CAPITULO II

 

A Stuart Lowell se le cayó la pipa de nuevo.

—¿Que estás qué...?

—Muerta —repitió la chica.

—Muerta... —musitó Stuart, con una cara que invitaba a reírse.

—Sí. Póngame la mano sobre el corazón y verá como no late.

Stuart Lowell no se la puso, porque para eso tenía inevitablemente que tocarle el seno izquierdo, y no le pareció correcto ni honesto abusar de una enferma mental.

Enferma mental, sí.

Stuart estaba seguro de que la chica rubia lo era.

Y, como a los enfermos mentales lo mejor es darles la razón en todo, porque si no se irritan y se vuelven peligrosos, sonrió nerviosamente y dijo:

—No es necesario, Jenny. Salta a la vista que estás muerta.

—¿De veras? —pareció sorprenderse ella.

—Oh, sí. Me di cuenta en seguida.

—¿En qué se me nota?

Stuart la miró de arriba abajo.

—En todo, Jenny, en todo. La expresión de tus ojos, el color de tus labios, el tono de tu piel... —dijo, por decir algo, porque la verdad es que la mirada de la joven era limpia y serena, absolutamente natural; el color de los labios, precioso; y el tono de su piel, bronceada por el sol, excepto la mitad inferior de sus senos y el triángulo de la parte media de su cuerpo, zonas que normalmente cubre un bikini, sencillamente maravilloso.

—Como hace tanto tiempo que no me miro a un espejo... —repuso ella, observándose el cuerpo.

—¿No te pusieron uno en el ataúd?

—¿Qué ataúd?

—En el que te enterraron.

—A mí nadie me enterró, Stuart.

—¿Ah, no...?

—líe permanecido en el mar todo este tiempo.

—En el mar...

—Sí.

—Viviendo con los peces...

—Sí.

—¿Y cómo respirabas?

—Los muertos no necesitan respirar, Stuart.

—Tienes razón, qué fallo —río el profesor de dibujo—. Anda, ponte mi camisa.

—Ya le he dicho que no me importa ir desnuda.

—Sí, lo sé. Pero a mí sí me importa, Jenny. Te sienta fenómeno estar muerta, ¿no lo sabías?

—No le entiendo.

—Quiero decir que estás muy guapa y deseable. Y yo soy un hombre, Jenny. Y estoy vivo, además. Podría dejarme llevar por la tentación y... —Stuart movió la mano significativamente.

La chica sonrió.

—Hágalo, no me importa —repuso.

—¿El qué no te importa?

—Que me toque. Ya no puedo sentir nada.

—Claro, como estás muerta...

—Déme algún apretón, si lo desea. Y si no le basta con eso, lléveme a su cama. Dejaré que me haga el amor.

Stuart Lowell tosió.

—Jenny, yo no deseo hacerte el amor,

—¿No ha dicho que le gusto?

—Mucho. Pero tú estás muerta, Jenny...

—Oh, ya lo entiendo. No quiere usted acostarse con una muerta.

—No estaría bien, compréndelo.

—Claro.

—Vamos, ponte la camisa.

—Para evitarle tentaciones, ¿eh?

—Eso es.

—Está bien, me la pondré —accedió la muchacha, bajándose de la barandilla de un saltito.

Huelga decir que el saltito hizo saltar otras cosas.

Un par de cosas, para ser exactos.

Y qué llenas de vida parecían estar...

Menos mal que Stuart Lowell no se dejaba impresionar por una agitación de hermosos senos femeninos, aunque fuesen tan tentadores como aquéllos, porque de lo contrario sus manos hubiesen volado hacia allí y los hubieran estrujado con fervor.

Jenny se enfundó la camisa masculina, cuya delgada tela se pegó inmediatamente a su húmedo cuerpo, marcándole descaradamente los senos con todo detalle.

Stuart, amablemente, preguntó:

—¿Le apetece beber algo, Jenny?

—Los muertos no bebemos, Stuart —repuso ella, sin el menor asomo de ironía.

—Perdona, lo había olvidado —carraspeó el profesor de dibujo anatómico.

La joven se sentó de nuevo en la barandilla del porche y volvió a balancear las piernas con suavidad, cubiertas ahora hasta casi la mitad del muslo por la camisa.

Stuart Lowell se sentó a su lado.

—Así que te llamas Jenny, ¿eh?

—Sí.

—¿Jenny qué?

—Cramer; Jenny Cramer.

—¿Y dices que tres tipos te arrojaron al agua, después de haberte desnudado?

—Sí.

—¿Por qué te desnudaron?

—Querían violarme. Y lo hicieron. Los tres. Después, me echaron al mar, desde lo alto de un acantilado. El choque contra el agua fue tremendo, porque había unos treinta metros de altura, y perdí el conocimiento. Empecé a tragar agua... y me ahogué.

—Claro.

—Desde entonces he estado flotando entre dos aguas. Hasta hoy.

—¿Es el primer día que sales de paseo, después de muerta?

—Sí.

—Se te olvidó el bolso

—¿Cómo?

Stuart tosió.

—Perdona, era una broma.

—No se debe bromear con los muertos, Stuart.

—Lo sé, es una falta de respeto.

—En efecto.

—¿Puedo preguntarte por qué has salido del mar?

—¿Promete no decírselo a nadie?

—Solemnemente.

—He salido para vengarme.

—¿De quién?

—De los tres tipos que me violaron y me arrojaron al mar, causándome la muerte.

—¿Los conoces?

—Claro. ¿Por qué cree que me echaron por el acantilado, después de abusar de mí? Tenían que matarme, para que no les denunciara a la policía.

—Entiendo.

—Menudo susto se van a llevar cuando me vean.

—Seguro.

—Les haré temblar de terror, antes de acabar con ellos.

—¿Piensas matarlos...?

Jenny Cramer asintió con la cabeza.

—A los tres.

—¿Cómo se llaman?

—No puedo decírselo.

—¿Por qué? He prometido solemnemente no hablar con nadie de esto...

—Aun así, prefiero no darle los nombres de esas tres ratas.

—Está bien, no me lo digas.

Jenny sonrió suavemente.

—Gracias, Stuart

—¿Por qué?

—Por no insistir.

—¿Dónde vinas antes de ese trágico suceso, Jenny?

—Con mis padres.

—¿Y dónde viven tus padres?

—En San Diego.

—Eso ya lo suponía. Yo me refería a la calle.

—Whitmore Avenue.

—¿Número?

—870.

—¿No te gustaría visitarles, Jenny?

—Ya lo creo que me gustaría.

—Yo puedo llevarte en mi coche, si quieres.

—Se lo agradezco mucho, Stuart, pero no es posible.

—¿Por qué no?

—Recuerde que estoy muerta.

—¿Y eso qué tiene que ver? Puedes caminar, hablar, sonreír... Y te conservas de rechupete, ya te lo dije antes. Para ellos será como si estuvieses viva. Se van a volver locos de alegría, ya verás.

Jenny Cramer sonrió tristemente.

—Seguro que sí. Pero le repito que eso no es posible. Ni conveniente. Mis padres ignoran que estoy muerta. Ellos me tienen por desaparecida. Debes pensar que me he largado con un tipo que me gusta, o algo así. Si fuera a verlos, se alegrarían muchísimo, ya lo sé. Pero luego, cuando les dijese que estoy muerta...

—¿Y por qué tienes que decírselo? Que sigan creyendo que estás viva, es mucho mejor para los tres.

—Descubrirían muy pronto la verdad, Stuart

—Te apuesto lo que quieras a que no.

—Usted se dio cuenta en seguida.

—Bueno, porque trabajo en una funeraria, y a fuerza de ver tanto muerto, he aprendido a distinguirlos de los vivos al primer golpe de vista —se le ocurrió decir a Stuart.

Jenny se quedó mirándole.

—¿De veras trabaja usted en una funeraria, Stuart...?

—Sí, desde hace años.

—Jamás lo hubiera imaginado.

—¡Por qué?

—No tiene cara de dedicarse a eso.

—Pues me dedicaré a otra cosa.

—Lo digo en serio, Stuart.

—Bueno, volviendo a lo de antes...

—Por favor, no insista.

—Jenny, tienes que volver a casa, con tus padres.

—Esa ya no es mi casa, Stuart. Mi casa, ahora, es el mar.

—Jenny...

—Ya no soy hija de los Cramer. Ahora soy hija del mar, y a él regresaré cuando haya llevado a cabo mi venganza.

—El fondo del mar debe ser muy húmedo.

—A mí no me afecta la humedad. Ni el frío. Ni el calor. Estoy muerta.

—¡Qué perra has cogido con eso! —rezongó Stuart.

—¿Decía...?

—No, nada. Que cada cual es muy libre de escoger el lugar que prefiera para establecerse. Si a ti te gusta sentirte mojadita todo el tiempo...

—Yo no elegí el mar, Stuart. Me arrojaron a él.

—Sí, ya me lo has contado.

Jenny Cramer se bajó de la barandilla.

—Bien, tengo que marcharme, Stuart.

—¿En busca de los tipos que te violaron y te echaron por el acantilado?

—Sí.

—¿Por qué no te quedas a cenar conmigo, y los buscas después?

—Los muertos no comemos, Stuart.

—Eso que os ahorráis, en comida y en papel higiénico.

—Otro chiste, ¿no?

—Perdona, se me escapó —tosió Stuart.

Jenny Cramer se abrió la camisa, con intención de quitársela, pero Stuart Lowell se la cerró al instante, exclamando:

—¿Qué haces, Jenny...?

—Tengo que devolverle su camisa, Stuart.

—No, puedes llevártela. Te la regalo.

—¿De veras...?

—Sí, tengo muchas.

—Gracias, Stuart. La conservaré como un recuerdo suyo —sonrió Jenny, y le dio un beso en la mejilla.

Luego descendió del porche y caminó por la arena.

Directa hacia el mar...