8. Dos balas de oro
A principios de otoño, los dispersos álamos que señalaban el curso de todos los ríos y arroyos de la comarca conocieron un breve espacio de gloria, porque sus anómalas hojas se tornaron áureas y, durante varios días, relucieron como si fuesen de tiemblo. Pero los vientos del inminente invierno no tardaron en llevárselas y los árboles quedaron tan desnudos como antes.
En el año 1803, cuando Castor Cojo tenía cincuenta y seis, la transformación de los álamos fue para él un presagio de tiempos lóbregos. No deseaba afrontar otro invierno; a medida que fueron transcurriendo los años, el frío le resultaba cada vez más cruel y ya no constituía solaz alguno permanecer sentado en la cama, con las piernas cruzadas, narrando sus hazañas pretéritas para entretenimiento de los guerreros jóvenes. Ni siquiera le alegraba el ánimo la bonita piel de bisonte decorada por su esposa.
Su desazón había empezado varios años atrás, cuando se rompió un diente con un trozo de tasajo de bisonte. Mordió la carne como siempre, dio un tirón a la reseca tajada y la pieza dentaria se desprendió de la encía. Al año siguiente, perdió otro, de igual manera, por lo que se vio obligado en adelante a comer pemmican, más tierno, pero que nunca le había gustado.
Los amigos de su juventud también estaban desapareciendo. Nariz Roja, el mejor jefe de todos, había muerto el invierno anterior, y Rodilla de Álamo faltaba desde largo tiempo atrás, cuando fue abatido por un rifle pawnee. Hombres más jóvenes ostentaban el mando y, aunque conservaban el alto espíritu de la tribu, no llevaban adecuadamente las relaciones con los comanches, y si bien en lo referente a los pawnees la postura era de resistencia, lo mismo podían también entregarles todo el territorio y acabar de una vez.
Los pawnees preocupaban a Castor Cojo. No cesaban en su avance hacia el oeste y Nuestro Pueblo no tardaría en verse comprimido dentro de un lamentable espacio de terreno, alrededor de las Muelas del Crótalo.
Hallábase ya de un humor sombrío, muy baja la moral, cuando los exploradores irrumpieron en la aldea, alarmándola con la espantosa noticia de que los pawnees habían capturado a una muchacha para utilizarla como víctima en la ofrenda de sacrificio.
— Tenemos que rescatarla -estalló Castor Cojo, nada inclinado a considerar cualquier otra alternativa. ¿Ofrecer algo a cambio de la chica? Jamás. ¿Ceder más territorio de caza? Nunca. ¿Caballos, pieles, armas? Se negaría a escuchar semejante muestra de pusilanimidad-. ¡Cabalgaremos hacia el este y la rescataremos por la fuerza! -gritó.
En los consejos, de los que ya no era miembro, intervenía sin que nadie le invitase y chillaba:
— ¡Debemos montar en nuestros caballos, galopar como valerosos guerreros y recuperar a la muchacha!
Terció en diversos debates inteligentes acerca de cómo podía lograrse el rescate sin recurrir a una partida de guerra, pero eso no le preocupaba.
— Con los pawnees, llega un momento en que uno tiene que plantarles cara y combatirlos -voceó-. Siempre ha sido así y siempre lo será. Éste es uno de tales momentos.
Recordó al consejo la forma en que Rodilla de Álamo cayó abatido por un pawnee, en el curso de una operación emprendida al presentarse uno de aquellos momentos en que hubo que decidirse, pero la mayoría de los miembros del consejo habían olvidado quién fue Rodilla de Álamo.
Sumido en esa profunda agitación de espíritu, Castor Cojo acudió a su esposa y ambos conversaron durante largo rato. La mujer se dio perfecta cuenta de la gravedad de las ideas anidadas en el cerebro de Castor Cojo y de las terribles consecuencias que debían resultar para ella. Sin embargo, le apoyó. Había sido un buen esposo, mejor que la mayor parte de los maridos de Nuestro Pueblo, lo que era un gran elogio, porque, al igual que los cheyennes, se portaban bien con sus mujeres y les guardaban fidelidad. Hoja Azul se había enorgullecido de las proezas de Castor Cojo y las representó en la piel de bisonte: sus heroicos triunfos dibujados con todo detalle. La mujer no ignoraba que iba a salir perjudicadísima si su marido seguía adelante con el plan que, estaba segura, proyectaba Castor Cojo, pero no se lamentó ni una sola vez.
— Hay que detener a los pawnees -reiteró el hombre, y Hoja Azul asintió-. Si nos creen débiles, presionarán sobre esa debilidad -añadió Castor Cojo, y la mujer comprendió que tenía razón-. Siempre han codiciado nuestra tierra -se lamentó el viejo guerrero, mientras tanteaba los espacios vacíos de su boca, como si los dientes desaparecidos simbolizasen las zonas usurpadas ya por los pawnees-. ¡Oh, si Hombre-Superior me permitiese volver a ser joven!
Hoja Azul le dijo que continuaba siendo un guerrero formidable. Entonces, bruscamente, Castor Cojo dejó de hablar de los pawnees y proyectó su atención sobre su hija.
El nombre de la chica, Cesta de Arcilla, le fue impuesto durante una expedición por el norte, en pos de bisontes; un mercader dakota se había presentado con una espléndida cesta hecha por los crees. Parecía entretejida, pero lo cierto es que era de arcilla. A Hoja Azul le gustó y Castor Cojo se la compró, cambiándola por una túnica de piel de bisonte. No importaba que aquel manto fuese de Hoja Azul, que se pasó muchos meses trabajando la piel para hacerla flexible; Castor Cojo cambió el manto por la cesta, la cual se convirtió en el tesoro máximo de Hoja Azul y en la envidia de otras mujeres. Era natural que diesen a su hija el nombre de aquel precioso objeto, y la chica había correspondido transformándose en la criatura vivaracha y poética a la que Castor Cojo dirigió ahora la palabra.
Habló a la muchacha de los viajes de la tribu por el norte y el sur, de los estupendos días pasados junto al Arkansas y del valle delicioso animado por las piceas azules. Evocó su enfrentamiento con la enorme serpiente de cascabel, cuando tuvo que sacrificar su primer rifle para salvar a la madre de Cesta de Arcilla. Luego se refirió a los dos hombres que habían acampado cerca de la aldea durante cierto tiempo, mientras cazaban castores. Dijo a Cesta de Arcilla que volverían. De eso estaba seguro. Y la perspectiva le complacía, porque el más bajo le caía simpático, el moreno que no lleva barba, y se sentía en deuda con él por el rifle que Castor Cojo utilizaba ahora con tanta destreza. Acogería encantado en el seno de su familia a un hombre así.
— Cuando vuelva, Cesta de Arcilla, habla con él. No tiene mujer. Le he observado con tanto cuidado, que lo sé. Envejecerá. Empezarán los dientes a caérsele. Necesitará una mujer que le atienda. Piensa en ello cuando yo me haya ido.
— Tardarás muchas lunas en irte -le aseguró la muchacha.
— Tendrás hijos hermosos -dijo el indio, en tono apreciativo, como si la chica fuera una yegua. De súbito, empezó a correr el tipi, presa de gran agitación, y gritó-: ¡Todo cambiará! ¡Los pawnees se apoderan de todo! Los utes bajarán de las montañas y vivirán como nosotros. Y esos hombres volverán en busca de castores. No sé -gimió para sí-. No sé.
Nunca volvió a hablar a su hija con tanta seriedad.
Se concentró en su rifle, que cargó y descargó repetidamente, y dio vueltas entre los dedos a las dos balas de oro, que aún conservaba en su bolsa. Era como si midiese el tiempo de acuerdo con el sistema del hombre blanco y adivinase que había empezado un nuevo siglo, una centuria que iba a dejarle rezagado con la centelleante rapidez de su cambio. En consecuencia, reflexionaba sobre las cosas duraderas y fue simplificando el proceso hasta que sólo dos quedaron: Hoja Azul y los pawnees. Los bisontes se habían acabado para él; otros se encargarían de acosarlos. En cuanto al castor y la serpiente de cascabel, en adelante también serían otros quienes se preocuparían de esos animales. Los utes nunca le inquietaron gran cosa; eran luchadores tenaces, pero si uno no cedía terreno, su firmeza bastaba para mantenerla raya a los utes.
A medida que avanzaba el otoño, Hoja Azul y él fueron tomando conciencia de la terrible situación que tenían que afrontar, pero Castor Cojo no veía salida alguna, ni tampoco su mujer. Por consiguiente, Hoja Azul se encontraba preparada, tanto espiritualmente como en cualquier otro sentido, cuando Castor Cojo anunció:
— La próxima vez que marchemos contra los pawnees, me ataré a la estaca.
Aquello equivalía a suicidarse en aras de un propósito noble, y la mujer no lo ignoraba.
El hecho de que el guerrero más famoso de Nuestro Pueblo se manifestara dispuesto a sacrificar su vida para dar una lección a los pawnees, proyectó una oleada de patriotismo a través de toda la tribu, y el vacilante consejo se vio impotente para evitar una decisión favorable a la guerra. Se determinaba sin su consentimiento y sin su aprobación, pero la moral que confería el anuncio de Castor Cojo era tan alta que todos comprendieron que la victoria estaba más que en cualquier otra ocasión el alcance de sus posibilidades..
Los preparativos se llevaron a cabo a ritmo frenético, porque había que descargar el golpe antes de la primera ventisca Los guerreros jóvenes atendieron a sus caballos y engrasaron las armas con sebo de bisonte. Castor Cojo dedicaba todo su tiempo a Hoja Azul, sin hablarle del amor que le inspiraba, pero recordándole de mil maneras distintas la gozosa vida que habían compartido.
— ¿Te acuerdas de aquel pato silvestre de los álamos? -preguntó Castor Cojo.
¿Dónde ocurrió aquello, en qué arroyo fugitivo, visitado una vez y que luego no volvieron a ver? Habían recorrido tantos riachuelos y montado su tipi en tantos valles que no les era posible recordarlos todos, pero en cierta ocasión tropezaron con un pato silvestre atrapado en un álamo. Castor Cojo quiso comérselo, mientras Hoja Azul deseó dejarlo en libertad, y el ánade reemprendió el vuelo hacia el norte, con varios días de retraso respecto a sus compañeros de bandada.
Estaba también el alce domesticado, que vagaba por el campamento del norte; y el ruido de los coyotes a lo largo del Arkansas, cuando Nuestro Pueblo planeaba combatir a los comanches; y los lugares arenosos, donde jugaban los niños. Poseyeron un universo de horizontes infinitos y puestas de sol radiantes de fuego dorado.
— ¿Te acuerdas de cuando aún no teníamos caballos? -preguntó Castor Cojo, y se pusieron a charlar de aquellos tiempos fatigosos, cuando las mujeres y los perros arrastraban los travois para que los hombres pudieran encontrarse dispuestos, en el caso de que hubiera que rechazar un ataque-. ¡Qué despacio nos movíamos entonces! -exclamó el guerrero.
Amaneció el día en que la partida de guerra estuvo lista para emprender la marcha hacia el este. Hacía frío y las hojas habían abandonado las ramas de los álamos. Castor Cojo se despidió de su esposa, pero ignoró a su expectante hija. Tenía su espléndido caballo, su rifle, su bolsa de cuero; se dio la señal y Castor Cojo se alejó de las Muelas del Crótalo por última vez.
Nuestro Pueblo avanzó cautelosamente en dirección a la confluencia de los dos Plattes, y allí no encontraron nada, porque los pawnees se habían instalado bastante más al este, para pasar el invierno. Continuaron la marcha en esa dirección, hasta que llegaron a la vista de un campamento de regulares proporciones, pero les resultaba imposible saber si la joven destinada al sacrificio se encontraba allí o en alguna otra colonia; había transcurrido tanto tiempo desde que la capturaron que lo más probable era que ya estuviese muerta y todos, menos Castor Cojo, lo reconocieron así.
— Rescataremos a la muchacha -repetía el viejo guerrero. No la había visto y en su mente no estaba nada claro qué niña era, pero, eso sí, tenían que recuperarla.
Los jefes de la partida de guerra decidieron que aquélla era la aldea que se iba a atacar, tanto si la joven se encontraba allí como si no, de modo que, una vez más, se trazó un plan lógico de batalla.
El papel de Castor Cojo en el combate estaba claro.
— Me ataré a la estaca… allí. No lucharé con ningún guerrero de los que vengan a mí. Esperaré al gran jefe, Agua Turbulenta, y le mataré de un tiro. Los pawnees se dejarán dominar por el pánico y recuperaremos a la muchacha.
Cuando pronunció aquellas palabras, nadie dudó de que cumpliría con exactitud lo que acababa de prometer. Alrededor suyo, se configuraría la batalla y, si lograba desmoralizar a los integrantes de la primera carga pawnee, Nuestro Pueblo tendría grandes probabilidades de obtener la victoria.
Castor Cojo rezó durante la noche, pero no con atención, porque su cerebro volvía insistentemente a una sola cosa: no dejaba de ver aquel primer caballo que tuvo, la yegua pinta salvaje que había capturado a los comanches y que domó en el río, sólo para tener que entregarla después al hermano de Hoja Azul. ¡Qué maravillosa era la yegua pinta! ¡Cómo disfrutaba con el viento! Sus preciosas manchas blancas y negras permanecían grabadas en el cerebro de Castor Cojo, que aún recordaba la situación de cada una de ellas.
"¡Eh! ¡Venga!", gritaba, y el caballo fantasma surcaba la pradera como un rayo de sol, iluminándolo todo al aproximarse.
"¡Eh! ¡Eh!", animaba Castor Cojo, y la yegua pinta seguía corriendo y se adentraba por las montañas.
Afluyeron las lágrimas a los ojos del anciano y volvió la mirada hacia su rifle, pero la yegua pinta continuaba erguida a lo lejos, brillantes sus colores y claramente perfiladas sus crines. "¡Ven aquí!", silabeó el viejo en tono suave, pero la yegua pinta se alejó hacia otros pastos.
Nuevos vigías fueron a ocupar sus posiciones y los centinelas que habían montado guardia regresaron para prepararse con vistas al combate. El nerviosismo cundió entre los jefes y Castor Cojo tomó el rifle y la estaca a la que se ataría con las tiras de cuero que colgaban sueltas de su cuello.
La partida de guerra emprendió la marcha hacia el este, de acuerdo con el plan, y luego esperó, mientras Castor Cojo se colocaba en el punto donde la acometida de los pawnees sería más intensa. Cogió una piedra y golpeó la estaca para clavarla en el suelo. Aquel ruido alertó a los centinelas pawnees. Los gritos se elevaron en el aire y Nuestro Pueblo se precipitó hacia la entrada occidental de la aldea; con aquella primera violenta embestida, los complicados planes se evaporaron y cada hombre empezó a actuar por propia iniciativa.
Los pawnees reaccionaron tal y como se esperaba, lanzando un contraataque, y sus caudillos sólo habían cubierto una corta distancia cuando localizaron a Castor Cojo, atado a la estaca y con el rifle a punto. Esperaban que abriese fuego, de modo que los primeros jinetes se desviaron un poco para eludirlo, pero como siguió sin disparar, los caballistas que iban detrás se lanzaron sobre él y uno de ellos le atravesó el hombro izquierdo con la lanza, dejando tras de sí el asta armada con lengüetas.
— ¡Ufff! -gimió Castor Cojo, porque la lanza le había atravesado la axila izquierda.
El dolor era tan intenso que deseó disparar furiosamente; pero se contuvo y, en cambio, se arrancó la lanza, desgarrándose la carne y provocando un copioso borbotón de sangre. Era un mal principio.
Agua Turbulenta tampoco apareció en la segunda carga y, de nuevo, un lancero pawnee dio en el blanco y alcanzó levemente a Castor Cojo en la pierna izquierda. Con gesto desdeñoso, el anciano guerrero se quitó la lanza y colocó las dos armas junto a sí, por si se presentaba la ocasión de emplearlas después.
En la tercera acometida de los pawnees, Agua Turbulenta hizo acto de presencia. Era un jefe alto, gallardo y espléndido, de tez muy rojiza. Dando por sentado que Castor Cojo se encontraba gravemente herido, dirigió su montura hacia el hombre atado a la estaca, en tanto Castor Cojo apuntaba con cuidado, apretaba el gatillo y derribaba del caballo al jefe pawnee. Agua Turbulenta murió en el acto.
Castor Cojo necesitó bastante tiempo para volver a cargar el rifle: lo limpió, echó la pólvora, introdujo el taco engrasado, insertó la segunda bala de oro y cebó el arma con meticulosidad. Apuntó a un jefe de segunda categoría, encendió el cebador y otra vez derribó a un guerrero de su montura.
Se había iniciado la derrota de los pawnees, pero aún no era completa, ni mucho menos. En su retirada, numerosos guerreros a caballo se precipitaron sobre Castor Cojo y éste recibió dos nuevas lanzadas. Sangraba por varias heridas, pero empuñó la lanza pawnee que le había alcanzado en la pierna y trató de defenderse con ella. Sin embargo, cuando un quinto pawnee arrojó la suya, atacando por la espalda al guerrero de Nuestro Pueblo y atravesándole de parte a parte, a la altura del pecho, Castor Cojo estuvo acabado.
Agarró la sobresaliente punta de la lanza y empezó a caer hacia adelante, pero interrumpió su caída el tiempo suficiente para iniciar su canción de despedida:
Sólo las piedras duran eternamente.
Retumba la estampida del bisonte, pero yo no veo el polvo.
Golpea el castor el agua con la cola, no lo oigo.
Hombre-Superior envía aún el río por su cauce de siempre, aún ayuda al castor que trepa a lo alto del monte, aún pinta de oro al tiemblo en llegando el otoño.
Los jefes se han reunido pero sus labios callan.
Inicia su ataque el enemigo y centellean las lanzas.
Sólo las piedras…
Un temblor sacudió el cuerpo de Castor Cojo, apagando su cántico. Mediante un esfuerzo sobrehumano, trató de tirar de la lanza y sacársela por el pecho, pero le fallaron las energías. Se desplomó de bruces, sobre el polvo de la batalla, de cara al cadáver de Agua Turbulenta, aunque Castor Cojo ya no veía a su adversario. La última imagen que contempló fue la de la yegua pinta, que galopaba a través de la pradera.
El combate había resultado más sangriento de lo normal y la muerte de Castor Cojo enfureció a Nuestro Pueblo, aunque el motivo de esa cólera tendría que ser un misterio, ya que el anciano fue a la lucha dispuesto a morir. Los guerreros de Nuestro Pueblo saquearon la aldea y se llevaron cautivas a quince muchachas pawnees; propusieron cambiarlas por la joven destinada al sacrificio, pero ésta había sido inmolada mucho tiempo atrás, así que las trocaron por caballos: tres muchachas por un caballo.
Serpiente Saltarina decretó que a Castor Cojo se le enterrase con los honores de jefe y se erigió una alta plataforma de madera en tres álamos de los que crecían a la orilla del Platte. Allí, a bastante altura sobre el suelo, se tendió el destrozado cuerpo para que reposara. La estaca a la que se había atado se colocó junto al cadáver, con las honrosas correas ondulando al viento. Le cubrieron con una manta y, en uno de los álamos, se colgó la cabeza del caballo que montaba Agua Turbulenta; en otro, se colgó la cola del animal. La lanza pawnee con la que se había defendido durante sus últimos momentos se dejó cruzada encima de su cuerpo y los guerreros jóvenes manifestaron su deseo de que también se pusiera allí el rifle, pero Serpiente Saltarina declaró que el rifle lo conservaría él. De no obrar así, los pawnees se apoderarían del arma.
Allí, elevado sobre las praderas que amó y el río cuyo curso siguió tantas veces, Castor Cojo, el guerrero de los numerosos golpes, encontró su descanso.
Murió al final de una época, la más espléndida que los indios del Oeste iban a conocer. En el transcurso de su existencia, un grupo de indios menesterosos había vagado hacia el sur, cazando a pie bisontes, obligados por la necesidad a establecerse en estrechas comarcas. En su nueva patria encontraron el caballo y el arma de fuego y desarrollaron unos sistemas de vida salvajes y majestuosos, basados en las buenas costumbres del pasado, al tiempo que abrazaban las nuevas que les parecían viables y que ya les eran posibles.
¡Nuestro Pueblo y los cheyennes! ¡Cuán reducido era su número y cuán poderosa era su esencia! Entre ambos, nunca superaron la cifra de siete mil almas, lo que significa que el censo de varones no debía estar muy por encima de los tres mil. Muchos de ellos serían viejos y bastantes más estarían en la infancia, por lo que cabe suponer que, como máximo, los guerreros alcanzarían el millar.
¿Hubo jamás en América algún otro grupo de mil hombres que haya dejado una impronta tan profunda sobre la imagen de la nación? Esos pocos hombres, altos y bronceados, unidos indisolublemente a sus caballos, audaces en el combate y justos en la paz, cabalgaron por las praderas y dejaron su huella permanente en la historia de esta' tierra. Dominaron su época y su territorio. Defendieron sus hogares con valor y abandonaron su llanura, no derrotados, sino dejando tras de sí una estela de gloria. En sus días postreros, se ataban a estacas y desviaban todas las lanzas que acudían hacia sus cuerpos.
Cheyennes y arapahos -porque éste era el nombre con el que las otras tribus denominaban a Nuestro Pueblo- nunca fueron mayoría en ninguno de los lugares que habitaron; siempre se vieron acosados por tribus que, por lo menos, les igualaban en número: los sioux brules y los sioux oglalas, los crees, los pies negros, los oscuros utes, los centauros comanches, los astutos kiowas y los previsores pawnees. Pero las costumbres de comanches y arapahos figuran entre las más nobles de cuantas instauraron los indios de América y su resistencia física era de lo más prepotente.
Cuando los caudillos arapahos se reunieron para contar los golpes marcados en el combate con los pawnees, constituían una imagen señorial, pues llevaban las polainas con flecos propias del invierno, los chalecos decorados con plumas de ave y dientes de alce y, por encima de todo, aquellos resplandecientes tocados de material entretejido, engalanados con piedras de colores y plumas de águila.
— Marcó un golpe sobre Agua Turbulenta -declaró un narrador-, otro sobre el guerrero que le alcanzó en la pierna y otro más sobre el que le atravesó el brazo. Con la lanza que había capturado, marcó un golpe sobre el pawnee de la camisa rasgada y sobre el pawnee del caballo castaño. Intentó marcar un golpe sobre el guerrero que le alanceó por la espalda, pero no pudo lograrlo.
Los grandes jefes asintieron. Gracias al heroísmo de Castor Cojo, el flanco oriental de la tribu quedaba asegurado para unos cuantos años más. Los pawnees, después de la derrota sufrida, tardarían bastante en volver a tener deseos de invadir el territorio arapaho. Claro que, con el tiempo, lo intentarían de nuevo. Los pawnees imaginarían algún modo de desquitarse, pero, de momento, los arapahos podían dedicar tranquilamente su atención al invierno que se avecinaba. Aquel año acamparían en las Muelas del Crótalo.
Mientras los jefes arapahos otorgaban a Castor Cojo, a título póstumo, la última serie de golpes, entre las cenizas de la asolada aldea pawnee se celebraba una asamblea cuyas consecuencias iban a ser más perdurables. Durante el entierro de su gran jefe Agua Turbulenta, alguien descubrió que la bala que había provocado la muerte del cabecilla era de oro, y luego se comprobó que el jefe de jerarquía inferior también había muerto como resultado del balazo de un proyectil de oro, y como los pawnees, debido a sus tratos comerciales con los blancos, conocían el valor del oro, el descubrimiento causó sensación.
Dos hombres que habían tenido ya relación con los blancos recibieron el encargo de tomar las dos halas y encaminarse río Missouri abajo, hasta el puesto comercial de San Luis, donde las pusieron en manos de un traficante, el cual quedó asombrado ante la pureza y el aparente tamaño de las pepitas que sirvieron para formarlas. El hombre blanco acosó a los pawnees a preguntas, pero lo único que éstos pudieron contestar fue:
— Castor Cojo, importante jefe de los arapahos, disparó las balas.
Así se puso en circulación la leyenda de que un jefe arapaho, llamado Castor Cojo, había descubierto un depósito de oro puro con el que se fabricaba proyectiles para abatir bisontes. "Busca huesos de bisonte y es posible que encuentres balas de oro. Mejor aún, averigua el lugar donde tenía su mina y dispondrás de una riqueza incalculable." Un millar de hombres recorrerían los montes, lanzados a la búsqueda de la mina perdida de Castor Cojo, el indio que utilizaba proyectiles de oro, y nadie llegó a conocer la verdad: que Castor Cojo disparó aquellas balas sin saber lo que eran.
En el campamento arapaho, una faceta lamentable de las costumbres indias estaba a punto de manifestarse, el aspecto tenebroso que, posteriormente, muchos glorificadores tratarían de olvidar anegar. Puesto que Hoja Azul había dejado de ser esposa de un guerrero y cabeza de familia, ya no tenía derecho a poseer un tipi, y mujeres de todos los puntos de la aldea cayeron sobre el de Castor Cojo, para desmantelarlo en beneficio propio. Lo primero que desapareció fueron los dos palos especiales que regulaban la abertura de la lumbrera superior, por la que salía el humo. Se los llevó una mujer cuyo esposo los envidiaba desde hacía mucho tiempo.
Los tres palos maestros que Castor Cojo cortó en el valle Azul se esfumaron a continuación. Los arrancaron del suelo y los separaron violentamente de la cubierta de piel de bisonte, por lo que el tipi se vino abajo. Los postes inferiores también volaron en seguida, ya que todo el mundo sabía que eran los mejores del campamento.
La piel de bisonte carecía de valor; era vieja y pronto habría que sustituirla, pero los embalajes de cuero que Castor Cojo se confeccionó eran fuertes y deseados. Dos mujeres se enzarzaron en una pelea a brazo partido para apoderarse del cajón de mayor tamaño; una de ellas sufrió un corte en la mano, pero eso no interrumpió la disputa. La cesta de arcilla se desvaneció rápidamente.
Desaparecieron, asimismo, el lecho en el que Castor Cojo pasó tanto tiempo de su vida, mueble que fue a parar a manos de una joven esposa que llevaba muchos años anhelando la pintada cabecera para ofrecérsela a su marido, y la hermosa alfombrilla de bisonte en la que estaban representados los numerosos golpes de Castor Cojo. Nadie recordaría luego a dónde fueron.
Poco a poco, el tipi se hundió en el polvo de la cruel indiferencia y, al morir el día, Hoja Azul no dispuso de más pertenencias que lo que llevaba puesto. Cesta de Arcilla, su hija, tenía muy poco más, pero al menos contaba con un refugio para dormir, en casa de un tío. Hoja Azul, ni siquiera eso, porque la ley de las praderas era clara e inmutable: las viudas ancianas desprovistas de un hombre que velase por ellas eran ya seres inútiles y la tribu no podía permitirse el lujo de cargar con la rémora que representaban. Para una vieja como Hoja Azul, carente de hijos que se hicieran cargo de ella y de hermano alguno que la invitara a alojarse en su tipi, no había hogar, ni lo habría nunca.
Aquella noche cayó la primera nevada densa. Hoja Azul sobrevivió a la nieve gracias a que encontró un rincón abrigado entre los caballos. A la mañana siguiente, Cesta de Arcilla la vio en tan lastimosas condiciones que quiso llevarla al tipi donde había encontrado albergue, pero su tío, el hermano de Hoja Azul, el hombre que desposeyó a Castor Cojo de la yegua pinta, se negó a acoger a la anciana.
Durante la tercera noche se desencadenó una ventisca y Hoja Azul no encontró más cobijo que el que le ofrecieron los temblorosos caballos. No había comido nada en todo el día y su debilidad era extrema, pero de sus labios no brotó ninguna queja mientras se arrebujaba contra los animales y éstos hacían lo propio con ella. Castor Cojo y su esposa habían previsto por anticipado que, para Hoja Azul, las consecuencias del suicidio del guerrero no podían ser otras. Ése había sido el destino de la madre y de las tías de Hoja Azul, que no esperó nada mejor.
A la mañana siguiente, la encontraron muerta por congelación. De esa manera tan práctica, los. arapahos establecidos en las Muelas del Crótalo se liberaron de la molestia de una anciana que había dejado de ser útil.
Advertencia a los redactores de. US. Al introducir cualquier material referente a los indios de Colorado, deben tener presente tres consideraciones fundamentales.
Primera: Aunque los indios de las planicies constituyeron las tribus más espectaculares de la historia norteamericana, también fueron los menos interesantes intrínsecamente. Los arapahos y cheyennes aparecieron muy tarde en escena. Ocuparon tierras que indios más entendidos, como los pawnees, y más pobres, como los utes, habían inspeccionado durante varios siglos y que, al considerarlas improductivas, desdeñaron. Y, lo que es aún más importante, sus anteriores vagabundeos desde el este del Mississippi y el norte del Missouri hasta las áridas llanuras habían privado a cheyennes y arapahos de la mayor parte de su herencia cultural, que se vieron obligados a abandonar como si fuera equipaje innecesario.· Eran nómadas culturales cuya categoría aumentó gracias al caballo. En sus ilustraciones o en sus textos, no deben ustedes pintarlos como indios norteamericanos típicos. A ese respecto, casi cualquier otra de las tribus importantes resultaría más apropiada.
Segunda: Durante la preparación de mis notas, luché constantemente, aunque tal vez sin éxito, contra el impulso tentador de atribuir una importancia excesiva a las derivaciones de la obtención del caballo por parte de los indios. Cuanto digo es verídico, pero a veces tengo dudas acerca de lo que significa. Creo que la mejor precaución consiste en no olvidar que la llegada del caballo sólo cambió hasta cierto punto las actitudes básicas desarrolladas por los arapahos en el curso de los dos mil años precedentes. Ya eran nómadas cuando el caballo entró en su tribu; el animal no hizo más que extender su radio de acción. Ya tenían travois; el solípedo permitió simplemente que la carga de arrastre fuera mayor. Ya estaban ligados al bisonte; la montura les facultó para alcanzarlo con más rapidez y matarlo con menos despilfarro. Ya tenían una sociedad edificada en torno al golpe y la partida de guerra; el équido sólo les alentó a emprender incursiones que cubrían más territorio. (No deja de impresionarme el hecho de que, con el caballo, los arapahos no se lanzaron a un solo combate que se desarrollara en una zona en la que no hubiesen penetrado antes a pie.) El caballo tan sólo proporcionó más intensidad a costumbres que ya existían. Hubo, sin embargo, un cambio de menor cuantía que muy bien pudo efectuarlo el caballo: una mejora en las condiciones de vida de la mujer. Las cargas que tenían que acarrear se redujeron; podían acompañar a la tribu en sus expediciones a mayor distancia, y algunas mujeres consiguieron caballos de su propiedad, a lomos de los cuales cabalgaban durante las migraciones o las marchas para el descuartizamiento de los bisontes. Si los indios varones querían a sus monturas, las mujeres indias las adoraban.
Tercera: No deben crear la impresión de que los indios de las praderas estuvieron asentados durante un largo espacio de tiempo en los lugares donde el hombre blanco los descubrió. Doy el año de 1756 como fecha de llegada de nuestra rama de arapahos a las tierras sitas entre los dos Plattes. Virginia Trenholm, especialista de primera clase en el tema de los arapahos, asegura que no llegaron tan al sur hasta el año 1790, lo que es altamente significativo, ¡porque resultaría que se presentaron allí algún tiempo después que los primeros tramperos franceses e ingleses! He examinado todos los datos e indicios y he llegado a la conclusión de que debieron de llegar antes de esa fecha; quizá 1756 sea prematuro, pero creo que no. Si sus propias investigaciones indican una fecha posterior, no tengo nada que objetar. Pero, por favor, no incurran en el desliz de redactar párrafos en los que se hable del hombre blanco irrumpiendo en regiones que los indios ocupaban desde épocas inmemoriales… al menos, no lo hagan con respecto a las praderas de Colorada. Los pawnees vivieron durante siglos en la zona oriental de Nebraska, pero en las comarcas occidentales, donde operó Castor Cojo, eran prácticamente recién llegados. Los utes habían morado en las Rocosas, pero nunca establecieron ninguna clase de aposentamiento firme en las zonas que circundaban Centenario.
En el período anterior a la época en la que adquirieron caballos, los comanches eran una tribu montañesa de miserable pobreza; se trasladaron más bien tarde hacia sus posiciones a la orilla del Arkansas. La limitada región con la que están ustedes tratando parece que permaneció despoblada, sin núcleos humanos establecidos de forma permanente, desde alrededor del año 6000 a. C. hasta 1750 de nuestra era. Están tratando con una zona muy joven culturalmente, y, desde luego, no es un territorio que los indios llevasen ocupando mucho tiempo.
Imágenes visuales. Al representar escenas históricas de los indios, no cometan estos errores tradicionales:
No los muestren a base de partidas de guerra ataviadas con galas reales. A juzgar por lo que he leído, los indios, en sus ocupaciones cotidianas, se parecían mucho a los actuales estudiantes de la Universidad de Colorado que pululan por el campus Boulder, con la salvedad de que tal vez los indios estuvieran un poco más limpios.
Por otra parte, no se excedan en cuanto a aseo. Al tratar del tipi arapaho con un viejo experto, el hombre escuchó mi favorecedora descripción, para después emitir un gruñido y manifestar:
— Se ha dejado una cosa que con toda seguridad encontraría en un tipi arapaho.
Cuando le pregunté de qué se trataba, repuso:
— Si se sentara en esa cama del jefe, la de la preciosa cabecera y todo eso, lo que con toda certeza pillaría serían piojos.
En las partidas de guerra y en los combates que se entablaron, con anterioridad a la llegada del hombre blanco, pocos efectivos intervinieron y escasas muertes hubo. Las impresionantes cargas masivas representadas en los cuadros occidentales no tuvieron efecto.
Respecto a la era pre-hombre-blanco, las pinturas de George Catlin siguen siendo las más dignas de confianza.
Por lo que se refiere a la era del hombre blanco, prefiero con mucho las de Charles M. Russell. Los cuadros de Frederic Remington son auténticos en cuanto a representaciones del hombre, blanco afanándose en las praderas, pero a mi juicio carecen de sensibilidad en lo que concierne a los indios.
Por el amor de Dios, no contribuyan a perpetuar, de palabra o a través de ilustraciones o mapas, la leyenda de que los indios se agenciaron sus caballos tomándolos entre los fortuitos descendientes de dos équidos, un garañón y una yegua, que escaparon de la expedición de Coronado y procrearon como locos, engendrando centenares de potros todos los cuales se dedicaron también a multiplicar la especie con la misma determinación que sus supuestos padres. Lo siento. Coronado tenía garañones, ninguno de los cuales escapó. Los indios consiguieron sus monturas ya sea mientras trabajaban para los españoles, como botín bélico, o bien mediante el clásico proceso del robo nocturno, en el que fueron maestros consumados.
Si disponen de su propio artista para realizar las ilustraciones, recuerden que por la época en que los indios se hicieron con caballos, éstos habían disminuido de tamaño y recibieron el nombre de poneys, que significa caballo pequeño y compacto. Preferían los de pelaje pinto.
Problema moral. Quedan, pues, frente al problema más difícil de todos. Sólo cuando concluí el informe, me di cuenta de que poco faltaba para que mi retrato del arapaho de la última parte del siglo XVIII correspondiese al del noble salvaje de Rousseau. No fue mi intención hacerlo así. Me he esforzado en todos los puntos, a la hora de introducir material calificativo, en subrayar debidamente las limitaciones de su cerebro, lo primitivo de su orden social, la cortedad de su lenguaje, el trato inhumano que daba a las mujeres y lo limitado de su horizonte. Llamo ahora la atención de ustedes sobre esta paradoja, porque creo que nos obsesionará a todos mientras dure este proyecto. Respecto a la inherente nobleza del indio, tendremos que adoptar una determinación en el punto donde estamos, ya que el problema se suscitará después, cuando menos lo esperemos. Debemos tener la mente clara. Para ser más concreto: algo así como el noventa por ciento de los estudiantes que en 1976 pueblen los colegios mayores y universidades estadounidenses tendrán el convencimiento absoluto, y votarán conforme a tal creencia, de que los indios que vagaban por el Oeste en 1776 habían solucionado todos los problemas de la vida en grupo y alcanzado el equilibrio ecológico que debe existir entre el hombre y su medio ambiente. ¿Tendrán razón al darlo por sentado? No traten de resolver ahora el enigma. Aguarden hasta disponer de todos los datos. Pero, al final, tendrán que comprobar todo lo que digan o realizar las ilustraciones referentes al indio a la luz de este problema primordial: en su estado natural, ¿era el indio inherentemente superior? En el presente capítulo, me he esforzado en proporcionarles el retrato más fiel que he podido de un indio de los últimos años del siglo XVIII. Resulta evidente mi simpatía hacia ese hombre y el hecho de que me hubiese gustado ir de caza con él. No pretendo afirmar que le haya hecho abstracta justicia histórica.
Hombre primitivo. En cuanto a la fecha de la llegada del hombre a las Américas, sólo sabemos con certeza que el hombre de Clovis operaba por los alrededores de Centenario hace unos doce mil años, ya que disponemos de las puntas de proyectil que utilizaba y de restos carbonizados de sus fogatas.
Estoy convencido de que, antes de que concluya este siglo, se encontrarán artilugios y emplazamientos que fecharán los antepasados norteamericanos del indio en época anterior al puente continental de hace cuarenta mil años. Dudo de que deban patrocinar esta fecha en su revista, pero les aconsejo que no se ciñan estrictamente a alguna como la de 10000 a. C., sólo porque tenemos dataciones de carbono que la apoyan. El hombre primitivo estuvo en esas zonas durante mucho, muchísimo más tiempo del que años atrás creíamos posible, y no me extrañaría que el día menos pensado se confirmase que el puesto de Calico, en el desierto Mohave, al nordeste de Barstow (California), remonta la fecha hacia el año 100000 a. C.
Puntas de lanza. Mi cariño por la punta Clovis no me impide ver la existencia de otros dos tipos que algunos expertos consideran incluso más estupendos: la punta Eden, larga, fina, maravillosamente terminada, y la punta Folsom, pequeña y aflautada de modo exquisito. La cuestión se reduce a lo siguiente: si ustedes prefieren la nada artificiosa pintura de Giotto y las líneas recias y austeras del románico, como me ocurre a mí, se inclinarán por la Clovis. Pero si sus gustos van hacia la belleza más aparatosa de Giorgione y de la catedral de Chartres, preferirán la Eden. Y si les encantan los delicados arabescos de Watteau y de la Sainte-Chapelle, se quedarán con la Folsom. Pero, al margen de las preferencias de cada cual, lo que manifiesto acerca de la hermosura sin par de todas esas obras de arte antiguas sigue en pie.
Lenguaje. En cuanto al hecho de que utes y aztecas hablaban lenguajes derivados de la misma lengua madre, tal vez deseen ustedes introducir a sus lectores en la glotocronología, la ciencia que data unos orígenes a través de la evolución por separado de dos o más lenguajes,nacidos de un tronco común. Si necesitan un resumen de tales estudios, puedo proporcionárselo.