CAPITULO XI
El sol se filtraba ya por la ventana cuando Kay Shepard abrió los ojos.
La cara de Stuart Lowell estaba muy cerca de la suya.
El profesor de dibujo anatómico dormía plácidamente, la respiración lenta y acompasada.
Kay le acarició el rostro con ternura.
—Stuart... —musitó.
Lowell siguió dormido.
Kay no quiso despertarle, y con sumo cuidado levantó el brazo de él, que descansaba sobre la cintura de ella, rodeándola. Luego se giró lentamente y se dispuso a saltar de la cama.
No pudo.
El brazo de Stuart cayó de nuevo sobre ella; esta vez sobre su pecho.
Kay se quedó quieta unos segundos, conteniendo la respiración.
Después intentó levantar de nuevo el brazo de Stuart.
En ese preciso instante la mano del profesor de dibujo se movió, aprisionando suavemente el seno izquierdo de la joven.
Kay volvió a quedarse quieta.
Una sonrisa de satisfacción afloró en sus labios.
¿Tanto significaba ella para Stuart, que hasta dormido la acariciaba?
En cualquier caso, era muy agradable sentir los fuertes pero suaves dedos de él oprimiéndole con delicadeza el seno, y cuando la yema de uno de ellos jugueteó con el oscuro pezón, Kay no pudo reprimir un dulce gemido de placer.
Por su gusto hubiera continuado acostada, gozando de las caricias de Stuart, pero quería tener preparado el desayuno cuando él despertara, así que intentó de nuevo levantar el brazo del profesor de dibujo.
No pudo, porque pesaba más que antes.
La razón era que Stuart estaba contrarrestando la fuerza que ella hacía, porque no quería retirar la mano del cálido pecho femenino.
Kay empezó a sospechar que Stuart ya no estaba dormido, y sus sospechas se vieron plenamente confirmadas cuando sintió la otra mano de él sobre sus redondas nalgas, oprimiéndolas de manera excitante.
—Oh, Stuart, bandido... —dijo riendo.
El profesor de dibujo pegó su cuerpo al de ella y la abrazó con calor. Después de besarla en el cuello amorosamente, dijo:
—Buenos días, cariño.
—Me has engañado, bribón.
—Pensabas que estaba dormido, ¿eh?
—Te llamé, y no abriste los ojos.
—Es que entonces aún dormía. Me desperté cuando levantaste mi brazo, para separarte de mí.
—Siento haberte despertado.
—¿De veras? —repuso Stuart, que ahora le acariciaba ambos senos, sin dejar de besarle el cuello, la nuca y el hombro.
—No, me parece que no lo siento —confesó ella, cerrando los ojos dulcemente.
—Yo tampoco.
—Deja de besarme y acariciarme, Stuart.
—¿Por qué?
—Tengo que preparar el desayuno.
—Eso puede esperar.
—Debe ser tarde.
—¿Y qué? Hoy es domingo, no tenemos nada que hacer. Bueno, sí tenemos algo que hacer. Y vamos a hacerlo en seguida.
—Ya lo hicimos anoche.
—Fue tan maravilloso que vale la pena repetirlo.
—Estoy de acuerdo en que fue maravilloso, pero no vamos a repetirlo ahora.
—¿Por qué?
—Tengo que preparar el desayuno, ya te lo he dicho.
—Y yo te he dicho que...
Kay dio un salto y se bajó de la cama.
Stuart alargó los brazos hacia ella, pero la joven gateó por el suelo con rapidez y se puso fuera del alcance de las manos masculinas.
—Kay, por favor... —suplicó.
Kay se irguió, riendo.
—No, Stuart. Cada cosa a su tiempo, y ahora es tiempo de desayunar, no de hacer el amor.
—Eres mala.
—Tú sí que eres malo —repuso Kay, y se acercó al armario en busca de su bata, porque iba completamente desnuda.
Su camisón y su pantaloncito, así como el slip de Stuart, yacían en el suelo, desde la noche pasada.
—Detente un momento, Kay —rogó Stuart.
La joven se paró.
—¿Qué quieres, Stuart?
El profesor de dibujo la observó de arriba abajo, estudiando cada curva, cada forma.
—Posees un cuerpo perfecto, Kay.
—Si tú lo dices... —sonrió ella, halagada.
—Si quisieras posar en la escuela de arte, te aceptarían en seguida.
—¿Te gustaría a ti que posara desnuda para tus alumnos?
—No, creo que no.
—A mí tampoco.
—¿Y si te pidiera que posaras exclusivamente para mí?
—¿Te gustaría dibujar mi cuerpo?
—Sí.
—¿Aquí, en tu casa?
—Sí.
—¿Y a cuánto me pagarás la hora? —bromeó Kay.
—Estoy dispuesto a pagar lo que me pidas —respondió Stuart.
—Te voy a arruinar, te lo advierto.
—No importa.
—Posaré para ti, Stuart.
—Gracias, Kay. Empezaremos hoy mismo, después del desayuno.
—Muy bien —sonrió Kay, sacando su bata del armario.
Una bata de baño, corta y graciosa.
Se la puso y caminó hacia la puerta del dormitorio, diciendo:
—Si tienes que ducharte no te entretengas, porque el desayuno estará listo en unos minutos.
—Me levanto en seguida, cariño —prometió Stuart.
—A ver si es verdad —dijo Kay, y salió de la habitación.
* * *
Estaban terminando de desayunar cuando escucharon el motor de un coche.
—Tenemos visita, Stuart —dijo Kay Shepard.
—¿Quién diablos podrá ser? —se preguntó Stuart Lowell.
—No tardaremos en saberlo; ya se ha detenido frente a la casa.
En efecto, pocos segundos después llamaban a la puerta.
Stuart se levantó y acudió a abrir, vistiendo un pantalón corto, color hueso, y una camiseta azul. Iba descalzo.
Dos hombres aguardaban en el porche, altos y corpulentos.
—¿Stuart Lowell...? —preguntó el de más edad, unos treinta y siete años.
—Yo soy.
—Teniente Dexter, de la policía de San Diego —se presentó el tipo, mostrando su placa—. Mi acompañante es el detective Benton —señaló al otro sujeto, que aparentaba unos veintiocho años.
—¿En qué puedo servirles, teniente?
—¿Nos permite pasar, señor Lowell?
—Desde luego.
—Gracias.
El teniente Dexter y el detective Benton entraron en la casa.
Observaron a Kay, que seguía sentada a la mesa.
Stuart presentó a la joven.
—Es Kay Shepard, una amiga mía.
—Mucho gusto, señorita —sonrió cortésmente Dexter.
Stuart, ligeramente nervioso, inquirió:
—¿Cuál es la razón de su visita, teniente Dexter?
El policía le miró fijamente.
—Jenny, señor Lowell.
* * *
Stuart Lowell y Kay Shepard respingaron a un tiempo.
—¿Qué... qué sabe usted de Jenny, teniente...? —murmuró el primero.
—Que detuvo en la carretera, muy cerca de aquí, a un joven llamado David Ewell; que le incitó, con su descarada vestimenta y su provocativa sonrisa; que luego le propinó un fuerte golpe en la nuca, dejándole sin sentido; que le robó el coche, un «Plymouth» azul; que más tarde ese mismo «Plymouth» fue visto, parado, frente al apartamento de un tipo llamado Philip Bloom; que el tal Philip Bloom ha sido hallado esta mañana, desnudo y con las manos atadas a la espalda, en su bañera, ahogado...
Stuart y Kay se miraron en silencio.
El teniente Dexter explicó:
—Por el Plymouth azul, cuya matrícula recordaba un vecino, dimos con David Ewell, su propietario, y éste nos refirió lo que le sucedió anoche. También nos dijo que no denunció el robo de su coche porque ustedes, que conocen a la tal Jenny, le rogaron que no lo hiciera.
Stuart asintió levemente con la cabeza.
—Es cierto, teniente.
—¿Asesinó esa Jenny a Philip Bloom?
—Me temo que sí, teniente.
—¿Por qué?
—Por venganza. Ese Philip Bloom y dos amigos suyos, cuyos nombres desconozco, violaron a Jenny hace un año, y luego la arrojaron al mar, desde lo alto de un acantilado.
—¿Desde lo alto de un...?
—Sí, teniente.
—¿Y pudo salvarse...?
—No, no pudo. Se ahogó.
—¿Que se ahogó...? —pestañeó Dexter, tan perplejo como su acompañante, el detective Benton.
—Sí, teniente. Y prepárese a escuchar la historia más fantástica que haya oído jamás. Pero antes tomen asiento, por favor. La historia es larga... —suspiró Stuart Lowell.