CAPITULO VIII
No.
Jenny Cramer no se encontraba en la casa de Stuart Lowell.
Pero había estado allí, no hacía mucho.
En el porche se veían huellas de pies mojados y sucios de arena.
También las había dentro de la casa.
Incluso en el dormitorio.
Stuart Lowell miró a Kay Shepard.
—Tenía usted razón, Kay. Jenny ha venido a verme, a su regreso de San Diego.
—Y como no le encontró en casa, se marchó.
—Sí. Y hace muy poco de eso.
—Volverá, Stuart.
—Ahora estoy seguro. Pero ¿qué querrá de mí?
—Charlar, supongo. Es usted su amigo.
—A los amigos no se les sacude —rezongó Stuart, tocándose el moretón que lucía en la mandíbula.
—Jenny no quería hacerle daño, se lo dijo. Pero como usted le pegó a ella...
—Lo hice porque quería ayudarla.
—Lo sé. Y ella también debe de saberlo. Por eso le considera un amigo. Y por otra razón, también.
—¿Cuál?
—Cuando Jenny emergió del mar, completamente desnuda, y se acerco a su casa, usted no trató de aprovecharse de ella. Incluso le ofreció su camisa, para que se cubriera con ella. Y luego se la regaló...
—Es posible que tenga razón, Kay.
—No tardaremos en saberlo, ya verá,
—¿Cómo reaccionará Jenny, cuando la encuentre a usted aquí, Kay?
—Lo natural es que se alegre de verme, sus padres no quiere verlos...
—Porque cree que está muerta.
—¿Por qué no acusaría las audaces caricias de David Ewell?
—No lo sé. Es una más de las muchas cosas que le pasan, y que no tienen explicación. Su increíble fuerza, su corazón que parece que no late, su pulso que no puede detectarse...
Stuart la enlazó de pronto por el talle y la atrajo suavemente hacia sí.
—¿Qué hace? —parpadeó Kay.
—Ganó la apuesta, Kay, y estoy obligado a darle un beso.
—Para ser una «obligación» tiene mucha prisa en cumplirla.
—Es que hay deudas que da gusto pagar.
—Ya.
—De todos modos, si prefiere que le pague en otro momento...
—Yo no he dicho eso.
—Yo tampoco —sonrió Stuart, y la besó en los labios.
Sabían tan bien, que no se dio ninguna prisa por terminar.
A Kay tampoco debían de saberle mal los suyos, pues no protestó en absoluto por la excesiva duración del beso.
Cuando, por fin, Stuart separó su boca de la de ella, Kay dijo:
—Se le olvidó decirme que el beso valdría por seis.
—¿Molesta por ello?
—No...
—Kay...
—¿Si?
—De haber ganado yo la apuesta, ¿qué clase de beso me habría dado usted?
—El beso del pajarito.
—No lo conozco. ¿Cómo es?
—Muy cortito.
—¿Por qué no me hace una demostración?
—Bueno —accedió Kay, y posó sus labios sobre los de Stuart.
Y así se quedaron.
Pegados a los de él.
Casi tres minutos.
De cortito, pues, nada.
Y Stuart encantado, claro.
Cuando Kay dio por finalizado el beso, el profesor de dibujo anatómico dijo:
—Me gusta el beso del pajarito.
—No ha sido el beso del pajarito, sino el de la marmota. Que se duerme uno antes de terminar, vamos.
—¿Y a qué se ha debido el cambio?
—A que me gustó tanto como me besó usted, que he querido corresponderle de igual modo. Lo he intentado, al menos. Que lo haya logrado o no...
—Plenamente, Kay.
—Me alegro.
—Más me alegro yo de haberte conocido. Podemos tuteamos ya, ¿no?
—Desde luego.
—Esto hay que celebrarlo con un beso.
—¿Otro....
—Ya conoces el refrán: «No hay dos sin tres.»
—Bueno, hagamos honor a él —sonrió deliciosamente Kay.
Stuart se disponía ya a unir su boca a la de ella, cuando el suelo del porche crujió levemente.
Los labios de Stuart y Kay no llegaron a tomar nuevo contacto.
Sin pronunciar palabra, los dos miraron hacia la puerta.
Descubrieron a Jenny Cramer.
Una Jenny Cramer bien distinta de la que Stuart Lowell viera emerger del agua aquella tarde.
Esta de ahora no sonreía con suavidad, ni tenía la mirada limpia y serena.
Era una Jenny dura.
Enfadada.
Irritada.
Furiosa...
Stuart Lowell se dio cuenta en seguida de que Jenny Cramer no venía a charlar amistosamente con él, como había pensado Kay Shepard, sino a echarle en cara algo.
Stuart no sabía exactamente qué, pero la expresión de Jenny le asustó un poco.
Y razón tenía para ello, porque si aquella tarde, cuando le consideraba un amigo, le había triturado la muñeca, le había hecho dar un par de volteretas por la arena y le había arreado el sopapo del siglo, ahora, que parecía considerarle un enemigo, la cosa podía acabar mal.
Pero que muy mal.