XI

EL VADO PELIGROSO

Oyez, vous tous qui passez par la voie,

Venez ça, chascun de vous voie

S’il est douleur fors que la moie:

C’est Tristan que la mort mestroie.

El lai Mortal

Marcos mandó despertar a su capellán y le mostró la carta. El clérigo rompió la cera y saludó primero al rey en nombre de Tristán. Después, descifrando con habilidad las palabras escritas, le transmitió lo que Tristán había mandado decir. Marcos escuchó sin decir ni una palabra y su corazón se alegraba, pues seguía amando a la reina.

Convocó por su nombre a sus nobles más ilustres y cuando estuvieron todos reunidos, éstos guardaron silencio y el rey habló:

—Señores, he recibido esta carta. Yo soy rey de todos vosotros y vosotros sois mis vasallos. Escuchad las cosas que me han sido transmitidas, después aconsejadme, os lo requiero, puesto que me debéis consejo.

El capellán se levantó, desplegó la carta con las dos manos y, poniéndose de pie ante el rey, dijo:

—Señores, Tristán manda primero su saludo y su amor al rey y a toda su corte. «Rey —añade—, cuando maté al dragón y conquisté a la hija del rey de Irlanda, la princesa me fue entregada a mí. Yo era dueño de quedarme con ella, pero no quise hacerlo. La traje a vuestro país y os la entregué. Sin embargo, cuando apenas la habíais tomado por esposa, unos miserables os hicieron creer sus mentiras. En vuestra cólera, buen tío, quisisteis hacernos quemar sin juicio. Pero Dios tuvo compasión de nosotros. Elevamos nuestras súplicas, Él salvó a la reina y fue cosa justa. También yo, al saltar desde una alta roca, pude escapar por el poder de Dios. ¿Qué hice después para que se me acusara? La reina fue entregada a los leprosos y yo la salvé. ¿Podía fallar en aquella necesidad a la princesa que estuvo a punto de morir, inocente, por mi causa? Huí con ella por los bosques. ¿Podía salir de los bosques y bajar a la llanura para entregárosla? ¿Acaso no habíais ordenado que se nos apresara, muertos o vivos? Pero ahora, como entonces, estoy dispuesto, señor, a defender en batalla ante cualquiera que la reina jamás me tuvo amor que os pueda ofender, ni yo a ella. Ordenad el combate: no rechazo a ningún adversario y si no puedo probar mi derecho, mandad que me quemen ante vuestros hombres. Pero si venzo y tenéis a bien tomar de nuevo con vos a Isolda la del claro semblante, ningún caballero os servirá mejor que yo. Si, por el contrario, no os complace mi servicio, cruzaré el mar, iré a ofrecerme al rey de Gavoya o al rey de Frisia, y jamás volveréis a tener noticias mías. Señor, tomad consejo y, si no consentís llegar a acuerdo alguno, llevaré a Isolda a Irlanda, de donde la tomé, para que sea reina de su país».

Cuando los nobles de Cornualles oyeron que Tristán les ofrecía batalla, todos dijeron al rey:

—Señor, aceptad a la reina. Son insensatos quienes la calumniaron. En cuanto a Tristán, que se vaya, tal como ofrece, a guerrear a Gavoya o con el rey de Frisia. Ordenadle que os traiga a Isolda en una fecha fijada, y que sea muy pronto. El rey preguntó por tres veces:

—¿Nadie se levanta para acusar a Tristán? —Todos callaban. Entonces le dijo al capellán—: Escribid inmediatamente una carta. Ya habéis oído lo que debéis escribir en ella. Daos prisa, mucho ha sufrido ya Isolda en sus pocos años. Que la carta sea colgada en la rama de la Cruz Roja antes del anochecer. ¡No perdáis tiempo! —Y añadió—: Decidles también que les mando a ambos mi saludo y mi amor.

Hacia medianoche, Tristán cruzó la Blanca Landa, encontró la carta y se la llevó sellada al ermitaño Ogrín. El ermitaño leyó las letras: Marcos, por consejo de todos sus caballeros, consentía en aceptar a Isolda, pero no a conservar a Tristán como soldado. Tristán debería cruzar el mar cuando, al cabo de tres días, en el Vado Peligroso, hubiera entregado a la reina a Marcos.

—¡Dios mío, qué dolor perderte, amiga! —dijo Tristán—; pero es preciso, pues debo ahorrarte el sufrimiento que estabas soportando por mi causa. Cuando llegue el momento de separarnos, te daré un regalo como prenda de mi amor. Desde el país desconocido al que voy, te mandaré un mensajero. El me repetirá tu deseo, amiga, y en cuanto me llames, yo acudiré desde la lejana tierra.

Isolda suspiró y dijo:

—Tristán, déjame a Husdén, tu perro. Nunca sabueso de precio habrá sido guardado con más honor. Cuando lo vea, me acordaré de ti y estaré menos triste. Amigo, tengo un anillo de jaspe verde, tómalo por amor a mí, llévalo en el dedo. Si alguna vez un mensajero pretende venir de tu parte, no lo creeré, haga lo que haga y diga lo que diga, hasta que me haya mostrado este anillo. Pero en cuanto lo haya visto, ningún poder, ninguna prohibición real me impedirá hacer lo que tú me hayas pedido, sea sensatez o locura.

—Amiga, te doy a Husdén.

—Amigo, toma este anillo en recompensa.

Y se besaron en los labios.

Pero Ogrín, dejando a los amantes en la ermita, había andado con su muleta hasta el Monte. Allí compró pieles de marta, de zorro y de armiño, paños de seda, de púrpura y de escarlata, una camisa de lino más blanca que la flor del lirio, y también un caballo enjaezado de oro que sabía amblar suavemente. La gente se reía al verlo gastar su dinero largamente reunido en aquellas compras extrañas y magníficas. Pero el anciano cargó sobre el caballo las ricas telas y regresó junto a Isolda.

—Reina —le dijo—, vuestros ropajes se caen a jirones. Aceptad estos regalos para que estéis más hermosa el día que vayáis al Vado Peligroso. Me da miedo que no sean de vuestro gusto, yo no soy muy experto en la elección de vestidos.

El rey mandó pregonar por Cornualles la noticia de que al cabo de tres días, en el Vado Peligroso, se reconciliaría con la reina. Damas y caballeros acudieron en tropel a aquella asamblea. Todos deseaban volver a ver a la reina Isolda, todos la amaban, excepto los tres caballeros traidores que aún sobrevivían.

Pero, de estos tres, uno morirá por la espada, el otro sucumbirá traspasado por una flecha y el otro ahogado. En cuanto al guardabosque, lo matará a bastonazos en el bosque Perinís el Rubio, el criado de Isolda. Así Dios, que odia toda desmesura, vengará a los amantes.

El día fijado para la asamblea, en el Vado Peligroso, el prado brillaba a lo lejos, adornado con las ricas tiendas de los caballeros. En el bosque, Tristán cabalgaba con Isolda y por temor a una emboscada se había puesto la cota de malla debajo de su ropa harapienta. De repente, los dos aparecieron en el lindero del bosque y a lo lejos, entre los nobles, vieron al rey Marcos.

—Amiga —dijo Tristán—, he aquí al rey, nuestro señor, a sus caballeros y soldados. Dentro de un momento ya no podremos hablarnos más. Te lo suplico por Dios poderoso y omnipotente: si alguna vez te mando un mensaje, haz lo que en él te pida.

—Amigo Tristán, en cuanto haya visto el anillo de jaspe verde, no habrá torre, ni muro, ni fuerte castillo que me impidan cumplir la voluntad de mi amigo.

—Dios te lo pague, Isolda.

Los dos caballos avanzaban uno junto al otro: Tristán atrajo a Iseo hacia él y la estrechó entre sus brazos.

—Amigo —dijo Iseo—, escucha ahora mi último ruego: vas a abandonar este país; espera al menos algunos días; espera hasta saber cómo me trata el rey, si lo hace con cólera o con bondad. Estoy sola, ¿quién me defenderá de los traidores? ¡Tengo miedo! El guardabosque Orri te alojará secretamente. Por la noche, deslízate hasta el granero en ruinas: mandaré allí a Perinís para que te diga si alguien me está maltratando.

—Amiga, eso nadie se atreverá a hacerlo. Me esconderé en la casa de Orri, y si alguien se atreve a causarte el menor ultraje, ¡que se guarde de mí como del Enemigo!

Las dos tropas se habían acercado para intercambiar sus saludos. A un tiro de arco de los suyos, el rey cabalgaba con gallardía, y junto a él, Dinas de Lidán.

Cuando los caballeros se hubieron reunido con Tristán, éste, sujetando por las riendas el caballo de Isolda, saludó al rey y le dijo:

—Rey, te devuelvo a Isolda la Rubia. Ante tus hombres te requiero para que me permitas defenderme en tu corte. Yo nunca he sido juzgado. Deja que me justifique en un combate. Si resulto vencido, quémame con azufre; si salgo vencedor, mantenme a tu lado. Pero si no me quieres a tu lado, me iré a algún país lejano.

Nadie aceptó el desafío de Tristán. Entonces, Marcos cogió el caballo de Isolda por las riendas y, confiándola a Dinas, se apartó para tomar consejo.

Dinas, contento, colmó a la reina de honores y cortesías. Le quitó la suntuosa capa escarlata y su cuerpo apareció gracioso bajo la túnica fina y la gran camisa de seda. Y la reina sonrió al pensar en el viejo ermitaño, que no había reparado en gastos. Rico es su vestido; sus miembros, delicados; sus ojos, claros; sus cabellos, rubios como los rayos del sol.

Cuando los traidores la vieron tan hermosa y agasajada como antes, irritados, cabalgaron hasta el rey. En aquel momento, un barón, Andrés de Nicole, estaba intentando convencerlo:

—Señor —decía— permite que Tristán se quede contigo, pues gracias a él serás un rey más temido.

Y poco a poco iba ablandando el corazón de Marcos. Pero los caballeros traidores fueron a su encuentro y dijeron:

—Rey, escucha el consejo que te damos con toda lealtad. Se ha hablado mal de la reina; sin razón, te lo concedemos, pero si Tristán y ella regresan juntos a la corte, volverán las habladurías. Ordena que Tristán se aleje por un tiempo; algún día, sin duda, lo llamarás de nuevo.

Esto fue lo que hizo Marcos. Hizo que sus barones ordenaran a Tristán alejarse sin dilación. Entonces Tristán se acercó a la reina y le dijo adiós. Se miraron. La reina sintió vergüenza a causa de los presentes y se ruborizó.

Pero el rey quedó conmovido de compasión y habló a su sobrino por primera vez:

—¿A dónde irás con esos andrajos? Toma de mi tesoro todo cuanto quieras, oro, plata y las mejores pieles.

—Mi rey —dijo Tristán—, no tomaré ni un denario, ni un doblón. Iré como pueda a servir con gran alegría al rey de Frisia.

Tiró de la rienda y bajó hasta el mar. Isolda lo siguió con la mirada y, mientras pudo divisarlo en la lejanía, no apartó la vista.

Al enterarse de la noticia del acuerdo, grandes y chicos, hombres, mujeres y niños acudieron en tropel a las afueras de la ciudad para recibir a Isolda. Y manifestando gran duelo por el exilio de Tristán, celebraban el haber recuperado a su reina. El rey, los condes y los príncipes formaron su cortejo por las calles alfombradas y adornadas con cortinajes de seda. Las puertas del palacio se abrieron para todos, ricos y pobres pudieron sentarse a comer, y para celebrar aquel día, Marcos concedió la libertad a cien siervos y dio la espada y la cota a cien donceles, a los que armó caballeros.

Mientras tanto, llegada la noche, Tristán, tal como se lo había prometido a la reina, entró en casa del guardabosque Orri, quien lo alojó secretamente en la bodega que estaba en ruinas. ¡Que se guarden los traidores!