22 GREER JOHNSON
Greer Johnson llegó a Nueva York en 1943. Tenía veintitrés años y, según sus propias palabras, era «muy joven, muy ingenuo, muy sureño y muy estúpido». Consiguió trabajo como relaciones públicas, un empleo que odiaba, y después pasó algún tiempo como agente de prensa en el mundo del teatro. Más tarde sería crítico de música clásica y de danza. Murió en Los Ángeles a finales de los años setenta, arrollado por un coche que se subió a la acera mientras él esperaba que el semáforo se pusiera verde para cruzar la calle.
Cuando Linda Kuehl llegó al apartamento de Greer Johnson, en la calle 46 oeste de Nueva York, éste había puesto un disco de Billie. Le contó que no lo había hecho pensando en la entrevista; solía escuchar la música de Billie porque cada vez que lo hacía descubría algo nuevo. Confesó que le gustaban especialmente los últimos discos, cuando había apostado «por ser más libre... y cantaba las letras de los temas de jazz como nadie».
También sacó dos fotografías de Billie: una de cuando era un bebé que le había dado Sadie y un precioso retrato de estudio que formaba parte de la serie que hiciera el célebre fotógrafo de la alta sociedad Robin Carsons en 1946. Greer Johnson había organizado aquella sesión, y por eso pudo escoger una fotografía.
También había encontrado otro recuerdo inesperado: una grabación más bien deficiente de Billie cantando Oh Come, All Ye Faithful. Parece que Billie y Sonny White fueron una Navidad a un estudio de la Sexta Avenida donde podías grabar por una tarifa estipulada... y eso hicieron. La calidad de la cinta era mala y era obvio que Billie estaba bastante bebida. Dijo que pondría la grabación más tarde, cuando él y Linda hubieran acabado de hablar.
Greer Johnson ya estaba claramente borracho cuando empezó la entrevista. No dejaba de repetirse y cambiaba y adaptaba la misma historia cada vez que la refería. De repente se enfurecía, y a continuación olvidaba la causa del enfado y se sumía en una vaga nostalgia. Afirmó que las muchas decepciones que había vivido le habían enseñado una piedad que no había conocido «en aquellos tiempos sentimentales de juventud, cuando era un crío y todo era terrible», porque «cuando eres joven, no sabes qué es el dolor y el compromiso de la gente, ni sus adicciones... pero espero haberlo entendido por fin».
Nació en Lexington, Kentucky. Según Elizabeth Hardwick, sentía pavor de su padre, un hombre de negocios «grande y justo, que siempre vestía de negro» y siempre con camisas blancas con el cuello almidonado. Greer le contó a Linda cómo, con dos años, gateó hasta llegar al despacho de su padre, donde se topó con aquella mole masculina sentada detrás de un buró.
—Grité como la niña que era —dijo.
Lexington tenía su propio hipódromo, y allí había un salón de baile, el Joyland Park, en pleno campo, pasadas las últimas casas. En Sleepless Nights, Elizabeth Hardwick describía la llegada de las «grandes orquestas» en verano al Joyland Park: «Ellington, Louis Armstrong o Chick Webb, a veces para tocar el viernes y el sábado, a veces para hacerlo una sola noche. Cuando hablo de grandes orquestas no se debe pensar que creíamos que lo eran. No, todo formaba parte de las noches de verano y de los puestos de perritos calientes, del olor fétido de la piscina llena de cloro, de los gritos que llegaban desde la montaña rusa, de las mesas de picnic mojadas por la lluvia y de los columpios metálicos rotos. Y las orquestas también formaban parte de aquel ambiente sureño de borracheras, de parejas bebiendo whisky y Coca-Cola, vomitando, poniéndose los cuernos, perdidamente enamorados, en celo... Los músicos negros, con sus instrumentos voluminosos y sus esmóquines, no tenían otro cometido que marcar el ritmo torpe y sensual del fox-trot de la época».
Los músicos llegaban en autobuses abarrotados y llenaban el ambiente de música antes de desaparecer en el paisaje, listos para poner rumbo a otra ciudad del Sur. La mayoría del público blanco veía la música únicamente como ruido de fondo o, como decía Elizabeth Hardwick, como «algo inevitable, algo que surgía sin esfuerzo de aquella situación». Sin embargo, para el joven Greer Johnson, era diferente. Cuando escuchó jazz por primera vez se sintió cómodo al instante con aquella música.
Greer tenía el disco donde Billie cantaba Strange Fruit, y se lanzó a coleccionar todos los discos de jazz que pudo conseguir. Recordaba haber ido a Main Records Company, en la Calle Mayor, para encargar todo catálogo disponible de los viejos sellos Okeh y Vocalion. El tipo de la tienda lo miró extrañado porque no acertaba a adivinar cómo un blanco de una buena familia del Sur quería escuchar aquella música.
Cuando se trasladó a Nueva York, Greer Johnson compartió habitación con Elizabeth Hardwick en el hotel Schuyler de la calle 45. Según Elizabeth, el hotel era «bastante sórdido y lo que allí se veía más aún»— Destacaba por su suciedad, y porque en sus habitaciones se alojaba una población flotante que parecía haber ido a parar allí por error y que nunca lograba escapar de aquel lugar.
Durante la entrevista, Greer Johnson se refirió en varias ocasiones a Elizabeth Hardwick, a la gente que conocieron y a los lugares que frecuentaron. Dijo de ella que era una «rubia de aspecto delicado», y describió su relación como amistosa. Elizabeth Hardwick fue mucho más locuaz. Según ella, la amistad que los unía «era violenta y los dos éramos personas tan obsesivas, críticas, celosas y crueles como cualquier otra pareja». No soportaba «la pulcritud coactiva» de Greer Johnson, y aborrecía su costumbre de preparar cada noche el traje en previsión de su marcha al trabajo a la mañana siguiente. Tampoco le gustaba su necesidad obsesiva de cepillarse «aquella dentadura perfecta» después de cenar, con independencia de dónde estuvieran o de qué sucediera. Greer compartía el amor de ella por el jazz, pero incluso esta pasión estaba teñida por «su ansiedad metódica, intensa y dogmática».
Aquel joven homosexual y su bella compañera rubia vivían muy cerca de la 52, que, en palabras de Greer Johnson, era «entonces la calle del jazz: uno iba siempre de club en club. Una cerveza te costaba setenta y cinco centavos, y te plantabas un buen rato en la barra y escuchabas a un montón de músicos de primera sin que nadie te molestara».
Una noche estaban ambos en el Onyx Club con el novio de Elizabeth, el soldado George Jeston, y Billie Holiday era la principal atracción. Según Greer Johnson, estaba «estupenda. El vestido largo y el maquillaje la favorecían mucho y llevaba las famosas gardenias en el pelo». Recordando aquella primera impresión, Elizabeth Hardwick se refirió a Billie en estos términos: «una gorda tremendamente bella».
Durante el descanso, Billie bajó las escaleras del pequeño escenario y se acercó a la barra, donde estaban los tres. Pidió una ronda y sacó dinero de un pequeño monedero enjoyado. Greer Johnson anhelaba conocerla, pero estaba tan asombrado que no era capaz de presentarse. Convenció a George Jeston de que lo hiciera. «No conocía a Billie, y creía que el uniforme la impresionaría porque estábamos en guerra.»
La respuesta de Billie fue cortés, formal y evasiva. Elizabeth Hardwick le dijo que la había oído cantar unos años antes en el Joyland de Lexington, y recibió la siguiente respuesta:
—Sí, me acuerdo de tu ciudad.
Billie se volvió entonces hacia Greer Johnson. Lo miró a los ojos y decidió al instante que le gustaba la persona que tenía frente a ella. En ese momento la llamaban de vuelta el escenario. «Damas y caballeros —decía el presentador—, con todos ustedes, ¡Billie Holiday!» Cuando se disponía a marcharse alargó a Greer Johnson aquel monedero y le dijo:
—Cariño, ¿me lo puedes guardar?
Evidentemente, Greer estaba encantado. Tal y como dijo en la entrevista, «no tenía ni idea de qué había en aquel monedero. Veinte dólares, dos, cualquier cosa... No sabía nada de Billie, ni de las drogas, ni de la bebida, ni de sus costumbres. Nada salvo que me había cautivado por completo».
Cuando acabó el pase, Billie regresó a la barra y le dijo que la habían invitado a cantar en el Westside y a poner en marcha una especie de proyecto cívico. Billie le pidió a Greer Johnson que la acompañara.
Nunca dudó que Billie fuera una «intérprete fundamental» y que estuviera «muy por delante» del resto. Le parecía injusto condenarla por ser víctima de la cultura de las drogas, como si nadie más las tomara en aquellos años. También dijo que no había nada raro en su conducta sexual, que todos se comportaban como ella. No, el problema era un extraordinario talento que la aislaba. «Creo de veras que lo que acabó con ella fue su magnífico don, un don que no sabía cómo desarrollar, qué hacer con él; y tampoco sabía a quién entregárselo.» Incluso en 1971, en el momento de la entrevista, Greer seguía pensado que aquello había sido terrible. «He visto muchas listas con nombres de grandes mujeres negras, pero nunca, en ninguna de ellas, he encontrado el suyo.»
Greer Johnson recordaba que, a principios de los años cuarenta, Billie le pidió que la llevara a un espectáculo de danza de Catherine Dunham en el teatro Martin Beck de Broadway.
—Quiero saber qué hacen los negros, cariño. ¿Me llevas? —le dijo. Y Greer compró dos entradas para la noche del estreno.
Billie se vistió con recato para la ocasión, y se puso un jersey y una falda, un turbante y unos aretes relucientes. El público que los rodeaba estaba formado íntegramente por blancos, y durante toda la primera parte del espectáculo la gente no dejó de volverse para mirarla. En el intermedio, Greer fue a buscarle una copa y, cuando se la entregó, notó que le temblaban las manos.
—No dejan de mirarnos —le dijo.
Greer intentó calmarla:
—No, Billie, la gente no deja de mirará. Y por una razón muy sencilla: porque eres un regalo para la vista.
—Pero si todo el mundo dice: «¿quién es esa mujer que va con el chico blanco?».
—Nadie lo dice. ¡No es eso!
Una vez acabado el espectáculo, Billie llevó a su amigo a un club de la zona alta de Harlem donde la cara de Greer era la única blanca. Todos saludaron a Billie y se quedaron mirando a su acompañante. Se quedaron allí hasta que Greer empezó a entornar los ojos de cansancio. De repente, Billie le dijo: «¡De acuerdo, cariño!», y lo cogió de la mano y lo sacó a la calle, donde llamó a un taxi. Le dio algo de dinero al taxista y le dijo:
—Llévese a este hombre de vuelta al hotel y no pare hasta llegar allí.
En ocasiones, Greer Johnson visitaba a Billie en el apartamento que ésta compartía con su madre encima del hotel Braddock, en la calle 99. Nunca se quedaba a pasar la noche, porque «nunca me lo pidieron y habría tenido miedo de pedirlo yo», pero nada más cruzar el umbral se sentía como si formara parte de la familia. Estuvo allí con Sadie unas tres veces, y siempre la encontró en la cocina o «corriendo por el apartamento». Le parecía «una mujer pequeña, triste y algo estúpida que se había visto atrapada en una relación, que había dado a luz a un ave fénix y no sabía qué hacer con ella». Y prosiguió: «En ningún momento tuve la impresión de que Sadie fuera consciente de la grandeza de su hija. No creo que Sadie sintiera nada por Billie».
La actitud de Billie hacia su madre era muy ambigua, «y no era nada agradable ver cómo se comportaba», porque podía ser amable y tierna o agresiva y cortante indistintamente. Para ilustrar esta ambigüedad, Greer Johnson relató el día en que se reunió con Billie en el funeral de su madre. Fue a la ceremonia acompañado de un «chico encantador y adorable», Frank Harriott, que escribía para PM.
En una ocasión, Billie los invitó a una cena formal en su casa de Harlem. Llegaron a las seis y media o las siete, y se encontraron con que el edificio estaba en parte tapado con planchas de zinc. Un cartel colgado de la puerta explicaba que había habido una redada en el edificio en busca de drogas y que estaba prohibida la entrada. Un agente de policía blanco montaba guardia en la puerta principal.
—Tenemos que pasar. Tenemos una cena con la señorita Holiday.
—Ha habido una redada. Será mejor que den la vuelta y regresen al centro.
—No hemos venido a comprar droga, ni a conseguirla, ni a venderla. Si no le importa, venimos a cenar con la señorita Holiday.
El policía accedió a regañadientes a que pasaran.
Billie le dijo: «Cariño, tú nunca me invitas a cenar», y pidió que la llevaran a cenar al hotel Schuyler. Acordaron el día y Greer Johnson y Elizabeth Hardwick tuvieron que esperarla en la calle, «para asegurarse de que nadie la insultaba o la humillaba».
Billie llegó en compañía del contrabajista John Simmons, un tipo que había estado enganchado a las drogas durante muchos años y que, según algunos, fue quien introdujo a Billie en el mundo de la heroína. A Greer Johnson no le gustaba un pelo John Simmons, porque no dejaba de gastar bromas tontas sobre el deseo de Billie de vivir rodeada de blancos en un barrio de blancos. Se burlaba de ella por alisarse el pelo y por aclararse el color de la piel con maquillaje, como si deseara que la gente creyera que era blanca. Billie no prestaba la menor atención a estas críticas. Aquella noche quería escuchar el disco que ella misma había grabado con un tema de Gershwin, Things Are Looking Up, y que le parecía lo mejor que había hecho hasta la fecha.
Según Greer Johnson, Billie era «muy brillante, brillante y aguda. Era la mujer más brillante e inteligente que he conocido, y he conocido a mujeres y a hombres muy inteligentes. Nada le pasaba por alto, salvo cuando estaba tan colocada, como a menudo sucedía, que nada le importaba lo más mínimo. En esos momentos, estaba como adormecida, pero eso le pasa a todo el mundo, ¿no?».
Greer Johnson, por su parte, estaba decidido a dar a Billie rango y dignidad. Quería que la trataran como si fuera Marlene Dietrich o Lot— te Lenya, cantantes que habían logrado transmitir tanta humanidad y fragilidad a través de sus canciones. Estaba convencido de que la voz de Billie era el vehículo ideal para cantar arreglos de las canciones compuestas por Schumann y Schubert. Llegó incluso a acordar una cita entre ella y el clavicordista Ralph Kirkpatrick,
En 1946, Greer Johnson le dijo a Billie que creía que «había llegado el momento de que un artista de jazz dé un recital como se hace en la música clásica». A Billie le gustaba la idea, y Greer organizó el concierto de Lady en el ayuntamiento. Junto con Robert Snyder, un amigo, «adelantaron todo el dinero necesario», prepararon el programa, enviaron 3.500 folletos e invitaron a todos los críticos musicales que les pareció oportuno. El concierto debía empezar a las cinco y media y Greer tenía que procurar que Billie estuviera lista una hora y media antes, algo nada fácil. De camino al ayuntamiento, la cantante decidió de repente que necesitaba otro vestido, y se detuvieron en «una tienda de ropa no demasiado elegante» llamada W. R. Burnett y Greer se armó de paciencia para esperar mientras Billie escogía. Greer reconoció que estaba histérico cuando llegaron, si bien lo hicieron a tiempo.
El concierto fue todo un éxito; un millar de personas se quedaron en la calle y podrían haberlo repetido tres veces. Para Greer Johnson, el público era muy variado y fue extremadamente atento. «No creo que ningún otro artista de jazz haya tenido una acogida como aquélla.» Evidentemente, Billie estaba encantada con la formalidad de la ocasión, y le gustaba la idea de «algo serio e importante, y que la consagraran como la gran artista de jazz de Estados Unidos». «Parecía cantar mucho más cómoda y disfrutar más que cuando lo hacía en la calle 52», dijo un crítico. «Su porte digno y su aire distinguido contribuyeron a hechizar a un público multitudinario, silencioso e inteligente», dijo otro.
Greer Johnson también estaba decidido a conseguir que Robin Carsons, el fotógrafo de la alta sociedad (a quien calificaba como «el mejor hombre en su terreno», un tipo capaz de capturar la calidad de la artista), retratara a Billie. Robin Carsons aseguró que «nada le apetecía más que fotografiarla» y ella accedió a pagar el precio de la sesión. Así, una fría tarde de otoño llegaron al apartamento de Carsons.
El nerviosismo de la secretaria fue en aumento porque empezaron a pasarse tanto de la hora que tuvieron que rechazar al siguiente cliente. Las horas pasaban y todos reían y bromeaban, y Billie estaba relajada y radiante. Robin Carsons quería hacerle justicia y, a pesar de que había hecho muchas fotos, creía que aún no había logrado la imagen que tenía en la cabeza. Dijo:
—Mira, he hecho algunas fotos buenas, pero son convencionales, simplemente bonitas. No es lo que quiero de esta mujer. Debe de haber alguna manera de poder expresar mis sentimientos.
Entretanto, Billie se había enfundado un vestido negro de lentejuelas, se había prendido unas cuantas gardenias artificiales en el pelo y se «sentía absolutamente maravillosa». Greer Johnson insinuó que se acercara a la chimenea y que cantara Strange Fruit. De entrada, Billie dijo que no podría —así, sin acompañamiento—, pero finalmente accedió. Cantó a capela, y la cámara de Robin Carsons no se detuvo ni un instante. Más tarde, Billie escogió cuatro fotos y Greer pudo quedarse con una.
Poco antes de que Billie muriera, Greer la visitó un día en su camerino y la encontró muy borracha y deprimida, y la cantante tropezó, se cayó al suelo y rompió a llorar.
—¡Cariño, a la mierda! ¡No aguanto más! —dijo—. Por Dios que no voy a volver a cantar nunca más.
—¿Y qué demonios vas a hacer si no cantas? —preguntó él.
—¡Me importa un carajo!
—¡Perfecto! Dime, ¿luego qué harás, Billie?
Y se levantó, se sacudió el polvo del vestido, esbozó una sonrisa alcoholizada y murmuró:
—¡Volveré a cantar!
Y Greer Johnson dijo:
—¡Claro que sí, lo harás!