VIII
EL SALTO DE LA CAPILLA
Qui voit son cors et sa façon
Trop par avroit le cuer felon
Qui nen avroit d’Iseut pitié.
BÉROUL
Por la ciudad, en la negra noche, corría la noticia: «¡Han capturado a Tristán y a la reina, y el rey quiere matarlos!». Burgueses y gente del pueblo llano, todo el mundo lloraba. Decían los burgueses:
—¡Ay, con razón debemos llorar! Tristán, barón valeroso, ¿vais a morir por tan negra traición? Y vos, reina gentil, reina honrada, ¿en qué tierra nacerá jamás hija de rey más hermosa y más amada? ¿Es ésta, pues, enano jorobado, la obra de tus maquinaciones? ¡Que no vea jamás el rostro de Dios aquel que, si te encuentra, no clava su espada en tu cuerpo! Tristán, amigo querido, cuando el Morholt, que vino para arrebatarnos a nuestros hijos, tomó tierra en esta costa, ninguno de los nobles caballeros se atrevió a armarse contra él, todos permanecieron callados como mudos. Pero vos, Tristán, vos combatisteis por todos nosotros, la gente de Cornualles, y matasteis al Morholt, y él os hirió con una pica que a punto estuvo de haceros morir por todos nosotros. Y ahora, cuando recordamos tales hazañas, ¿debemos consentir vuestra muerte?
Las quejas y los gritos subían de la ciudad, todos acudieron al palacio. Pero era tal la cólera del rey, que no existía caballero tan fuerte y orgulloso que se atreviera a decir una palabra para doblegar su voluntad.
Se acercaba el día, la noche se alejaba. Antes del amanecer, Marcos fue cabalgando hasta las afueras de la ciudad, al lugar donde solían celebrarse audiencias y juicios. Ordenó que se cavara un foso en la tierra y que se apilaran en él sarmientos nudosos y cortantes matorrales blancos y negros, arrancados de raíz.
Al alba, mandó publicar un pregón por todo el reino para convocar inmediatamente a los hombres de Cornualles. Todos se reunieron con gran alboroto, no había nadie que no llorara, exceptuando al enano de Tintagel. Entonces el rey habló así:
—Señores, he mandado levantar esta pira de espinos para Tristán y para la reina, pues me han ofendido.
Pero todos gritaban:
—¡Queremos un juicio, rey! ¡Primero un juicio y una audiencia! Matarlos sin juicio es una vergüenza y un crimen. ¡Rey, dadles una tregua y concededles la gracia!
Marcos respondió, encolerizado:
—¡No, no habrá tregua, ni gracia, ni audiencia, ni juicio! ¡Por el Señor que creó el mundo, si alguien vuelve a pedir tal cosa, será el primero en arder en esta pira!
Marcos ordenó a sus criados que encendieran el fuego y que fueran al castillo a buscar primero a Tristán.
Las zarzas estaban ardiendo, todo el mundo callaba, el rey esperaba.
Los criados fueron hasta la habitación donde los amantes estaban estrechamente vigilados. Se llevaron a Tristán con las manos atadas con cuerdas. ¡Por Dios que fue gran villanía tratarlo de esta manera! Tristán lloraba por la afrenta, pero ¿de qué le servían las lágrimas? Se lo llevaron con gran ignominia y la reina, casi loca de angustia, exclamó:
—¡Para mí, morir por salvaros sería mi mayor alegría!
Los guardias de Tristán bajaron hasta el exterior de la ciudad, donde estaba la pira. Pero detrás de ellos se precipitó un caballero, los alcanzó y saltó del corcel, que siguió galopando: era Dinas, el buen senescal. Al oír la aventura, había venido desde su castillo de Lidán con tal celeridad que la espuma, el sudor y la sangre brotaban de los flancos de su caballo.
—Hijo mío, vengo a toda prisa a la audiencia del rey Marcos —dijo—. Tal vez Dios me concederá la merced de poder celebrar un consejo que os pueda ayudar a los dos. Al menos, ya me ha permitido servirte con un acto de cortesía: amigos —dijo a los guardias—, quiero que lo llevéis sin ataduras. —Y Dinas cortó las viles cuerdas—. Si tratara de huir, ¿acaso no tenéis espadas?
Besó a Tristán en los labios, montó en su silla y el caballo se lo llevó.
Ahora escuchad cómo el señor Dios está lleno de piedad.
Él no quiere la muerte de los pecadores, Él recibió con agrado las lágrimas y el clamor de los pobres que le suplicaban piedad hacia los amantes martirizados. Cerca del camino por donde pasaba Tristán, en la cima de una roca y de cara al cierzo, se alzaba una capilla sobre el mar.
La pared del presbiterio se apoyaba en un acantilado alto y pedregoso, con agudas escarpaduras. En el ábside, sobre el precipicio, había una vidriera, hábil obra de un santo. Tristán dijo a los hombres que lo llevaban:
—Señores, ved esta capilla. Permitidme que entre en ella. Se acerca mi muerte, y quiero rogar a Dios que se apiade de mí, yo que tanto lo he ofendido. Señores, la capilla no tiene más salida que ésta. Todos vosotros lleváis espada. Bien sabéis que sólo puedo pasar por esta puerta y que, después de que haya rogado a Dios, no me quedará más remedio que entregarme a vosotros de nuevo.
Uno de los guardias dijo:
—Bien se lo podemos permitir.
Y lo dejaron entrar. Tristán corrió por la capilla, cruzó el coro, llegó a la vidriera del ábside, se agarró a la ventana, la abrió y se lanzó… ¡Antes morir así que quemado en la hoguera, delante de toda la asamblea!
Pero sabed, señores, que Dios le concedió su gracia: el viento se metió en su ropa, lo levantó y lo depositó en una roca al pie del acantilado. Las gentes de Cornualles siguen llamando a esta roca «El salto de Tristán».
Mientras tanto, los guardias seguían esperando ante la iglesia. Pero era en vano, pues ahora Dios había tomado a Tristán bajo su protección. Estaba huyendo, la arena móvil se derrumbaba bajo sus pasos. Se cayó, se volvió, y a lo lejos vio la pira. La llama crepitaba, el humo ascendía. Tristán huyó.
Gorvenal se había escapado de la ciudad con la espada al cinto y las riendas flojas. Si el rey lo hubiera capturado, lo habría mandado quemar en lugar de su señor Tristán. Se reunió con él en la landa, y Tristán exclamó:
—Maestro, Dios me ha concedido su merced. ¿Para qué, infeliz de mí? Si no tengo a Isolda, nada me vale. ¡Ojalá me hubiese matado en la caída! Yo he escapado, y a Isolda la van a matar. La quemarán por mí, y yo moriré también por ella.
Gorvenal le dijo:
—Buen señor, consuélate, no hagas caso de tu cólera. Mira esas espesas zarzas, dentro del profundo foso. Escondámonos en él. Por este camino pasa mucha gente, les preguntaremos si van a quemar a Isolda, y si nos dicen que sí, hijo mío, te juro por Dios que no dormiré bajo techo hasta el día en que la hayamos vengado.
—Buen maestro, no llevo mi espada.
—Tómala, yo te la he traído.
—Bien, ahora ya no le tengo miedo a nada, tan sólo a Dios.
—Hijo, tengo bajo mi ropa otra cosa que te alegrará: esta cota fuerte y ligera, que podrá servirte.
—Dádmela, maestro. Por el Dios en quien creo, ahora mismo voy a liberar a mi amiga.
—No, hijo, no te precipites —respondió Gorvenal—, sin duda Dios te reserva alguna venganza más segura. Piensa que no está en tu poder acercarte a la pira. Está rodeada de burgueses que temen al rey, y aunque desean tu libertad, te atacarían sin vacilar. Dice el refrán que locura no es proeza. Espera pues.
Pero cuando Tristán se precipitó desde el acantilado, un pobre hombre de humilde condición lo vio levantarse y huir. Corrió hasta Tintagel y se introdujo en la habitación de Isolda.
—No lloréis, mi reina —le dijo—. ¡Vuestro amigo ha escapado!
—¡Dios sea alabado! —respondió ella—. Ahora ya no me importa si me atan o me desatan, si me matan o me perdonan.
Pero los nobles traidores habían apretado tanto las cuerdas en sus muñecas, que de sus heridas manaba la sangre. A pesar de ello, Isolda dijo, sonriendo:
—Si llorara por este sufrimiento, cuando Dios, en su bondad, acaba de librar a mi amigo de sus enemigos, entonces ciertamente poca cosa valdría yo.
Cuando llegó al rey la noticia de que Tristán se había escapado por la vidriera de la capilla, aquél empalideció de cólera y ordenó a sus hombres que le trajeran a Isolda.
La trajeron, apareció en el umbral de la sala, y ofreció sus delicadas manos ensangrentadas. En la calle se oyó un rumor:
—¡Dios, tened piedad de ella! ¡Reina noble, reina honrada, qué luto ha caído sobre esta tierra por culpa de aquellos que os entregaron! ¡Que la maldición caiga sobre ellos!
La reina fue arrastrada hasta la hoguera de zarzas, que ya estaba encendida. Entonces Dinas, señor de Lidán, cayó a los pies del rey:
—Señor, escuchadme. Os he servido durante mucho tiempo sin villanía, con toda lealtad, sin obtener provecho alguno, pues no hay un solo hombre pobre, ni un huérfano, ni una anciana, que me haya dado un solo denario por vuestra senescalía, que he ocupado durante toda mi vida. Como recompensa, concededme la merced de perdonar a la reina. Queréis quemarla sin juicio, y eso es una mala acción, pues ella no reconoce el crimen del que la acusáis. Pensad en lo que os digo: si quemáis su cuerpo, no habrá ya seguridad en vuestras tierras. Tristán ha escapado. Él conoce bien las llanuras, los bosques, los vados, los pasos, es un hombre valeroso. Vos sois su tío, y tengo por cierto que a vos no os atacará. Pero a todos los barones y vasallos vuestros que pueda sorprender, los matará.
Y los cuatro traidores empalidecieron al oír aquello. Ya veían a Tristán emboscado, espiándolos.
—Mi rey —prosiguió el senescal—, si es cierto que os he servido con lealtad toda mi vida, entregadme a Isolda. Yo responderé de ella como su guardián y garante.
Pero el rey tomó a Dinas de la mano y juró por el nombre de los santos que haría justicia inmediatamente.
Entonces Dinas se levantó.
—Rey —dijo—, me vuelvo a Lidán y renuncio a vuestro servicio.
Isolda le sonrió tristemente. Dinas montó en su corcel y se alejó, triste y apesadumbrado, con la frente baja.
Isolda estaba de pie ante las llamas. A su alrededor, la multitud gritaba, maldecía al rey, maldecía a los traidores. Las lágrimas corrían por el rostro de la reina. Iba vestida con un estrecho brial gris bordado con una fina redecilla de oro. Sus cabellos, que le llegaban hasta los pies, estaban trenzados con hilo de oro. Quien la viera tan hermosa y no se apiadara de ella, tendría el alma de bronce. ¡Dios, qué fuertemente atados tiene los brazos!
Cien leprosos deformes, con la carne consumida y blancuzca, habían acudido con sus muletas, haciendo sonar las carracas, y se apretujaban ante la hoguera. Bajo los párpados hinchados, sus ojos inyectados en sangre gozaban del espectáculo.
Iván, el más repugnante de los leprosos, gritó al rey con voz chillona:
—Señor, queréis lanzar a vuestra esposa a la pira y eso es cosa justa, aunque demasiado breve. Esta gran fogata pronto la habrá quemado y el fuerte viento no tardará en esparcir sus cenizas. Y cuando las llamas se hayan apagado, su pena habrá terminado. ¿Queréis que os enseñe un castigo peor, de modo que la reina viva, pero con gran deshonor y deseando siempre la muerte? ¿Lo queréis, rey?
El rey respondió:
—Sí, quiero que tenga una vida con deshonra, que sea peor que la muerte… Quien me enseñe tal suplicio tendrá mi agradecimiento.
—Señor —dijo el leproso—, os diré brevemente mi pensamiento. Mirad, aquí tengo a cien compañeros. ¡Dadnos a Isolda, y que sea común para todos nosotros! La enfermedad atiza nuestro deseo. Entregad a Isolda a los leprosos, jamás dama alguna habrá tenido fin peor. Mirad nuestros andrajos pegados a las heridas purulentas. Isolda, que a vuestro lado se complacía con ricas capas forradas de piel de marta, en salas cubiertas de mármol, ella que gozaba de buenos vinos, de honores y de alegrías, cuando vea la corte de los leprosos, cuando tenga que entrar en nuestras chozas y acostarse con todos nosotros, entonces Isolda la Bella, la Rubia, reconocerá su pecado y añorará esta gran hoguera de zarzas.
El rey lo oyó, se levantó y permaneció inmóvil durante largo rato. Por fin, corrió hacia la reina y la tomó de la mano. Ella gritó:
—¡Por piedad, señor, quemadme antes que eso, quemadme!
El rey la entregó. Iván la tomó y los cien leprosos se apretujaron a su alrededor. Al oírlos chillar y gritar, todos los corazones se apiadaban. Pero Iván estaba contento. Isolda se iba, llevada por Iván. La horrible comitiva salió de la ciudad.
Tomaron aquel camino en el que Tristán estaba emboscado. Gorvenal lanzó un grito:
—Hijo, ¿qué vas a hacer? ¡Ahí viene tu amiga!
Tristán espoleó su caballo hasta llevarlo fuera de la espesura.
—Iván, ya has hecho bastante compañía a Isolda —dijo—. Ahora déjamela a mí, si quieres seguir vivo.
Pero Iván se desabrochó la capa.
—¡Ánimo, compañeros! ¡Coged los bastones! ¡Cogedlas muletas! ¡Ha llegado el momento de mostrar nuestro valor!
Entonces fue algo hermoso ver cómo los leprosos se quitaban las capas, se erguían sobre sus pies deformes, resoplaban, gritaban, blandían las muletas. Uno amenazaba, el otro gruñía. Pero a Tristán le repugnaba atacarlos. Los que narraron el cuento pretenden que Gorvenal mató a Iván, es decir, que cometió gran villanía. Pero no, Gorvenal era demasiado valeroso para matar a un personaje de tal ralea. Lo que hizo fue arrancar una gran rama de un roble y asestar un golpe a Iván en el cráneo. Manó, negra, la sangre y el hombre cayó sobre sus pies deformes.
Tristán tomó a la reina y cortó las cuerdas que le ataban los brazos, ella ya no sentía ningún dolor. Abandonaron la llanura y se internaron en el bosque de Morois. Allí, en la espesura, Tristán se sentía tan seguro como tras la muralla de una fortaleza.
Cuando el sol declinó, se detuvieron al pie de un monte. El miedo había fatigado a la reina. Recostó la cabeza sobre el cuerpo de Tristán y se quedó dormida.
A la mañana siguiente, Gorvenal sustrajo a un guardabosque su arco y dos flechas bien emplumadas y afiladas, y se las dio a Tristán, que era buen arquero. Éste sorprendió a un corzo y lo mató. Gorvenal reunió un montón de ramas secas, golpeó el eslabón, hizo saltar la chispa y encendió un gran fuego para asar la pieza. Tristán cortó unas ramas, construyó una choza y la cubrió con hojas. Isolda la alfombró con hierba espesa.
Entonces, en el corazón del salvaje bosque, empezó para los fugitivos una vida dura, y sin embargo amada.