CAPITULO VII
Sentado al volante de su «Ford», Stuart Lowell vio llegar a los padres de Jenny, la tristeza y el abatimiento claramente reflejados en sus rostros.
Los Cramer entraron en su casa.
Escasos minutos después, Kay Shepard salía de ella, con un bolso colgado del hombro.
Stuart alargó el brazo y abrió la puerta del coche.
Kay subió a él.
—¿Se le ha hecho larga la espera, Stuart?
—No, porque pensaba en usted.
—Agradezco el piropo, pero no creo que sea verdad que estuviese pensando en mí. De pensar en alguien, pensaría en Jenny.
—También he pensado en ella, lo confieso.
—La encontraremos, Stuart.
—¿ Sigue pensando que Jenny me hará otra visita?
—¿Se apuesta algo?
—Un beso.
—¿Cómo un beso?
—Si Jenny viene a verme, gana usted y me veré obligado a darle un beso; si no viene, gano yo y será usted quien se vea obligada a dármelo a mí.
—Es usted un zorro, Stuart.
—¿Por qué?
—Gane quien gane, habrá beso.
—Sí, pero no es lo mismo darlo que recibirlo, Kay.
—A mí me parece que sí.
—¿Acepta o no?
—Acepto, porque me cae usted bien. Que yo no beso ni me dejo besar por cualquiera, ¿eh?
—Ya supongo que no —sonrió Stuart
—Vamos, ponga el coche en marcha.
—En seguida.
—Pasaremos por mi apartamento. Tengo que recoger algunas cosas.
—¿Dónde vive usted, Kay?
Kay Shepard se lo dijo y Stuart Lowell dirigió su coche hacia allí.
* * *
Media hora después, el «Ford» del profesor de dibujo anatómico se detenía en la playa, frente a la casa de éste.
—Aquí es, Kay.
—Un lugar encantador, Stuart
—Me alegro de que le guste.
—Yo me sentiría muy feliz viviendo en un lugar como éste.
—Puede quedarse en mi casa todo el tiempo que quiera.
—Su proposición es bastante descarada, ¿no le parece?
—No es una proposición, sino una simple invitación, hecha con la mejor de las intenciones.
—Pues a lo mejor la acepto.
—Me daría una gran alegría, Kay.
—Lo pensaré, Stuart.
—Salga del coche, Kay. Voy a meterlo en el cobertizo.
Kay Shepard tomó su maleta, que descansaba en el asiento trasero, y descendió del «Ford».
Stuart Lowell lo introdujo en el cobertizo y se reunió con la joven.
Kay había subido al porche, y desde allí contemplaba el mar.
Stuart adivinó que estaba pensando en Jenny Cramer, y tomándola del brazo con delicadeza, dijo:
—Entremos, Kay.
—Sí... musitó ella.
Entraron en la casa, cuyas luces encendió el profesor de dibujo.
Kay Shepard lo observó todo con curiosidad.
—¡Qué casa tan bonita, Stuart!... —comentó.
—¿De veras le gusta?
—Me encanta.
—Le mostraré el dormitorio.
—Usted no pierde el tiempo, ¿eh?
—Oiga, que yo sólo... —carraspeó Stuart.
Kay rió.
—Sólo era una broma.
—Ah, bueno —rió también Stuart—. Venga conmigo, Kay.
Entraron en el dormitorio.
Stuart indicó:
—Ponga la maleta sobre la cama y empiece a sacar sus cosas, Kay. Mientras las guarda en el armario, }’o prepararé unos emparedados y abriré un par de latas de cerveza. Supongo que tendrá apetito, ¿no?
—La verdad es que sí. Son casi las nueve...
—Yo también tengo hambre. Venga, cada cual a lo suyo —dijo Stuart, saliendo de la habitación.
Kay puso su maleta sobre la cama, la abrió y empezó a sacar lo que en ella traía.
* * *
Stuart Lowell y Kay Shepard habían dado ya buena cuenta de los emparedados, y ahora degustaban el negro café preparado por la joven.
—Realmente delicioso, Kay —ponderó Stuart.
—Gracias —sonrió ella, halagada.
—Si todo lo prepara tan bien como el café, vale la pena casarse con usted.
—¿Sólo por eso, porque soy buena cocinera?
—No, ésa es sólo una de sus muchas virtudes.
—¿Cuáles son las otras?
—Es bonita, bien formada, alegre, simpática, tierna, dulce...
—Pare, pare, que me voy a poner tonta.
—Usted sabe que es verdad.
—Aunque lo sea, no creo que me sirva para conquistarle a usted.
—¿Por qué dice eso?
—Tiene una pinta de solterón...
—No soy enemigo del matrimonio, Kay.
—Pero no se casa.
—Porque todavía no encontré la mujer ideal.
—Esa es la excusa que ponen todos los hombres que no quieren sentirse atados.
—Kay, yo le aseguro que... —empezó a decir Stuart, pero se interrumpió de pronto, al ver aparecer en el hueco de la puerta a un joven de pelo rojo y facciones simpáticas, que se cogía la nuca con la maro derecha.
—Buenas noches —saludó el tipo, sin decidirse a cruzar la puerta.
Stuart se puso en pie y se acercó a él.
—Buenas noches, joven. ¿En qué puedo servirle?
—Me llamo David; David Ewell
—Yo, Stuart Lowell.
—Me han robado el coche.
—¿Qué...?
—Un «Plymouth» azul. Ocurrió muy cerca de aquí. Me detuve para subir a una muchacha rubia, que llevaba una camisa de hombre por toda vestimenta y chorreaba agua, y...
Stuart respingó.
También Kay, quien se puso rápidamente en pie y corrió hacia la puerta.
Stuart va estaba preguntando:
—¿Le dijo su nombre?
—Se llama Jenny —respondió el pelirrojo.
Stuart y Kay se miraron
David Ewell preguntó:
—¿La conocen ustedes, por casualidad?
—Sí, la conocemos —respondió Stuart.
—¿Por qué diablos me golpeó, lo saben ustedes?
—¿Que le golpeó, dice...? —exclamó Kay.
—Sí, en la nuca. Y fue un golpe tremendo. He estado casi dos horas inconsciente. Cuando me desperté, me encontré tirado detrás de unos arbustos, cerca de la carretera, y mi coche había desaparecido —explicó el pelirrojo.
Stuart Lowell y Kay Shepard intercambiaron otra mirada.
El primero rogó:
—Disculpe usted a Jenny, David.
—¿Que la disculpe, después de lo que me ha hecho...? —exclamó el pelirrojo.
—Jenny no es una chica normal, David.
—Eso ya lo sé.
Stuart entornó los ojos.
—¿Qué es lo que sabe, David?
—Pues eso, que Jenny no es una chica normal. Me sonrió de forma incitante tan pronto como la subí a mi coche, ¿saben? Yo, que no soy de piedra, ya estaba excitado, porque a la niña se le marcaba todo bajo Ja empapada camisa. Le puse la mano en el muslo y le pregunté si podía besarla. Ella dijo que sí, claro, y yo la besé y acaricié sus piernas y senos. Fue como si besara y acariciara a una muerta.
Stuart y Kay se estremecieron.
—¿A una... muerta? —musitó el profesor de dibujo.
—Sí, porque no acusó lo más mínimo ni mis besos ni mis caricias. Yo, extrañado, porque no soy precisamente un novato en esas lides, le pregunté qué le pasaba. ¿Y saben qué me respondió?
—¿Qué? —preguntó Kay.
—Que no sentía nada.
—Nada... —repitió Stuart, quedamente.
El pelirrojo añadió:
—Yo, herido en mi amor propio, le abrí la camisa de par en par y se lo acaricié todo lo mejor que supe, incluso lo más íntimo de su persona, pero ella siguió fría como mi témpano. De pronto, sentí una especie de hachazo en la nuca y perdí el conocimiento. Lo demás, ya lo saben.
Stuart y Kay permanecieron callados.
El pelirrojo David rogó:
—¿Podría usted llevarme a San Francisco en su coche, Stuart?
—Desde luego.
—Tengo que denunciar a la policía el robo de mi coche.
Kay Shepard respingó.
—No, eso no, por favor —suplicó.
—Pero...
—Nosotros nos encargaremos de recuperar su coche, David, se lo prometo.
—¿Seguro que lo recuperarán?
—Claro. Encontraremos a Jenny y ella nos dirá dónde lo dejó abandonado. ¿Verdad que nos lo dirá, Stuart?
—Por supuesto —asintió el profesor de dibujo, comprendiendo por qué Kay no quería que David Ewell acudiese a la policía.
—Bueno, esperaré hasta mañana por la noche —accedió el pelirrojo—. Pero si para entonces no ha aparecido mi coche, iré a la policía y denunciaré el robo, se lo advierto.
—Gracias, David —dijo Stuart, oprimiéndole el hombro—. Voy a sacar mi coche del cobertizo.
* * *
El «Ford» de Stuart Lowell rodaba ya por la carretera.
De pronto, parado a un lado de la misma, descubrieron un «Plymouth» azul.
David Ewell respingó en el asiento trasero.
—¡Es mi coche! —gritó.
—¿Está seguro, David? —preguntó Stuart.
—¡Absolutamente!
Stuart detuvo su «Ford» detrás del «Plymouth», y él, Kay Shepard y el pelirrojo David saltaron al suelo.
El «Plymouth» estaba vacío.
Stuart y Kay miraron a ambos lados de la carretera, pero no vieron a Jenny Cramer por ninguna parte.
Mientras tanto, David Ewell se había sentado al volante de su «Plymouth» y se cercioraba de que todo estaba bien.
Stuart y Kay se acercaron a él.
—Bien, ya ha aparecido su coche, David —dijo Stuart.
—Sí, es cierto —sonrió el pelirrojo, muy contento.
—No denunciará el caso a la policía, ¿verdad?
—No, no lo haré. Le perdono a Jenny el golpe que me dio en la nuca. Aunque me gustaría saber por qué me atizó. Que no sienta ningún placer cuando un hombre la acaricia, no es motivo para...
—Olvide lo sucedido, David —rogó Kay.
—Sí, será lo mejor.
El pelirrojo se despidió de Stuart y Kay y se alejó en su coche.
Stuart y Kay regresaron al «Ford», cuyo motor, de momento, no puso en marcha el profesor de dibujo.
Se miraron mutuamente.
Con fijeza.
—¿Está pensando lo mismo que yo, Stuart?
—¿Qué está pensando usted, Kay?
—Que Jenny fue a San Diego en el «Plymouth» de David Ewell, lazo algo en la ciudad y regresó aquí.
—Sí, es lo que pienso yo.
—¿Qué habrá hecho Jenny en San Diego, Stuart?
—Me temo lo peor, Kay.
—Y yo.
—Tenemos que encontrar a Jenny.
—Sí.
—Tiene que estar oculta cerca de aquí.
—Si eso es cierto, no tardará en aparecer por su casa, Stuart
—Yo no estoy tan seguro.
—Volvamos, Stuart. Quizá nos la encontremos allí, cuando lleguemos.
—Lo que daría yo porque así fuera —repuso Stuart Lowell, poniendo el «Ford» en movimiento.