III

EN BUSCA DE LA BELLA DE CABELLOS DE ORO

En po d’ore vos ai paiée

O la parole do chevol

Dont jo ai puis eü grant dol.

Lai de la Locura de Tristán

En la corte del rey Marcos había cuatro caballeros, los más traidores de todos los hombres, que odiaban intensamente a Tristán por su valor y por el gran amor que le profesaba el rey. Os diré sus nombres: Andret, Ganelón, Gondoine y Denoalén; el duque Andret era, como Tristán, sobrino del rey Marcos. Al saber que el rey pensaba morir sin hijos para dejar su reino a Tristán, la envidia de los caballeros traidores se irritó, y azuzaban con mentiras a los hombres importantes de Cornualles contra Tristán.

—En su vida hay cosas extraordinarias —decían los traidores—; pero vosotros, caballeros, que sois hombres sensatos, sin duda sabréis explicarlas. Que triunfara sobre el Morholt es sin duda meritorio, pero ¿con qué embrujos pudo bogar él solo por el mar, cuando ya estaba casi muerto? ¿Quién de entre nosotros, caballeros, gobernaría una nave sin remos ni vela? Los magos pueden hacerlo, según dicen. Y por otra parte, ¿en qué país encantado pudo hallar remedio para sus heridas? Sin duda es un hechicero, sí, su barca estaba embrujada y también están embrujadas su espada y su arpa, que cada día vierte su veneno en el corazón del rey Marcos. ¡De qué modo admirable ha sabido doblegar su ánimo con el poder y los hechizos de la brujería! ¡Tristán será rey, señores, y nuestras tierras estarán sometidas a un brujo!

Convencieron a la mayoría de los nobles, pues muchos hombres no saben que lo que está en poder de los magos también puede cumplirlo el corazón con la fuerza del amor y la valentía. Por ello, los nobles apremiaron al rey para que tomara por esposa a la hija de un rey y tuviera así descendencia. Si se negaba, dijeron, se retirarían a sus castillos y fortificaciones para hacerle la guerra. El rey se resistía y juraba en su corazón que mientras viviera su sobrino ninguna hija de rey entraría en su lecho. Pero por su parte Tristán, que soportaba con vergüenza la sospecha de amar a su tío en provecho propio, lo amenazó: el rey debía doblegarse a la voluntad de sus nobles, si no, él abandonaría la corte y se iría a servir al rey de Gavoya. Entonces Marcos fijó un plazo y se lo comunicó a los nobles: al cabo de cuarenta días manifestaría su voluntad.

El día acordado, el rey, solo en su habitación, esperaba la llegada de los caballeros y pensaba tristemente: «¿Dónde hallar una hija de rey tan lejana e inaccesible que yo pueda fingir, pero sólo fingir, que la quiero por esposa?».

En aquel instante, por la ventana que daba al mar entraron peleándose dos golondrinas que estaban construyendo su nido, y luego huyeron asustadas. Pero del pico les había caído un largo cabello de mujer, más fino que hilo de seda, y que brillaba como el sol.

Marcos lo recogió, mandó entrar a los caballeros y a Tristán, y les dijo:

—Para complaceros, señores, tomaré mujer, siempre que vayáis a buscar a la que yo he elegido.

—Desde luego que lo haremos, señor. ¿A quién habéis escogido?

—He escogido a aquella a quien pertenezca este cabello de oro, y sabed que no quiero a ninguna otra.

—¿Y de dónde viene ese cabello de oro, señor? ¿Quién os lo ha traído? ¿De qué país?

—Señores, viene de la Bella de Cabellos de Oro. Me lo han traído dos golondrinas, ellas saben de qué país.

Los caballeros comprendieron que habían sido burlados y engañados. Miraban a Tristán con despecho, pues sospechaban que era él quien había sugerido al rey aquel ardid. Pero Tristán, después de mirar el cabello dorado, se acordó de Isolda la Rubia. Sonrió y habló de este modo:

—Rey Marcos, obráis muy mal. ¿Acaso no veis que las sospechas de esos barones me avergüenzan? Pero de nada sirve la burla que habéis urdido: yo iré a buscar a la Bella de los Cabellos de Oro. Sabed que dicha búsqueda es peligrosa y que me resultará más difícil regresar de su país que de la isla en la que maté al Morholt. Pero quiero aventurar una vez más mí vida y mi cuerpo por vos, amado tío. A fin de que vuestros caballeros conozcan si os amo con amor leal, comprometo mi fe con este juramento: o moriré en la empresa o traeré a este castillo de Tintagel a la reina de rubios cabellos.

Aparejó una hermosa nave, que aprovisionó con trigo, vino, miel y los mejores víveres. Además de Gorvenal, mandó embarcar a cien caballeros elegidos entre los más valerosos, y los vistió con ropas de telas bastas, de forma que parecieran mercaderes. Pero bajo el puente de la nave ocultaban ricos vestidos de paño de oro, de seda y escarlata, como corresponde a los mensajeros de un rey poderoso.

Cuando la nave se hizo a la mar, el piloto preguntó:

—Señor, ¿hacia qué tierra navegamos?

—Amigo mío, pon rumbo hacia Irlanda, al puerto de Weisefort.

El piloto se estremeció. ¿Acaso no sabía Tristán que desde la muerte del Morholt el rey de Irlanda perseguía las naves de Cornualles? Los marineros que capturaba eran ahorcados. Sin embargo, el piloto obedeció y arribó a la tierra peligrosa.

En un primer momento, Tristán supo convencer a los habitantes de Weisefort de que sus compañeros eran mercaderes de Inglaterra que habían venido para traficar en paz. Pero como aquellos mercaderes tenían extraños modales, se pasaban el día jugando a nobles juegos de mesa y al ajedrez, y parecían conocer mejor el manejo de los dados que la medida del trigo, Tristán tuvo miedo de ser descubierto y no sabía cómo emprender su búsqueda.

Una mañana, al despuntar el día, oyó una voz tan espantosa que habríase dicho el grito de un demonio. Jamás había oído a una bestia aullar de aquella manera tan horrible y tan extraordinaria. Llamó a una mujer que pasaba por el puerto y así le habló:

—Decidme, señora, ¿de dónde viene esa voz que acabo de oír? Os ruego que me digáis la verdad.

—Señor, os lo diré sin mentir. Viene de una bestia feroz, la más horrible que existe en el mundo. Cada día baja de su cueva y se aposta ante una de las puertas de la ciudad. Nadie puede entrar ni salir si no entrega una doncella al dragón, y, cuando éste la tiene entre sus garras, la devora en menos tiempo del que se necesita para rezar un padrenuestro.

—Señora —respondió Tristán—, no os burléis de mí. Pero decidme si sería posible que un hombre nacido de mujer matara a la bestia en batalla.

—No lo sé, mi señor. Lo cierto es que veinte caballeros probados intentaron ya esa aventura, pues el rey de Irlanda, mediante la voz de su heraldo, proclamó que daría a su hija Isolda la Rubia a quien matara al monstruo. Pero el monstruo los mató a todos.

Tristán se alejó de la mujer y regresó a su nave. Se armó en secreto y habría sido bello ver salir de aquella nave de mercaderes un corcel de guerra tan hermoso, montado por un caballero tan gallardo. Pero el puerto estaba desierto, pues apenas acababa de despuntar el alba, y nadie vio al valeroso caballero cabalgando hasta la puerta que la mujer le había indicado. De repente aparecieron en el camino cinco hombres que espoleando a sus caballos, sueltos los frenos, huían hacia la ciudad. Tristán agarró a uno de ellos cuando pasaba, y le tiró tan fuerte del pelo rojo, que lo derribó sobre la grupa del caballo y lo obligó a detenerse.

—Dios os salve, señor —le dijo Tristán—, ¿por qué camino viene el dragón?

Y cuando el caballero le hubo mostrado la ruta, Tristán lo soltó.

El monstruo se estaba acercando. Tenía cabeza de víbora, los ojos rojos como carbones ardientes, dos cuernos en la frente, orejas largas y peludas, garras de león, cola de serpiente y el escamoso cuerpo de un grifo.

Tristán lanzó su corcel contra él con tal fuerza que el caballo se erizó de pánico, pero a pesar de todo saltó contra el dragón. La lanza de Tristán chocó con las escamas y saltó hecha trizas. Entonces el caballero desenvainó la espada, la levantó, y asestó un golpe contra la cabeza del dragón, pero sin siquiera herirle en el cuero. Mas el monstruo había acusado el ataque: lanzó sus garras contra el escudo, las hundió en él, e hizo saltar las ataduras. Tristán, con el pecho descubierto, lo requirió una y otra vez con la espada y lo golpeó en el flanco con tanta violencia que el aire retumbó. Pero fue en vano, no podía herirlo. Entonces el dragón vomitó por la boca un doble chorro de llamas venenosas. La cota de Tristán se volvió negra como carbón apagado, su caballo se derrumbó, muerto. Sin embargo, Tristán se levantó al instante y hundió su buena espada en la garganta del monstruo. La penetró toda entera y le rompió el corazón en dos partes. El dragón lanzó por última vez su horrible grito y murió.

Tristán le cortó la lengua y se la metió en el jubón. Después, aún aturdido por el humo acre, se acercó para beber de un estanque que vio brillar a poca distancia. Pero el veneno destilado por la lengua del dragón se calentó al entrar en su cuerpo y el héroe cayó desmayado entre las altas hierbas que rodeaban la marisma.

Conviene saber que el fugitivo de rojas trenzas era Aguinguerrán el Rojo, senescal del rey de Irlanda, que codiciaba a Isolda la Rubia. Era cobarde, pero tan grande es la fuerza del amor, que cada mañana se emboscaba armado para atacar al monstruo. Sin embargo, en cuanto oía su grito, el caballero salía huyendo. Aquel día, seguido por sus cuatro compañeros, se atrevió a regresar. Encontró al dragón abatido, al caballo muerto, el escudo roto, y pensó que el vencedor acababa de morir en algún lugar. Entonces cortó la cabeza del monstruo, se la llevó al rey y reclamó la bella recompensa prometida.

El rey no creyó mucho en la proeza de Aguinguerrán el Rojo, pero quiso tratarlo con justicia y mandó a sus vasallos que acudieran a la corte al cabo de tres días: ante el consejo de los barones, Aguinguerrán el Rojo aportaría la prueba de su victoria.

Cuando Isolda la Rubia se enteró de que iba a ser entregada a aquel cobarde, primero se rió un buen rato, después se lamentó. Pero al día siguiente, sospechando la impostura, tomó consigo a su lacayo, el rubio y fiel Perinís, y a Brangel, su joven criada y compañera, y los tres cabalgaron en secreto hacia la guarida del monstruo, hasta que Isolda vio en el camino unas huellas de forma singular: sin duda, el caballo que había pasado por allí no había sido herrado en aquel país. Después encontró al monstruo sin cabeza y al caballo muerto, que no estaba enjaezado según la costumbre irlandesa. Pensó que al dragón lo había matado algún extranjero, pero ¿seguía aquel hombre con vida?

Isolda, Perinís y Brangel lo estuvieron buscando durante mucho tiempo, hasta que por fin Brangel vio entre las hierbas de la marisma el brillante yelmo del caballero, que todavía respiraba. Perinís lo subió a su caballo y lo llevó en secreto a las estancias de las mujeres. Allí, Isolda contó la aventura a su madre y le confió al extranjero. Cuando la reina quiso quitarle la armadura, la venenosa lengua del dragón cayó del jubón. Entonces la reina de Irlanda despertó al herido mediante la virtud de unas hierbas y le dijo:

—Forastero, yo sé que en verdad fuisteis vos quien mató al monstruo. Pero nuestro senescal, un traidor, un cobarde, le ha cortado la cabeza y ahora reclama a mi hija Isolda la Rubia como recompensa. ¿Podréis probar su engaño dentro de dos días, en una batalla?

—Reina —dijo Tristán—, el plazo es corto. Pero sin duda vos podéis curarme en dos días. Yo conquisté a Isolda matando al dragón, tal vez pueda conquistarla de nuevo venciendo al senescal.

Entonces la reina lo albergó con generosidad y preparó para él eficaces remedios. Al día siguiente, Isolda la Rubia le preparó un baño y ungió suavemente su cuerpo con un bálsamo que había elaborado su madre. Detuvo la mirada sobre el rostro del herido, vio que era hermoso y se puso a pensar: «¡Ciertamente, si su valentía iguala su belleza, mi campeón librará dura batalla!».

Mientras, Tristán, reanimado por el calor del agua y la fuerza de las plantas aromáticas, miraba a Isolda, y pensando que había conquistado a la reina de cabellos de oro, sonrió. Isolda se dio cuenta de ello y pensó: «¿Por qué está sonriendo el forastero? ¿Habré hecho algo inconveniente? ¿Habré olvidado alguno de los servicios que una doncella debe procurar a su invitado? Tal vez se ha reído porque me olvidé de bruñir sus armas, deslustradas por el veneno».

Entonces Isolda fue hasta el lugar donde estaba la armadura de Tristán, y pensó: «Este yelmo es de buen acero, nunca le fallará en caso de necesidad. Y esta cota es fuerte, ligera, digna de ser llevada por un valiente».

Tomó la espada por la empuñadura y pensó: «Ciertamente es ésta una bella espada, la que conviene a un caballero valeroso».

Sacó la hoja ensangrentada de la rica vaina para limpiarla, y entonces vio que la espada tenía una amplia mella. Se fijó en la forma de la brecha: ¿no sería la hoja que se rompió en la cabeza del Morholt?

Isolda vacilaba, volvió a mirar, quería salir de dudas. Corrió a la habitación donde guardaba el trozo de acero que sacó del cráneo del Morholt, juntó el trozo con la brecha: apenas se notaba la señal de la rotura.

Entonces se lanzó sobre Tristán y, volteando la gran espada sobre la cabeza del herido, exclamó:

—¡Tú eres Tristán de Leonís, tú mataste al Morholt, mi amado tío! ¡Muere pues tú también!

Tristán hizo un gesto para detener el brazo de Isolda, pero fue en vano. Su cuerpo estaba tullido pero su espíritu seguía siendo ágil, de modo que habló con astucia:

—Sea como vos queréis: moriré. Pero para ahorraros largos remordimientos, escuchadme. Hija de rey, debéis saber que vos no tenéis sólo el poder, sino también el derecho de matarme. Sí, tenéis derecho sobre mi vida, porque por dos veces me la habéis conservado y devuelto. Una primera vez, no hace mucho tiempo: era yo el juglar herido al que salvasteis al expulsar de mi cuerpo la ponzoña con la que me había envenenado la lanza del Morholt. No os ruboricéis, muchacha, por haber curado aquellas heridas, ¿acaso no las había recibido en combate leal? ¿Acaso maté al Morholt a traición? ¿No me había desafiado él? ¿No tenía derecho a defender mi cuerpo? Por segunda vez me salvasteis al ir a buscarme a la marisma. ¡Ah, por vos luché, doncella, contra el dragón! Pero dejemos eso: yo sólo quería demostraros que, por haberme librado por dos veces del peligro de muerte, tenéis derecho sobre mi vida. Matadme, pues, si pensáis que con ello vais a ganar loor y gloria. Sin duda, cuando estéis entre los brazos del valeroso senescal, os será dulce recordar a vuestro huésped herido, el que arriesgó su vida por conquistaros y os conquistó, y a quien vos matasteis sin defensa en este baño.

Isolda exclamó:

—Estoy oyendo palabras extraordinarias. ¿Por qué quiso conquistarme el vencedor del Morholt? Ya veo, sin duda: tal como el Morholt trató de llevar en su nave a las doncellas de Cornualles, vos, en represalia, quisisteis hacer alarde y llevaros como sierva a aquella a quien el Morholt amaba entre todas las demás muchachas.

—No, princesa —repuso Tristán—. Lo que ocurrió es que un día dos golondrinas volaron hasta Tintagel para llevar hasta allí uno de vuestros cabellos de oro. Yo creí que venían a anunciar paz y amor. Por eso vine a buscaros más allá de los mares. Por eso me enfrenté al monstruo y a su veneno. Mirad este cabello cosido entre los hilos de oro de mi ropa. El color de los hilos de oro se ha deslucido, pero el oro del cabello no se ha empañado.

Isolda tiró la gran espada y tomó entre sus manos la ropa de Tristán. Vio en ella el cabello y permaneció en silencio largo rato. Después besó a su huésped en los labios en señal de paz y lo revistió con ricas telas.

El día de la reunión de los caballeros, Tristán mandó en secreto a Perinís, el criado de Isolda, a su nave, para decir a sus compañeros que se congregaran en la corte ataviados como corresponde a los mensajeros de un rey poderoso, pues esperaba llegar aquel mismo día al término de su aventura. Gorvenal y los cien caballeros, que, creyendo que habían perdido a Tristán, llevaban tristes cuatro días, se alegraron por la noticia.

Entraron de uno en uno, se sentaron formando en una hilera en la sala en la que ya se estaban reuniendo los nobles de Irlanda, y la pedrería relucía en sus ricas vestiduras de escarlata, seda y púrpura. Los irlandeses se decían entre ellos:

—¿Quiénes serán esos magníficos caballeros? ¿Alguien los conoce? ¡Fijaos en esos mantos suntuosos, adornados con piel de marta y galones de oro y plata! ¡Ved cómo relucen en el pomo de sus espadas y en las hebillas de sus pellizas los rubíes, los berilos, las esmeraldas y otras piedras preciosas que nosotros ni siquiera sabemos nombrar! ¿Quién vio jamás tanto esplendor? ¿De dónde vienen tales caballeros? ¿Quién es su señor?

Pero los cien caballeros permanecían en silencio y no se levantaban de sus asientos para nadie que entrara.

Cuando el rey de Irlanda estuvo sentado bajo el dosel, el senescal Aguinguerrán el Rojo se ofreció para demostrar con testigos y para sostener en batalla que él había matado al monstruo y que por tanto Isolda debía serle entregada. Entonces Isolda se inclinó ante su padre y dijo:

—Majestad, aquí hay un hombre que pretende acusar a vuestro senescal de engaño y traición. Este hombre, que desea probar que él libró a nuestra tierra de la maldición y que vuestra hija no debe ser entregada a un cobarde, ¿podrá obtener vuestro perdón por sus antiguos errores, por grandes que sean, y tener vuestra merced y buena voluntad?

El rey pensó en ello y no tuvo prisa en responder. Pero los caballeros gritaron todos a la vez:

—¡Concededlo, señor, concededlo!

El rey respondió:

—Lo concedo.

Entonces Isolda se arrodilló a sus pies y dijo:

—Padre, dadme primero el beso de merced y paz, en señal de que se lo daréis igualmente a ese hombre.

Cuando Isolda hubo recibido el beso, fue a buscar a Tristán y lo llevó de la mano hasta la asamblea. Cuando los cien caballeros lo vieron, se levantaron al mismo tiempo, lo saludaron con los brazos cruzados sobre el pecho y se colocaron a su lado. Así, los irlandeses vieron que aquel caballero era su señor, pero entonces muchos de ellos lo reconocieron y se alzó un gran clamor.

—¡Es Tristán de Leonís, el hombre que mató al Morholt!

Relucieron las espadas desnudas y las voces furiosas repetían:

—¡Que muera!

Pero Isolda exclamó:

—Rey, besad en la boca a ese hombre, tal como habéis prometido.

El rey lo besó en la boca y el clamor cesó.

Entonces Tristán mostró la lengua del dragón y ofreció batalla al senescal, quien no se atrevió a aceptarla y reconoció su fechoría. Luego Tristán habló de esta manera:

—Sí, señores, yo maté al Morholt, pero he cruzado el mar para ofreceros enmienda. Para remediar el daño causado, puse mi cuerpo en peligro de muerte y os libré del monstruo, y de este modo he conquistado a Isolda la Rubia, la bella. Y puesto que la conquisté, me la llevaré en mi nave. Pero a fin de que por las tierras de Irlanda y Cornualles no se extienda nunca más el odio, sino el amor, sabed que el rey Marcos, mi amado señor, se casará con ella. Ved aquí a cien caballeros de alto linaje que jurarán por las reliquias de los santos que el rey Marcos os manda paz y amor, que su deseo es honrar a Isolda como a su amada esposa, y que todos los hombres de Cornualles la servirán como a su reina y señora.

Con gran alegría trajeron los relicarios con las reliquias de los santos y los cien caballeros juraron que Tristán había dicho la verdad.

El rey tomó a Isolda de la mano y preguntó a Tristán si la conduciría lealmente hasta su señor Marcos. Tristán lo juró ante sus cien caballeros y ante los nobles de Irlanda.

Isolda la Rubia temblaba de vergüenza y de angustia. ¡Así era como Tristán, después de haberla conquistado, la rechazaba! El hermoso cuento del cabello de oro era sólo una mentira, y ahora iba a entregarla a otro… Pero el rey puso la mano derecha de Isolda en la mano derecha de Tristán, y Tristán la retuvo como señal de que la tomaba en nombre del rey de Irlanda.

Así, por el amor del rey Marcos, por astucia y por fuerza, Tristán cumplió la búsqueda de la reina de cabellos de oro.