II

EL MORHOLT DE IRLANDA

Tristrem seyd: «Ywis,

Y wil defende it as knizt».

Sir Tristrem

Cuando llegó Tristán, Marcos y todos sus caballeros estaban en gran duelo, pues el rey de Irlanda había fletado una armada para atacar Cornualles si Marcos seguía negándose, como había hecho durante quince años, a pagar un tributo que antaño habían pagado sus antepasados. Pues según antiguos tratados de alianza, los irlandeses podían reclamar a Cornualles trescientas libras de cobre el primer año, trescientas libras de plata fina el segundo, y al tercero trescientas libras de oro. Pero cuando llegaba el cuarto año, se llevaban a trescientos muchachos y trescientas doncellas de quince años, elegidos por sorteo entre las familias de Cornualles. Aquel año, el rey había mandado a Tintagel, para que llevara su mensaje, a un caballero gigante llamado el Morholt, con cuya hermana se había casado, y que nadie había podido jamás vencer en batalla. Entonces, el rey Marcos con cartas selladas, convocó a su corte a todos los nobles de su tierra para que le dieran consejo.

Cumplido el plazo, cuando los caballeros estuvieron reunidos en la sala abovedada del palacio y Marcos se hubo sentado bajo el dosel, el Morholt habló de esta manera:

—Rey Marcos, escuchad por última vez el mandato del rey de Irlanda, mi señor. Debéis pagar urgentemente el tributo que le debéis. Os habéis negado durante demasiado tiempo a ello, y ahora ordena que me entreguéis en el día de hoy a trescientos muchachos y trescientas doncellas de quince años de edad, echados a suertes entre las familias de Cornualles. Mi nave, que está anclada en el puerto de Tintagel, se los llevará para que sean siervos nuestros. Sin embargo (y sólo os exceptúo a vos, rey Marcos, tal como es debido), si alguno de vuestros nobles quiere intentar mediante batalla que el rey de Irlanda levante el tributo, aceptaré el desafío. ¿Quién de vosotros, señores de Cornualles, quiere luchar para anular el tributo?

Los nobles señores se miraban unos a otros con disimulo y luego bajaban la cabeza. El uno se decía: «Mira, desdichado, la estatura del Morholt de Irlanda, es más fuerte que cuatro hombres robustos. Mira su espada: ¿acaso no sabes que por sortilegio hizo rodar la cabeza de los más valerosos campeones, en todos los años que el rey de Irlanda lleva enviando a este gigante a lanzar sus desafíos por las tierras de sus vasallos? Infeliz de ti, ¿quieres buscar la muerte? ¿Por qué tentar a Dios?».

El otro pensaba: «Hijos míos queridos, ¿acaso os he criado para que hagáis las tareas de los siervos, y a vosotras, amadas hijas, para que hagáis las de las rameras? Pero mi muerte no podría salvaros».

Y todos permanecían callados.

El Morholt dijo otra vez:

—¿Quién de entre vosotros, señores de Cornualles, quiere aceptar mi reto? Le ofrezco batalla justa: dentro de tres días a partir de hoy, llegaré en barca a la isla de San Sansón, fuera de las aguas de Tintagel. Allí, vuestro caballero y yo combatiremos los dos solos, y el honor de haber intentado presentar batalla recaerá sobre toda su familia. —Los caballeros seguían callados y el Morholt parecía un gran halcón encerrado en una jaula con pajarillos: cuando entra él, todos se quedan mudos—. Pues bien, señores de Cornualles, puesto que este partido os parece el más noble, ¡echad a suertes a vuestros hijos y yo me los llevaré! Pero no creía yo que este país estuviera habitado sólo por siervos.

Entonces Tristán se arrodilló a los pies del rey y le dijo:

—Mi señor rey, si os place concederme este don, yo presentaré batalla.

El rey Marcos trató en vano de que desistiera. Tristán era un caballero joven y de poco le serviría su valor. Pero Tristán dio su palabra al Morholt, y el Morholt la aceptó.

Llegado el día, Tristán se colocó sobre una colcha de seda roja y se hizo armar para la noble aventura. Se revistió con una cota de malla y su yelmo de acero bruñido. Los caballeros lloraban de piedad y de vergüenza. «¡Ay, Tristán —se decían—, valeroso caballero, por qué no emprenderé yo en vez de ti esta batalla! ¡Mi muerte causaría menos dolor en esta tierra!».

Sonaron las campanas y todos, los nobles y la gente humilde, ancianos, niños y mujeres, llorando y rezando, escoltaron a Tristán hasta la costa. Aún tenían esperanzas, pues la esperanza en el corazón de los hombres necesita poco alimento.

Tristán subió solo a una barca y puso rumbo a la isla de San Sansón. Pero el Morholt había tendido en su mástil una vela de rica púrpura y fue el primero en llegar a la isla. Estaba ya amarrando la barca a la orilla cuando Tristán, arribado a su vez, empujó con un pie la suya hacia el mar.

—¿Por qué hacéis eso? —dijo el Morholt—. ¿Por qué no habéis atado la barca con una amarra, como hice yo?

—¿Para qué? —respondió Tristán—. Sólo uno de nosotros regresará vivo: ¿acaso no bastará con una barca?

Y ambos, animándose para el combate con palabras ultrajantes, se internaron en la isla.

Nadie vio la tremenda batalla; pero por tres veces pareció que la brisa del mar traía hasta la orilla un grito de furia. Entonces, en señal de duelo, las mujeres batían palmas a coro y los compañeros del Morholt, congregados más lejos delante de sus tiendas, se reían. Por fin, hacia el atardecer, se vio a lo lejos hincharse una vela púrpura. La barca del irlandés se separó de la isla y en la orilla resonó un clamor de angustia.

—¡El Morholt! ¡El Morholt!

Pero cuando la barca creció, de repente, en la cresta de una ola apareció un caballero que se erguía en la proa, blandiendo una espada en cada mano: era Tristán. En el acto, veinte barcas zarparon a su encuentro y los más jóvenes se acercaron nadando. El valiente caballero saltó a la playa y, mientras las madres arrodilladas besaban sus piernas cubiertas con la armadura, gritó a los compañeros del Morholt:

—Señores de Irlanda, el Morholt ha luchado bien. Ved: mi espada está mellada, un pedazo de la hoja ha quedado clavado en su cráneo. Llevaos este trozo de acero: ¡es el tributo de Cornualles!

Entonces Tristán se dirigió a Tintagel. A su paso, los muchachos liberados gritaban y agitaban ramas verdes y en las ventanas se colgaron ricos tapices. Pero cuando el héroe llegó al castillo entre cantos de alegría y sones de campanas, trompas y cuernos tan ensordecedores que no se habría oído un trueno, se desplomó en brazos del rey Marcos. La sangre manaba de sus heridas.

Los compañeros del Morholt llegaron a Irlanda desconsolados. Otras veces, cuando el Morholt volvía al puerto de Weisefort, se alegraba de ver a sus hombres reunidos aclamándolo, y a la reina, su hermana, y a su sobrina, Isolda la Rubia, de cabellos de oro, cuya belleza brillaba ya como el alba. Ellas lo acogían con ternura y, si había recibido alguna herida, lo curaban, pues sabían hacer esos bálsamos y brebajes que reaniman a los heridos que ya se van pareciendo a los muertos. Pero ¿de qué le servirían ahora las recetas mágicas, las hierbas recogidas a la hora propicia, los filtros? El Morholt yacía muerto, cosido en una piel de ciervo, y el pedazo de espada enemiga aún estaba clavado en su cráneo. Isolda la Rubia se lo sacó para guardarlo en un cofrecillo de marfil, precioso como un relicario. Inclinadas sobre el gran cadáver, madre e hija repetían sin cesar el elogio del muerto y sin descanso lanzaban la misma imprecación contra el asesino, pronunciando por turnos entre las mujeres el canto fúnebre. Aquel día, Isolda la Rubia aprendió a odiar el nombre de Tristán de Leonís.

En Tintagel, Tristán se estaba consumiendo: una sangre venenosa manaba de sus heridas. Los médicos dedujeron que el Morholt había clavado en su carne una pica envenenada, y como los brebajes y la triaca no lograban sanarlo, lo confiaron al cuidado de Dios. De sus heridas se desprendía un hedor tan odioso que huían de él hasta sus amigos más queridos, excepto el rey Marcos, Gorvenal y Dinas de Lidán. Sólo ellos podían permanecer a su lado, pues su amor sobrepasaba su asco. Por fin, Tristán pidió que lo trasladaran a una cabaña construida en la orilla del mar y, acostado frente a las olas, esperó la muerte. Pensaba: «Rey Marcos, ¿acaso me habéis abandonado, a mí que salvé el honor de vuestra tierra? No, ya sé, mi buen tío, que daríais la vida por mí, pero ¿qué puede hacer el afecto que me tenéis? Debo morir. Sin embargo, es dulce ver el sol, y mi corazón aún es valeroso. Quiero tentar el mar venturoso… Quiero que él me lleve lejos, a mí solo. ¿A qué tierra? No lo sé, pero quizá en otro país encuentre a alguien que me cure. Y tal vez, buen tío, algún día os volveré a servir como arpista, montero y vasallo».

Tanto suplicó Tristán que el rey Marcos accedió a su deseo. Lo llevó a una barca sin remos ni vela, y Tristán quiso que sólo depositaran su arpa junto a él. ¿Para qué quería las velas, si sus brazos ya no habrían podido izarlas? ¿Para qué los remos? ¿Para qué la espada? Como un marinero que durante una larga travesía lanza por la borda el cadáver de un antiguo compañero, así, con brazos temblorosos, Gorvenal empujó mar adentro la barca en la que yacía su querido hijo, y el mar se lo llevó.

Lo arrastró lentamente durante siete días y siete noches. A veces, Tristán tañía el arpa para mitigar su tristeza. Por fin, sin que él se diera cuenta, el mar lo acercó a una orilla. Aquella noche, unos pescadores que habían salido del puerto para lanzar sus redes al agua y que estaban remando oyeron una dulce melodía, hermosa y fuerte, que corría rozando las olas. Se quedaron inmóviles escuchando, con los remos suspendidos sobre el agua. Al primer albor divisaron la barca errante.

«Así —pensaban— era la música sobrenatural que envolvía la nave de San Borondón cuando singlaba hacia las islas Afortunadas sobre un mar blanco como la leche».

Los pescadores remaron hasta alcanzar la barca: iba a la deriva y no parecía llevar más cosa viva que la voz del arpa. Pero a medida que se acercaban, la melodía se iba debilitando hasta que cesó, y cuando abordaron la barca, las manos de Tristán habían caído inertes sobre las cuerdas aún vibrantes. Lo recogieron y regresaron a puerto para entregar al herido a su piadosa señora, pensando que tal vez ella sabría sanarlo.

Pero por desgracia aquel puerto era Weisefort, donde yacía el Morholt, y su señora era Isolda la Rubia. Sólo ella, hábil en filtros, podía salvar a Tristán, pero sólo ella, entre todas las mujeres, deseaba su muerte. Cuando Tristán, reanimado por sus artes, volvió en sí, comprendió que las olas lo habían llevado a una tierra peligrosa. Pero por más que fuera valeroso en la defensa de su vida, supo ser astuto y usar hábiles palabras. Contó que era un juglar que había embarcado en una nave mercante con rumbo a España para aprender el arte de leer en las estrellas. Unos piratas habían asaltado la nave y él había resultado herido y había huido en aquella barca. Todos creyeron sus palabras: ninguno de los compañeros del Morholt reconoció al gallardo caballero de la isla de San Sansón, pues el veneno había deformado sus rasgos hasta afearlo. Pero al cabo de cuarenta días, cuando Isolda, la de los cabellos de oro, ya casi lo hubo curado, cuando en sus miembros empezaba ya a renacer la gracia de la juventud, comprendió que debía huir. Se escapó, pues, y después de muchos peligros un día compareció de nuevo ante el rey Marcos.