XVI

KAHERDÍN

La dame chante dulcement,

Sa voiz accorde a l’estrument.

Les mains sont beles, li lais bons,

Dulce la voix et bas li tons.

THOMAS

A los pocos días, el duque Hoel, su senescal y todos sus monteros, Tristán, Isolda la de las Blancas Manos y Kaherdín salieron juntos del castillo para ir a cazar al bosque. En un estrecho sendero, Tristán cabalgaba a la derecha de Kaherdín, quien sostenía con la mano derecha las riendas del caballo de Isolda la de las Blancas Manos. El caballo tropezó en un charco de agua, y su pezuña salpicó con tal fuerza bajo el vestido de Isolda, que la dama quedó toda mojada y sintió el frío hasta más arriba de las rodillas. Lanzó un grito ligero y, con un golpe de espuelas, sacó a su caballo del charco, riendo con una risa tan fuerte y tan clara que Kaherdín espoleó tras ella, la alcanzó y le preguntó:

—Bella hermana, ¿de qué te ríes?

—De un pensamiento que me ha venido, buen hermano. Cuando esta agua me ha salpicado, le he dicho: «¡Agua, eres más osada de lo que jamás lo fue el osado Tristán!». Por eso me he reído. Pero ya hablé bastante, hermano, y me arrepiento de ello.

Kaherdín, extrañado, la apremió tan vivamente que ella acabó por contarle la verdad de su boda.

Entonces Tristán los alcanzó y los tres cabalgaron en silencio hasta el pabellón de caza. Allí, Kaherdín llamó a Tristán aparte y le dijo:

—Mi señor Tristán, mi hermana me ha confesado la verdad de su boda. Te consideraba un igual y un compañero. Pero has faltado a tu fe y has avergonzado a mi familia. Pues bien, has de saber que si no me das razón de ello, te desafío.

Tristán le respondió:

—Sí, vine a vosotros para vuestra desgracia. Pero si conoces mi miseria, buen amigo, hermano y compañero, tal vez tu corazón se aliviará. Debes saber que tengo a otra Isolda, más hermosa que todas las mujeres, que ha sufrido y sufre todavía por mí grandes penas. Sin duda tu hermana me ama y me honra. Pero por mi amor, la otra Isolda trata con mayor honor a un perro que yo le regalé del que tu hermana me profesa a mí. Ven, abandonemos esta cacería, sígueme hasta donde yo te llevaré, y te contaré la miseria de mi vida.

Tristán tiró de las riendas y espoleó su caballo. Kaherdín azuzó al suyo para que lo siguiera. Sin decir una palabra, llegaron hasta lo más profundo del bosque. Allí, Tristán reveló su vida a Kaherdín. Contó cómo, en el mar, había bebido el amor y la muerte. Contó la traición de los nobles y del enano, cómo la reina fue llevada a la hoguera, entregada a los leprosos, y sus amores en el bosque salvaje. Cómo la había devuelto al rey Marcos y cómo, después de huir de ella, había querido amar a Isolda la de las Blancas Manos. Y cómo sabía ya para siempre que no podría vivir ni morir sin la reina.

Kaherdín estaba callado y sumido en el asombro. Sintió que su cólera se apagaba sin que él lo quisiera.

—Amigo —dijo por fin—, oigo palabras extraordinarias y has movido mi corazón a la piedad, pues has soportado tales penas, que Dios guarde de ellas a todos y a todas. Regresemos a Carhaix. Al tercer día, si puedo, te diré mi pensamiento.

En su habitación, en Tintagel, Isolda la Rubia suspiraba por Tristán, y lo llamaba. Amarlo siempre, éste es su único pensamiento, su única esperanza, su única voluntad. En él estaba todo su deseo y durante dos años no había sabido nada de él. ¿Dónde se encontraría? ¿En qué país? ¿Estaría vivo, al menos?

En su habitación, Isolda la Rubia estaba sentada, componiendo una canción de amor. Cuenta la canción cómo Gurón fue sorprendido y asesinado por el amor de su dama, a la que amaba por encima de todo, y cómo, con astucia, el conde dio a comer el corazón de Gurón a su esposa, y el dolor de ésta.

La reina cantaba dulcemente, ajustando la voz al arpa. Las manos eran bellas, la canción era hermosa, el tono era bajo y dulce la voz.

Pero llegó Kariado, un rico conde que procedía de una isla lejana, para ofrecer su servicio a la reina. Varias veces, desde la partida de Tristán, la había requerido de amores. La reina rechazaba su petición y la tenía por locura. Kariado era un caballero gallardo, valiente y orgulloso, sabía hablar bien, pero valía más en las habitaciones de las damas que en la batalla. Encontró a Isolda, que componía su canción, y le dijo, sonriendo:

—Señora, qué triste canto es ése, triste como el de la lechuza. ¿No dicen acaso que la lechuza canta para anunciar la muerte? ¡Sin duda es mi muerte la que canta vuestro romance, pues me muero de amor por vos!

—Como queráis —dijo Isolda—. No me parece mal que mi canto signifique vuestra muerte, pues jamás habéis entrado aquí si no era para traerme alguna noticia dolorosa. Siempre habéis sido lechuza o autillo para decir mal de Tristán. ¿Qué mala noticia venís a traerme hoy?

Kariado le respondió:

—Reina, estáis irritada y no sé por qué. Pero muy loco sería quien se dejara conmover por vuestras palabras. Sea lo que sea de la muerte que me anuncia la lechuza, ésta es la mala noticia que os trae el autillo: Tristán, vuestro amigo, está perdido para vos, mi señora Isolda. Ha tomado esposa en otra tierra. Ahora ya podéis buscar en otra parte, pues él desdeña vuestro amor. Ha tomado esposa con gran honor, y es Isolda la de las Blancas Manos, la hija del duque de Bretaña.

Kariado se marchó, contrariado. Isolda la Rubia bajó la cabeza y rompió a llorar.

Al tercer día, Kaherdín llamó a Tristán y le dijo:

—Amigo, he tomado consejo en mi corazón. Sí, si has dicho la verdad, la vida que llevas en esta tierra es insensata, y ningún bien puede traerte ni a ti ni a mi hermana Isolda la de las Blancas Manos. Oye, pues, mis palabras: navegaremos juntos hasta Tintagel, volverás a ver a la reina y comprobarás si te sigue añorando y te guarda fidelidad. Si te ha olvidado, tal vez entonces amarás a mi hermana Isolda la sencilla, la bella. Yo te seguiré, pues soy tu igual y tu compañero.

—Hermano —dijo Tristán—, con razón se dice que el corazón de un hombre vale más que todo el oro de un país.

Pronto Tristán y Kaherdín tomaron el cayado y la capa de los peregrinos, como si quisieran visitar los santos lugares en tierra lejana, y se despidieron del duque Hoel. Tristán llevaba a Gorvenal, y Kaherdín a un solo escudero. Tripularon una nave en secreto y los cuatro se dirigieron hacia Cornualles.

El viento fue ligero y bueno, hasta que una mañana, antes del alba, tomaron tierra no lejos de Tintagel, en una cala desierta, cerca del castillo de Lidán. Allí sin duda Dinas de Lidán, el buen senescal, los alojaría y sabría ocultar su llegada.

Al amanecer, los cuatro compañeros subían hacia Lidán cuando vieron venir tras ellos a un hombre que seguía su misma ruta, al paso de su caballo. Se ocultaron entre los árboles y el hombre pasó sin verlos, pues iba adormilado en la silla. Tristán lo reconoció.

—Hermano —dijo en voz baja a Kaherdín—, éste es Dinas de Lidán. Está medio dormido, sin duda regresa de casa de su amiga y aún sueña con ella. No sería cortés despertarlo, pero tú sígueme de lejos.

Tristán alcanzó a Dinas, tomó suavemente su caballo por la rienda y anduvo sin ruido a su lado. Por fin, un tropezón de su caballo despertó al durmiente. Abrió los ojos, vio a Tristán y dudó:

—¡Eres tú, eres tú, Tristán! Dios bendiga la hora en que te vuelvo a ver. ¡Cuánto tiempo la he esperado!

—¡Dios os salve, amigo! ¿Qué noticias me daréis de la reina?

—Malas noticias, ¡ay! El rey la ama y quiere festejarla, pero desde tu exilio, ella languidece y llora por ti. ¡Ah!, ¿por qué regresas a su lado? ¿Quieres buscar su muerte y la tuya? Tristán, ten piedad de la reina, déjala que repose.

—Amigo —respondió Tristán—, otorgadme un don: ocultadme en Lidán, llevadle mi mensaje y haced que la vea una vez, ¡una sola vez!

Dinas dijo:

—Tengo piedad de mi dama y sólo quiero llevarle tu mensaje si sé que la has seguido amando por encima de todas las mujeres.

—¡Ah, señor!, decidle que la he seguido amando por encima de todas las mujeres, y será la verdad.

—Pues entonces sígueme, Tristán. Te ayudaré en esta necesidad.

En Lidán, el senescal alojó a Tristán, a Gorvenal, a Kaherdín y a su escudero, y cuando Tristán le hubo contado punto por punto la aventura de su vida, Dinas fue a Tintagel para pedir noticias de la corte. Supo que, al cabo de tres días, la reina Isolda, el rey Marcos y toda su gente, todos sus escuderos y monteros abandonarían Tintagel para establecerse en el castillo de la Blanca Landa, donde se preparaban grandes cacerías. Entonces Tristán confió al senescal su anillo de jaspe verde y el mensaje que debía repetir a la reina.