CAPITULO III

 

Stuart Lowell dio un respingo al ver que Jenny Cramer se dirigía hacia la playa.

El profesor de dibujo anatómico, al haber fracasado en su intento de llevar a casa a la muchacha rubia, había decidido seguirla sin que ella se diera cuenta, porque se hallaba más convencido que nunca de que se trataba de una enferma mental, pero no esperaba que ella volviese al mar.

Si se metía en el agua no podría seguirla, así que decidió impedirlo, aunque tuviese que recurrirá la fuerza.

—¡Jenny! —llamó, saltando ágilmente por encima de la barandilla del porche.

La preciosa joven se detuvo y volvió la cabeza.

—¿Cambió de idea, Stuart? —preguntó, con una ligera sonrisa.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo de acostarse con una muerta.

—No, sigo pensando como antes —carraspeó Stuart.

—¿Qué es lo que quiere, entonces?

—Impedir que te metas en el agua.

—¿Por qué?

—Temo que cojas un reúma de aúpa.

—Stuart, los muertos no...

—Sí, ya sé lo que vas a decir, que los muertos no pueden coger reúma.

—Exacto.

—Tampoco pueden caminar, ni hablar, ni reír, y tú haces todo eso.

—Sólo hasta que lleve a cabo mi venganza.

—¿Quieres decir que entonces te quedarás tiesa, muda y seria para siempre?

—Así es.

—Entonces no seas tonta y olvida tu venganza.

—¿Que la olvide...?

—O que la aplaces hasta dentro de cincuenta años.

—Eso no es posible, Stuart.

—Hay muchas cosas que no son posibles, y tú pretendes nacerme creer que sí lo son.

Jenny Cramer entornó los ojos.

—Ale ha estado tomando el pelo todo el tiempo, ¿verdad?

—¿Yo a ti o tú a mí?

—Usted no cree que yo esté muerta, Stuart.

—No, no me lo creo.

Jenny se abrió la camisa de par en par.

Stuart, en esta ocasión, no se la cerró.

Ella indicó:

—Póngame la mano sobre el corazón y se convencerá.

Stuart titubeó, por aquello de si sería correcto y honesto hacerlo o no lo sería, pero finalmente mandó al cuerno sus escrúpulos y colocó su mano justo debajo del seno izquierdo de la joven, cálido y duro.

De momento no captó ningún latido.

Jenny sonrió.

—¿Qué me dice ahora, Stuart?

El profesor de dibujo levantó el ya de por sí levantado pecho femenino, con el fin de colocar su mano mas sobre el corazón de la muchacha.

Siguió sin detectar latido alguno.

Extrañado, porque aquello no era normal, Stuart colocó su mano ahora justo encima del seno de Jenny, y presionó sobre su nacimiento.

Nada,

—¿Convencido, Stuart? —dijo la joven.

Stuart Lowell, irritado consigo mismo, por no saber hallar el corazón de la chica, retiró la mano de su pecho, con cierta brusquedad, y le tomó la muñeca izquierda.

Jenny Cramer emitió una risita, prueba evidente de que la situación le divertía.

—Está perdiendo el tiempo, Stuart. Tampoco tengo pulso.

EL desconcierto del profesor de dibujo era patente.

No encontraba el pulso de Jenny Cramer.

Apretó más su muñeca, buscando con el pulgar las venas, pero no hubo manera.

Aparentemente, al menos, a Jenny Cramer no le latía el corazón ni tenía pulso.

Pero Stuart Lowell sabía que eso no podía ser.

El cuerpo de Jenny estaba tibio, prueba evidente de que la sangre circulaba por sus arterias, bombeada por el músculo cardíaco.

Stuart soltó la muñeca femenina y gruñó:

—Ignoro la razón que me impide encontrar tu pulso y percibir los latidos de tu corazón, Jenny, pero tú estás tan viva como yo.

La joven rió.

—¡Pero qué terco es usted, Stuart!

—No es terquedad, es pura lógica.

—¿Qué más puedo hacer para convencerle de que estoy muerta?

—Dejar que te lleve a tu casa. Tus padres llamarán a un médico y él te examinará. ¿Estás de acuerdo?

—No, no lo estoy. Ya le dije antes que mi casa, ahora, es el mar.

—Eso es un disparate como la copa de un pino.

—Piense lo que quiera, Stuart —dijo la joven, cerrándose la camisa y echando a andar hacia el mar.

Stuart Lowell dio un par de zancadas y la agarró por un brazo, el izquierdo, obligándola a detenerse.

Jenny Cramer le miró duramente.

—Suélteme, Stuart.

—No, Jenny. Voy a llevarte a tu casa. Por la fuerza, si es preciso.

—V o tengo más fuerza que usted, Stuart.

—No me hagas reír.

—No me obligue a demostrárselo, Stuart. Es usted un tipo simpático, y no quisiera hacerle daño.

—Ni yo a ti, Jenny, de modo que...

Stuart Lowell no pudo seguir hablando.

Jenny Cramer le había aprisionado la muñeca con su mano derecha y se la estaba apretando con una fuerza que parecía increíble pudiera poseer una mujer.

Stuart, asombrado, trató de resistir, pero finalmente exhaló un gemido de dolor y abrió la mano, soltando el brazo izquierdo de la muchacha.

Ella le soltó a su vez la muñeca y dijo:

—Lo siento, Stuart. No quena hacerte daño.

El profesor de dibujo anatómico se frotó la dolorida muñeca y murmuró:

—¿Qué clase de poder tienes, Jenny?

—El poder que da el deseo de venganza, cuando es tan ferviente como el mío —respondió ella.

—Se trata de un poder sobrenatural, ¿verdad?

—Sí.

—¿Enviado desde el Más Allá?

—Sí.

—Empiezo a entender.

—¿De veras?

—Eres una bruja, Jenny.

La joven sacudió la cabeza.

—Se equivoca, Stuart. Ni soy bruja, ni entiendo nada sobre brujería. Soy sólo una muerta que quiere vengarse de los tres miserables que me violaron en vida y luego me arrojaron al mar desde lo alto de un acanillado.

Quien sacudió la cabeza ahora fue Stuart Lowell.

—No, Jenny... Puedo aceptar cualquier historia, por inverosímil que sea, pero no admitiré que estés muerta.

—Lo estoy, Stuart. Se lo repito por enésima vez.

—No, no...

—Adiós, Stuart —dijo la joven, y caminó hacia e! mar.

Stuart Lowell, tras unos segundos de vacilación, echó a correr y salló sobre la espalda de Jenny Cramer, derribándola.

El profesor de dibujo también cayó.

Sobre la muchacha.

Rápidamente le sujetó los brazos contra la arena.

Jenny, boca abajo, dijo serenamente:

—Suélteme, Stuart.

—No, Jenny.

—Entonces, tendré que hacerle una nueva demostración de mi poder.

—Te aconsejo que no lo intentes, porque yo también puedo hacerte daño.

Jenny sonrió.

—¿Qué daño puede hacer un vivo a un muerto?

—Mucho más que un muerto a un vivo —repuso Stuart.

—Si se tratara de un muerto vulgar y corriente, tal vez. Pero yo soy Jenny, la hija del mar, y puedo conseguir todo lo que me proponga.

—Si me pones en apuros, te dejaré inconsciente de un puñetazo, te lo advierto. Jamás he golpeado a una mujer, pero...

Stuart Lowell no pudo acabar la frase.

Jenny Cramer había alzado bruscamente su trasero, como un caballo su grupa, y el profesor de dibujo, que se hallaba sentado sobre las prietas nalgas femeninas, a horcajadas, salió despedido por encima de la cabeza de la joven y dio un par de volteretas por la arena.

Cuando se detuvo y buscó con la mirada a Jenny, ella ya se había puesto en pie y le contemplaba a su vez, con gesto burlón y la camisa abierta, mostrando su maravillosa desnudez, ahora salpicada de arena.

—¿Convencido ya de que no puede obligarme a hacer nada que yo no quiera, Stuart?

Stuart Lowell no respondió.

Siguió tirado en la arena.

Mirando con fijeza a la joven.

Jenny Cramer, sin molestarse en cerrarse la camisa esta vez, movió las piernas en dirección al mar.

Stuart, que no se daba por vencido, se arrojó sobre ella y le agarró las piernas, haciéndola caer de nuevo.

En esta ocasión, y conociendo ya la extraordinaria fuerza física de Jenny Cramer, trató de dejarla sin conocimiento cuanto antes, y con ese propósito disparó su puño derecho, que se estrelló en la suave barbilla femenina.

Jenny ladeó la cabeza, al recibir el golpe, pero, sorprendentemente, no perdió el sentido.

Siguió despierta y sonriente, como si hubiese recibido mía delicada caricia, en vez de un castañazo.

Stuart se dispuso a asestarle otro puñetazo, pero fue Jenny quien se lo asestó a él.

Y qué puñetazo...

Ni un campeón del peso pesado podría golpear con tanta potencia.

Stuart Lowell salió catapultado hacia atrás y rodó por la arena, pero él no se enteró de que rodaba, porque ya había perdido el conocimiento.

Y milagro fue que no perdiera también un par de dientes.

Jenny Cramer se incorporó tranquilamente, fresca como una rosa, aunque ella se había hartado de repetir que estaba muerta.

Contempló cariñosamente al desvanecido profesor de dibujo anatómico, quien habla quedado boca arriba, con la cabeza ladeada y los brazos abiertos.

—Adiós, Stuart. Y perdóname por haberte golpeado tan fuerte, pero era necesario —dijo, inclinándose sobre él y acariciándole el mentón, porque era allí donde le había atizado duro.

Después se irguió y caminó hacia el mar, con la camisa acierta.

Sin ninguna prisa, fue adentrándose en el agua. Rodillas, caderas, pecho, hombros...

Ya sólo se le veía su rubia cabeza.

Jenny la volvió un instante y dio una última mirada a Stuart Lowell, llena de ternura.

—Stuart... —musitó.

Luego avanzó un poco más y desapareció por completo en el mar.