PRESENTACIÓN
Tengo el placer de presentar a los lectores el más reciente de los poemas que ha originado la admirable leyenda de Tristán e Isolda, ya que, en efecto, lo que presento es un poema, por más que esté escrito en una prosa bella y sencilla.
Joseph Bédier es el digno continuador de los antiguos troveros que intentaron trasvasar al cristal ligero del francés el embriagador bebedizo en el que antaño los amantes de Cornualles hallaron el amor y la muerte. Para repetir la maravillosa historia de su hechizo, sus alegrías, sus penas y su muerte, tal como arrobó las almas de los franceses del siglo XII después de salir de las profundidades del sueño céltico, el autor ha reconstruido, a base de imaginación empática y paciente erudición, esa misma alma, apenas desarrollada todavía, nueva ante aquellas emociones desconocidas, dejándose impregnar por ellas sin pensar en analizarlas, y adaptando, sin conseguirlo del todo, el cuento que la hechizaba a las condiciones de su existencia habitual.
Si hubiese llegado hasta nosotros una versión francesa completa de la leyenda, Joseph Bédier se habría limitado a hacer una fiel traducción de ella para dar a conocer dicha leyenda a los lectores contemporáneos. Un singular destino quiso que sólo nos haya llegado en forma de fragmentos dispersos, y ello obligó a Bédier a adoptar un papel más activo, para el cual ya no bastaba con ser un sabio; era preciso, además, ser un poeta.
De los relatos de Tristán cuya existencia conocemos, y que debían de ser todos de gran extensión, los de Chrétien de Troyes y de La Chèvre se han perdido totalmente; del de Béroul nos quedan unos tres mil versos; otros tantos del de Thomas; de otro, anónimo, unos mil quinientos versos. Después están las traducciones extranjeras, entre las cuales tres nos transmiten de manera bastante completa el fondo, pero no la forma, de la obra de Thomas, una nos presenta un poema bastante parecido al de Béroul; asimismo contamos con alusiones a veces muy valiosas; pequeños poemas episódicos, y finalmente el indigesto romance en prosa en el que asoman, en medio de un fárrago sin cesar engrosado por los sucesivos redactores, algunos restos de viejos poemas perdidos.
¿Qué hacer con ese revoltijo, si lo que se quería era restaurar uno de los edificios en ruinas? Había dos opciones: ajustarse a Thomas o ajustarse a Béroul. La primera opción tenía la ventaja de culminar de forma segura en la restitución de un relato completo y homogéneo, gracias a las traducciones extranjeras; tenía el inconveniente de restituir sólo el más antiguo de los poemas de Tristán, aquel en el que el viejo elemento bárbaro quedó completamente asimilado al espíritu y a las obras de la sociedad caballeresca anglo-francesa.
Joseph Bédier optó por la segunda solución, mucho más difícil y por eso mismo más tentadora para su arte y su saber, y también más conveniente para el objetivo que se había propuesto: hacer revivir para los hombres de nuestros días la leyenda de Tristán en su forma más antigua, o al menos la más antigua que se puede conocer en Francia. Así pues, empezó por traducir tan fielmente como pudo el fragmento de Béroul que ha llegado hasta nosotros, y que ocupa aproximadamente el centro del relato. Así, después de haberse impregnado del espíritu del viejo narrador, de haber asimilado su ingenua manera de sentir, su sencillo modo de pensar, hasta el carácter confuso y a veces infantil de su exposición y la gracia algo torpe de su estilo, Bédier le puso a ese tronco una cabeza y unos miembros, pero no en una yuxtaposición mecánica, sino en una especie de regeneración orgánica, tal como la presentan esos animales que, una vez mutilados, se completan gracias a su fuerza íntima, siguiendo el plan de su forma perfecta.
Es cosa sabida que dichas regeneraciones resultan más logradas cuanto menos crecido y desarrollado está el organismo. Era éste el caso de Béroul. Él asimiló elementos de todas las procedencias, a veces muy heterogéneos, y de una diversidad que no le extrañaba ni molestaba, sobre todo porque las más de las veces les hacía sufrir una especie de adaptación que bastaba para darles una homogeneidad superficial. El Béroul moderno, pues, pudo proceder de la misma manera, pero poniendo más criterio y más gusto. Del fragmento anónimo que prolonga el fragmento de Béroul, de la traducción alemana de un poema cercano al de Béroul, de Thomas y sus traductores, de las alusiones y los poemas episódicos, del romance en prosa, Bédier tomó el material para dar al fragmento conservado un comienzo, una continuación y un final, buscando siempre, entre las múltiples variedades del relato, la que mejor se adaptara al fondo y al tono del fragmento auténtico. Después —y éste es el esfuerzo más ingenioso y delicado de su arte— trató de dar a todos esos fragmentos dispersos la forma y el color que les habría dado Béroul. Yo no juraría que no haya escrito todo el poema en versos lo más parecidos posible a los de Béroul, para traducirlos después al francés moderno con el mismo cuidado que tuvo con los tres mil versos conservados. Si el viejo poeta regresara y preguntara qué ha sido de su obra, quedaría maravillado al ver con qué delicadeza, con qué inteligencia, con qué laboriosidad y con qué éxito fue sacada de un abismo del que sólo asomaba un resto, y cómo fue puesta a flote, incluso más completa sin duda, más brillante y más clara de como luciera antaño.
Lo que contiene el libro de Joseph Bédier es, pues, un poema francés de mediados del siglo XII, pero compuesto a finales del siglo XIX. Así es como convenía presentar a los lectores modernos la historia de Tristán e Isolda, ya que antaño sedujo a todas las imaginaciones adoptando el traje francés, ya que todas las formas que revistió desde entonces se remontan a aquella primera forma francesa, y ya que nosotros, inevitablemente, vemos a Tristán bajo una armadura de caballero y a Isolda ataviada con el largo vestido de las estatuas de nuestras catedrales.
Pero ese atuendo francés no es el traje primitivo: no pertenece a nuestros héroes, como no pertenece a los héroes griegos y romanos con el que la Edad Media los vestía en aquel mismo tiempo. Ello es perceptible en más de un rasgo que los adaptadores conservaron. Béroul, en especial, que presumía de haber borrado algunos vestigios de la barbarie primitiva, dejó subsistir muchos otros; e incluso Thomas, observador más estricto de las reglas de la cortesía, no deja de abrirnos aquí y allí extrañas perspectivas sobre el carácter de sus héroes y del ambiente en el que se mueven. Combinando las indicaciones muchas veces fugaces de los autores franceses, se llega a entrever lo que pudo ser entre los celtas ese poema salvaje, todo él mecido por el mar y arropado por el bosque, cuyo héroe, más que hombre semidiós, era presentado como maestro o incluso inventor de todas las artes bárbaras, matador de ciervos y jabalíes, sabio descuartizador de las piezas cobradas, luchador y saltador incomparable, navegante audaz, hábil entre todos a la hora de hacer vibrar el arpa y la rota, perfecto imitador del canto de todos los pájaros y junto con todo ello, naturalmente, invencible en todos los combates, domador de monstruos, protector de sus fieles, despiadado con sus enemigos, con una vida casi sobrehumana, objeto constante de admiración, de abnegación y de envidia.
Sin duda este perfil se forjó en el mundo céltico, en una antigüedad muy remota: era inevitable que acabara completándose mediante el amor. No hace falta que yo repita aquí cuál es en la leyenda de Tristán e Isolda el carácter de la pasión que los encadena, y qué es lo que convierte a esta leyenda, en sus diversas formas, en la epopeya incomparable del amor. Sólo recordaré que la idea de simbolizar el amor involuntario, irresistible y eterno, mediante ese brebaje cuyo efecto —y en eso se distingue de los vulgares filtros— se prolonga durante toda la vida e incluso después de la muerte, que esta idea, que confiere a la historia de los amantes su carácter fatal y misterioso, tiene su origen indudable en las prácticas de la antigua magia céltica. No insistiré más en las costumbres y sentimientos bárbaros que acabo de apuntar, y que confieren a cada momento un efecto tan singular y poderoso dentro del tranquilo relato de los narradores franceses. Joseph Bédier, naturalmente, los recolectó con buen tino para completar la obra de Béroul con su industrioso mosaico. Los lectores los distinguirán fácilmente y verán qué lejos estaba la historia que nuestros poetas franceses del siglo XII contaban a sus contemporáneos del ambiente en el que la propagaban, y con qué vanos esfuerzos trataban de encuadrarla en él.
Lo que les atraía de la historia de Tristán e Isolda, lo que les empujaba a adaptarla a la forma consagrada de versos octosílabos a pesar de todas las dificultades, lo que explica el éxito de su empresa y lo que otorgó a esta historia, en cuanto fue conocida en el mundo galorrománico, una popularidad sin precedentes, es el espíritu que la anima de principio a fin, que circula en todos sus episodios como el «beber amoroso» en las venas de los protagonistas: la idea de la fatalidad del amor, algo que lo eleva por encima de todas las leyes. Esta idea, encarnada en dos seres excepcionales, responde al sentir secreto de muchos hombres y mujeres y en esta versión pudo cautivar los corazones de todos al venir purificada por el sufrimiento y consagrada por la muerte. En medio de la fragilidad ordinaria de los afectos humanos, de las repetidas decepciones que sufre la ilusión siempre cambiante, la pareja formada por Tristán e Isolda, atada por un vínculo misteriosamente indisoluble, golpeada por todas las tormentas y resistiendo a ellas, tratando en vano de desprenderse y finalmente llevada en un abrazo último y eterno, aparecía y sigue apareciendo como una de las formas de ese ideal que el hombre no se cansa de hacer flotar por encima de la realidad y cuyos aspectos múltiples y opuestos no son más que las diversas manifestaciones de su obstinada aspiración a la felicidad. Esta forma es una de las más seductoras y emocionantes, pero también es una de las más peligrosas: la historia de Tristán e Isolda vertió, sin la menor duda, en más de un alma, un veneno sutil, y todavía hoy, preparado por el mago moderno que le añadió el poder del hechizo musical, el brebaje de amor sigue turbando más de un corazón. No existe ideal cuyo encantamiento no entrañe algún peligro, y sin embargo no podemos privar a la vida del ideal sin condenarla a la monotonía o a la más triste desesperación. Cuando uno pasa por delante de la gruta de las sirenas, debe saber mantenerse firmemente atado al mástil, sin renunciar a oír la divina melodía que permite a los mortales entrever dichas sobrehumanas.
Por lo demás, si bien todo subsiste en la «versión renovada» que vamos a leer, el peligro que podía presentar para los contemporáneos de Béroul queda notablemente atenuado para nosotros. Las pasiones son más contagiosas para las almas cuando las vemos en almas semejantes: cuando se trata de almas lejanas y muy distintas, si no en el fondo sí al menos en las condiciones externas de su actividad, las pasiones conservan toda su grandeza y belleza, pero pierden buena parte de su fuerza de sugestión. El Tristán y la Isolda de Béroul, resucitados por Joseph Bédier con su atuendo y sus costumbres de antaño, con su manera de vivir, sentir y hablar medio bárbara, medio medieval, serán para los lectores modernos como los personajes de una vidriera gótica con sus rostros enigmáticos. Pero detrás de esta imagen marcada por la huella social de la época, se ve resplandecer, como el sol detrás de la vidriera, la pasión siempre idéntica a sí misma, iluminándola y haciéndola resplandecer. Un tema de meditación eterno para el pensamiento y las turbulencias del corazón, representado por unas figuras más interesantes aún por su arcaísmo, en esto consiste el poema del renovador de Béroul. Con ello ya bastaría para hechizar a los lectores curiosos tanto de historia como de poesía. Pero lo que yo no he podido decir, lo que el lector descubrirá con arrobo en la lectura de esta obra antigua, es el encanto de los detalles, la misteriosa y mítica belleza de ciertos episodios, la feliz invención de otros más modernos, lo imprevisto de las situaciones y los sentimientos, todo lo que convierte a este poema en una mezcla única de antigüedad inmemorial y frescura siempre nueva, de melancolía céltica y gracia francesa, de naturalismo poderoso y fina psicología. No dudo de que va a encontrar entre nuestros contemporáneos el éxito que obtuvo entre nuestros antepasados del tiempo de las cruzadas. Pertenece realmente a esa «literatura universal» de la que hablaba Goethe; había desaparecido de ella por una mala fortuna inmerecida; debemos un agradecimiento infinito a Joseph Bédier por haberla recuperado para nosotros.
G. P.
1900