4 FREDDIE GREEN
La mañana del 27 de octubre de 1971, Linda Kuehl se había citado con Freddie Green
en el club Red Rooster situado en el distrito Point de Baltimore. Ethel Moore, una amiga de Billie Holiday, regentó un burdel a unas cuantas manzanas de distancia, en la zona de los muelles. Siempre que regresaba a Baltimore, Billie visitaba a Ethel y a otros viejos amigos como Willie Diggs, Hilda, Rosie, la señora polaca que tenía un bar en la confluencia de Pratt y Bethel, Wee Wee Hill, «Pony» Kane y también Freddie Green.
En sus anotaciones, Linda Kuehl cuenta que, cuando llegó al club, tuvo que acercar la cara a la mirilla y pronunciar la palabra «Freddie» para que le permitieran la entrada. La imagino dejando atrás la luz del día y adentrándose en una habitación oscura poblada por murmullos y llena de humo. La imagino caminando lentamente entre las mesas con la grabadora bajo el brazo. En la foto que he visto de ella, lleva los labios pintados de rosa, y el contorno de los ojos marcado con kohl. Una cascada de pelo negro y liso enmarca la palidez de su cara.
Fue a sentarse junto a Freddie en la barra con espejos. Éste vestía un traje tojo chillón y un sombrero blanco de fieltro con una pluma en el ala. Estaba empapado en sudor y bajando de lo que él mismo describió como «su— bidón mañanero de cocaína». La llamó «cariño» y le pidió una copa. Linda puso en marcha el magnetófono. A lo largo de la entrevista se percibe un eléctrico zumbido de voces procedente de todos los rincones del bar.
Freddie estaba ansioso por hablar.
—Cuenta conmigo —dijo—. Te lo va a contar uno que estuvo en el ajo. Lo sabrás todo, cariño, toda la historia. No te puedo contar más de lo que sé, pero es fácil repetir algo cuando sabes que es cierto.
Freddie le dijo que su madre, Viola Green —conocida como Vi—, alquilaba tres habitaciones en su casa de la calle Bond. Billie y su madre ocupaban una que daba a la calle, en la tercera planta. Recordaba que llevaron sus propios muebles y que tenían «unos cuantos chismes cristianos»: figuras de la Virgen María y de Jesús y «una estatuilla del Señor en la cruz».
Freddie insistió en que él y Billie eran de la misma edad, «teníamos catorce años», pero estaba hablando del año 1922, cuando Billie solamente tenía siete. Hay una fotografía suya de aquella época. Lleva calcetines blancos y un vestido de manga larga, también blanco y con volantes. El codo derecho descansa en el tablero reluciente de una mesita, mientras la mano izquierda se extiende hasta tocar la derecha como si buscara reconfortarse. Está bien erguida, con aspecto serio y aplomado. A un lado de la cabeza se ve un gran lazo blanco posado como una mariposa, un curioso precedente visual de las gardenias blancas con las que, años más tarde, se adornaría en cada aparición sobre el escenario.
La madre de Freddie tenía también dos hijas: Goldie, que se hizo cantante y actuó en el Diamond Subway de Baltimore durante un tiempo, pero «no llegó a nada», y Pearl, la más joven. Vi trabajaba durante el día como criada, pero la paga era «tan miserable» que necesitaba alquilar habitaciones.
Vi tenía un gramófono, o «grafáfono», de manivela y una «vieja pianola» en la planta baja, y Freddie recordaba cómo Billie «cantaba al compás y pillaba las melodías como si nada». En la cinta se oye a Freddie chasqueando los dedos.
Es fácil imaginar a aquella chiquilla tan seria y maravillada ante el milagro de la pianola mientras contempla cómo las teclas blancas y negras cobran vida derramando una música turbadora sin intervención de la mano humana. Es fácil imaginársela cautivada por el chorro de voz de una gran cantante de blues como Bessie Smith, que proclama al mundo que está tan triste como puede estarlo una mujer, pues el corazón de su hombre es como una roca lanzada al mar. Ya entonces, proseguía Freddie, las canciones preferidas de Billie eran las tristes.
Todos los huéspedes tenían derecho a utilizar la cocina, y ahí se reunían los domingos por la mañana, «a comer mondongo rebozado, huevos, panecillos calientes y panceta, y lo acompañaban con un plato de melaza». Al parecer, Sadie nunca aparecía en aquellas reuniones dominicales. «Solía ir a Nueva York los fines de semana y regresaba el lunes por la mañana. Posiblemente tuviera a alguien en la ciudad».
Freddie creía recordar que Billie y su madre se habían alojado en la habitación de la calle Bond durante un año y medio, pero «Sadie quería su propio hogar», y le dijo a Vi que había encontrado «una casita en el Point» y que se mudaba. «Mi madre le dijo: “Freddie puede ayudaros”, y me dio dinero para que consiguiera un medio de transporte. Creo que pagué dos dólares y medio por un caballo y un carro».
La mudanza fue muy sencilla porque no tenían nada a excepción de la cama y algunas sillas, y todo se podía llevar en un solo viaje.
El nuevo hogar estaba en las calles Dallas y Caroline, en pleno barrio chino y muy cerca del burdel de Ethel Moore. Según Freddie, era «una casa adosada de dos plantas», con tres habitaciones en la planta baja y dos arriba. «En la cocina había una bañera, y todo estaba en orden... Sadie era una mujer muy limpia.»
Freddie visitaba a Sadie y a su hija una o dos veces por semana. Vivían en el extremo más alejado de la ciudad, en un barrio conocido como «Fondo del Point», o simplemente «Fondo», donde «podías encontrar de todo» y «no era nada fácil llegar hasta allí». Si la visita era en domingo, se quedaba a cenar.
De sus palabras se desprende que Sadie era «una mujer pequeña y muy guapa... con una melena castaña preciosa». Billie siempre vestía de un modo «muy sencillo», con faldas y blusas de algodón que le hacía su madre. Llevaba una melena corta recogida hacia atrás.
Billie y su madre desaparecieron más tarde de la vida de Freddie. Cuando Linda Kuehl le preguntó si Billie había trabajado en el prostíbulo de Alice Dean, respondió que «no sé nada de esos años de su vida». Lo siguiente que supo fue que se había marchado a Harlem para estar con su madre.
Freddie creía que la vida en Harlem era infinitamente más dura que en el Point de Baltimore, porque era «un lugar mucho más brutal, donde había que pelear más para abrirte camino y donde la gente iba a lo suyo y no ayudaba a nadie».
La amiga de Freddie se esfumó pues de la ciudad y éste no supo nada de ella durante años. Después compraría discos de una cantante llamada Billie Holiday
A finales de los años treinta, Sadie fue a decirle a la madre de Freddie que Billie estaba en la ciudad, en el Royale, y que tenían que ir a escucharla.
—Me quedé de piedra —dijo Freddie—. Mi madre me preguntó: «¿Sabes quién es Billie? ¡Eleanor!».
Ahí estaba, en el Royale acompañada por un trío. Tenía un aspecto muy elegante y llevaba el pelo hacia atrás, recogido en un moño con una orquídea prendida a un lado, como en aquella vieja fotografía. Pero Freddie no quedó muy impresionado cuando se puso a cantar, porque «era una de esas cantantes que no se movían. Verla no era un espectáculo. Se quedaba quieta... No me imaginaba que estuviera frente a una futura estrella».
Cantó desde las doce y hasta la hora de cerrar, y luego se fue al Savoy Grill, donde todo estaba «preparado para ella, con los manteles y todo». Una corista amiga de Billie en Nueva York, Evelyn Randolph, dijo a Freddie que se uniera al grupo.
En cuanto Billie lo vio, exclamó:
—¡Freddie! ¡Freddie!
Este respondió:
—¡Cielos! ¡Estás fantástica!
—¡Siéntate y calla! —le contestó, y le ofreció una silla justo al lado de las que ocupaban ella y su madre.
Freddie vio a Billie por última vez en 1948. La cantante estaba en Baltimore con la orquesta de Count Basie. En su juventud, Billie había sido una fumadora empedernida de marihuana, pero ahora había cambiado «de afición... y prefería algo más fuerte» para sorpresa de Freddie, pues jamás había pensado que fuera a hacerlo. Pero le chocó mucho más la negligencia de Billie. «Tenía hierba y polvo en el tocador. La gente podía entrar y verlo.»
Una noche la llamó. Aunque ya se había acostado, Billie le propuso que fuera a verla. Cuando llegó a la habitación, Freddie vio el polvo y ella le comentó:
—¿Quieres caballo?
A lo que él respondió:
—No, yo sólo le doy a la hierba.
Pero en muchos otros aspectos Billie no cambió jamás, «por famosa que fuera: iba a los barrios bajos, a los bares, con su visón, y lo dejaba en la silla de cualquier manera, y se sentaba con una copa e invitaba a todo el mundo. Y decía “joder”, “hijoputa” y “¿cómo andas?”, y contaba chistes imitando voces... Y si había críos alrededor, los cogía en brazos sin importarle que estuvieran hechos un asco, y los abrazaba a pesar de la mugre, como si nada».