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EL ERMITAÑO OGRÍN

Aspre vie meinent et dure:

Tant s’entraiment de bone amor

L’uns por l’autre ne sent dolor.

BÉROUL

Un día que Tristán había estado largo tiempo siguiendo las huellas de un ciervo herido, cayó la noche y en el bosque oscuro el joven amante se puso a pensar.

«No, no fue por temor por lo que el rey nos salvó la vida. Había tomado mi espada, yo estaba a su merced, podría haberme herido, ¿para qué necesitaba refuerzos? Y si quería cogerme vivo, ¿por qué, después de haberme desarmado, me dejó su propia espada? ¡Ah, te reconozco, padre mío! Quisiste perdonarnos pero no por miedo, sino por ternura y por piedad. ¿Perdonarnos? ¿Quién podría cometer tal fechoría sin envilecerse? No, no ha perdonado, sino que ha comprendido. En la hoguera, en el salto de la capilla, en la emboscada contra los leprosos, el rey reconoció que Dios nos había puesto bajo su custodia. Entonces se ha acordado del niño que antaño tocaba el arpa a sus pies y de mi tierra de Leonís, que abandoné por él, y de la pica del Morholt, y de la sangre que derramé por su honor. Se ha acordado de que no reconocí jamás mi falta, sino que en vano reclamé juicio, derecho y batalla, y la nobleza de su corazón lo ha inclinado a comprender las cosas que los hombres de su entorno no comprenden. Él no sabe ni podrá saber jamás la verdad de nuestro amor, pero duda, espera, siente que no mentí, desea que mediante juicio yo demuestre mi rectitud. ¡Ay, mi buen rey! ¡Vencer en la lid con la ayuda de Dios, ganar vuestra paz, y vestir de nuevo para vos el yelmo y la cota! ¿Qué estoy pensando? Sin duda querría llevarse a Isolda. ¿Se la entregaría yo? ¡Ojalá me hubiese degollado mientras dormía! Antes, perseguido por él, podía odiarlo y olvidarlo, pues había entregado a Isolda a los leprosos, la reina no era suya, sino mía. Ahora, con su compasión, ha despertado de nuevo mi afecto y ha reconquistado a la reina. ¿La reina? Reina lo era a su lado, mientras que en este bosque vive como una sierva. ¿Qué hice con su juventud? En vez de sus aposentos tapizados de seda, le doy este bosque salvaje, una choza en vez de sus hermosos cortinajes, y ella sufre esta mala vida sólo por mí. A mi señor Dios, rey del mundo, le pido perdón y le suplico que me dé fuerzas para devolver a Isolda al rey Marcos. ¿No es acaso su esposa, casada con él según la ley de Roma ante todos los hombres honrados de la Tierra?».

Tristán se apoyó en el arco y se lamentó amargamente durante toda la noche.

En la espesura de zarzas que les servía de cobijo, Isolda la Rubia estaba esperando el regreso de Tristán. A la luz de un rayo de luna, vio brillar en su dedo el anillo que Marcos le había puesto. Pensó: «Aquel que con admirable cortesía me dio este anillo de oro no es el hombre irritado que me entregó a los leprosos, no, sino que es el señor compasivo que desde el día que abordé en su tierra me acogió y protegió. ¡Cómo amaba a Tristán! Pero vine yo y ¿qué hice? ¿No debería Tristán vivir en el palacio del rey, con cien pajes a su alrededor, que serían su mesnada y lo servirían antes de ser armados caballeros? ¿No debería cabalgar por cortes y baronías para buscar soldados y aventuras? Pero por mí Tristán olvida toda caballería, y vive desterrado de la corte, exiliado en este bosque, llevando una vida salvaje…».

Entonces oyó sobre las hojas y las ramas secas los pasos de Tristán, que se acercaba. Fue a su encuentro como solía hacer, para tomar sus armas. Le tomó de las manos el Arco-que-no-falla y las flechas, y desató las correas de su espada.

—Amiga —dijo Tristán—, ésta es la espada del rey Marcos. Debería habernos degollado, pero nos salvó la vida.

Isolda tomó la espada, besó el puño de oro, y Tristán vio que estaba llorando.

—Amiga —le dijo—, ¡ojalá pudiera llegar a un acuerdo con el rey Marcos! Si me permitiera sostener en batalla que jamás, ni de hecho ni de palabra, te amé con amor culpable, entonces cualquier caballero de su reino, desde Lidán hasta Durham, que osara contradecirme me encontraría armado en la liza. Luego, si el rey consintiera tenerme con su hueste, yo le serviría con gran honor, como a mi señor y padre mío. Y si prefiriera alejarme y quedarse contigo, me iría a Frisia o a Bretaña con Gorvenal como único compañero. Pero dondequiera que fuese, reina, yo siempre sería tuyo. Isolda, yo no pensaría en esta separación si no fuera por la dura miseria que soportas por mí desde hace tanto tiempo en esta tierra salvaje.

—Tristán, acuérdate del ermitaño Ogrín, que vivía en el bosque. ¡Regresemos con él, amigo Tristán, y ojalá podamos pedir perdón al poderoso Rey celestial!

Despertaron a Gorvenal. Isolda montó a caballo y Tristán lo condujo por el freno, y toda la noche, atravesando por última vez los bosques amados, anduvieron sin decirse una palabra.

A la mañana siguiente descansaron y luego volvieron a caminar, hasta que llegaron a la ermita. En el umbral de la capilla, Ogrín estaba leyendo un libro. Los vio y los llamó afablemente desde lejos.

—¡Amigos! ¡Amor os acosa de miseria en miseria! ¿Cuánto durará vuestra locura? ¡Sed valientes! ¡Arrepentíos por fin!

Tristán le dijo:

—Escuchad, mi señor Ogrín. Ayudadnos a ofrecer un acuerdo al rey. Yo le devolvería a la reina. Después me iría lejos, a Bretaña, o a Frisia. Algún día, si el rey quisiera tenerme a su lado, volvería y le serviría como es mi deber.

Isolda, inclinada a los pies del ermitaño, dijo, apenada:

—No quiero vivir más así. No digo que me arrepienta de haber amado ni de amar a Tristán, todavía y para siempre. Pero al menos, de ahora en adelante, nuestros cuerpos permanecerán separados.

El ermitaño lloró y adoró a Dios.

—Dios, buen rey todopoderoso, os doy las gracias por haberme permitido vivir lo suficiente para acudir en ayuda de Tristán e Isolda.

Los aconsejó prudentemente, después tomó tinta y pergamino y escribió una carta en la que Tristán ofrecía un acuerdo al rey. Cuando hubo escrito todas las palabras que Tristán le dijo, éste las selló con su anillo.

—¿Quién llevará la carta? —preguntó el ermitaño.

—Yo mismo la llevaré —dijo Tristán.

—No, mi señor Tristán —dijo Ogrín—, no debéis intentar tan peligrosa empresa. Yo iré por vos, conozco bien a los habitantes del castillo.

—Dejad que vaya, mi señor Ogrín. La reina permanecerá en vuestra ermita. Al anochecer, iré con mi escudero, que cuidará de mi caballo.

Cuando la oscuridad descendió sobre el bosque, Tristán se puso en camino con Gorvenal. A las puertas de Tintagel se separaron. Los vigías, en lo alto de las murallas, tocaban las trompas. Cruzó el foso y atravesó la ciudad, con peligro de su vida. Franqueó como antaño las empalizadas del jardín, vio la fuente de mármol y el gran pino, y se acercó a la ventana detrás de la cual dormía el rey. Lo llamó suavemente. Marcos se despertó.

—¿Quién eres tú, que así llamas a estas horas de la noche?

—Señor, soy Tristán, os traigo un mensaje. Lo dejo en la reja de esta ventana. Dejad vuestra respuesta en la rama de la Cruz Roja.

—¡Por el amor de Dios, sobrino, espérame!

El rey se precipitó hacia la puerta y por tres veces llamó en la noche.

—¡Tristán! ¡Tristán! ¡Tristán, hijo mío!

Pero Tristán ya había huido. Se reunió con su escudero y saltó con ligereza a la silla del caballo.

—¡Loco! Date prisa, huyamos por este camino —le dijo Gorvenal.

Llegaron por fin a la ermita, donde les esperaban el ermitaño rezando, e Isolda llorando.