradictorios que existen sobre la salud física y psíquica de Billie y la calidad de su voz; también abundan las historias sobre los lugares que visitaba y qué hacía, y cuánto tiempo pasaba antes de que volviera a partir. Sin embargo, comoquiera que me ciño a las voces de la gente que habla de los recuerdos que guardan del tiempo que pasaron con ella, no tengo por qué decantarme por una versión y desestimar el resto.
Memry Midgett era de Oakland, California. Ella y Billie tenían «la misma talla, pero la piel de Billie era algo más oscura que la mía». Memry era una especie de psicóloga de salón dedicada a explorar y analizar la personalidad de Billie, «para correr la cortina que separaba lo que había oído y lo que realmente vivía a su lado». Sentía fascinación, sobre todo, por lo que llamaba la «deformada heterosexualidad de Billie» y su «necesidad de inflingirse todo tipo de castigos». Con todo, Memry también estaba asombrada por la «humildad de Billie y por su búsqueda personal y su empeño en llegar a conocerse».
Memry conoció a Billie en el Downbeat Club de San Francisco, un local que podía albergar a unas trescientas personas. Billie llegó sin una sola partitura ni un pianista que pudiera acompañarla. En principio tenía que actuar con el grupo de Vernon Alley, pero los músicos no estaban familiarizados con los arreglos, y a Billie le disgustó aquella falta de profesionalidad.
Memry tenía veintitrés años y tocaba el piano durante los descansos. Billie decidió contratarla allí mismo, aunque la pianista nunca había trabajado con aquellos temas. «Desde el escenario me soplaba el nombre de un tema que yo no había tocado nunca, y yo tocaba lo mejor que sabía».
Después de San Francisco, ella y Billie actuaron durante dos semanas en Hollywood, en el Crescendo, y posteriormente otras dos en Anchorage, la floreciente ciudad de Alaska a la que había llegado en los últimos tiempos mucha gente de la costa Este en busca de trabajo porque «el dinero corría como el vino».
En el avión de camino a Alaska, Billie anunció de improviso que había dejado la heroína. Dijo que lo había hecho a menudo en el pasado y que sabía cuáles serían las consecuencias físicas. Le pidió a Memry que le dijera a la azafata que los temblores y la tos se debían a que se recuperaba de una fuerte gripe, nada más.
Cuando llegaron a su destino, el frío era mucho más intenso de lo que habían previsto. Memry explicó que jamás había pasado tanto en toda su vida, y Billie no llevaba nada de ropa de abrigo, salvo un pequeño chal de piel plateada y algunos vestidos. El abrigo de visón habría sido la prenda ideal para aquella situación, pero se lo había olvidado; o tal vez estaba en alguna casa de empeños de Nueva York a la espera de ser recuperado.
Estaba en Alaska sin ropa de abrigo y no dejaba de toser y de temblar. Se pasó todo el día frente a la estufa del camerino sin que en ningún momento le dejaran de castañetear los dientes antes de prepararse para salir al escenario. Memry estaba segura de que Billie no sólo sufría por la falta de heroína, sino que su estado de salud no era bueno, y tal vez hubiera contraído una neumonía. También sabía que, como cualquier persona que ha estado mezclando drogas y alcohol, Billie apenas comía y presentaba síntomas de desnutrición.
Durante aquella tanda de conciertos, Billie se ciñó al repertorio que mejor conocía, unos temas cuya letra y música le resultaban sumamente familiares y que, con el paso del tiempo, cantaba de un modo más lento y más exagerado. Interpretó Them There Eyes e Easy Living, y logró que sonaran como un lamento, y recuperó una y otra vez Willow Weep for Me, aunque hacía tales pausas al pedirle al sauce que se uniera a ella en su dolor que parecía esperar una respuesta suave y melancólica por parte del árbol. Billie no cantó My Man ni Fine and Mellow porque eran dos temas demasiado exigentes, tanto emocional como musicalmente, pero no hizo lo mismo con Strange Fruit, un tema que reclamaba el público con tanta pasión que siempre acababa dedicándoselo.
Durante su paso por Alaska, Billie empezó a llamar a Memry «mi niña», y a menudo le hablaba como si, en el fondo, pensara en voz alta. Un día estaban sentadas en el vestíbulo del hotel y les entregaron una carta con los detalles de los ingresos de Billie en concepto de derechos de autor: el nombre de cada disco, cuántas copias se habían vendido, los gastos de la compañía, el porcentaje del agente y la cantidad pendiente de liquidación. Las cifras eran malas, y aquella carta puso de manifiesto que al público de Billie le daba ya lo mismo si cantaba o no. Había sido una cantante famosa, pero su estrella había empezado a declinar. Billie le pasó los papeles a Memry para que pudiera compartir con ella aquel descubrimiento: «su vida ya no era nada».
Louis McKay las había acompañado a Alaska, pero estuvo desaparecido durante días y días. Se rumoreaba que había ido a comprar grandes parcelas de terreno para especular con ellas, pero nadie tenía pistas acerca de su paradero. Le dijo a Billie que, por los antecedentes de ella, todas las operaciones tendrían que ir a nombre de él, aun cuando el dinero con el que se hicieran los pagos fuera de la cantante. Memry contó que Louis tenía vetada la entrada «en muchos lugares», entre ellos el club de Anchorage donde actuaba Billie. En ese caso, el motivo de la prohibición era que se quedaba en la barra y se iba calentando hasta que cogía a un desconocido y se enzarzaba con él en una violenta discusión.
Memry odiaba a Louis McKay y creía que, conforme su relación con Billie se fue haciendo más íntima, éste empezó a verla como «una poderosa enemiga». Era «uno de los tipos más despiadados que jamás he conocido», aunque, en honor a la verdad, hay que decir que en su odio por él había algo más, porque también se refirió a un juego al que Louis y Billie se entregaban y que consistía en apostar quién de los dos sería el primero en «follarme... pero nunca pasó de ser eso, un juego». Louis McKay tenía su propia «técnica para mantener a Billie bajo control. Era como si la hipnotizara. Le decía: “No puedes fiarte de nadie más, sólo de mí. Yo soy tu único amigo”».
A veces, Louis McKay se presentaba por sorpresa en la habitación de Billie, a primera hora de la mañana. Corría las cortinas y le decía que permaneciera en silencio. Le daba una lata de callos y un pequeño fogón para recalentarla. No comía nada más en todo el día. Al acabar, Louis se iba y cerraba la puerta con llave. Cuando estaba con él, Billie se comportaba como una chiquilla, siempre atemorizada y obediente.
Billie pasaba las noches sola, y llamaba a la habitación de Memry para decirle que había tenido una pesadilla, que se había despertado y que no podía conciliar el sueño.
—Tengo miedo y me siento sola —le decía sin poder contener las lágrimas.
Billie confesó a Memry que soñaba una y otra vez con su madre y que, cuando abría los ojos, no podía olvidar las imágenes del sueño: Sadie estaba en su habitación y la miraba de frente. Cuanto más tiempo pasaba desde la muerte de Sadie, más intenso era su recuerdo. Memry no atribuía la presencia del fantasma de Sadie en la habitación de su hija al amor de ésta, sino más bien a su creciente sentimiento de culpa por haber abandonado a la mujer que tantas veces la había abandonado. Billie admitió que habría tenido que hacer algo cuando Sadie estaba en el hospital, en las últimas; al menos, podría haberle enviado dinero porque era una época en la que ganaba mucho. Pero no hizo nada, y no se acercó a verla hasta que ya estaba muerta, cuando ya era un cadáver a la espera de ser enterrado.
Billie quería saber si Memry creía que Dios la juzgaría y la condenaría al infierno por todo lo que había hecho y por lo que no había hecho en vida. Tal vez recordara en esos momentos la Casa del Buen Pastor para chicas de color: las cuentas del rosario que sostenía para que no la acecharan los peligros y el crucifijo dorado que lució alrededor del cuello cuando todavía era una chica pulcra y rolliza. Tal vez deseara tener cerca el agua bendita que ella y sus amigas recogían en algún jarrón para poder rociar las cuatro esquinas de aquella fría habitación de hotel y acercarla a un hogar.
Cuando hablaba con Memry sobre su infancia, Billie recordaba una y otra vez a su abuela, y Memry tenía la sensación de que «la relación entre ambas había sido cálida, afable, positiva...». Billie no le contó que su abuela había muerto plácidamente en sus brazos, una historia que había inventado para sí misma en el pasado y que William Dufty usó, acentuando su dramatismo, en Lady Sings the Blues. Pero hablaba de su abuela «cariñosamente» y repetía que la había enseñado a limpiar escaleras.
Billie le preguntaba constantemente a Memry por qué demonios alguien optaba por un camino en la vida tan duro y tan doloroso. No ocultaba que había conocido a muchos hombres, tipos como Bobby Hender— son y Freddie Green, personas buenas, amables y sinceras. Ellos habrían cuidado de ella y la habrían protegido, y le habrían dado los hijos y la seguridad que siempre anheló. Sin embargo, siempre había escogido a macarras y sinvergüenzas que la engañaban, la golpeaban y la humillaban, que la compartían con otras mujeres y la abandonaban cuando ya no era útil.
Memry le preguntó a Billie por John Levy, si había sido tan malo como el resto, y de repente aquel tipo desagradable se convirtió, en la cabeza de Billie, en alguien más o menos bueno. Al menos la había tratado como a una señora, aseguró. «No dejaba que se pusiera a fregar platos» y le enviaba una orquídea cada día. Procuraba que siempre fuera bien vestida y que tuviera un aspecto inmejorable. No le habría permitido ir a Alaska sin un abrigo, y su crueldad no llegó nunca al extremo de encerrarla en una habitación a oscuras sin más compañía que sus miedos.
Memry estaba decidida a ayudar a Billie. La convenció de que le pidiera al propietario del club que le pagara directamente, en lugar de entregar el dinero a Louis McKay. Billie volvió a tener dinero para sus gastos, y ambas se fueron de compras. Billie se compró un abrigo y un vestido nuevos sorprendida por aquella demostración de independencia recuperada. «Por primera vez en muchos años sé lo que es despertarse y andar por ahí de día», admitió la cantante.
Cuando llegó el día de regresar a Nueva York, Louis McKay no viajó con ellas, aunque les pidió un favor surrealista: que se llevaran con ellas el cuerpo congelado y descuartizado de un ciervo. Al aterrizar, el animal había comenzado «a descongelarse y a chorrear sangre».
En cuanto llegaron a Nueva York, Billie quiso conseguir algo de heroína y, nada más entrar en el apartamento de Flushing, el pianista Carl Drinkard se presentó en la puerta listo para llevar a Billie de vuelta a sus viejos hábitos. Los dos empezaron los preparativos, pero mientras Billie se hacía un torniquete en el brazo, Memry se puso histérica y no pudo contenerse:
—¡NO! ¡NO! ¡No lo hagas! ¡No lo hagas!
Chilló tanto que Billie salió del sopor en que estaba.
—Bueno, mi niña, si te vas a poner así —le dijo—, ¡al diablo con la jeringuilla!
Deshizo el torniquete y le dijo a Carl Drinkard que «se largara de casa».
Memry quería convencer a Billie de que debía tomar las riendas de su vida. Tenía que alejarse de las drogas, tenía que abandonar a Louis McKay, tenía que deshacerse de Joe Glaser y conseguir un agente que pensara en los intereses de su representada, no en los de su propia persona. Memry le repetía que, en pocos años, podría amasar una fortuna suficiente para retirarse. Se podría comprar una casa con jardín, tener hijos, ser feliz... Billie escuchaba y decía incrédula:
—¿De verdad crees que puedo? ¿De verdad lo crees?
Una mañana, las dos mujeres se subieron al metro con destino a Manhattan para enfrentarse a Joe Glaser en su propia oficina. Según Memry, sólo llegaron a la estación porque Billie no pudo reunir el coraje necesario para entrar en el ascensor que habría de sacarla del mundo subterráneo y conducirla a las calles de la ciudad. Se quedó allí, aterrorizada, con la vista puesta en un río de peldaños que fluía tan inexorablemente como su destino. Se repetía: «¡No puedo hacerlo! ¡No tengo el valor!». Desaprovechó la ocasión y supo que había perdido. Alicaídas, regresaron al apartamento.
Billie tenía que cantar el 25 de septiembre de 1954 en el Carnegie Hall formando parte del Birdland All Stars. Tocaría la orquesta de Count Basie junto con Lester Young, Sarah Vaughan y Charlie Parker.
Memry llegó a las siete para llevar a Billie al Carnegie Hall. Descubrió que la cantante había estado cocinando, que había servido a los invitados y que ahora estaba fregando los platos. La casa estaba llena de gente «que chillaba y bebía; estaban borrachos y apremiaban a Billie con idioteces, le decían cualquier tontería». Todos parecían conocerla más o menos, pero no eran músicos y estaban encantados con la idea de seguir adelante con la fiesta.
A las ocho y media, Billie intentaba atusarse el pelo frente a un espejo roto y todavía no había decidido qué se iba a poner. Por fin estaba lista para meterse en una limusina, y con ella aquella caterva dispuesta a acompañarla. Memry tuvo que sentarse junto a Billie, apretujada, mientras intentaba explicarle el repertorio de la actuación, cuántos compases tendría esta introducción o aquélla, cuánto iba a durar cada pase... Pero sus acompañantes gritaban tanto que Billie «no pilló ni la mitad». Según Memry, Billie estaba sobria y ya no se pinchaba, pero «estaba débil porque no comía como es debido... y la malnutrición provoca una cierta confusión».
La tropa que había viajado con ellas en la limusina siguió a Billie con entusiasmo hasta el camerino, y Louis invitó a más gente hasta que el cuarto estuvo lleno a rebosar.
Llegó para Billie la hora de subir al escenario. Hacía mucho de su última actuación en Nueva York, y la gente estaba ansiosa por verla. El público, desde la oscuridad, la recibió con una gran ovación. Se acercó al micrófono pero tropezó con un cable y se cayó al suelo. Se puso de nuevo en pie, cubrió la distancia que la separaba del micrófono y permaneció allí, a la espera de que empezara a sonar la música.
La sección rítmica de Count Basie abrió con una introducción de ocho compases de Blue Moon
Basie le hizo una señal a Memry para que tocara la introducción al piano, sin la orquesta, pero Billie ya estaba en su mundo.
—¿Qué canción es, Memry? ¿Qué tengo que cantar? —le preguntaba, como si estuvieran ensayando tranquilamente en una habitación vacía. Sus palabras, dichas al micrófono, resonaban en todo el auditorio.
Memry respondió Blue Moon, pero no tenía un micrófono para hacer oír su voz y Billie no entendía qué le decía.
Los músicos empezaron a susurrar «¡Blue Moon, Blue Moon!.» y el público se lanzó a repetir la cantinela, «¡Blue Moon, Blue Moon, Blue Moon!».
Y, de repente, se hizo la luz.
—¡Ah! —dijo Billie, casi gritando—. ¡Ah! ¡Blue Moon!
Y comenzó. Y cuando acabó el pase, «cantó un bis tras otro, sin descanso, y así durante una hora y media». Según Memry, «el público le abrió su corazón y le demostró lo mucho que la quería», y todo el mundo coincidió en que el concierto había sido un éxito, y daba lo mismo que Billie estuviera borracha o colocada o lo que fuera que hubiera pasado al inicio del espectáculo.
Cuando se marcharon, Billie y Louis McKay se pusieron a discutir, se enzarzaron en una de esas caóticas peleas de borrachos que pueden acabar de cualquier modo. Empezó cuando Memry le dijo maliciosamente a Billie que había estado bien «dadas las circunstancias» y Louis McKay le preguntó a qué se refería con aquella expresión.
—¡Por supuesto que ha estado bien! ¡Esta mujer no es una cantante cualquiera! ¡Es Billie Holiday!
Louis McKay estaba tan indignado que Memry creyó que iba a golpearla y cogió una botella para defenderse. Aquello fue la chispa que encendió el fuego de Billie. En la confusión posterior, Louis tumbó a Billie en medio de la calle de un puñetazo.
A Memry, toda aquella violencia la aterraba, y decidió irse a dormir a la casa de su ex suegra. Pero se perdió en el metro y «pasó toda la noche en un vagón». Finalmente se presentó en el apartamento de Billie, en Flushing, a las cuatro de la mañana.
Llamó al timbre y Billie respondió:
—¿Eres tú? ¿Qué coño haces tú aquí?
Y cuando Memry pasó, vio que Billie estaba en pleno «encuentro amoroso» con el tipo que la había golpeado tan brutalmente. Para Memry, aquella situación era «típica de quien necesita que la castiguen y que, una vez lo ha conseguido, experimenta tal satisfacción que se entrega a un arrebato amoroso y sexual».
Memry sintió que Billie la había traicionado. Aquella noche supuso el fin de la relación entre ambas. Acompañó a la cantante en varios clubes de Boston y Filadelfia, pero la hostilidad de Louis McKay hacia ella «superaba ya todo límite». Memry se convenció de que no tardaría en vengarse de ella ocultando droga en sus efectos personales y arreglándoselas para que la arrestaran.
—Así actuaba —explicó.
Memry pidió a su madre que le enviara un telegrama cantando que su padre había enfermado y rogándole que volviera a casa de inmediato, y con aquella excusa se marchó. No volvió a coincidir con Billie hasta 1958, cuando fue a oírla a un club de San Francisco. Tras la actuación, Billie invitó a algunos amigos a su habitación del hotel para comer algo. Entre esas personas estaba Memry.
Según Memry, Billie se alojaba en «el peor hotel imaginable, el más barato, el más sucio, el más triste». No bien llegaron a la habitación, la pianista sintió deseos de largarse, pero Billie la recibió con los brazos abiertos y eso la indujo a quedarse un rato más. Sólo había un fogón, pero Billie se las había ingeniado para cocinar espaguetis y un potaje de frijoles. También había pies de cerdo, repollo, ensalada de patata y macedonia.
En un momento de la noche, Billie se acercó a Memry, se sentó junto a ella y le dijo:
—Bueno, mi niña. Todo lo que me dijiste que me pasaría se ha hecho realidad. ¿Te acuerdas del día aquel en que fuimos a Nueva
York y yo iba a intentar buscar un nuevo manager como tú querías? Tal vez si lo hubiera hecho mi vida habría cambiado. Pero seguí con Louis, y me robó hasta el último centavo. Estoy arruinada, no estoy bien de salud y ahora Louis se ha largado con una chica blanca. Pero por fin he empezado los trámites para el divorcio. ¡Por fin he acabado!
Memry vio una vez más a Billie en un club con él unos meses más tarde. Billie se limitaba a susurrar la letra de las canciones al compás de la música. Pero incluso aquello era mágico.
—Apenas cantaba si por cantar entendemos el significado habitual de la palabra, pero transmitía las emociones de un modo tal que sus limitaciones vocales quedaban en un segundo plano —afirmó Memry.