2. Tres contra trescientos

En 1768, cuando Castor Cojo contaba veintiún años, tuvo una de esas intuiciones de concluyente sencillez que distinguen a los hombres superiores. Razonó: "Si queremos caballos, vayamos a donde están los caballos." y ésa fue la idea que le incitó a la audaz correría contra los comanches.

La imagen acudió a su mente, como ocurre con la mayoría de las inspiraciones acertadas, mientras estaba preocupado por una cuestión bastante difícil, aparentemente relacionada con un terreno distinto. Era a principios de otoño y los miembros de Nuestro Pueblo establecidos en las Muelas del Crótalo comprendían que, para pasar un invierno exento de privaciones, necesitaban mucha más carne de bisonte de la que hasta entonces habían conseguido acopiar. Ahí entraba de nuevo el persistente asunto de los caballos. Los pawnees y los comanches podían extender su radio de acción sobre distancias mucho más amplias y seguir el rastro de los bisontes hasta donde éstos se encontrasen, e incluso los miserables utes, cuando abandonaban sus bastiones de la montaña, disponían de monturas para tal fin. Pero Nuestro Pueblo tenía que seguir a los bisontes al viejo estilo, según el sistema que los indios de las praderas del norte practicaban desde hacía un millar de años.

Cierta mañana, una partida de exploración regresó corriendo, con una noticia excitante. Había sido avistado un gran rebaño, hacia el noroeste, y al parecer avanzaba en la dirección más favorable, aunque no podía asegurarse con certeza. Los bisontes no se movían casi nunca de acuerdo con una norma fija; se desviaban e iban de un lado a otro como un tornado cuyo rumbo establecía cualquiera que marchase en cabeza. No obstante, se albergaba la esperanza de que llegaran a colocarse en una posición en la que cupiese la posibilidad de manejarlos para que se encaminaran al risco de creta. Nuestro Pueblo no tenía más alternativa que la de obrar conforme al supuesto de que sucediera así.

Por consiguiente, toda la tribu abandonó las Muelas del Crótalo y emprendió la marcha por la penosa ruta del oeste, para interceptar al rebaño; en el curso de la segunda jornada, los exploradores acudieron con la estimulante noticia de que los bisontes se dirigían hacia el sureste. Con un poco de suerte, se les podría desviar hacia el risco de creta.

Mientras caminaban, Castor Cojo fue percatándose cada vez con mayor intensidad de la presencia de una muchacha alta y encantadora, llamada Hoja Azul, hija de Orejas Frías, el anciano al que había salvado de morir en la estaca. El chico no recibió ninguna muestra de agradecimiento, porque el viejo guerrero deseaba la muerte y ahora su vida se prolongaba innecesariamente; muchos reprochaban a Castor Cojo su intervención, dado que la hija de Orejas Frías se veía obligada a cuidar de su padre. En cambio, la joven se consideraba en deuda de gratitud con Castor Cojo, que había alargado en unos cuantos años la vida del anciano, y no se lamentaba del trabajo suplementario que representaba tener que procurarle alimento.

Ya empezaba a ser hora de que Castor Cojo tomara esposa, y su padre -es decir, el segundo hermano, en edad, de su padre-había sacado a relucir el tema varias veces, pero el joven guerrero lo eludió siempre. Su padre se ofreció para arreglarle un matrimonio, si lo juzgaba pertinente, pero dijo también que Castor Cojo podía echar un vistazo a su vez, por si encontraba una novia que le gustase. De manera nada sistemática, el muchacho lo estuvo haciendo así, pero hasta entonces había pasado por alto a Hoja Azul. En camino, con su vestido de piel de alce, era una zagala preciosa.

Nuestro Pueblo recorrió una distancia considerable en dirección oeste, tres jornadas desde el campamento, y entrada la tarde del tercer día divisaron por fin a los bisontes. Era un rebaño enorme, compuesto por varios miles de cabezas, y a duras penas se movía. La maniobra consistía en apremiarlos sosegadamente para que fuesen hacia el risco de creta, efectuando la operación de tal modo que los animales no se percatasen de lo que sucedía. Era cosa de actuar apaciblemente, sí, pero, al mismo tiempo, uno tenía que moverse con celeridad, porque siempre existía el peligro de que los utes, a lomos de sus caballos, descendiesen de las montañas, lanzados al galope y emitiendo gritos, para separar unos cuantos bisontes y obligar al resto a dispersarse. La operación requería buen juicio.

Los jefes decidieron que el grueso del contingente de Nuestro Pueblo trazase un amplio arco, por el oeste, y se acercase sosegadamente a la retaguardia del rebaño, sin alertar a los bisontes, pero manteniendo una posición que permitiese actuar con prontitud si los bisontes pretendían retroceder por el terreno que acababan de atravesar. Por el flanco derecho, quince o veinte guerreros se encargarían de impedir que el rebaño se adentrase por los montes bajos; la suya sería una misión sencilla. A los hombres que se les asignó el ala izquierda correspondería la tarea más importante, ya que debían evitar que el rebaño se dirigiese hacia las praderas abiertas, cosa que los animales harían en el caso de que les atacara el miedo. Se destinaron los mejores elementos a esa labor.

A Castor Cojo se le designó para desempeñar el papel de uno de los siete lobos. Éstos eran guerreros que se envolvían en pieles de lobo recién curtidas, de forma que sus cuerpos quedaban totalmente disfrazados; de tal guisa, se deslizaban hasta casi tocar a los bisontes, quienes veían a los lobos y automáticamente se apartaban de ellos. Eran escasas las probabilidades de que el rebaño iniciase una estampida; porque los bisontes sabían que, yendo en grupo, les resultaba fácil protegerse.

Durante dos largos y áridos días, Nuestro Pueblo siguió a los bisontes. Los indios que ocupaban la retaguardia del rebaño ejercieron una presión constante y los que estaban situados hacia las montañas decantaron continuamente a las enormes bestias hacia el risco. Castor Cojo y los otros seis hombres disfrazados de lobo operaron a lo largo del flanco izquierdo para impedir que los bisontes se dirigiesen a las praderas.

El tercer día resultó ya evidente que Nuestro Pueblo contaba con muchas probabilidades de impulsar a los bisontes hacia el borde del risco, por el que se despeñarían, y una gran emoción se manifestaba en el ambiente. Los siete hombres con piel de lobo empuñaban ahora los mejores arcos y flechas que la tribu poseía, de modo que si la táctica principal fallaba, al menos podrían sacarle algún partido a la operación, derribando algunos animales a flechazos, y asegurándose con ello ciertas reservas de carne seca, de pemmican, para el invierno.

La decisión terminante acerca del momento en que debía provocarse la estampida se dejó en manos de un consejo, al que pertenecía Orejas Frías, el cazador de bisontes más competente de toda la tribu.

— El primer error -manifestó- consiste en empezar prematuramente. El segundo error estriba en tener en las puntas hombres miedosos. Recuerdo que cuando llevamos a cabo aquella conducción en Red Hills…

El consejo no deseaba escuchar otra vez lo ocurrido en Red Hills; al tío de uno de los asistentes al consejo le falló el valor y el rebaño huyó.

— Me encargaré de la punta izquierda -dijo Orejas Frías, y todo el mundo sabía que era el puesto avanzado crucial, porque si los bisontes salían de estampida en esa dirección y llegaban a las praderas, todo estaba perdido- ¿Quién se hará cargo de la punta derecha?

Allí era donde había que impedir que los bisontes se dispersaran por las colinas y se trataba de un puesto menos peligroso y mucho menos crítico, pero, no obstante, exigía un buen hombre. Un jefe veterano se ofreció para él y Orejas Frías se sintió satisfecho.

De modo que se montó la trampa. Dos jefes maduros, supervivientes de muchas cacerías, se hicieron cargo de la responsabilidad de provocar la estampida y ordenaron a la mayor parte de los miembros de la tribu y de los perros que se colocasen en sus posiciones a lo largo del esencial flanco izquierdo, para asustar a los rumiantes, a base de ruido, en el caso de que trataran de desviarse hacia las praderas. A Castor Cojo y sus hombres disfrazados de lobo se les indicó cuál sería la señal, y todo estuvo a punto.

Con un grito selvático, los dos jefes echaron a correr delante de la primera fila de bisontes. Al mismo tiempo, los que ocupaban la retaguardia del rebaño se precipitaron al frente, emitiendo estentóreos alaridos y arrojando piedras a los animales que iban en la parte posterior de la manada. Y Castor Cojo y sus hombres con piel de lobo empezaron a disparar flechas, con la máxima rapidez que les era posible, contra los bisontes de mayor tamaño.

El pánico se apoderó de los animales y durante unos segundos preñados de incertidumbre -que aterrorizaron a los indios, porque sus vidas dependían del éxito de aquella operación pareció que las bestias iban a limitarse a vagar por la zona, sumidas en la confusión, sin correr hacia el risco. Pero los jefes ya habían previsto aquello y una partida de jóvenes guerreros, bien armados, empezaron a arrojar enormes pedruscos a los bisontes que marchaban en cabeza. Tras unos desesperados instantes de vacilación, mientras todos los indios impetraban la ayuda de Hombre- Superior, el gran rebaño inició su galope hada el risco.

Pero, inexplicablemente, empezaron a desviarse hacia las planicies, y pareció que todo estaba perdido. Nuestro Pueblo sólo obtendría los pocos bisontes abatidos por los hombres disfrazados de lobo. La totalidad del resto de aquella carne imprescindible, de aquellas mantas de piel que representaban la supervivencia, escaparía.

— ¡No! ¡No! -exclamó Castor Cojo, desalentado.

Entonces, desde la punta izquierda donde se encontraba estacionado, Orejas Frías corrió hacia adelante para enfrentarse a los bisontes. Al tiempo que agitaba los brazos y alzaba su aguda voz por encima del estruendo del batir de las pezuñas, se lanzó directamente ante la vanguardia de las bestias y logró que virasen un poco hacia el oeste. Los animales que iban detrás de los primeros pisotearon al caído anciano, de forma que el cuerpo de éste quedó irreconocible. Pero con su holocausto había evitado que el rebaño escapase enloquecido rumbo a las llanuras.

Como la tremenda oleada de agua que se precipita rugiente montaña abajo, cuando una presa de hielo se quiebra, la horda de bisontes continuó disparada por el cauce preparado, con los indios gritando y agitando los brazos para mantener a los animales en formación. Las bestias descendieron por el leve declive y, de pronto, las que marchaban en cabeza trataron de detenerse, intentaron clavar sus patas delanteras en el suelo y mugieron aterradas, pero todo fue inútil. Los bisontes que iban detrás no interrumpieron su carrera, se les echaron encima y los empujaron por el borde del despeñadero. Luego, las reses que impulsaron a las primeras sufrieron idéntica suerte, al recibir el impacto de las que les seguían, y cayeron también por el precipicio. El rebaño se suicidó así; animales cuyo peso era casi de una tonelada iban a estrellarse encima del montón formado por los que estaban abajo, se rompían cuellos, patas y columnas vertebrales, entre nubes de polvo y lastimeros mugidos.

Carecía ya de importancia el número de bisontes que hubiesen podido matar las, flechas de los hombres disfrazados de lobo. Cuatrocientos animales yacían al pie del risco, muertos o tan gravemente heridos que las mujeres encargadas del descuartizamiento no tenían dificultad alguna en rematarlos. La estampida constituyó un éxito que superaba con creces todas las esperanzas previas; los cuerpos innecesarios se dejarían allí para los utes, que eran tan generosos como hacia ellos podían serlo los integrantes de Nuestro Pueblo.

Sólo los mejores animales, las terneras, se descuartizaban totalmente. De las otras reses se tomaba la lengua, que se utilizaría en determinadas ceremonias, y algunos de los trozos más tiernos de los cuartos traseros. Había que poner buen cuidado en reunir suficiente cantidad de tripas para hacer pemmican y, al objeto de conferir buen sabor a las raciones del invierno, era aconsejable obtener cierta proporción de la carne fuertemente sazonada de los animales de más edad, por lo que los hombres que habían supervisado en ocasiones anteriores el desmembramiento de tales piezas acompañaban a las mujeres y emitían su dictamen.

Mientras contemplaba aquella frenética confusión y apreciaba el hecho de que sólo el valeroso sacrificio de Orejas Frías había permitido el éxito de la operación, Castor Cojo se dijo: "No es bueno cazar bisontes de esta forma. Los animales que quedan en el fondo del montón están tapados de tal modo por los que les cubren que ni siquiera los buitres podrán aprovecharse de ellos. Esto debería hacerse con caballos." Después añadió: "Si uno quiere caballos, ha de ir a donde estén los caballos." Era cuestión de dejar ya de jugar con los pawnees que sólo poseían unos pocos. Invadiría el territorio comanche, donde los caballos se contaban por centenares.

Trazó sus planes meticulosamente. Sólo llevaría consigo dos compañeros, pero debían ser jóvenes que le inspirasen una confianza absoluta y que no tuvieran miedo a la muerte. Durante varios días, la tribu se dedicó a la tarea de transportar a las Muelas del Crótalo pesados fardos de pieles y carne de bisonte, con todos los perros cargados, y Castor Cojo se dedicó a examinar a sus camaradas y a descartarlos uno tras otro, al no considerarles capaces de soportar el esfuerzo de la misión que se le había ocurrido llevar a cabo.

Poco a poco, comenzó a proyectar su atención sobre un joven guerrero llamado Nariz Roja, flemático, poco imaginativo y de incuestionable valor. Vio en él la clase de muchacho que decide a edad temprana que algún día será jefe y, a partir de ese momento, todos sus actos se subordinan al logro de tal deseo. Empieza a hablar en tono grave, asiente con prudencia cuando los mayores exponen alguna propuesta y se comporta siempre con decoro. A Castor Cojo no le gustaba Nariz Roja; le parecía ampuloso por demás. Pero nunca le vio cometer un error, ni obrar de modo impetuoso o insensato. Ya era subjefe, un hombre en el que confiar hasta la muerte, porque su propia vanidad no le permitiría fracasar.

Una noche, abordó a Nariz Roja y le preguntó:

— ¿Te gustaría participar conmigo en una gran hazaña? -Titubeó, al tiempo que buscaba las palabras oportunas-. Una acción que proporcionaría caballos a nuestra tribu.

Nariz Roja meditó durante un momento, como Castor Cojo sabía que iba a hacer.

— Por conseguir caballos haría cualquier cosa -manifestó por último.

Se apretaron los hombros mutuamente.

Castor Cojo dirigió entonces su atención hacia un extraño individuo llamado Rodilla de Álamo, nombre que se inspiró en un curioso accidente que a veces se da en la orilla del río cuando la raíz de un árbol, que debería mantenerse bajo tierra, crece hacia arriba, se asoma brevemente a la superficie y luego vuelve a hundirse en seguida en el subsuelo. Rodilla de Álamo no tenía ninguna de las características de Nariz Roja: era más bien rechoncho, en contraste con la esbeltez del posible futuro jefe; hablaba profusamente, mientras que el sabio en ciernes era taciturno; y su rostro solía estar iluminado por una sonrisa abierta, generosa y amplia, subrayada por la blanca dentadura, cuando Nariz Roja conservaba siempre el continente sombrío de un caudillo. Pero Rodilla de Álamo poseía una virtud de valor inapreciable para una misión peligrosa: su absoluta y leal entrega a cualquier empresa. Era digno de toda confianza; igual que el Platte se deslizaba año tras año, con su curso a veces un tanto disperso y a veces marcando un cauce bien definido, Rodilla de Álamo avanzaba a través de la vida, lento, bonachón, seguro y regordete. Cuando el Platte se salía de madre a causa de una crecida, daba la impresión de no llevar rumbo fijo, pero luego, poco a poco, recobraba la calma y ni siquiera Hombre-Superior conseguía apartarlo de su curso durante mucho tiempo.

— ¿Estarías dispuesto a lanzarte a una gran aventura? -preguntó Castor Cojo una tarde al rollizo guerrero.

— Sí -respondió Rodilla de Álamo.

Ni siquiera interrogó acerca de la naturaleza del proyecto. Llegó el día en que los tres voluntarios tuvieron que presentar su plan ante el consejo de la tribu y, prudentemente, Castor Cojo asignó esa tarea a Nariz Roja, que expuso la idea con habilidad:

— Si toda la tribu se pusiera en marcha hacia el sur, para hacer la guerra a los comanches, éstos se enterarían. Estarían preparados. Perderíamos muchos guerreros y no capturaríamos muchos caballos. Pero si vamos sólo nosotros tres y nos acercamos subrepticiamente, en el caso de que fracasemos no se perderán más que tres hombres. Y si nos sale bien, tendremos caballos.

Tras un prolongado debate, se concedió el permiso, pero el padre de Castor Cojo recibió el encargo de celebrar consejo con los inexpertos guerreros, y manifestó:

— Sabéis, naturalmente, que los comanches someten a horribles torturas a los enemigos que capturan. Adoran a sus caballos por encima de todo y, si los sorprenden tonteando con ellos, moriréis de un modo espantoso. Se dice que cuando un hombre cae en poder de los comanches, muere once veces. Sus mujeres conocen diversos sistemas, a cual más cruel, de torturar a un hombre y, no obstante, mantenerlo vivo.

Si vuestra misión fracasa, esperad hasta el último momento. Entonces os quitáis la vida. Y si uno de vosotros se encuentra en una situación que le imposibilita para suicidarse, los supervivientes han de prometer que le matarán, antes de que os marchéis. ¿Comprendido?

Los tres compañeros se miraron unos a otros; conocían la fama de los comanches en cuanto a las terribles muertes que ejecutaban, pero no quisieron hablar de ello abiertamente. Ahora tenían que afrontar aquella perspectiva, y Nariz Roja se dirigió a sus camaradas:

— Si desfallezco, debéis matarme.

— No me dejéis en manos de los comanches -articuló Rodilla de Álamo.

Castor Cojo enfocó la cuestión de otra manera:

— Si os veo inermes, prometo mataros.

Después, el padre de Castor Cojo le llamó aparte y le dijo:

— He observado que miras a Hoja Azul. Tus ojos parecen sentirse muy atraídos por la muchacha. -Castor Cojo asintió con su silencio y el padre continuó-Mientras estés ausente, hablaré con su hermano y averiguaré cuántas pieles de bisonte…

Castor Cojo dio a eso una respuesta que se repetiría innumerables veces en la tribu:

— Dile a su hermano que, por Hoja Azul, entregaré un caballo.

Era un largo recorrido hacia el sur, hasta el territorio de los comanches, con el probable riesgo, a cada paso, de que les diesen el alto aquellos rápidos jinetes que constituían el azote de las praderas, pero los tres guerreros también eran expertos hombres de la llanura y no dejaban huella alguna, nada que traicionase su presencia. En dos ocasiones, durante los últimos días, vieron comanches cabalgando por las cimas de los montes, pero hasta un águila hubiese tenido dificultades para detectar a los intrusos cuando éstos avanzaban entre las altas hierbas.

Habían transcurrido muchas noches desde que partieron de las Muelas del Crótalo, cuando tropezaron con indicios reveladores de la proximidad de una aldea comanche. Sin embargo, al inspeccionarla -con suma precaución-, observaron con amargo desencanto que sólo se trataba de un miserable grupo de desdichados tipis, con unos cuantos caballos nada más; en absoluto podía considerarse un objetivo que mereciese la pena. Las verdaderas aldeas debían de encontrarse más al sur.

Su constancia se vio recompensada cuando llegaron a una corriente acuática de veloz curso -que posteriormente sería llamada el Arkansas-, de gran caudal y con dos islas en el centro. Comprendieron al instante que aquellas islas podían constituir una ventaja para ellos, porque en la otra orilla del río se alzaba una aldea de regulares proporciones, que ofrecía a la vista algo que alegró el corazón de los tres guerreros: un recinto cercado con ramas y maleza entrelazadas, en cuyo interior había por lo menos noventa caballos.

Durante dos días, los guerreros de Nuestro Pueblo permanecieron ocultos en la ribera norte del Arkansas, manteniendo una estrecha vigilancia y observando cuanto ocurría en la orilla sur. Castor Cojo se extrañaba mucho de que los comanches permitiesen aquella vigilancia. Varias veces preguntó: "¿Dónde están sus exploradores?" Era evidente que, al haber expulsado poco antes a los apaches de aquel territorio, los comanches se habían vuelto descuidados.

El plan que idearon era bueno. Cruzarían el río hacia la orilla sur cuando se acercase la medianoche, poco antes de que cambiase la guardia. Continuarían ocultos en la oscuridad hasta que faltase poco para el amanecer y entonces asaltarían el corral de la siguiente manera: Castor Cojo dejaría fuera de combate al centinela más próximo al campamento. Nariz Roja haría lo mismo con el que estuviera situado en la parte del río. Y Rodilla de Álamo echaría abajo la cerca y conduciría cuantos caballos le fuese posible hacia el norte.

Luego atravesarían el río hasta la primera isla, se reagruparían allí, montarían tres caballos y dirigirían a los demás. Para que todo saliera bien, Castor Cojo y Nariz Roja dispersarían los caballos que quedasen, al objeto de que los comanches no pudiesen emprender la persecución en seguida.

Fue Rodilla de Álamo quien formuló la pregunta embarazosa:

— ¿Cómo sabes que podemos montar los caballos?

Y Castor Cojo replicó:

— Si un ute es capaz de hacerlo, yo también.

Llegaron a la orilla sur y, sumergidos en una ansiedad cada vez más profunda, aguardaron a que transcurriese la noche. Los centinelas comanches recorrían el campamento de forma irregular, sin atender debidamente a su tarea. Dos observadores se llegaron al corral, pero, con gran asombro por parte de los miembros de Nuestro Pueblo, no tardaron en retirarse para ir a pasar la noche dentro de sus tipis. Castor Cojo se dispuso a indicar a Nariz Roja, mediante señales, que nadie vigilaba el corral, pero Nariz Roja ya se había percatado de esa circunstancia y se lo estaba comunicando a Rodilla de Álamo. Se convino en que Castor Cojo desviaría su ataque al solitario centinela del campamento, dejando a Nariz Roja libre para ayudar a Rodilla de Álamo en la misión de recoger los caballos que iban a llevarse y soltar a los demás. Pero cuando la aurora se avecinaba, hasta el centinela solitario abandonó la guardia y se refugió en su tipi. El campamento estaba totalmente desatendido. Por el momento, la ruta del norte se encontraba sin defensa.

Trabajando despacio y con precisión, los tres guerreros de Nuestro Pueblo sacaron partido de aquella situación tan inesperadamente favorable. Derribaron una gran parte de la cerca, seleccionaron veintinueve caballos y dispersaron a los demás sin hacer ruido. Condujeron los caballos al río, cruzaron a la isla y luego continuaron la marcha, antes de que la aldea comanche sospechase lo que había sucedido.

Fue la incursión más diestra e ingeniosa que Nuestro Pueblo hubiese llevado a efecto jamás, porque los veintinueve caballos estaban ya muy lejos, al norte del Arkansas, y se dirigían sanos y salvos hacia las Muelas del Crótalo, antes de que el primer guerrero comanche atravesara el río. Y era un guerrero que iba a pie.

Los tres bravos de Nuestro Pueblo se reían entre sí, contentísimos por el éxito de su aventura, cuando de pronto Rodilla de Álamo tiró de las riendas, puso cara de ansiedad y exclamó:

— ¡Supongamos que todos los animales que nos hemos llevado son machos!

Los tres indios se apresuraron a desmontar y comprobaron con sus propios ojos que disponían de una buena serie de parejas de ambos sexos. Y así fue cómo Nuestro Pueblo consiguió caballos.