SHERIFF
PROCEDA EMBARGO POR NUMEROSAS FACTURAS IMPAGADAS TODO EQUIPO PERTENECIENTE COMPAÑÍA TEATRAL MAUDE y MERVIN WENDELL QUE ACTÚA EN SU CIUDAD.
— Esto pone fin a la gira -dijo Maude a su esposo, al mostrarle el telegrama.
— ¡Qué falta de tacto! -exclamó Wendell, con fingida protesta moral-. ¡Presentar esto en medio de una representación!
— Mervin -advirtió la mujer, haciendo gala de gran dominio-, afronta la situación. Nos tienen acorralados contra la pared.
— Cariño… -susurró suavemente Wendell, intentando tranquilizarla.
Cuando pronunciaba esa palabra confería a la misma su verdadero sentido, porque Maude Wendell era la vida para él. En los raros momentos en que se miraba a sí mismo y se veía como realmente era, no le quedaba más remedio que admitir que siempre había sido un hombre de limitado talento. Ah, sí, podía imitar trenes tan bien como Major Hendershot y era bastante bueno en el canto de los pájaros. Pero cuando probaba con Shakespeare o con Dion Boucicaut, a duras penas resultaba aceptable. Nunca tuvo las brillantes cualidades del joven Chisholm, ni el vigoroso sentido de la comedia con el que contaba Mike Murphy.
Y, sin embargo, Maude de Lisie se casó con él, pese a tener otros pretendientes entre los que elegir. Maude le llevó consigo durante los años en que el éxito les acompañaba y luego se quedó junto a él, cuando su vida se deterioró y descendieron a los hoteles tristes. Mervin Wendell conservaba aquella lealtad como un tesoro y, si por una parte era un actor más bien patético, por otra era un marido fiel que adoraba a su esposa y no se recataba de decírselo. Una vez, en un pueblo de Dakota del Sur, cuando representaban la escena del balcón de Romeo y Julieta, Mervin alzó la mirada hacia Maude y le pareció más radiante incluso de lo que daban a entender las frases de Shakespeare. Permaneció aturdido al pie del balcón, mientras Murphy le apuntaba: "¡Pero, silencio! ¿Qué resplandor se abre paso a través de aquella ventana?" En vez de repetirlo, como debió hacer, lo aceptó como si una voz carente de cuerpo lo hubiese declamado y respondió con las palabras que seguían: "¡Es el Oriente, y Julieta es el sol!" Y la obra continuó.
— ¿Qué ocurre? -preguntaba ahora Mutphy, siempre alerta ante la probabilidad del desastre.
A pesar de la protesta de Mervin, Maude pasó el telegrama al irlandés.
— Informe a Chisholm -dijo Maude en tono ácido-. ¡Si logra dar con él!
— ¡Aguarda! -rogó Mervin.
Pero la decisión ya se había tomado. El elenco llevaba asimilados más reveses de la cuenta. El vínculo necesario para mantener unidos a todos los miembros del grupo teatral había sufrido demasiada erosión por parte de sheriffs, encargados de hotel y revisores de tren.
Maude anunció su resolución:
— Ésta, queridos amigos, es nuestra noche de despedida. Ignoro qué vamos a hacer, pero nos quedaremos aquí, en esta ciudad, y… -dirigió a su marido una mirada de complicidad- estoy segura de que algo saldrá.
Entre los que escucharon aquella declaración, además del sheriff y los actores, figuraba el joven Philip Wendell. Se había apostado en un punto protegido por las sombras, cosa que hacía a menudo, cuando barruntaba que las personas mayores estaban en dificultades, y oyó toda la conversación, a partir del momento en que entró Dumire. Supuso lo que decía el telegrama y comprendió certeramente lo que ello significaba. Era un muchacho precoz y supo que, en aquella ocasión, su madre hablaba en serio. Era el fin de la gira.
Y entonces observó, con profundo orgullo, que su padre hacía acopio de fuerzas.
— ¡Vamos! -arengó el intrépido actor-. Si ésta es la última función, procuremos que sea también la mejor. -Y el chico vio a Mervin acercarse a los Murphy, para animarlos, y luego al joven Chisholm, al que recomendó-: Actúa como si los reyes se encontrasen en la sala.
Era muy propio de su padre decir reyes. Uno no hubiera sido suficiente.
Mervin descubrió entonces allí a su hijo, se acercó a él, le tomó las manos y le preguntó:
— ¿Lo sabes? -El niño asintió y Mervin le atrajo hacia sí y dijo-: Haz una interpretación que nadie pueda olvidar.
Philip se puso las prendas femeninas y, cuando bajó el telón, después de que actuase su madre interpretando el papel de Lady Teazle en una escena de The School for Scandal, fue a ocupar su sitio y se sentó con el arpa entre las rodillas y los ojos cerrados para indicar ceguera. Deslizó los dedos por las cuerdas del instrumento y empezó a entonar la desgarradora canción de Tom Moore, de la vieja Irlanda: El arpa que otrora en el hogar de Tara
El alma de la música vertía, En la pared de Tara cuelga ahora tan callada
Como si de alma estuviese vacía.
En aquel punto, su costumbre era tocar apasionadamente y dirigirse al arpa como si fuese una amiga, pero aquella noche Philip apenas rozó las cuerdas. Interrumpió su canto, los cerrados ojos descendieron sobre el arpa y comenzó a recitar las frases familiares:
— ¿Por qué debo tocar un instrumento que no veo? Siento el tacto de las cuerdas y escucho sus ecos…
La emoción de aquella noche era demasiado para el chico y las palabras se le quebraron en la garganta. Tocó unos acordes y olvidó la secuencia de su apóstrofe. En vez de pronunciarlo, procedió a cantar toda la balada de Moore, cuyo efecto sobre el auditorio fue profundo. Era una niña ciega. Estaba en el corazón de una sentenciada Irlanda, cantando a raíz de la condena. Así, la libertad muy rara vez despierta;
El único latido que motiva Suena cuando indignado un corazón protesta
Para anunciar que aún conserva la vida.
Al concluir la canción, el público prorrumpió en aplausos y aclamaciones, y el chico permaneció en su sitio, con el arpa, cerrados los ojos, mientras rezaba para que aquellos instantes de aprobación no se acabasen nunca. Por último, Chisholm salió al escenario, le acompañó hasta bastidores y, allí, el joven Chisholm se echó a llorar, abrazó a Philip y le dijo:
— Nunca olvidarás esta noche. Has conseguido un gran éxito.
Y entonces llegó la madre de Philip y se lo llevó.
De modo que sonó la hora del último número y Philip, con su vestimenta de Tamborcillo de Frederickburg, redobló su triple tambor como si todo el ejército de la Unión marchase bajo su mando, el señor Murphy estuvo magnífico en su papel de sargento moribundo y la señora Murphy tocó la corneta, sosteniéndola con la mano derecha, mientras ondeaba una bandera con la izquierda; representaba el Espíritu del Triunfo Final del Bien sobre el Mal, o sea, del Norte sobre el Sur. El joven Chisholm derrochó heroísmo en el papel del teniente que capitaneaba la carga y, a través de todo el episodio, Mervin Wendell, sin ayuda de ningún artilugio mecánico, como prometía el programa, estalló obuses, imitó el silbido de proyectiles "Minié" disparados contra el enemigo, accionó una ametralladora "Gatling" y casi se convirtió en el tren de municiones.
En el cuadro final, con la señora Murphy todavía tocando la corneta y agitando la bandera, el público prorrumpió en aclamaciones y, mientras caía el telón, Mervin Wendell formuló la pregunta que obsesiona a las compañías ambulantes en sus infrecuentes noches de éxito:
— ¿Por qué no puede ser siempre así?
El sheriff Dumire, por haber asistido a tantas noches de despedida semejantes a aquélla, se mostró tan amable como le fue posible, pero también mostró firmeza. No, los Wendell no podían disponer de nada, absolutamente de nada, ni de su vestuario, ni de los tambores, ni siquiera del arpa de Philip. Sospechaba que habían defraudado a comerciantes en una docena de estados, como Iowa y Nebraska, y los habitantes de Colorado necesitaban protección. La gira había terminado de verdad.
Así que los seis actores se sentaron en el teatro a oscuras y debatieron lo que iban a hacer a continuación. El joven Chisholm tenía por delante un futuro luminoso; contaba veintidós años y aparentaba dieciséis. Podía vivir años y años a costa de su caída de ojos, y a la mañana siguiente partiría rumbo a Denver. Los Murphy habían conocido una interminable cadena de noches desastrosas, pero siempre fueron capaces de encontrar una compañía ambulante a la que le hiciese falta un buen cómico irlandés con una esposa que supiese tocar la corneta. Pensaban dirigirse de nuevo a Chicago.
Los Wendell se quedarían en Centenario.
— ¿Pero qué podemos hacer? -se lamentó Mervin. Desde la edad de doce años, el escenario había sido su hogar, y no conocía ningún otro-. ¿En qué puedo trabajar? -insistió, en tono de impotencia.
Antes de que Maude tuviese tiempo de esbozar una sugerencia, se presentó ayuda inesperada en forma de un hombre al que veían por primera vez. Franqueó con paso vacilante la puerta trasera del teatro, local que no estaba acostumbrado a pisar, y avanzó a tientas en dirección al punto donde permanecía sentada la familia. Era un hombre alto, desgarbado y tímido. Puesto que el escenario se encontraba a oscuras, los Wendell no pudieron distinguir su alzacuellos clerical ni la Biblia que sostenía con ambas manos.
— Me pregunto si puedo series de alguna ayuda -aventuró amablemente.
Ante aquellas palabras, los hombros de la señora Wendell se hundieron, la mujer apoyó la espalda en un cajón y dijo:
— Necesitamos ingentes cantidades de ayuda.
— Lo sé -repuso el hombre-. El hotel ha tomado posesión de las cosas de ustedes.
— ¡No pueden hacer eso! -protestó Mervin-. Pagué por adelantado.
— Las habitaciones -puntualizó Maude, con voz saturada de cansancio-. Pero comemos como fieras.
— Perdónenme -se excusó el hombre-, me llamo Holly. Reverendo Holly, de la iglesia de la Unión. -Se acercó a cada uno de los Wendell, extendida la mano, y dijo a Philip-: Deberías estar ya en la cama, jovencito. Esta noche dormirás en nuestra casa.
— ¿Por qué hace usted esto? -preguntó Maude.
— A esta ciudad le impresionó y conmovió profundamente el siniestro que produjo la muerte a aquellos hombres del circo. Recordamos entonces que actores, juglares y payasos… -Adivinando que había recurrido a un agrupamiento poco feliz, se interrumpió-: A muchos de nosotros nos gustaría ayudarles.
Les albergó tres días, al cabo de los cuales anunció haber encontrado para ellos residencia permanente, una casa amueblada, propiedad de un tal señor Delmar Gribben, miembro de su congregación.
— ¿Cuánto pagaremos de alquiler? -inquirió Maude.
— Durante dos meses, no habrá alquiler. Transcurrido ese tiempo, tendrán dinero, porque en la estación de ferrocarril hace falta un hombre, por horas, para que transporte equipajes. El empleo es suyo, señor Wendell.
— ¿Es productivo?
— ¡Claro que es productivo! Señor Wendell, esta comunidad desea que usted y su familia residan entre nosotros. Necesitamos más personas. Les necesitamos a ustedes.
De forma que los Wendell abandonaron un teatro que mucho tiempo atrás les había abandonado a ellos y se trasladaron agradecidamente a la casa de Gribben, situada en la Primera y la Quinta, o sea, en el extremo de la calle Primera, un poco más allá de su esquina con la Quinta avenida. El laberíntico edificio daba al espacio abierto de la Zona Baja del Norte y la curva oriental del arroyo del Castor. Aquella noche de domingo, en el poco formalista servicio religioso que al reverendo Holly le encantaba dirigir, los tres Wendell se aseguraron un lugar en el afecto de Centenario.
Era costumbre, en aquellos actos nocturnos, que los miembros de la feligresía con conocimientos musicales ofreciesen solos o dúos. Se preferían los himnos, tales como "La vieja y tosca Cruz" o "Trabaja, que la noche se acerca", pero Mervin sugirió al pastor que el matrimonio Wendell, con la colaboración de su hijo, ofreciesen a los asistentes una conmovedora canción con la que la familia había obtenido cierto éxito cuando la interpretó en diversas ceremonias religiosas, en estados como Ohio e Indiana. El reverendo Holly se mostró encantado y Mervin consultó brevemente con la pianista. Sí, conocía muy bien la canción propuesta. La verdad es que se trataba de una de sus canciones preferidas.
Así que la pianista atacó los sonoros y profundos acordes iniciales de "Susurrante esperanza", el extraordinario éxito de Septimus Winner. Aquella notable canción había sido publicada en 1868, con el seudónimo de Alice Hawthorne, ya que, acertadamente, el autor supuso que, en vista del excepcional sentimentalismo de la pieza, parecería más apropiada si se pensase que la había compuesto una dama. Arrebató a toda la nación, principalmente porque las notas de ligado entonadas por la soprano invitaban al bajo o al barítono a una pauta de acompañamiento retumbante, mientras que la tercera voz, caso de haberla, podía burilar delicados arabescos. Era una canción predestinada para Maude y Mervin Wendell, quienes supieron sacarle partido. Con clara y dulce voz de tiple, Philip moduló las desbordantes frases:
Dulce como la Voz de un Ángel,
Que Lección inaudible susurrara,
La Esperanza, con Persuasión afable,
Musita su sedante Palabra
Aguarda a que la Oscuridad se vaya,
Aguarda a que la Tempestad se haya calmado,
Espera el Sol que brillará Mañana,
Después de que el Turbión se haya alejado.
Mientras el niño cantaba la melodía, su madre, en tono de contralto agudo, vocalizaba una armonía adyacente, que unas veces quedaba por debajo y otras por encima de la nota que daba el hijo, integrándose ocasionalmente en una nota única, para producir tan deliciosas coincidencias que el auditorio dejaba oír suspiros de puro encantamiento.
Ahora llegaba la parte buena, el estribillo. Mientras Philip y Maude continuaban igual, entonando sus versiones de soprano y alto de las palabras susurrante esperanza, Mervin irrumpió en plan de barítono, grave y bajo, cantando tres y cuatro palabras mientras ellos modulaban una. El efecto que produjo fue tan impresionante que, al concluir el coro, el auditorio prorrumpió en una salva de aplausos, sin tener en cuenta que se encontraban en un templo.
— Creo que hemos oído el sursum corda -dijo el reverendo Holly-. Cuando esta competente familia, con su enorme talento, interpreta nuestra pieza favorita, tiene más aire de himno que los himnos que nosotros cantamos.
Y, con esa bendición, los Wendell se convirtieron en ciudadanos de Centenario.
A partir de entonces, cada vez que había una reunión de vecinos de la urbe, a los WendelI se les rogaba que cantasen y llegaba en seguida la petición de "Susurrante esperanza". ¡Cuán estables e indisolublemente integrados parecían en aquella tonada, individuales las voces y, sin embargo, fundiéndose éstas entre sí!
— Constituyen una lección para todos nosotros -repitió innumerables veces el reverendo Holly.
La verdad es que prefería otra creación de Septimus Winner, también publicada con el seudónimo de Alice Hawthorne, y que los Wendell solían ofrecer: "Escucha al sinsonte". La letra de esta canción carecía de la pureza de "Susurrante esperanza" y las estrofas se repetían un poco. Mervin prefería entonarla sentado en una silla, con la mano derecha apoyada en la frente y los ojos clavados en una fogata imaginaria:
Sueño ahora con Hallie, dulce Hallie, dulce Hallie,
Sueño ahora con Hallie,
Pues su recuerdo es vivo e inmortal
Duerme ahora en el valle, en el valle, en el valle,
Duerme ahora en el valle,
Y junto a ella el sinsonte no cesa de cantar.
En ese punto, el auditorio oía a lo lejos el canto del sinsonte, porque, entre bastidores, Philip modulaba una estupenda imitación del pájaro, pero antes de que los trinos del chico terminasen, la madre entraba en escena y silbaba una magnífica serie de cantos de ave, como nunca se había oído en el Oeste. Maude Wendell era fenomenal, ascendiendo y descendiendo por la escala, imitando petirrojos, zorzales, ruiseñores e incluso gavilanes, mientras su marido vocalizaba:
Escuchad al sinsonte,
Escuchad al sinsonte,
El sinsonte canta aún sobre su tumba…
Cuando se llegaba al último estribillo era cuando los Wendell alcanzaban la gloriosa culminación interpretativa. Philip salía de entre bastidores, silbando su sinsonte, mientras Maude aireaba una veintena de agudas e intensas notas y Mervin expresaba su dolor mediante profundos y apasionados registros musicales.
Entre el público asistente, había un miembro nada impresionado. El sheriff Dumire observaba a los Wendell y se preguntaba: "¿De dónde sacarán el dinero?" Vestían bien, comían con regularidad e iban de una fiesta a otra. Los domingos por la mañana, cuando se pasaba la bandeja de la colecta, Mervin ofrecía todo un espectáculo al dejar caer en ella una gruesa moneda, de veinticinco centavos o de medio dólar, que resonaba con munificencia contra el metal. Y le habían visto en el establo de alquiler, cuando contemplaba un tipo de caballo que sólo podía utilizarse para tirar de un carruaje. Allí había gato encerrado.
De modo que Dumire, como la cosa más natural del mundo, se acercó a la estación de ferrocarril para averiguar qué sueldo estaba ganando Mervin Wendell.
— Aquí sólo trabaja media jornada -explicó el factor-. Gana cuatro dólares semanales. Dijo algo de un empleo complementario.
Dumire vigiló a Mervin con más atención y llegó al convencimiento de que no desempeñaba ningún empleo complementario.
— No puede vivir con cuatro dólares a la semana. Y menos de la manera que comen.
Sus sospechas se intensificaron, pero un acontecimiento imprevisto puso coto a su libertad de investigación. Como estaban en verano, el joven Philip no tenía que ir al colegio y, dado que la oficina del sheriff se hallaba a tres manzanas de su casa, el chico adquirió la costumbre de matar el tiempo allí, sentado tranquilamente en el porche, observando meticulosamente las entradas y salidas del sheriff. Un día, deseoso Dumire de enterarse de lo que la familia llevaba entre manos, invitó al muchacho a pasar a la oficina recubierta de paneles oscuros, pero cuando Philip se acomodó allí, evidentemente abrumado por la adoración al héroe, el sheriff se sintió incapaz de interrogarle a fondo.
— Me gustan los hombres que tienen empleo fijo -manifestó el chico, mientras seguía con los ojos al curtido y menudo representante de la ley.
— Tu padre tiene empleo.
— Pero no es bueno. No es un auténtico empleo como el de usted.
Aquella admiración complació a Dumire y, en sus rondas de vigilancia por la ciudad, empezó a busca! al chico. Comprendió que Philip se afanaba en realizar todas las cosas de las que se había visto privado durante los años de viajes continuos con el teatro y, una tarde, le contempló un rato, cuando el muchacho, en el solar situado frente a la casa de Gribben, se dedicaba a tirar piedras con loable precisión.
— Buena puntería -saludó Dumire-. ¿Dónde está tu padre?
— Ha ido a visitar a los Wilson. Le dan bocadillos.
En el curso de otra gira de inspección, Dumire encontró al mozalbete en el arroyo, donde Philip nadaba con destreza y se zambullía hasta bastante profundidad, sin miedo.
— Ya veo que no te asusta bucear hasta el fondo -dijo Dumire-. A propósito, ¿dónde está tu madre?
— En la iglesia.
Empezaron a ilusionarle anticipadamente las visitas del rapaz a su oficina y se sintió halagado cuando Philip le dijo:
— Es usted el hombre más valiente que he conocido. -Luego le hizo gracia la pregunta de Philip-: Señor Dumire, ¿por qué la parte baja de su cara está tan morena y la alta tan blanca? ¿Se pone usted maquillaje como mi padre?
— ¡No! -rió Dumire-. Los sheriffs y los vaqueros llevan sombreros enormes… para evitar que el sol les dé en la cabeza. Así se conoce a un vaquero. Moreno aquí abajo, blanco aquí arriba.
Al día siguiente, Philip apareció tocado con un gran sombrero.
Estaba una mañana el chico inclinado sobre el escritorio de Dumire, observando la tarea clasificadora de documentos del sheriff, cuando el agente de la estación entró con un telegrama llegado de Julesburg. Dumire lo leyó, frunció el ceño y, con gesto profesional, pasó el telegrama a Philip, como si éste fuera un comisario: ABORDE UNION PACIFIC 817 y ARRESTE CHARLES KENDERDINE ALIAS HARVARD J OE ARMADO Y PELIGROSO