IX

EL BOSQUE DE MOROIS

Nous avons perdu le monde, et le monde, nous;

que vous en samble, Tristan, ami? —Amie, quand

je vous ai avec moi, que me fault-il dont?

Se tous le mondes estoit orendroit avec nous,

je ne verroie fors vous seule.

Romance en prosa de Tristán

En el corazón del bosque, con gran afán, como bestias acosadas, Tristán, Isolda y Gorvenal iban errantes y rara vez se atrevían a regresar al lugar donde habían dormido la noche anterior. Comían sólo la carne de los animales salvajes y echaban de menos el sabor de la sal. Sus rostros enflaquecidos se volvían pálidos, sus vestidos se caían a jirones, destrozados por las zarzas. Pero se amaban y no sufrían.

Un día, mientras recorrían aquellos bosques inmensos, que nunca habían sido pisados, llegaron por casualidad a la ermita del fraile Ogrín.

El anciano, apoyándose en unas muletas y dando menudos pasos bajo el sol, paseaba, por un bosque de arces, cerca de la capilla.

—Mi señor Tristán —exclamó—, sabed el gran juramento que han hecho los hombres de Cornualles. El rey ha mandado hacer un pregón por todas las parroquias. Quien logre capturaros recibirá cien monedas de oro como recompensa y todos los nobles han jurado entregaros al rey, vivo o muerto. ¡Arrepentíos, Tristán! Dios perdona al pecador que desea arrepentirse.

—¿Arrepentirme, mi señor Ogrín? ¿De qué crimen? Vos, que os atrevéis a juzgarnos, ¿conocéis el filtro que bebimos en alta mar? Sí, ese licor nos embriaga, y preferiría mendigar toda mi vida por los caminos y vivir de hierbas y raíces con Isolda, antes que estar sin ella y ser el rey de algún reino poderoso.

—Señor Tristán, que Dios os ayude, pues habéis perdido este mundo y el otro. Aquel que traiciona a su señor debe ser descuartizado por cuatro caballos, quemado en una hoguera y en el lugar donde caen sus cenizas no vuelve a crecer la hierba y es inútil toda labor, pues los árboles y las hortalizas se marchitan. Tristán, ¡devolved la reina a quien la desposó según la ley de Roma!

—Ya no le pertenece a él, pues la entregó a los leprosos, y yo la conquisté a ellos. Ahora es mía, no puedo separarme de ella, ni ella de mí.

Ogrín se había sentado. Isolda lloraba a sus pies, con la cabeza sobre las rodillas de aquel hombre que sufría por Dios. El ermitaño le repetía las santas palabras del Libro, pero ella, sin dejar de llorar, meneaba la cabeza y no quería creerlo.

—¡Ay! ¿Qué consuelo puede darse a los muertos? —dijo Ogrín—. Arrepentíos, Tristán, pues el que vive en pecado sin arrepentirse es ya un hombre muerto.

—No. Yo estoy vivo y no me arrepiento. Regresaremos al bosque, que nos protege y nos guarda. Ven, Isolda, amiga.

Isolda se levantó y se tomaron de la mano. Entraron en la maleza y los arbustos. Los árboles cerraron sobre ellos su ramaje. Desaparecieron en la espesura.

Escuchad ahora, señores, una bella aventura. Tristán había criado un perro, un hermoso sabueso, vivaz, rápido en la carrera. Ni conde ni rey tenían compañero semejante para la caza con arco. Lo llamaba Husdén y ahora estaba encerrado en el torreón del castillo, atado por el cuello a una estaca. Desde el día que había dejado de ver a su dueño, rechazaba la comida, rascaba la tierra con las patas, tenía los ojos llorosos, aullaba. Algunos se apiadaron de él.

—Husdén —decían—, ningún animal supo amar a su amo mejor que tú. Con razón dijo Salomón: «Mi verdadero amigo es mi lebrel».

Y el rey Marcos, recordando los días pasados, pensaba dentro de su corazón: «Este perro demuestra muy buen sentido al llorar así a su dueño, pues ¿acaso existe en todo Cornualles alguien que pueda compararse con Tristán?».

Tres nobles fueron a ver al rey:

—Señor, mandad que desaten a Husdén, pronto sabremos si su pena se debe a que echa de menos a su dueño. Si no es así, apenas desatado, lo veremos perseguir a personas y bestias con la boca abierta y la lengua al viento.

Lo desataron. Husdén saltó a través de la puerta y corrió a la habitación donde antaño solía encontrar a Tristán. Gruñía, gemía, buscaba, hasta que por fin encontró el rastro de su señor. Recorrió paso a paso la ruta que tomara Tristán camino de la hoguera. Todos lo siguieron. Ladraba con fuerza y saltó hacia el acantilado. Llegó a la capilla, saltó sobre el altar. De repente, se lanzó por la vidriera, cayó al pie de la roca, recuperó el rastro en la arena. Se detuvo un instante en el bosque florido, donde se había escondido Tristán. Después prosiguió hacia la espesura. Todos los que lo veían sentían piedad por él.

—Buen rey —dijeron entonces los caballeros—, dejemos de seguirlo. Podría llevarnos hasta algún lugar del que fuera difícil regresar.

Lo dejaron y se volvieron. En el bosque, el perro ladraba con fuerza y la floresta retumbaba. De lejos, Tristán, la reina y Gorvenal lo oyeron.

—¡Es Husdén!

Se asustaron: sin duda el rey los perseguía y mandaba acosarlos con sabuesos, de modo que se internaron en la espesura. En el lindero, Tristán se irguió con el arco tenso. Pero cuando Husdén vio y reconoció a su dueño, brincó hacia él, meneando la cabeza y la cola, dobló el espinazo, se enroscó. ¿Quién vio jamás alegría semejante? Luego corrió hacia Isolda la Rubia y hacia Gorvenal, e incluso al caballo le hizo fiestas. Tristán sintió una gran compasión por él.

—¡Ay, para nuestra desgracia nos has encontrado! ¿Qué puede hacer un hombre acosado con un perro así, que no sabe estarse callado? El rey nos persigue por llanuras y bosques, por todas sus tierras. Husdén nos delatará con sus ladridos. ¡Qué desgracia! ¡Por amor y por nobleza natural ha venido a buscar la muerte! Pero bien debemos protegernos. ¿Qué debo hacer? Aconsejadme.

Isolda acarició a Husdén con la mano y dijo:

—¡Tristán, no lo mates! He oído hablar de un guardabosque gales que acostumbró a su perro a seguir sin ladrar el rastro de los ciervos heridos. Amigo Tristán, ¡qué alegría sería si, mediante esfuerzo, lográramos adiestrar así a Husdén!

Tristán lo estuvo pensando durante un momento, mientras el perro lamía las manos de Isolda. Al fin, tuvo piedad de él y dijo:

—Quiero probarlo. Me resulta demasiado duro matarlo.

Pronto Tristán emprendió la caza, levantó un gamo, lo hirió de un flechazo. El perro quería lanzarse sobre el rastro del corzo y ladraba tan fuerte que resonaba en el bosque entero. Tristán lo mandó callar golpeándolo. Husdén levantó la cabeza hacia su dueño, no comprendía, no se atrevía a ladrar, abandonó el rastro. Tristán lo puso debajo de él, después se golpeó la bota con una vara de castaño, tal como hacen los monteros cuando quieren azuzar a los perros. A esta señal, Husdén quiso volver a ladrar, pero Tristán lo corrigió. Enseñándole así, al cabo de apenas un mes, lo adiestró a cazar a la muda: cuando la flecha había herido a un cervatillo o a un corzo, Husdén seguía el rastro sobre la nieve, el hielo o la hierba. Si alcanzaba al animal en el bosque, sabía marcar el lugar poniendo ramas. Si lo cogía en la landa, amontonaba hierbas sobre el cuerpo abatido y regresaba sin ladrar a buscar a su dueño.

Se iba el verano, estaba llegando el invierno. Los amantes vivían agazapados en la oquedad de una roca, y, en el suelo endurecido por los fríos, el hielo erizaba su lecho de hojas secas. Pero por el poder del amor, ni el uno ni la otra sentían su miseria.

Cuando volvió el tiempo claro, levantaron bajo los grandes árboles su cabaña de ramas reverdecidas. Tristán conocía desde niño el arte de imitar el canto de los pájaros del bosque: imitaba a la oropéndola, al paro, al ruiseñor y a todas las criaturas aladas. A veces, en las ramas de la cabaña, numerosos pájaros acudían a su llamada y con el cuello hinchado cantaban sus canciones a la luz.

Los amantes ya no huían por el bosque, errando sin cesar, pues ningún caballero se atrevía a seguirlos, sabiendo que Tristán los habría colgado por el cuello a la rama de un árbol. Sin embargo, un día, uno de los cuatro traidores, Ganelón, que Dios maldiga, llevado por el ardor de la caza, osó aventurarse por los alrededores de Morois. Aquella mañana, Gorvenal, en el lindero del bosque, en el fondo de un barranco, había desensillado su caballo y lo dejaba pacer la hierba nueva. A lo lejos, en la cabaña de hojas, sobre el lecho florido, Tristán tenía estrechamente abrazada a la reina y ambos dormían.

De repente, Gorvenal oyó el fragor de una jauría: los perros estaban persiguiendo velozmente a un ciervo, que se lanzó al barranco. A lo lejos, en la landa, apareció un montero. Gorvenal lo reconoció: era Ganelón, el hombre al que su señor odiaba más que a cualquier otro. Se acercaba solo, sin escudero, dando con las espuelas en los flancos ensangrentados de su corcel y azotándole el cuello con la fusta. Gorvenal lo acechó, emboscado detrás de un árbol. Muy de prisa venía Ganelón, más tiempo tardaría en regresar.

Ganelón pasó. Gorvenal saltó desde su escondrijo, agarró el freno y, recordando en aquel momento todo el mal que había hecho aquel hombre, lo abatió, lo descuartizó por completo y se alejó llevándose la cabeza cortada.

A lo lejos, en la cabaña de hojas, sobre el lecho florido, Tristán y la reina dormían estrechamente abrazados. Gorvenal fue hasta ellos sin ruido, con la cabeza del muerto en la mano.

Cuando los monteros encontraron bajo el árbol el cuerpo sin cabeza, huyeron despavoridos, temiendo a la muerte, como si Tristán ya los estuviera persiguiendo. Desde aquel día, nadie se acercó más al bosque.

Para alegrar el corazón de su señor cuando se despertara, Gorvenal colgó de los cabellos la cabeza de Ganelón a un palo de la choza: el espeso ramaje le formó una guirnalda.

Tristán se despertó y vio, medio escondida tras las hojas, la cabeza, que lo estaba mirando. Reconoció a Ganelón, y se levantó, asustado, pero su maestro le gritó:

—Tranquilízate, está muerto. Lo he matado yo con esta espada. Hijo mío, era tu enemigo.

Y Tristán se alegró: aquel a quien más odiaba, Ganelón, había muerto.

Desde aquel día, nadie osó penetrar en el bosque salvaje: el miedo protegía su entrada; allí los amantes eran los dueños. Fue entonces cuando Tristán fabricó el Arco-que-no-falla, que siempre daba en el blanco, fuera hombre o animal.

Fue en un día de verano, en tiempo de siega, poco antes de la fiesta de Pentecostés, y los pájaros, con el rocío, cantaban al cercano amanecer. Tristán salió de la choza, se ciñó la espada, dispuso el Arco-que-no-falla y salió solo a cazar por el bosque. Antes del anochecer le sucedería una gran desgracia. Nunca jamás dos amantes se amaron tanto y lo expiaron con mayor dureza.

Cuando Tristán regresó de la caza, agobiado por el intenso calor, tomó a la reina entre sus brazos.

—Amigo, ¿dónde has estado?

—Tras un ciervo que me ha fatigado mucho. Mira el sudor que empapa todos mis miembros; quisiera acostarme y dormir.

Isolda fue la primera en acostarse bajo la cabaña de verdes ramas, alfombrada de hierba fresca. Tristán se echó a su lado y puso la espada desnuda entre los dos. Por suerte, se habían dejado la ropa puesta. La reina llevaba en el dedo el anillo de oro con valiosas esmeraldas que Marcos le regaló el día de su boda. Sus dedos habían adelgazado tanto que apenas sostenían el anillo. Dormían así: un brazo de Tristán pasaba por debajo del cuello de su amiga y el otro descansaba sobre su hermoso cuerpo, estrechamente abrazados, pero sus labios no se tocaban. No soplaba la más leve brisa, ni una sola hoja temblaba. A través de las hojas, un rayo de sol descendía sobre el rostro de Isolda, que brillaba como el hielo.

Pero un guardabosque encontró en la espesura un lugar donde la hierba estaba hollada. El día antes, los amantes habían dormido allí. Sin embargo, el guardabosque no reconoció la huella de sus cuerpos, siguió el rastro y llegó a su cobijo. Los vio durmiendo, los reconoció y huyó, temiendo el terrible despertar de Tristán. Huyó hasta Tintagel, a dos leguas de allí, subió la escalinata de la sala y halló al rey, que hablaba a sus vasallos reunidos.

—Amigo, ¿qué vienes a buscar aquí, sin aliento? Pareces un mozo de jauría que hubiese estado largo tiempo corriendo tras los perros. ¿Quieres demandar algún perjuicio? ¿Alguien te echó de mi bosque?

El guardabosque llamó aparte al rey y le dijo en voz baja:

—He visto a la reina y a Tristán. Estaban durmiendo y he tenido miedo.

—¿En qué lugar?

—En una choza, en el bosque de Morois. Estaban durmiendo abrazados. Id de prisa si queréis tomar venganza.

—Ve a esperarme a la entrada del bosque, al pie de la Cruz Roja. No hables con nadie de lo que has visto. Te daré tanto oro y plata como quieras tomar.

El guardabosque se fue y se sentó al pie de la Cruz Roja. ¡Maldito sea el espía! Pero morirá con deshonor, tal como esta historia os referirá más adelante.

El rey mandó ensillar su caballo, ciñó la espada y, sin compañía alguna, salió de la ciudad. Mientras cabalgaba solo, le vino a la memoria la noche en que sorprendió a su sobrino. ¡Qué ternura había mostrado hacia Tristán Isolda la Bella, la del claro semblante! Pensó que si los sorprendía, castigaría tan grandes pecados, y se vengaría de los que lo habían deshonrado.

En la Cruz Roja se encontró con el guardabosque y le dijo:

—Ve tú delante. Guíame derecho y con presteza.

Los envolvía la negra sombra de los grandes árboles. El rey seguía al espía. Confiaba en su espada, que antaño asestó buenos golpes. Pensó: «¡Ay, si Tristán se despierta, uno de los dos (sólo Dios sabe quién) perecerá allí mismo!».

Por fin, el guardabosque dijo en voz baja:

—Mi rey, nos estamos acercando.

Le sostuvo el estribo y ató las riendas del caballo a las ramas de un manzano verde. Siguieron avanzando y, de repente, en un calvero soleado, divisaron la choza florida.

El rey desabrochó su manto con broches de oro fino, se lo quitó y apareció su hermoso cuerpo. Sacó la espada de la vaina y repitió en su corazón que preferiría morir si no los mataba. El guardabosque lo seguía, pero el rey le hizo una señal para que se alejara.

Penetró solo en la cabaña, con la espada desnuda, la blandió… ¡Ah, qué luto si llegaba a asestar el golpe! Pero entonces vio que sus bocas no se tocaban y que una espada desnuda separaba sus cuerpos.

«Dios mío —pensó—, ¿qué estoy viendo? ¿Deberé matarlos? En todo el tiempo que llevan viviendo en este bosque, si se amaran con amor culpable, ¿acaso habrían puesto la espada entre ambos? ¿No es cosa sabida que un filo desnudo entre dos cuerpos es garantía y guardián de castidad? Si se amaran con amor loco, ¿descansarían así, tan puramente? No, no voy a matarlos. Sería gran pecado atacarlos, y si despertara al que duerme y uno de nosotros resultara muerto, se hablaría de ello durante largo tiempo, y para nuestra vergüenza. Pero haré de modo que cuando despierten sepan que los he hallado dormidos, que no he deseado su muerte y que Dios se ha apiadado de ellos».

El sol, atravesando la choza, quemaba el blanco semblante de Isolda. El rey tomó sus guantes forrados de armiño: «Ella fue —pensó—, quien me los trajo de Irlanda no hace mucho». Los colocó entre el follaje para tapar el agujero por donde entraba el rayo de sol. Después sacó con suavidad el anillo de esmeraldas que había regalado a la reina. Tiempo atrás, tuvo que forzarlo un poco para ponérselo en el dedo. Ahora, sus dedos estaban tan delgados que el anillo salió sin esfuerzo. En su lugar, el rey puso el anillo que Isolda le había regalado. Después sacó la espada que separaba a los amantes, aquella misma —la reconoció— que se había mellado en el cráneo del Morholt, puso la suya en su lugar, salió del cobertizo, saltó a la silla y le dijo al guardabosque:

—¡Ahora huye y salva tu cuerpo si puedes!

Isolda tuvo una visión durante el sueño: estaba bajo una rica tienda, en medio de un gran bosque. Dos leones se lanzaban sobre ella y se peleaban para obtenerla… La reina dio un grito y se despertó: los guantes forrados de armiño cayeron sobre su pecho. Al oír el grito, Tristán se puso de pie, quiso coger su espada y por el puño de oro reconoció que era la del rey. La reina vio en su dedo el anillo de Marcos, y exclamó:

—¡Qué desgracia, Tristán! ¡El rey nos ha sorprendido!

Y viajando a grandes jornadas, acompañados por Gorvenal, huyeron hacia la tierra de Gales, hasta los confines del bosque de Morois. ¡Cuántas torturas les estaba causando el amor!