CAFETERÍA MONUMENTO A ALFERD PACKER
Y cuando los profesores lo vieron, se armó un jaleo de mil diablos. El dirigente demócrata local empezó por clamar que semejante letrero en un edificio sufragado por los contribuyentes era un insulto a Franklin D. Roosevelt, figura de la que no podía decirse que fuese favorita en la zona. Y el jefe de los republicanos tuvo el rasgo de ingenio de replicar:
— ¡Tonterías! Ese cartel no tiene en absoluto ningún significado nacional. Reconoce simplemente, y tardíamente dicho sea de paso, los méritos de un ciudadano dotado de gran clarividencia que prestó un servicio público por el que todos sus coterráneos debemos estarle agradecidos.
Y la confrontación siguió enconándose, hasta que algunos hijos de familias demócratas rompieron el cartel.
Alferd Packer había sido un guía de las montañas, tan trastocado como la ortografía de su nombre de pila. A últimos de 1873, a cambio de provisiones de boca, accedió a conducir una partida de caza, formada por veinte miembros, a través de los montes occidentales. Al desencadenarse una ventisca, perdió a cinco integrantes del grupo. Durante tres meses, la partida estuvo bloqueada por la nieve. Se les acabaron los víveres, de forma que Packer, como cabeza responsable de la dirección y supervivencia del grupo, empezó a comerse a sus compañeros deportistas.
Cuando llegó el deshielo de primavera, Alferd Packer regresó, hurgándose los dientes y sin mostrar indicios de haber sufrido ordalía alguna. Posteriormente, sin embargo, se descubrieron los esqueletos de sus acompañantes y en cada uno de los cráneos se apreciaban claras señales de haber sido golpeados con el filo de un hacha.
El macabro episodio acaso hubiera pasado inadvertido, como un lúgubre asunto más en la historia de la Divisoria Continental, a no ser por la memorable acusación hecha por el juez cuando sentenció a Packer. Ahora ya no es posible demostrar fehacientemente si el juez pronunció o no aquellas palabras, pero se han integrado en el folklore estatal, proporcionando a Colorado un indiscutible héroe popular. Dijo el juez:
— Alferd Packer, voraz antropófago hijo de zorra. Sólo había siete demócratas en el condado de Hindsdale y te comiste a cinco de ellos.
Este asunto convirtió a Packer en santo patrón del partido Republicano y se imprimieron tarjetas de bolsillo con la efigie barbuda y oronda del hombre, acompañada del epígrafe: "Admiro el ejemplo establecido por el gran Alferd Packer y deseo ser miembro de su club. Como prueba de fidelidad a sus excelentes principios, accedo a eliminar a cinco demócratas de Roosevelt."
Es preciso señalar que Packer escapó sin sufrir ningún castigo, porque un astuto abogado republicano demostró que, si bien el supuesto crimen se cometió cuando Colorado era territorio, el caso había sido juzgado conforme a las leyes criminales del nuevo estado, y cualquier persona de mentalidad ecuánime tendría que convenir en que eso era injusto.
La comunidad mexicana contribuyó también con motivos jocosos para alegrar al público. En 1920, después de haber ridiculizado al general Pershing, Pancho Villa se disponía a desencadenar una campaña análoga contra el gobierno mexicano. Le compraron con un extenso rancho en Durango, donde gobernó como un auténtico señor feudal, volviendo a llevar incluso su verdadero nombre, menos provocativo, de Doroteo Arango.
Sin embargo, había muchos ciudadanos que no recordaban sus victorias sobre los estadounidenses, sino sus brutales asesinatos de mexicanos, y una calmosa tarde, el 20 de julio de 1923, cuando iba al volante de su "Dodge" nuevo, siete antiguos enemigos suyos le tendieron una emboscada. Salieron a la venta postales en color de su desgarrado cuerpo en las que pequeñas flechas blancas indicaban las cuarenta y siete heridas de bala.
Villa recibió sepultura en su ciudad preferida, Chihuahua, pero una noche, en 1926, un grupo de personas que habían sufrido lo suyo a manos del revolucionario invadieron el' cementerio, exhumaron el ataúd y se apoderaron del esqueleto. La historia oficial da cuenta de este horripilante desenlace: "Su calavera fue llevada a Nuevo México, donde abyectos oportunistas continuaron vendiendo la calavera seis o siete veces todos los años a norteamericanos rapaces."
Dos de esos cráneos aterrizaron en Denver, trasladados por turistas, y surgió una polémica acerca de cuál de ellos era realmente el de Pancho Villa. El cráneo número uno era grande y redondeado, con toda la apariencia de haber pertenecido años ha al legendario bandolero. El cráneo número dos, no obstante, se había vendido por el doble de la cantidad pagada por el cráneo número uno y, por lo tanto, exigía más respeto. Además, la mujer que lo cedió acompañaba la pieza con declaraciones juradas demostrativas ele que era la única viuda legal de Pancho Villa y que sólo vendía el cráneo para ayudar con el producto de la operación a los gastos educativos del hijo de Pancho. El propietario del cráneo número uno respondió a eso sacando un recorte de periódico del Viejo México: "Existen no menos de veintisiete mujeres con documentos acreditativos de que cada una de ellas fue la única esposa de Pancho Villa y, de éstas, dieciséis tienen calaveras que vender."
Una vez más, la discusión se resolvió en una forma que honró a Colorado. Los propietarios anglos accedieron a poner la decisión en manos de habitantes de la zona que habían combatido en el ejército de Villa. Los llevaron a Denver para que comparasen los cráneos y Centenario se enorgulleció mucho cuando Tranquilino Márquez subió al tren para ir a actuar de jurado. Los ex combatientes examinaban las dos calaveras y pocos fueron los que dudaron de que la mayor y más redondeada -el cráneo número uno- correspondiese a la fisonomía que recordaban de su martirizado jefe, pero continuaba en pie el problema que planteaba la molesta circunstancia de que el cráneo número dos había costado más dinero y estaba respaldado por documentos escritos.
Se emitió un juicio digno de Salomón: "El cráneo número uno pertenece indudablemente a Pancho Villa, hombre maduro. Pero el cráneo número dos, algo más pequeño, también es suyo, a la edad de dieciséis años."
Tras la desastrosa venta de reses en Chicago, Beeley Garrett se cerró de banda, inflexible:
— Tu madre y yo no tenemos la más remota intención de pasar otro invierno en este clima maldito por Dios. Cuando llegue octubre, nos iremos definitivamente a Florida, pero antes de que emprendamos la marcha, quiero que arregles las cosas con Ruth.
— Todo va bien -respondió su hijo evasivamente.
— No seas estúpido, Henry. La relación que existe entre Ruth y tú a duras penas puede llamarse matrimonio.
— Resultará -insistió Henry.
Se mostraba reticente sobre ese tema, y se sintió muy aliviado cuando sus padres cargaron el equipaje en el automóvil. Llevaba varios años tomando decisiones importantes respecto al rancho y, bajo su tutela los toros Venneford habían consolidado su reputación de animales "cinta azul" del Oeste. Los puristas observaban que, de una generación a otra, la alzada era una partícula de centímetro inferior a la de los toros precedentes, y suponían que se estaba operando el enanismo temido por Jim Lloyd, pero la publicidad del Venneford enmascaraba tal deficiencia y los gigantescos sementales "Uve Coronada", con su pesado andar y sus cabezas cornigachas, seguían alcanzando los precios más altos en las subastas.
En el momento en que Beeley y Estrella Tenue montaron en el "Cadillac" para emprender su largo viaje al sur, Ruth no estaba presente para despedirse de ellos. Se sentía indispuesta.
— Te concederé dos años, Henry -dijo Beeley-. Arregla tu matrimonio, o tendré que hacerme cargo del rancho otra vez. Vale demasiado para dejar que lo arruines.
Cuando sus padres se fueron, Henry dispuso de tiempo de sobras para examinar la situación, y cuanto más a fondo consideraba la personalidad y la peculiar conducta de Ruth, mayor era la preocupación del muchacho. Poco después de la boda, Ruth empezó a comportarse de modo extraño y no transcurrió mucho tiempo antes de que se convirtiese en una más de aquellas mujeres nerviosas, retraídas y autorreprobadoras que anidaban en los ranchos del Oeste.
Beeley había dicho de ella:
— Debería abandonar el Venneford y vivir un año en los sequedales. Que viera con sus propios ojos lo que tiene que soportar sin quejarse una mujer.
— Ocho días en uno de esos tipis la volverían loca de atar -repuso Estrella Tenue. En su opinión, la conducta de Ruth era desdichada. Le dijo a Henry-: Has sido muy paciente con ella. No permitas que destroce tu vida.
Ahora, a solas, Henry se preguntaba si no le habría fallado algo a Ruth cuando los padres de la muchacha resultaron muertos al estrellarse la avioneta. De ser así, la cosa no tenía arreglo. Se quedaba desconcertado al considerar el retraimiento de su esposa, las quejas de ésta, su ineptitud para desplegar interés por algo y, especialmente, su falta de afecto hacia él o hacia los hijos de ambos.
Con ese talante, Henry empezó a hacer frecuentes altos en La Cantina, cuando regresaba de Centenario a casa. De hecho, el negocio ganadero le obligaba a efectuar muchos trámites en la ciudad, o se las arregló para que fuera así y, a menudo, en vez de enviar uno de los vaqueros en busca de una lata de pintura para darle una mano a los establos, iba personalmente y, a la vuelta, aparcaba su "Dodge" ante "La Cantina" y entraba a tomar un refresco.
No indicó nunca que se detuviese allí para ver a Soledad Márquez, pero lo primero que hada al franquear la puerta del local ruidoso y saturado de humo era lanzar una rápida mirada al conjunto de la estancia para comprobar la situación. Si la muchacha se encontraba allí, Henry se sentaba a contemplarla. Si estaba ausente, los parroquianos podían observar que los hombros de Henry se combaban un poco.
Desde el primer momento, naturalmente, la chica comprendió que gustaba a aquel hombre, lo cual le produjo una enorme satisfacción. Era como aquella vez, cuando la familia pasaba el invierno en Denver y un cantante del viejo México la sentó en su rodilla y la dedicó una canción. La verdad es que aquello no significó nada, pero Soledad conservaba el recuerdo como un tesoro.
Sabía que Henry Garrett estaba casado, tenía hijos y era protestante, de forma que en el asunto no podía haber nada para ella. También sabía que Triunfador, su hermano, no le quitaba ojo y la había amenazado abiertamente con enviarla a México si alentaba al gringo de alguna manera. Pero a pesar de todos aquellos impedimentos, Soledad se sorprendía a sí misma escuchando el ruido del "Dodge" procedente de Centenario, cuando Garrett iba a la ciudad para cumplir una u otra de sus gestiones.
Sin demostrar emoción alguna, oía el paso veloz del coche en dirección sur, sabedora de que, a su vuelta, no iría tan deprisa, sino que se detendría allí. Sonriendo interiormente, Soledad limpiaba las mesas o freía algo y, al cabo de un rato, se retiraba a su cuarto, en la nueva sección del edificio, donde se peinaba y se arreglaba las cintas.
Aquel intercambio irregular se mantuvo durante seis meses; sólo una vez se rozaron las manos, el día en que Henry empezó a cambiar el disco del fonógrafo y la muchacha levantó la aguja. El efecto había sido electrizante, como el contacto de los cables que encienden la chispa de una explosión distante.
Un día sorprendentemente cálido del mes de enero de 1936, Henry fue en el automóvil a la ciudad y, al oír la tranquilizadora señal del "Dodge", Soledad reaccionó de un modo completamente nuevo. Al cabo de cierto tiempo, Henry volvió, se detuvo para echar un trago y, a la primera ojeada, se dio cuenta de que la muchacha no se encontraba en el local. Se tomó su "Cake", escuchó el "Corrido de Pancho Villa", cuya letra ya empezaba a conocer de memoria, y aguardó hasta que los mexicanos expulsaron al general Pershing. Decepcionado por la ausencia de Soledad, montó otra vez en el automóvil y arrancó hacia el norte.
Había recorrido una corta distancia, cuando vio a Soledad descaradamente erguida al borde de la carretera. Henry aplicó los frenos, abrió la portezuela del vehículo y la muchacha subió de un salto. Abrazó a Henry con frenético impulso, al tiempo que susurraba:
— Por ahí. Por ese desvío abajo.
Avanzaron en dirección oeste, por un camino que conducía a una presa en ruinas, que tiempo atrás contuvo las aguas del arroyo del Castor. Cuando el coche se detuvo frente a una zona de aspecto marismeño repleta de pájaros, Soledad volvió a echar los brazos al cuello de Henry Garrett y le besó apasionadamente. Permanecieron sentados allí largo rato, abandonándose a su mutuo cariño sin esperanza y observando la destreza con que los midas remontaban el vuelo desde los juncos secos. Hablaron de su situación, sin exagerarla y sin forjarse vanas ilusiones, y se percataron del peligroso juego en que se habían enzarzado.
— Mi hermano puede matarte -dijo la muchacha-. En México se ven obligados a eso, ¿sabes?
— No me asusta tu hermano -repuso Henry. Y luego surgió la cuestión que suele atormentar a los hombres enamorados de chicas a las que no pueden desposar-. ¿Cómo es que no te has casado todavía?
— He estado esperando -dijo Soledad, sin más explicaciones.
Concertaron encuentros en lugares extraños y en una ocasión, aprovechando que Ruth Mercy Garrett estaba en Denver, Henry logró convencer a Soledad para que entrase en el castillo de Venneford, donde en una de las torres abandonaron todo disimulo ante sí mismos. Envueltos en una oleada de pasión, se desnudaron y se acostaron encima de una antigua piel de búfalo llevaba allí por Oliver Seccombe.
Hicieron el amor durante dos horas y, cuando salieron subrepticiamente del castillo, rezando para que nadie los viese, sus vidas ya estaban entrelazadas y perdidas. En adelante, cada vez que Garrett entraba en la cantina y Soledad no se encontraba allí, el hombre no ocultaba su furiosa decepción. Empezaron a acostumbrarse a poner determinados discos, en particular "Serían las dos", acerca de las muchachas que ya no se conformaban con comer tortillas.
De esa manera accidental, Henry Garrett se convirtió en el primer anglo de Centenario que descubrió que los mexicanos tenían sus propias normas sociales, tranquilas y estables, y que en cierto modo extraño tendían a encontrar una felicidad en la naturaleza que a los anglos se les escapaba. No había en la región muchos hombres tan absolutamente estables como Triunfador Márquez, ni muchas jóvenes que vibrasen ante la vida de la forma en que lo hacía su hermana Soledad. Retirándose a rincones miserables, viviendo en chabolas, aquellas personas tranquilas se construían un mundo que les proporcionaba dignidad y una especie de tosco reposo. En ciudades como Denver, Santa Fe, San Antonio y Centenario, desarrollaban una pauta de vida plácida y autónoma, creando valores de paz y alegría que en los años futuros los anglos se esforzarían en encontrar, sin conseguirlo.
En aquellos decenios pudo haberse desarrollado una maravillosa simbiosis de las culturas inglesa y española, de habérsela alentado o incluso permitido, pero casi ningún anglo era capaz de comprender siquiera que semejante cosa fuese posible, así que ambas razas vivían separadas y sumidas en un profundo recelo mutuo.
Rechazados también por los católicos blancos, los mexicanos se volvieron inevitablemente hacia religiones exóticas, y Henry Garrett no olvidaría nunca aquella glacial tarde de domingo en que los Hijos de Dios en las Montañas ultrajaron a los honestos ciudadanos de Centenario al presentarse en la plaza pública con una banda de música a la cabeza de su manifestación religiosa.
Soledad Márquez se encontraba allí, ataviada con un largo vestido blanco decorado con baratas rosas rojas adquiridas en la tienda de J. C. Penney. Henry pensó que era una muchacha exquisita, no existía otra palabra para calificarla, la esbelta personificación de un estilo de vida extraordinario. Avanzaba del brazo de otras dos jóvenes casi tan guapas como ella, a las que seguían otros tríos de hombres y de mujeres, y mientras daban vueltas formando un gran círculo alrededor de la plaza, sonaban los instrumentos de metal de la banda y las personas cantaban el himno que mejor resumía sus esperanzas. "Con Cristo en el mundo otra vez."
El himno tenía una cadencia rítmica compulsiva y muchas estrofas, todas las cuales hablaban de cómo sería la vida cuando Cristo bajase a la tierra de nuevo: Entonces habrá justicia, Y todos tendremos pan, Y yo tendré ropa nueva, Y mi hermana zapatos tendrá.
Sería un mundo distinto cuando Jesús descendiese otra vez a la tierra y contemplase las injusticias bajo las que sus hijos tenían que trabajar. Los morenos mexicanos se verían entonces libres de sus opresores, y había incluso una pedestre estrofa acerca de los braceros que laboraban en los campos de remolacha: Con Cristo en el mundo otra vez Se acabaron las cortas azadas, No sonará por la noche el teléfono: "Dile a Gómez que vuelva y le robas la paga".
Por suerte, los anglos que presenciaban la rítmica procesión no entendían las palabras, pero, no obstante, avisaron al sheriff, que contempló el espectáculo durante el tiempo suficiente como para que cualquier hombre razonable quedase convencido de que, si aquellos mexicanos prolongaban su manifestación mucho rato más, la cosa iba a acabar en disturbio.
— ¡Está bien! ¡Está bien! -dijo el sheriff en tono amistoso, mientras se deslizaba a lo largo de la hilera de personas, apartándolas-. En esta ciudad no celebramos servicios religiosos en la calle. Para eso están las iglesias.I
No quería que se alterase el orden, desde luego, en domingo no, y no hizo nada que pudiera propiciar alborotos. Se limitó a empujar y tirar de algunos manifestantes, para romper su formación, mientras tres comisarios obligaban a la banda a subir a una camioneta.
El sheriff había empezado en el centro de la procesión y los de cabeza se cruzaban ya con él.
— ¡Eh, vosotros! -gritó, al tiempo que agarraba a la muchacha que iba a la derecha de Soledad-. ¡Basta ya de esto!
Apartó a la muchacha de un tirón y eso dejó a Soledad frente a Henry Garrett, sola. La joven cantaba, a la cadencia establecida por el himno: Con Jesús en el mundo de nuevo, ¡Oh, qué distintas serán las cosas!
El ganadero no volvió a ver más a la muchacha. Aquella misma noche, Triunfador metió a su hermana en un coche y la envió fuera de Colorado.
Cuando Garrett acudió otra vez a la cantina, en busca de Soledad, Triunfador le espetó sin más:
— Será mejor que no vuelva a aparecer por aquí, señor Garrett. Esto es para mexicanos.
— ¿Dónde está Soledad?
— Por culpa de usted, ha tenido que marcharse.
— ¿Dónde… está?
— Señor Garrett, váyase a casa con su mujer. Está mal de la cabeza, pero es una anglo.
— Quiero a tu hermana.
— Bueno, pues Soledad se ha ido. ¿Y qué podemos hacer cualquiera de nosotros dos?
Enero de 1936 fue un período de gran excitación para Timmy Grebe. Su novillo Rodeo estaba lustroso y bien cebado, y tanto el chico como el señor Bellamy, que le había aconsejado, se daban perfecta cuenta de que el hermoso hereford podía tener buenas probabilidades de ganar incluso el primer premio entre los novillos que compitieran en la exposición de Denver.
— Ello representaría una barbaridad para tus padres, no hace falta que te lo diga -comentó el señor Bellamy, mientras ayudaba a Timmy a arreglar el novillo-. A los restaurantes de importancia abiertos en Denver les gusta la publicidad. Compran las reses que ganan premios y pagan por ellas más de cien dólares. Para que los nombres de esos restaurantes aparezcan en los periódicos… y así los ganaderos irán a comer a sus establecimientos, sabedores de que los filetes que les sirvan serán buenos.
Timmy apreciaba mejor que el señor Bellamy lo que el dinero del premio significaría para la familia Grebe. Nunca hubo un año peor que aquél. Timmy pensaba que el mundo entero se había desquiciado, y escuchaba con desánimo cada vez que la familia se reunía para tratar acerca de lo que podía hacerse.
Por su padre, el muchacho experimentaba la profunda vergüenza que sólo un hijo puede sentir cuando observa que un hombre al que quiere es incapaz de hacer las cosas bien.
— Desde luego, los bancos no nos prestarán ni cinco -dijo Earl-, después de esta venta, no. -Agradecían a Calendar, un hombre al que apenas trataban, el que les hubiese proporcionado otra oportunidad-. Pero seguimos sin dinero para operar -recordó Grebe a su familia-.Decentemente, ¿qué podemos hacer?
Hacia su madre, Timmy sentía tan sólo una lástima abrasadora. Le corroía las entrañas verla trabajar tanto, observar su delgadez desvaída y la ausencia total de alegría en sus hundidos ojos. "¡Oh, Dios querido! -oraba Timmy todas las noches-. Permite que me lleve el premio, para que pueda dar el dinero a mi madre."
Una vez, el chico se levantó de la cama a las dos de la madrugada, se acercó al lecho de Alice y permaneció acostado junto a ella durante un rato, mientras le decía que iba a hacer algo en su favor. Pero notó que la mujer temblaba como solía hacerlo y Timmy volvió a su propio lecho, desconcertado porque su madre no le había dicho una sola palabra.
La semana anterior a la exposición de Denver, el chico dejó de asistir a la escuela y se quedó en casa, dedicado a sacar brillo a las pezuñas del bovino, a limpiarlo y arreglarle el pelaje. El animal presentaba un aspecto tan espléndido, con su cara blanca reluciente y destacando sobre el tono rojizo del cuerpo, que, la última tarde, Timmy le pasó los brazos alrededor del cuello y susurró:
— El año pasado no hice gran cosa, pero te aseguro que no tuve miedo. ¿Verdad que tú tampoco estás asustado?
Rodeo se apartó, mientras su enorme y tranquila testuz blanca y sus grandes ojos indicaban que el miedo era algo que jamás había conocido.
El señor Bellamy concertó con un granjero local el traslado de Rodeo a Denver en una camioneta, y Timmy dijo que iría en el vehículo, junto al novillo, para asegurarse de que Rodeo no chocaba contra las tablas laterales. El chico volvió corriendo a su casa, a fin de coger algunas mantas que colocaría contra las maderas. Encontró a su madre en la cocina, removiendo los cuchillos, y apenas tuvo tiempo de gritarle:
— Lo presiento, mamá. Vaya ganar.
La mujer le dirigió una mirada ausente, como Timmy nunca había visto en sus ojos, y dijo con voz ronca:
— Para nosotros ha pasado ya la época de ganar.
El chico quiso quedarse un momento a hablar con ella, pero la camioneta estaba esperando.
El viaje a Denver, aquel frío día de enero, fue realmente emocionante. Rodeo cambiaba de sitio las patas para mantener el equilibrio, mientras Timmy cuidaba de que las mantas continuasen en su lugar, al objeto de que el novillo no se lastimase. El conductor hizo un alto en Brighton, ante un parador, y preguntó a Timmy si le gustaría tomar una zarzaparrilla. Cuando entraron en el establecimiento, el hombre anunció a los otros ganaderos reunidos allí:
— Llevo a Denver al campeón, eso es lo que estoy haciendo.
— ¿No es ese chico el que obtuvo el año pasado el ternero especial? -preguntó uno de los hombres.
Y, por primera vez en su vida, Timmy tuvo la rara satisfacción de sentirse recordado por algo que había hecho. Asintió sosegadamente.
— Me gustaría ver qué conseguiste con ese novillo -pidió el hombre.
Timmy los condujo a todos a la parte posterior de la camioneta, donde examinaron a Rodeo. Y algunos de aquellos ganaderos comentaron:
— Pues no me extrañaría que tuvieses ahí al campeón.
Y Timmy subió al vehículo y se puso junto al hereford.
El concurso de novillos se celebraría a las diez de la mañana siguiente y, a las cinco de la madrugada, Timmy ya estaba en la casilla con Rodeo. Bañó al animal, lo frotó con jabón y eliminó con agua toda la espuma. Lo secó con un par de toallas y después, durante una hora, le pasó la almohaza y el peine. Llevaba betún para las pezuñas y un par de pequeñas tijeras para cortar los pelos sueltos. A las diez menos cinco, cuando sonó la campana, Rodeo se encontraba en su condición más espléndida posible. Al sacarlo Timmy al anillo, el hermoso hereford se movió con equilibrada gracia, accionando las poderosas patas con ritmo majestuoso. Varias esposas de ganaderos, que conocían un buen novillo a la primera ojeada, empezaron a aplaudir.
El fallo de los jueces requirió cerca de media hora, porque los demás muchachos habían realizado también un excelente trabajo con sus terneros, y algunos de los novillos estaban incluso mejor cebados que el de Timmy, aunque ninguno tenía tan perfecta configuración. Al final, los jueces convinieron unánimemente en que Rodeo era el campeón. Si Timmy no lloró en el momento de su derrota, el año anterior, ciertamente no iba a hacerlo en la hora de su victoria. Apretó los dientes y permaneció inmóvil, con el ronzal en la mano izquierda. Pero una vez se tomaron las fotografías oficiales y el estruendo se apagó, el chico ya no pudo seguir conteniéndose y, al tiempo que sol taba un grito de alegría, echó los brazos al plácido cuello de Rodeo. Esa fotografía, tomada accidentalmente por un periodista rezagado, no tardaría en dar la vuelta al mundo, convertida en impresionante imagen de triunfo y angustia.
A Timmy le hubiese gustado que sus padres tuvieran teléfono, porque deseaba informarles inmediatamente de su victoria. Era más, anhelaba comunicar a su madre que le llevaría por lo menos cien dólares, es decir, si la subasta se desarrollaba de acuerdo con lo esperado.
Así fue. Cuando Timmy condujo a Rodeo al recinto de la subasta, el hombre que la dirigía tomó el megáfono y manifestó:
— Caballeros, la mayor parte de ustedes estaban presentes el año pasado, cuando este muchacho, Timmy Grebe, asombró a los espectadores con su magnífica lucha en la prueba de "Tómalo y quédate con él." Fracasó en su empeño, pero fue recompensado de todas formas con un ternero, gesto que resultó justificado, porque aquí viene ahora con el mejor novillo de su clase. -Luego bajó la voz, para añadir-: No necesito decirles que Timmy es hermano de Ethan Grebe, nuestro heroico conductor de autobús.
El auditorio prorrumpió en aclamaciones y el señor Bellamy, que había acudido a la subasta, sonrió lleno de orgullo. Las ofertas se sucedieron a ritmo vivo, una competencia entre el "Hotel Albany", cuartel general de los profesionales de la ganadería, y el "Brown Palace", lugar al que iban los ricachones a degustar filetes. Al final, ganó la contienda el "Brown Palace", con una oferta de ciento cuarenta y cinco dólares. Deducidos los modestos honorarios del subastador, Timmy podría llevar a su familia ciento cuarenta dólares.
Regresó con el señor Bellamy y, cuando llegaron a Brighton, insistió en detenerse en el parador donde el día antes tomaron unos refrescos. Los clientes del local saludaron encantados al campeón.
Al llegar a Campamento Avanzado, Timmy dijo al señor Bellamy:
— Iré a casa dando un paseo. Nunca hubiera podido ganar sin su ayuda, señor Bellamy.
Le gustaban las palabras altisonantes, aunque siempre tuvo miedo de emplearlas; sin embargo, ahora era un campeón, que llevaba a casa dinero de verdad, para entregárselo a su madre.
El señor Bellamy comprendió que aquella noche el chico deseaba actuar solo, de forma que le llevó hasta el punto donde empezaba el camino y observó satisfecho al muchacho, que echó a andar hacia el norte, a través de la pradera.
Había luna y la noche era agradable. En todas direcciones, las amplias llanuras se extendían silenciosamente y, por primera vez, Timmy comprendió por qué su padre amaba aquella tierra, aquel vacío cruel y, sin embargo, incitante. Exigía atención y aún quedaban medios para dominarla. Cuando volviesen las lluvias, la región sería otra vez formidable, y su padre y él bregarían con los campos, porque era la parte más noble de la tierra.
Cuando llegó a la cumbre de la pequeña eminencia desde la que resultaba visible la casa de la granja, le turbó el que no brillase ninguna luz, ya que siempre que uno de los chicos estaba fuera, los Grebe dejaban una lámpara encendida. Pero recordó que su madre se había mostrado algo inquieta aquella mañana -el viento, el polvo y la soledad habían acabado por agotarla-, por lo que nada tenía de extraño que se hubiese olvidado, pero cuando se acercó a la casa, Timmy vio el portillo abierto, y eso era algo que su padre nunca permitía.
Le dominó el terror, echó a correr y, cuando tropezó con la horripilante escena, rompió a chillar. Inmóvil en el patio, gritó, sin que nadie le oyera, y continuó chillando durante unos minutos eternos… un muchacho privado bruscamente de la razón.
Luego emprendió otra vez la carrera, mientras murmuraba, sollozaba y se golpeaba con los puños. Por último, llegó ante la casa de los Volkema y Magnes fue el primero en oírle, aunque pensó que era un coyote que aullaba en la noche, pero luego Vesta le oyó también, encendió una lámpara y dijo:
— Me parece que ahí abajo hay un chico. Es Timmy. Abrió la ventana y escuchó el terrible grito gemebundo del muchacho:
— ¡Oh, oh Dios! ¡Todos están muertos!
— Lo que debe de haber sucedido -explicó el sheriff Bogardus, una vez se llevaron los cadáveres- es que cuando Timmy la vio en la cocina, segundos antes de marcharse a la exposición ganadera, Alice estaba buscando un cuchillo de carnicero. Bueno, lo encontró y supongo que mató en primer término a su hija Victoria. Casi le seccionó del todo la cabeza.
Después se llevó por delante a las otras dos chicas, Eleanore y Betsy. Larry sin duda vio algo de eso, porque intentó huir corriendo, pero la mujer le alcanzó en el patio y le asestó numerosas cuchilladas. Ese cuerpo debió de ser el primero que vio EarI al regresar de los campos, y cuando entró en la casa y se encontró con las tres chicas y con Alice, que empuñaba el cuchillo porque aún lo tenía en las manos cuando la descubrimos… Bueno, el hombre también se puso como un basilisco, tomó una escopeta, acercó el cañón a la cabeza de Alice y disparó. Luego volvió al patio, recogió a su hijo, lo tendió donde le hemos encontrado, se introdujo el cañón del arma en la boca y apretó el gatillo.
Como es lógico, se tomaron fotos de los cadáveres, decorosamente cubiertos con sábanas, imágenes a las que acompañó la oportuna instantánea de Timmy Grebe abrazado a su hereford campeón. Para los habitantes del este, aquel conjunto gráfico representó una emotiva paradoja: un chiquillo triunfante en el preciso momento en que su familia caía sacrificada. Sin embargo, para los del Oeste, que habían conocido los vendavales y el polvo que se filtraba a través de todo, constituyó un autorretrato. Los años malos concluían, pero se cobraban un precio terrible.
Timmy se fue a vivir a la casa de piedra, con el señor Bellamy. Philip Wendell compró la finca de los Grebe, lo mismo que adquiría toda tierra de labor que abandonaban los desalentados colonos, y pagó la tarifa vigente: tres mil dólares por quinientas diez hectáreas de terreno, además de la casa y la choza, que también entraba en la propiedad.
Wendell tenía una clara visión del futuro que aguardaba a aquella comarca y disponía también del valor necesario para respaldar su criterio con el dinero que su padre había acumulado. Comprendió que, a pesar de los recientes desastres, el doctor Creevey siempre tuvo razón. Aquellos aparentes sequedales podían producir trigo, enormes cantidades de trigo, cualquier año en que el índice de precipitaciones alcanzase el nivel normal de trescientos treinta milímetros.
— No hundan mucho el arado en esta tierra -advirtió Wendell a los labradores que empleó para que trabajasen sus campos- y, desde luego, cuando aren, no pasen nunca, jamás, la grada. No queremos campos que parezcan mesas de billar. Nadie que trabaje para mí competirá en esos estúpidos concursos de arada. Labraremos nuestra tierra a lo largo de los desniveles. Y, ciertamente, dejaremos franjas sin labrar, franjas anchas entre campo y campo, para frenar al viento.
Se daba cuenta de que las familias de Campamento Avanzado hubieran podido sobrevivir a la gran sequía de 1930-1936, con sólo haber evitado que el viento se llevara sus campos por el aire..
— Tal vez pasaran un par de años a menos de media ración, pero habrían logrado salir adelante. Miren a los Volkema. Nunca pidieron dinero en préstamo. Hasta el último centavo que ganaron lo invirtieron en más terreno. Ahora tienen mil seiscientas hectáreas y la prosperidad les sonríe.
Wendell había intentado comprar la granja de los Volkema, y Magnes se la hubiera vendido con mucho gusto, pero Vesta se opuso.
— Si en los años malos -saltó- no se la vendimos a tu tortuoso padre, ¿por qué diablos íbamos a vendértela a ti ahora, cuando los tiempos son buenos?
— Creí que deseaban marcharse a California -dijo Philip Wendell.
Y Magnes repuso:
— California está al otro lado del arco iris, y no hemos visto muchos arcos iris aquí.
Philip Wendell trabajaba sobre un principio 'permanente: la lluvia volvería. La granja de los Grebe, por ejemplo, volvería a producir setenta y cinco bushels por hectárea. Quizás en 1937 no, pero en 1938, seguro que sí. En consecuencia, había arañado todo el dinero adicional que pudo, para embarcarse en una gran partida, después de la cual se retiraría y se trasladaría a Florida, tal como estaban haciendo otros ricachones del estado.
Controlaba ahora unas veinticuatro mil hectáreas, la mayor parte heredadas de su padre, y si se encadenaban un par de años lluviosos, sembraría tanto trigo que la gente de la región iba a quedarse boquiabierta. No se refería a ciento sesenta hectáreas. Estaba pensando en doce mil este año y otras doce mil al siguiente, de tierras que habían permanecido en barbecho.
Esa estrategia se basaba en hechos e intuición. Era un hecho que los vientos altos podían controlarse. Era un hecho que el granizo se presentaba un año de cada cinco. Era un hecho que la lluvia tenía que volver. La brillantez de Wendell residía en su intuición, en el presentimiento de que antes de mucho tiempo el mundo iba a desear trigo, ingentes cantidades de trigo, y la cotización subiría hasta dos dólares el bushel.
Echemos números, se dijo. Si me arriesgo con doce mil hectáreas y cosecho setenta y cinco bushels por hectárea, resulta que la previsión es de novecientos mil bushels. Y si sucede un gran acontecimiento que impulse el trigo hasta dos dólares, eso representa bastante más de millón y medio de dólares. Esa gente de Denver ni en sueños imagina tales cifras.
¿Cuál era el "gran acontecimiento" que esperaba? No lo especificó nunca, pero presentía que con Adolfo Hitler, Benito Mussolini, José Stalin y aquel idiota de Roosevelt haciendo el tonto, algo iba a ocurrir, inevitablemente. No le era posible adivinar qué podía ser, pero tampoco ignoraba que, en toda crisis, la gente necesita trigo y él estaría en situación de proporcionarlo.
En el otoño de 1937 sembró de trigo una increíble cantidad de hectáreas, teniendo buen cuidado de que sus campos estuviesen bien esparcidos y sin emplear nunca más de una vez al mismo labrador. No quería que nadie descubriese el enorme riesgo que estaba corriendo, porque había comprobado que los banqueros y sus socios encontraban un gusto especial en sacudir en la cabeza al hombre que se distendía demasiado. Cuando la simiente estuvo bajo tierra, se puso a rezar.
— Si Dios nos concede cincuenta centímetros de nieve -comunicó a su esposa-, lo conseguiremos.
Observó las condiciones meteorológicas, examinó una por una a todas las nubes y, a primeros de abril, llegó a la conclusión de que había perdido la partida. El índice de pluviosidad fue inferior a la media y no obtendría mucho más de veintidos hushels por hectárea. Sin embargo, no se sintió desanimado, porque el precio por bushel había subido a unos satisfactorios noventa y un centavos y, al final de la recolección de primavera, le dijo a su esposa:
— No ha salido tan mal, después de todo. Puede que no ganemos gran cosa, pero al menos no hemos perdido.
La mujer se sintió aliviada, porque la tensión que tuvieron que soportar había sido grande, y supuso que pese a su suerte de última hora, su marido recapacitaría y abandonaría la partida. Pero no fue así en absoluto.
En el otoño de 1938, no sembró doce mil hectáreas, sino dieciséis mil. Si el agua le fallaba aquel año, podía ir a la bancarrota, así que volvió a rezar para que hubiese nieve. Hasta la más leve ráfaga le consolaba y cuando una auténtica' ventisca estuvo desencadenándose durante tres horas, amontonando nieve, corrió a través de ella, disfrutando lo indecible con los copos húmedos que le azotaban el rostro.
Se convirtió casi en un maníaco y llevaba a cabo actos ridículos, con la esperanza de que aportasen nieve o lluvia. Quemó neumáticos de automóvil, convencido de que el humo que producían activaba a las nubes, y contrató un avión para que esparciese granos de arena a gran altitud. Irónicamente, unos buenos cuatrocientos milímetros de lluvia cayeron poco antes del final de la temporada de cultivo, cuando ya no hacían falta.
A dos dedos del colapso, se derrumbó en el sofá de la sala delantera de su mansión de Centenario, un día de marzo, y le confesó a su esposa:
— No podría resistir la ansiedad de otro año como éste. Me han dado vahídos. Soy un cadáver viviente.
— Prometiste que éste sería el último año -repuso ella.
— No necesitas recordármelo. No volveré a pasar por esto.
Y en cuanto la cosecha estuvo recolectada y vendida, con un moderado beneficio, Wendell empezó a forjar planes para quitarse la tierra de encima y abandonar el negocio del trigo. Habló con diversos posibles compradores y encontró un banquero de Denver que deseaba especular en agricultura de secano. Como el caballero explicó:
— Creo que, con terreno suficiente, no sólo conseguiré una cosecha de trigo, sino también sustanciales gajes del gobierno… suelo en declive, labranza en desnivel, cosas así.
En cierto sentido, Wendell lamentaba no participar en el éxito económico al que estaba seguro se iba a llegar.
— Viviremos para ver el trigo a tres dólares el bushel -dijo a su esposa.
— Nada de volverse atrás -replicó la mujer.
— No seré yo quien lo haga -le aseguró Wendell-. Estoy deseando dejar que otro se embolse los beneficios.
Distaba mucho de encontrarse en la miseria. Tomemos, por ejemplo, la granja que había comprado al chico de los Grebe, después de la tragedia. Pagó tres mil dólares por ella y un banquero de Chicago le ofrecía ahora veinte mil. No todos sus negocios le resultaron tan provechosos, pero abandonaría Centenario con más de un millón de dólares, lo que no estaba nada mal para un muchacho que llegó a la dudad con un grupo teatral ambulante.
Pasó los meses de julio y agosto arreglando los detalles de las transacciones que pondrían sus propiedades en manos ajenas. Ningún trato concreto estaba cerrado, porque los hombres que los negociaban se habían ido de vacaciones, pero en cuanto llegase septiembre todos se concluirían rápidamente.
— Nos lo hemos quitado de encima -dijo a su esposa, con verdadero alivio, durante la última semana de agosto-. Me siento varios años más joven y vamos a disfrutar de lo lindo en Florida. A Morgan le encantará la playa y, según me han dicho, la Universidad de Florida es casi tan buena como la de Colorado.
Su hijo tenía entonces once años y la perspectiva de vivir en un clima tropical le entusiasmaba.
Y luego, la noche del jueves, último día de agosto de 1.939, empezó a llover y, al ir a acostarse, Philip WendelI comentó, dirigiéndose a su esposa:
— ¡Así es de perra nuestra suerte! Mañana vaya vender las granjas y esta noche se pone a llover. -Contempló la lluvia a través de la ventana del dormitorio; un auténtico diluvio que empaparía el suelo justo antes de la siembra de otoño. Dijo-: En fin, nuestra mala suerte es la buena suerte de otros. Me consta, en la medula de los huesos, que éste es el principio de un ciclo húmedo. Alguien va a ganar millones y me gustaría; que fuésemos nosotros.
— Métete en la cama, Philip. Duérmete.
No podía. Dio vueltas y vueltas, inquieto, sin poder apartar de la imaginación la idea de la fortuna que estaba tirando por la borda, el hecho de que iba a retirarse precisamente cuando las tierras de secano iban a producir. No era justo. Sus padres cometieron un asesinato para establecerse con firme base económica en la ciudad y, con olfato seguro, su progenitor había seleccionado las buenas tierras. El viejo Mervin Wendell adivinó el magnífico destino de aquella región, y su hijo se disponía ahora a renunciar graciosamente a las ventajas que ello representaba.
Por alguna razón que nunca pudo explicarse, Philip Wendell se levantó de la cama, mientras la lluvia seguía cayendo y la aurora no asomaba aún. Descendió a la planta baja para revisar los documentos de venta que firmaría durante la jornada siguiente, para asegurarse de que iba a recibir la máxima cantidad posible de dinero por cada una de las parcelas, y cuando conectó la radio, escuchó la electrizante noticia procedente de Europa:
En la madrugada de hoy, viernes, 1 de septiembre, Adolfo Hitler ha iniciado la invasión de Polonia. Con los flancos protegidos por el acuerdo firmado recientemente con la Rusia soviética, los alemanes se encuentran camino de Varsovia. Según se informa, las fuerzas polacas combaten valerosamente, pero…
Lo primero que pensó Wendell, acordándose de los numerosos rusos con los que había tenido tratos comerciales, fue: "Tarde o temprano, tendrán que luchar contra Rusia."
Wendell, fiel a su intuición, empezó a proyectar el curso probable de los acontecimientos: el punto muerto, el compromiso norteamericano, los posibles actos que el Japón efectuara en el Pacífico, el embrollo en que se verían complicadas todas las naciones.
— ¡Esto tal vez se prolongue varios años! -murmuró, mientras paseaba de un lado a otro de la estancia y oía el rumor de la lluvia alentadora-. Norteamérica va a tropezar y a caer de cabeza en el asunto. Y todo el mundo querrá trigo. ¡La lluvia y la guerra! Eso es lo que yo sabía que iba a suceder.
Sin consultar con su esposa, empezó a telefonear a los agentes de fincas establecidos en la región, a los que arrancó de la cama y les propuso la compra de todas las fincas de tierra de secano que tuvieran en venta.
— Llevaré el cheque antes de las nueve -les fue diciendo-.Ya sé que es temprano, pero quiero dejar cerrado el trato.
Cuando uno de los agentes insinuó:
— También tengo algunas granjas de regadío… Wendell se apresuró a cortarle:
— Ésas son para quienes temen arriesgarse. Los hombres de verdad luchan con tierras de secano.
Su esposa, al oírle hablar en voz bastante alta, se puso la bata y bajó también, para encontrar a Wendell pegado al teléfono, llamando, una tras otra, a las personas que pretendían comprarle sus fincas.
— Ya no hay negocio, Garrett. He decidido conservar las tierras. -Pausa-. Sí, ya sé que nos estrechamos la mano, pero no hemos firmado ningún papel. Se suspende el trato. Voy a explotar las granjas personalmente.
— ¿Qué haces? -preguntó la esposa, desalentada. Morgan, al que había despertado el ruido, entró en la estancia, con ojos soñolientos, y preguntó:
— ¿Qué ocurre, papá?
— El mundo está cambiando -repuso Philip-. De la noche a la mañana, todo se ha modificado.
Encendió la radio, escucharon las noticias transmitidas desde Londres, en tono solemne, y Morgan dijo con voz aterrada:
— ¡Arrea, es una guerra de verdad!
Su madre, capaz ya de ver los acontecimientos de la jornada desde la misma perspectiva que el esposo, tomó la mano de éste y murmuró:
— Si la guerra durase el tiempo suficiente, podríamos convertirnos en…
No pudo acabar la frase, porque Philip hablaba a su hijo.
— La tierra no te regala nada, Morgan. Simplemente está ahí extendida y espera. Ni te quiere ni te odia, pero colabora con los hombres que no tienen miedo. Tu abuelo compró diecinueve granjas y logró sacarles partido a dieciocho de ellas, 'porque entendía a la tierra, lo mismo que yo. Y tú debes hacerlo también. Polvo, sequía, guerra… eso no es nada. Lo que cuenta es la tierra y, si empiezas hoy, aprenderás cuanto es necesario saber acerca de ella. Porque, esta vez, la tierra va a enriquecernos… va a hacernos muy ricos.
Advertencia al cuerpo de redacción de US: El siguiente cuadro, recopilado para mí por Walter Bellamy, refleja datos referentes a la agricultura de Campamento Avanzado, en los años que se citan. Es único en el sentido de que las cifras que indican el índice de precipitaciones no se refieren al año civil, como las otras tablas, sino al de la temporada de cultivo. Así, "1923… 150 mm" significa que el trigo de invierno, recolectado en la primavera de 1923, disfrutó durante el año completo, desde mayo de 1922 hasta abril de 1923, de sólo ciento cincuenta milímetros de humedad, procurada conjuntamente por la lluvia y la nieve. Estas cantidades sólo se aplican a Campamento Avanzado. En una ciudad como Centenario, próxima al South Platte, la humedad y la cosecha por hectárea pudieron haber sido muy distintas. Año Milímetros por lluvia Bushels por hectarea Valor bushel (en dolares) Valor cabeza de ganado (en dolares)