6. Nuevos palos para el tipi

Al depender del bisonte, Nuestro Pueblo había llegado a identificarse totalmente con el bisonte. Igual que los peludos animales se dividían en dos rebaños, uno que se concentraba en las praderas extendidas al norte del North Platte y otro que se pasaba la mayor parte del tiempo en las llanuras del sur del South Platte, los integrantes de Nuestro Pueblo empezaron a escindirse en dos tribus, norte y sur, la primera bajo la égida del Tubo-Plano, mientras que la sureña veneraba a la Rueda-Sagrada.

Castor Cojo y su pequeño grupo, acaudillado ahora por Serpiente Saltarina, pertenecían al conjunto del sur, y aunque a veces se alejaban mucho hacia el norte, en dirección al territorio de los crows, siempre volvían a la agradable comarca comprendida entre los dos Plattes, para instalar su campamento cerca de la Muelas del Crótalo. Eran nómadas, cazadores que iban a donde fuera el bisonte, y no les preocupaba en absoluto el tipo de terreno en el que viviesen. Algunos años podían no acampar dentro de un radio de ciento cincuenta kilómetros en torno a las Muelas del Crótalo; otros, acaso se alejaran más en dirección sur, hacia el Arkansas. Carecían de hogar. Tenían un grupo predominante de bisontes, detrás del cual iban siempre, y, de vez en cuando, de ese rebaño se separaban elementos que se dirigían a las praderas de jugosa hierba situadas entre los dos Plattes. Entonces, Nuestro Pueblo seguía a esos bisontes.

Ese constante ir de un lado a otro, acrecentado desde que consiguieron caballos, tuvo una inesperada consecuencia que originó ciertos problemas a Nuestro Pueblo. El travois, aquel primitivo pero funcional invento que servía para transportar géneros, se construía siempre con dos varas de las que normalmente se utilizaban para soportar el tipi y, a fuerza de arrastrarse a lo largo de kilómetros y kilómetros de terreno áspero, los extremos de las varas se desgastaban y llegaba un momento en que ya no tenían ongitud suficiente para emplearlas en el montaje del tipi. Los pawnees hubieran podido utilizarlas, porque levantaban tipis bajos, pero a Nuestro Pueblo le gustaban las tiendas altas y estilizadas, no demasiado amplias en la circunferencia de su base y airosamente rematadas en punta. Los palos largos constituían una necesidad.

¿Pero dónde conseguirlos? A menudo, Nuestro Pueblo permanecía año y medio en el corazón de la pradera, donde nadie vio nunca un solo árbol. Y cuando llegaban a un lugar como las Muelas del Crótalo, todo lo que encontraban era aquellos álamos de la especie Populus deltoides, que no producían troncos largos ni rectos.

Si quería conseguir palos para sus tipis, Nuestro Pueblo tenía que comerciar. En el norte había indios que daban a los pawnees nueve varas cortas a cambio de un caballo, pero como Nuestro Pueblo pedía palos mejores y más largos, sólo les entregaban siete por caballo. Lo consideraban un trato justo, ya que, para Nuestro Pueblo, el tipi era el centro de su vida.

En el año 1788, cuando Castor Cojo tenía cuarenta y uno y era uno de los hombres más sabios de la tribu, observó un tanto alicaído que los tres postes maestros de su tipi estaban tan desgastados en los extremos que ya no permitían a la tienda adoptar su forma airosa, noble y digna. Se sintió desdichado. Hacía muchos años, prácticamente desde que tomó la decisión de no aspirar a cargos importantes en la tribu, que experimentaba un placer excepcional en el disfrute de su tipi. Era el más satisfactorio del campamento, no el más elegante ni el más llamativo -porque había otros decorados con mayor profusión-, pero sí el más agradable. En efecto, era correcto en todas sus proporciones.

Al final de una larga jornada, a Castor Cojo le gustaba tenderse boca arriba y contemplar cómo levantaba la tienda Hoja Azul, porque la mujer lo hacía con destreza y gracia, como si aquella tarea formara parte de su religión. Empezaba por reunir los tres palos maestros y los colocaba en el suelo, donde iba a montarse el tipi. Luego enlazaba los extremos de la parte más delgada, a unos noventa centímetros de las puntas, con flexibles correas de piel de antílope. Formaba así un trípode, que erguía con la punta gruesa de los tres palos clavada en el suelo y la debida separación entre ellos para que la estabilidad quedase asegurada.

Acto seguido, tomaba cosa de una docena de varas más pequeñas, más cortas y no tan rectas, las cuales hundía también en el suelo y las apoyaba por arriba en el punto donde los palos maestros estaban atados por las tiras de cuero. Tenía entonces la estructura del tipi, con la base bien asentada en el suelo y la parte superior elevándose en el aire. La siguiente tarea consistía en extender encima pieles curtidas de bisonte, que formarían la cubierta, cosa que hacía colocándolas hasta la conjunción de los tres palos y ligando allí un segmento de la misma piel.

Dejaba que las pieles cayesen con naturalidad, revistiendo de modo uniforme las varas y con buen cuidado de que la entrada por la que pasarían las personas quedase de cara al este. Era inconcebible que un tipi estuviese orientado en cualquier otra dirección.

El tipi estaba ya levantado, pero le faltaba un detalle importante para hacerlo habitable. La mujer tomaba dos palos de mayor longitud que todos los anteriores y encajaba diestramente sus puntas en las esquinas de la piel de bisonte que descansaba en la parte superior del tipi. Esos palos no los dejaba fijos en el suelo. Cambiándolos de lugar en el interior del tipi y situándolos en diferentes ángulos, la mujer podía determinar la cantidad de ventilación que entraría por arriba o cuánto aire circularía si la hoja quedaba abierta, y de ese modo garantizaba un hogar caliente y sano. Dentro del tipi, la atmósfera nunca era sofocante.

Cuando había terminado, Castor Cojo trasladaba desde el travois los distintos parfleches, aquellos embalajes parecidos a cajas y hechos con piel parcialmente curtida que tenía más de madera que de cuero, de los que Hoja Azul sacaba los jergones, sus cacharros de cocina y los trofeos y recuerdos que su marido hubiese logrado adquirir en cacerías y combates.

Castor Cojo se encargaba de preparar su propio lecho, del que se sentía orgulloso y en el que pasaba buena parte de su vida. Estaba formado por un bajo armazón de madera, encima del cual colocaba una esterilla de varas de sauce cuidadosamente seleccionadas y suavizadas, cada una de ellas con su correspondiente orificio en el extremo, para que los nervios de antílope pudieran atravesarlas y mantener así las varas de sauce firmes y en su sitio. Tendía sobre esa esterilla dos pieles de bisonte meticulosamente curtidas y dúctiles, y en la pared del tipi situada detrás colgaba un manto de bisonte, de tamaño medio, trabajado hasta conferirle la consistencia del pergamino. Utilizando puntas afiladas de bastones a guisa de pinceles y cierta variedad de pigmentos como colores, Hoja Azul había pintado en ese pergamino escenas memorables de la vida de su esposo; el amarillo que predominaba procedía de la vesícula biliar de los bisontes. La mujer no era nada extraordinario como artista, pero podía representar bisontes, pawnees y utes, que eran las cosas que preocupaban a su marido.

El lecho tenía la peculiaridad de que la esterilla de varas, de sauce sobresalía varios palmos por cada extremo de la cama y tales extensiones se mantenían en posición vertical mediante robustos trípodes, constituyendo dos respaldos. La madera a la vista estaba muy pulimentada y coloreados algunos de los ramales que asomaban, de forma que el lecho de Castor Cojo constituía una especie de trono, con la pintada piel detrás y los hermosos respaldos en cada extremo.

Puesto que ninguna tribu podía estar constantemente en guerra o ir a cazar bisontes cuando no había bisontes; ya que no existían libros, ni alfabeto en el que imprimirlos caso de que los hubiera habido; puesto que ningún miembro de Nuestro Pueblo podía conversar con los integrantes de otras tribus, y ya que tampoco era necesario celebrar consejos continuamente, Castor Cojo disponía de días y semanas completas de ocio absoluto, sin pensamientos importantes que ocuparan su cerebro, ni nadie con quien compartirlos de haber surgido misteriosamente en su imaginación. Llevaba una vida intelectual empobrecida y yerma, cuyos momentos de relativa brillantez se producían cuando los guerreros jóvenes se apiñaban en su tipi para oírle referir sus aventuras pasadas.

En tales circunstancias, Castor Cojo sentaba junto a sí al joven más prometedor, los demás se recostaban en los respaldos de sauce, y el veterano guerrero se dirigía tan sólo al joven elegido, dejando que los otros escuchasen sentados en el suelo, y entonces relataba el victorioso combate contra Inmortalidad y la forma en que capturó el primer rifle y cómo lo destruyó después. Era meticuloso en su narración, sin olvidarse nunca de resaltar con creces los méritos correspondientes a Rodilla de Álamo y Nariz Roja, el primero difunto ya, el segundo convertido en jefe de alta jerarquía. No contaba los golpes que había marcado y que le asignaron por derecho propio y en ninguna oportunidad tuvo nadie motivo para interrumpir el relato y preguntar: "¿Quién fue testigo de ese golpe que marcaste?" Los golpes que Castor Cojo tenía en su haber formaban parte de la historia de la tribu y se preservaban en la piel pintada por Hoja Azul.

A principios del verano de 1788, marcó uno de los golpes más importantes de su vida, no por la bravura que entrañó la consecución del mismo, sino debido a las extraordinarias consecuencias que dimanaron de él, no en aquella fecha, sino setenta y tres años después.

Tuvo su preludio cierto día en que Castor Cojo estaba descansando, dedicado a contemplar cómo su esposa construía el tipi.

— Necesitamos pajos nuevos -reflexionó a media voz. Hoja Azul interrumpió su tarea y dijo:

— Debimos haberlos adquirido cuando estábamos en el norte.

Tal vez nos hubiesen dado siete postes por un caballo. -Bueno, no estamos en el norte -repuso Castor Cojo-, pero creo saber dónde hay buenos palos y tampoco hará falta cambiarlos por un caballo.

Hoja Azul supuso que pretendía emprender una incursión por territorio pawnee; Castor Cojo siempre estaba dispuesto a medir sus fuerzas con ellos, así que la mujer decidió cortar por lo sano aquella línea de razonamiento, antes de que la cosa fuese más lejos.

— Los palos pawnees no son lo bastante largos -dijo, al tiempo que reanudaba su trabajo.

— No seré yo quien se apodere de un palo pawnee -manifestó Castor Cojo-. Al menos, mientras haya una aldea sin protección ahí. -Arrojó una piedra hacia el punto donde años atrás había matado a la serpiente de cascabel y se echó a reír al evocar de qué modo destrozó la primera arma de fuego- ¿Te acuerdas de aquel crótalo? -preguntó a su esposa, que trepaba por el poste para colocar la piel de búfalo. Hizo un ruido semejante al que producían las serpientes de cascabel y la imitación fue tan real que Hoja Azul volvió la cabeza, con expresión aterrada-. ¡Vaya! -exclamó el guerrero.

Tenía un plan para obtener palos nuevos. Uno de los jóvenes, cuando trataba de cazar castores, se adentró por las montañas y, en parte de modo accidental y en parte llevado por su propósito explorador, descubrió un valle abrupto, una de cuyas laderas estaba cubierta de piceas azules, mientras en la otra abundaban los altos y rectos álamos temblones. Había hablado de aquello a Castor Cojo, quien, en aquel momento, dijo: "Puede ser un buen sitio para conseguir palos con destino a los tipis", y el joven repuso: "Los tiemblos son muy rectos", pero Castor Cojo explicó: "El álamo temblón se pudre. Lo que uno quiere es pino o picea. ¿Cómo son las piceas?" El joven guerrero le aseguró que las piceas eran rectas.

Castor Cojo fue ahora en busca del muchacho, que se llamaba Antílope, y le preguntó si estaría dispuesto a guiar a una partida hasta el valle en cuestión, para recoger algunos palos maestros. El joven guerrero se mostró deseoso de hacerlo, pero advirtió:

— Es territorio ute.

A lo que Castor Cojo replicó:

— Todos los lugares de la tierra son territorio de alguien. Lo que uno tiene que hacer es andar con cuidado.

El joven guerrero declaró:

— Pero yo vi rastros de utes en el valle.

Y Castor Cojo manifestó:

— Durante toda mi vida he estado viendo señales de utes y eso suele significar que hay utes por las cercanías.

Reunieron una partida de guerra formada por once hombres y cuatro caballos de carga y avanzaron en dirección oeste durante un día, hacia la montaña en la que el castor de piedra intentaba en vano alcanzar la cumbre. Al día siguiente bordearon el curso de uno de los arroyos que en tiempos pretéritos habían encauzado lluvias torrenciales y el hielo fundido en lo alto de la montaña. Continuaron ascendiendo durante un trecho, tomaron luego por un ramal que se desviaba hacia el sur y, por fin, llegaron al Valle Azul. Al desembocar en él y contemplar por vez primera la majestad interior de las montañas, los indios de la llanura se quedaron inmóviles y admirados, conscientes de que tenían ante sus ojos uno de los panoramas más espléndidos de su tierra.

Aquel día, el valle resultaba magnífico, con las piceas de color azul oscuro apiñadas en la orilla sur, donde no llegaba el sol, y los tiemblos de tonalidad más clara multiplicando sus sombras de verdor delante y danzarín en la parte norte. Tras un momento de contemplación maravillada, Castor Cojo desmontó, examinó el terreno y dijo:

— Han pasado utes por aquí. Estuvieron cazando castores. Apostó dos centinelas y se entregó a la tarea de cortar palos maestros entre las piceas.

Había cortado unas dos docenas, mientras los jóvenes se encargaban de las ramas bajas, cuando uno de los vigías silbó como un pájaro e indicó que seis utes, armados y a caballo, se acercaban al valle desde la dirección opuesta. Castor Cojo sopesó aquella información tan poco deseada y decidió aguardar el desarrollo de los acontecimientos, limitándose a suspender el trabajo y a retirarse bajo la sombra protectora de las piceas. Actuó así, ajeno al hecho de que recientemente se habían producido tres acontecimientos extraordinarios en un punto próximo al lugar donde se ocultó.

Primero: En un torrente de primavera, un peñasco arrastrado por las aguas desgarró el lecho del arroyo y, al tropezar con el extremo superior de una chimenea importante, provocó al ascenso a la superficie de cierta cantidad de oro casi puro. La chimenea, al quedar destapada, dejó escapar varias pepitas de oro de primera calidad, las cuales se esparcieron por el fondo de la corriente, donde posteriormente materias sedimentarias las cubrieron en parte.

Segundo: No había transcurrido mucho tiempo, cuando los utes de aquella comarca consiguieron su primer rifle y, con él, instrumentos para fabricar proyectiles. Aprendieron a fundir plomo e introducirlo en los moldes de hierro que los pawnees les proporcionaron a cambio de pieles de castor. Comprendieron también el funcionamiento de la pólvora y no tardaron en descubrir que podían disponer de un abastecimiento constante de la misma, mediante el sistema de trocarla por pieles de bisonte, comerciando con los mexicanos, en Santa Fe. Los utes eran ya una tribu armada.

Tercero: Cierto tiempo atrás, cuando exploraba el Valle Azul en busca de castores, un guerrero ute, encargado del moldeo de balas, localizó las pepitas amarillas que yacían en el lecho del arroyo y recogió unas cuantas, por si acaso podían convertirse en proyectiles. Con gran sorpresa por su parte, comprobó que ni siquiera hacía falta fundirlas y fabricó dos estupendas balas de oro puro. Al darse cuenta de que aquel metal se trabajaba más fácilmente que el plomo, trató de encontrar más, pero no lo consiguió.

Era aquel mismo guerrero, el del molde de hierro y las dos balas de oro, quien llegaba ahora al valle y se dedicaba a examinar meticulosamente el arroyo, en busca de señales de castores. Hubiera pasado de largo, por delante del escondite del enemigo, de no haber tropezado su mirada con una blanca astilla de madera. Pensó que sería obra de un castor y se apartó de la corriente, tierra adentro. Dobló un recodo y se encontró frente a Castor Cojo, quien le clavó el cuchillo en la garganta y se apoderó del arma de fuego y de la bolsa en la que el ute llevaba sus proyectiles.

Una vez hecho esto, Nuestro Pueblo salió a la descubierta y puso en fuga a los restantes cinco guerreros utes. Al ver que su jefe estaba muerto y que se encontraban en inferioridad numérica, los utes dieron media vuelta y se alejaron en dirección a la cabecera del valle, donde confiaban en encontrar refuerzos.

Esto dio tiempo a Castor Cojo y sus compañeros para cargar los palos y ponerse en camino hacia el terreno bajo, pero antes de ello, el joven guerrero que había descubierto el valle y guiado a Castor Cojo le preguntó a éste si iba a arrancar la cabellera al ute muerto. Castor Cojo denegó con la cabeza, de modo que el joven se hizo limpiamente con el cuero cabelludo para llevárselo al campamento como recuerdo de su primer encuentro importante con el enemigo.

Como la mayoría de los guerreros serios, entre los cheyennes y Nuestro Pueblo, Castor Cojo no se preocupaba nunca de las cabelleras. Coleccionar tan siniestros recuerdos jamás constituyó parte tradicional de la cultura india; era una costumbre introducida cosa de cien años antes por los comandantes militares franceses e ingleses que, para pagar una recompensa, exigían a los indios mercenarios que presentasen la prueba de haber matado a un enemigo. El hábito arraigó en las tribus del este y fue extendiéndose poco a poco hacia el oeste, donde algunas tribus, como las de los comanches, lo convirtieron en parte respetada de su ritual.

Así que Nuestro Pueblo abandonó ahora las montañas, llevándose cuatro tesoros: dos docenas de palos maestros de primera calidad, una cabellera ute, el recuerdo del valle más hermoso que jamás habían visto y las dos balas de oro que iban en la bolsa de parfleche de Castor Cojo.

7. Invasión del campamento de los dioses extraños

En el terreno situado entre los dos Plattes, la temperatura descendía frecuentemente, durante el invierno, hasta los treinta grados bajo cero, manteniéndose así varios días y solidificando los ríos. ¿Cómo sobrevivieron los miembros de Nuestro Pueblo? En primer lugar, la atmósfera era tan límpida y el viento estaba tan encalmado que el frío resultaba más estimulante que agotador. A dieciocho grados bajo cero, si lucía el sol, los hombres jugaban a menudo al aire libre, con sus bastones, desnudos de cintura para arriba, y, si no soplaba viento, incluso a veintitrés grados bajo cero, la temperatura podía resultar relativamente agradable.

En segundo lugar, los indios de las praderas estaban acostumbrados al frío; los cheyennes tenían una tradición específica sobre ese punto: "En los viejos tiempos, cuando vivíamos mucho más al norte, antes de que hubiésemos cruzado el río y sobrevivido a la inundación, solíamos ir siempre desnudos y no teníamos tipis. ¿Qué hacíamos en el invierno? Buscábamos un hoyo en la orilla, nos cubríamos con tierra y esperábamos los días de sol, cuando podíamos encontrar bayas. Y los hombres iban descalzos sobre la nieve más espesa y sobrevivían." Nuestro Pueblo también recordaba épocas en las que carecían de tipis, pero no años en que fuesen desnudos.

Pero también había ventiscas, cuando los vientos helados aullaban durante varios días y depositaban tanta nieve que cualquier hombre sorprendido fuera de su albergue corría el peligro de acabar congelado. ¿Qué hacía entonces Nuestro Pueblo?

Entraban a gatas en sus tipis y los hombres ordenaban a las mujeres que cerrasen la abertura superior de la tienda, dejando sólo un resquicio, y que colocaran pesadas piedras en los bordes del tipi, con el fin de evitar que la nieve y el viento se infiltrasen. Luego, todos se acurrucaban en el interior, se encendía una fogata pequeñísima, a la que se destinaban sólo unas cuantas astillas preciosas y que se conservaba encendida días y días. Su calor prestaba comodidad al tipi, y las personas que lo ocupaban se apretaban unas contra otras y se felicitaban de encontrarse al abrigo de la tormenta; los hombres hablaban y las mujeres permanecían sentadas en la penumbra un día tras otro, mientras los chiquillos atisbaban el exterior y gritaban por encima del hombro las emocionantes noticias:

— ¡Ni siquiera se ve el tipi de Serpiente Saltarina desde aquí! Ululaba el viento y la nieve iba amontonándose hasta alcanzar una altura que llegaba a la mitad de la del tipi; los hombres no salían más que para cortar ramas de álamo, con el fin de que sus caballos pudiesen comer la corteza. Castor Cojo meditó en cierta ocasión que todos sus hijos habían nacido en el otoño, al concebirlos durante las ventiscas.

— Somos como castores -comentó-, arrebujados en nuestro cálido refugio mientras se congela el mundo exterior.

En el año 1799, cuando Castor Cojo ya era un anciano de cincuenta y dos, acometió una empresa que iba a procurarle nuevos elogios, porque la hazaña requería una clase distinta de valor.

Entrado el invierno de aquel año, los exploradores informaron de que dos hombres pertenecientes a una tribu desconocida avanzaban remontando el curso del Platte. No eran rojos como los pawnees, de cuyas tierras procedían, y no llevaban consigo ningún artefacto indio. Tampoco vestían como indios, ya que sus prendas invernales eran voluminosas, y no lucían plumas ni pinturas. Sus cabezas estaban cubiertas con pieles de castor y arrastraban tras de sí un travois que se deslizaba fácilmente sobre la nieve. Ambos empuñaban sendos rifles y de su travois sobresalían otras dos armas de fuego, lo que hubiese inducido a Nuestro Pueblo a creer que se trataba de personas opulentas, de no carecer de caballos aquellos hombres. Era un enemigo extraño y habría que vigilarlo.

¿Por qué se abstuvo Nuestro Pueblo de acabar con aquellos dos hombres blancos, nada más verlos? ¿Por qué habían permitido los pawnees que atravesaran su territorio? Los pawnees debieron de someterlos a una observación diaria' y continua, tal como estaba haciendo ahora Nuestro Pueblo. Quizá fue porque aquellos dos dioses, así los llamaron en las Muelas del Crótalo, se movían con autoridad y sin temor visible alguno. Se desplazaban más como bisontes que como hombres, dando la impresión de que la pradera era su elemento y de que les pertenecía. Los exploradores estuvieron vigilándoles hora tras hora y siempre informaban lo mismo:

— Hoy han avanzado un poco más hacia el oeste y parece que nos están buscando. Uno es bajo de estatura, casi tan moreno como un ute, y el otro es más alto, no tanto como un cheyenne, pero alto, y en su cara hay pelo rojizo. Pero es el bajo quien da las órdenes.

Se detuvieron al llegar a la confluencia del arroyo del Castor y el Platte. Habían detectado algo que les gustó y, por primera vez, establecieron un campamento permanente, sin prisas y tomándose la molestia de limpiar de nieve una zona llana y de cortar cierta cantidad de ramas de álamo, con las que construyeron un refugio de escasa altura. Ni uno ni otro de los extraños dioses podía entrar en el albergue sin tener que agacharse.

Nuestro Pueblo observó desconcertado, y Castor Cojo, como el indio más valeroso de todos, decidió averiguar más detalles acerca de aquellos dioses y de su peculiar tipi. Una noche, arrastrándose subrepticiamente, se acercó cuanto le fue posible y les espió mientras los dos desconocidos desenrollaban sus fardos y dejaban al descubierto pequeños artículos que relucieron a la claridad de las antorchas. Mucho tiempo atrás, cuando comerció con los crows para adquirir palos de tipi, Castor Cojo había visto tales ornamentos.

En otra ocasión, vio al dios más alto dedicado a la tarea de pescar en el río. Castor Cojo se quedó tan absorto que no se dio cuenta de que el otro visitante, el bajito, se le acercaba y, antes de que el indio tuviese tiempo de retirarse, el extraño se dio de manos a boca con él, se detuvo en seco y le miró fijamente. En aquel momento fugaz, Castor Cojo comprendió que aquellos desconocidos no eran dioses. Se trataba de hombres como él, y regresó corriendo a su tipi, para comunicar a Hoja Azul el descubrimiento que acababa de hacer.

— Esos dos, no hay nada especial en ellos.

— Tienen cuatro rifles.

— Yo podría tener cuatro rifles, si comerciase con los pawnees.

— Su piel es distinta.

— La piel de los utes es distinta. Uno puede distinguir a un ute desde la orilla opuesta del río.

Hoja Azul expuso sucesivamente todas las dudas que la tribu había manifestado, su marido fue refutándolas una por una, y, al final, la mujer concedió:

— Si son como nosotros, y si van a vivir entre nosotros, deberíamos hablar con ellos.

— Ésa era mi idea -repuso Castor Cojo y, acto seguido, anduvo resuelto y audaz hasta el punto donde aguardaban los dos forasteros y, aunque muchos habitantes del campamento presagiaron un desastre o muerte inminente, el indio se colocó frente a los desconocidos, los miró y alzó la mano en gesto de saludo.

Mientras estaba allí, el hombre más bajo empezó a desplegar diestramente la infinita variedad de cosas que había llevado río arriba. Una bolsa tenía centelleantes abalorios, todos en una hilera y todos de diferentes colores. Un paquete contenía mantas, no de piel de bisonte, sino de un material suave y plegable. Por último, el hombre desenvolvió un parfleche especial, en cuyo interior relucía una de las sustancias más hermosas que Castor Cojo había visto en la vida: un metal duro como el cañón de un rifle, pero brillante, limpio y muy blanco.

— Plata -manifestó el hombre de corta estatura, y lo repitió varias veces-, plata, plata -pero cuando Castor Cojo alargó la mano para tocarla, el hombre la retiró, al tiempo que levantaba una piel de castor-. Castor, castor -empezó entonces a repetir, indicando de esta forma que, si los indios le llevaban pieles de las por ellos adquiridas, él les entregaría brillantes adornos de plata.

Y para demostrar sus buenas intenciones, tendió una pulsera a Castor Cojo.

De vuelta a su tipi, Castor Cojo colocó aquel precioso objeto en el brazo de su esposa y ella se movió graciosamente, dejando que el sol arrancara destellos a todas las facetas de la pulsera. Fue entonces cuando Castor Cojo adoptó su decisión:

— Exploraré el campamento de los extranjeros para determinar cuál es su magia.

De modo que, una noche, cuando reinaba la oscuridad, se acercó cautelosamente al tipi de los desconocidos, pero titubeó fuera, asaltado por una aprensión más profunda que cualquiera de las que conoció durante sus enfrentamientos con los comanches. Iba a entrar en un mundo nuevo y misterioso, y su valor empezaba a fallarle, pero se mordió el labio inferior, y al penetrar allí, se comprimió como un tendón, para evitar el contacto con las cosas.

Se irguió con cautela, casi sin atreverse a respirar, mientras sus ojos se adaptaban a las tinieblas. Desde el suelo, llegó a sus oídos el rítmico alentar de los durmientes y precisó en seguida que el más bajo yacía a su derecha.

Afrontaba ahora la parte más difícil de su misión. Para marcar un golpe, debía tocar a uno de aquellos hombres y, cosa característica en él, se inclinó por el moreno jefe. Poco a poco, centímetro a centímetro, se fue aproximando al hombre dormido, hasta que sus rostros casi se tocaban. Alargó entonces la mano, dispuesto a posarla sobre el oscuro cuerpo, y entonces, en la tenue penumbra, se percató de algo terrible.

¡El durmiente no estaba dormido! ¡Estaba completamente despierto! ¡Y miraba directamente a los ojos de Castor Cojo!

Ambos hombres, recíprocamente asustados, sostuvieron la mirada, y luego, despacio, muy despacio, Castor Cojo continuó el interrumpido movimiento de la mano y la posó en el moreno rostro. La mano no esgrimía arma alguna, ni la impulsaba ninguna intención perversa. Los dos hombres contenían el aliento. La mano se retiró y, de aquella forma, el piel roja entró en contacto por primera vez con el hombre blanco.

Entonces, cuando Castor Cojo empezó a retroceder, el hombre de la yacija se relajó y, al hacerlo, produjo un leve ruido. En el otro lecho, el hombre alto entró en acción, dio un salto, empuñó un arma de fuego y habría disparado contra Castor Cojo, de no intervenir la voz ronca del hombre acostado en la primera yacija.

— Arrétez! Arrétez! -gritó.

— ¿Qué ocurre ahora? -chilló el que iba armado.

— Il n'a pas d'armes -repuso el otro, y le apartó el rifle.

Castor Cojo se retiró lentamente, satisfecho por haber comprobado que a aquellos hombres les obsesionaban los mismos temores que le absorbían a él, acostumbrado a dormir cuando se entregaba al sueño. De poseer alguna magia especial, no necesitarían armas de fuego. Regresó a la aldea, con aquel conocimiento recién adquirido.

A la mañana siguiente, convocó a la tribu y expuso lo que había averiguado. Aseguró a los jefes que los visitantes no eran dioses y que llegaban en son de paz.

— Pudieron haberme matado y me dejaron marchar -dijo. Recogió todas las pieles de castor disponibles, las cargó en un travois y condujo el caballo hacia el lugar donde aguardaban los forasteros con sus seductoras mercancías. Pero en cuanto se inició el tira y afloja comercial, indicó que no deseaba chucherías de plata, ni mantas llamativas. Con ademán resuelto, señaló uno de los rifles e hizo saber a los hombres que no aceptaría ninguna otra cosa. El más joven comenzó a poner objeciones y comunicó a su socio:

— Si consiguen armas de fuego, se volverán tan peligrosos como los pawnees -y retiró el rifle.

Pero el de más edad la tomó y se la tendió a Castor Cojo, al tiempo que manifestaba, en francés:

— Tarde o temprano, conseguirán armas. Si somos nosotros quienes se las proporcionamos, obtendremos sus pieles.

Al tomar el rifle en sus manos, Castor Cojo miró al fondo de las pupilas del hombre que se lo vendía a cambio de pieles de castor, y se produjo un prolongado silencio, mientras ambos comprendían que, en la oscuridad de la noche anterior, cada uno de ellos pudo haber matado al otro pero contuvieron el impulso. No se pronunció una sola palabra y, en medio de esa fría timidez, quedó ratificado el pacto entre Nuestro Pueblo y el hombre blanco.