HACER TRAMPAS EN EL JUEGO

LA COMISIÓN DE UN ACTO TAN IGNOMINIOSO QUE INCAPACITE A LA PERSONA CULPABLE PARA ALTERNAR EN UNA SOCIEDAD DE CABALLEROS

Además de estas abominaciones de tono mayor, las normas decretaban, tal vez con optimismo exagerado, la prohibición expresa, en los aposentos del club, de cualquier clase de apuesta, así como la de producir alborotos ruidosos en los locales de la sociedad. En vista de la naturaleza exaltada de los miembros más jóvenes, y del florecimiento y solidez de la industria ganadera, la característica más distinguida de la Comisión Rectora no tardó en concretarse en una manga ancha basada en los ojos ciegos y los oídos sordos. Sin embargo, ante un quebrantamiento palpable de la etiqueta social, sobre todo si se reflejaba en la conducta de un miembro respecto al bello sexo, la junta no vacilaba en cortar el finísimo pelo que sostenía la espada de Damocles.

La entrada que había que pagar para pertenecer al Club de Cheyenne era bastante alta, pero ser socio del mismo le garantizaba a uno diversas y atractivas ventajas. Se disponía de salas de billar, estancias para jugar a las cartas, tres pistas de tenis, acceso al campo de polo, biblioteca provista de libros importados de París y Londres, y un incomparable comedor supervisado por chefs con experiencia internacional. Las minutas eran extraordinarias e incluían los manjares más exquisitos y la caza más suculenta de la región, ostras frescas del Atlántico y pescado del Pacífico, los mejores quesos y la fruta más deliciosa, un espléndido surtido de repostería vienesa, con dulces y pasteles que hacían la boca agua, y una bodega de vinos destinada a convertirse pronto en objeto de la envidia de muchos clubes de Londres.

Pero lo que confirió al Club de Cheyenne su auténtica significación fue que en sus salones se dictaban las normas de gobierno del territorio. Allí se adoptaban todas las decisiones relativas a la propiedad de terrenos, los derechos de riego, las leyes de marcaje de reses, las regulaciones bancarias. El Territorio de Wyoming era una democracia; su constitución así lo decía y contaba con una cámara para demostrarlo, pero los miembros de la asamblea legislativa que tenían verdadera influencia eran todos ellos miembros del Club de Cheyenne, y lo que determinaban en sus tertulias particulares, celebradas dentro del club, era más importante que lo que declaraban en las sesiones abiertas de la cámara legislativa. Wyoming era un estado espléndido, de población escasa y admirablemente apto para la cría de reses vacunas, y los miembros integrantes del Club de Cheyenne se proponían conservarlo así.

En la protección de sus intereses podían mostrarse implacables. Tomemos la ley del rodeo, por ejemplo. Como el noventa y cinco por ciento de la superficie del estado eran pastos abiertos, las reses de una hacienda podían alejarse ciento cincuenta kilómetros sin que se las detectase, de forma que, cuando las vacas alumbraban sus terneros, era esencial que se llevase a cabo una recogida general de animales que permitiese a cada rancho identificar y marcar sus cabezas. Sin esta salvaguardia, cualquier ganadero de tres al cuarto que tuviese unas cuantas vacas y un sentido de la propiedad algo flexible hubiera podido apoderarse de reses que se encontraran a cien o ciento cincuenta kilómetros de la sede de cualquier hacienda y poner su hierro a treinta o cuarenta terneros en un periquete, y, al cabo de unos cuantos años de esa actividad, disponer de un rebaño de regulares proporciones, cuyas reses habrían sido criadas por otro.

— ¿Qué clase de ganado crees que es el mejor para Wyoming? -preguntó un día cierto ranchero, en el Club de Cheyenne.

— Sin duda alguna, la raza Cravath.

— Me parece que no la conozco.

— Fue una creación de Dan Cravath, que la desarrolló en su pequeña finca a orillas del Laramie.

— ¿Cuáles son sus características?

— La extraordinaria fertilidad de la vaca. Dan sólo tenía doce vacas con su marca, pero todos los años cada una de ellas daba a luz cinco terneros. Y eso puede demostrarse, porque el hombre marcaba anualmente sesenta chotos, tan seguro como el infierno.

Los miembros del club tuvieron que soltar la carcajada, entre su copa de vino y su cigarro, ya que todos ellos habían sido víctimas de cuatreros como Cravath.

Para poner coto a las depredaciones de tales individuos, los ganaderos importantes obligaron a la asamblea legislativa de Wyoming a aprobar una ley sin par. En adelante, todo aquel que efectuase un rodeo, salvo los propietarios de grandes haciendas ganaderas, cometería un acto ilegal. En las recogidas de reses, todo ternero que no perteneciese específicamente a uno de los grandes ranchos se integraría en un rebaño común, sería vendido y con su importe se pagarían los emolumentos de los funcionarios contratados para velar por el cumplimiento de esa ley.

Así, los grandes ganaderos como Oliver Seccombe y Claude Barker tuvieron atribuciones legales para patrullar por los pastos, en su propio enriquecimiento.

Los ganaderos de escasa importancia, como Dan Cravath, que habían estado criando unas pocas cabezas en pastos de propiedad pública, se verían obligados a abandonar el negocio. Naturalmente, Cravath tenía derecho a presenciar los grandes rodeos, pero si sus terneros no estaban adecuadamente marcados, se separaban y vendían. De ese modo, pagaría el salario de los agentes cuya misión consistía en excluirle de la actividad ganadera y, si protestaba, los magnates rancheros podían recurrir a la majestad del estado para que lo encarcelasen.

Los miembros del Club de Cheyenne no abusaron de sus privilegios. Algunos inconformistas independientes, por ejemplo, Dan Cravath y Simon Juggers al norte del Chugwater, fueron abatidos a balazos, pero todo el mundo sabía que se dedicaban a robar terneros en el momento del suceso, y se reconoció que los pastos estarían mejor sin ellos.

En lo referente a pastizales, los miembros albergaban un acusado sentido de la administración. Habían abierto dichos pastos al ganado, los limpiaron de depredadores y los supervisaban eficazmente, y si bien un distante gobierno establecido en Washington aseguraba ser propietario de los mismos, la propiedad efectiva residía en aquellos hombres resueltos. En una encuesta celebrada ante el Senado de los Estados Unidos, R. J. Poteet, el destacado ganadero de Jacksborough, testificó lo siguiente: LAMBERT. -Explíquenos, expresado en sus propias palabras, qué entiende un ranchero por doctrina de contigüidad. POTEET. -Siempre hemos sostenido en Texas, y de modo general en todo el Oeste, que un ranchero tiene derecho a criar su ganado en cualquier punto de los pastos abiertos que estén contiguos a su finca. LAMBERT. -¿El término contiguo representa para usted quince kilómetros o ciento cincuenta kilómetros? POTEET. -Bueno, por el este y el oeste, he visto ganado mío que se alejó doscientos cuarenta kilómetros. Hacia el norte y hacia el sur, vagaron hasta medio camino de Kansas, o sea más de doscientos cincuenta kilómetros. Y lo hicieron así porque los pastos abiertos estaban contiguos a los míos. LAMBERT. -¿Está usted afirmando, señor Poteet, que los pastos contiguos a su establo se extienden desde Canadá hasta México? (Carcajada sostenida.) POTEET. -Verá usted, joven, eso es algo que nunca se me ocurrió, pero, ya que lo dice, es posible que tenga razón. Recuerdo una ocasión, allá por el año 1869, en la que conduje un rebaño de ganado desde Reinosa, en el Viejo México, hasta Miles City, en Montana, a través del río Grande. Por el camino del Oeste, recorrimos más de tres mil kilómetros y sólo cruzamos dos carreteras, la Ruta de Santa Fe, a lo largo del Arkansas, y la Ruta de Oregón, a lo largo del Platte. No vimos cercas, ni portillos, ni puentes. Las reses tuvieron que vadear y cruzar a nado tantos ríos que el vaquero que se encargaba de la punta izquierda, un muchacho llamado Lasater, comentó: "Esos novillos han pasado por tanta agua que les están saliendo membranas en las pezuñas." Supongo que nuestros pastos contiguos se extendían de Canadá a México y sería estupendo para nuestra nación que volvieran a hacerlo.

Los miembros del Club de Cheyenne citaban con aprobación ese testimonio, ya que representaba su punto de vista.

La gloria del club era la vida social que se centraba en él. Charlotte Seccombe exclamó una noche:

— En la cena hemos tenido a la mesa cuatro pares del reino compartiendo con nosotros la sopa de ostras. ¡En Londres no hubiéramos podido tener mejores invitados!

Y no eran tan sólo altas personalidades inglesas quienes honraban el comedor. Del este llegaron las encantadoras hermanas Jerome, hijas de un banquero de Nueva York. Clara, la mayor, se casaría con Moreton Frewen, el inglés que mantenía su castillo en el norte de Wyoming. Jenny, la más joven,.lo haría con Randolph Churchill y sería madre del gran Winston.

Banqueros de todos los puntos de los Estados Unidos llegaban en tropel a Cheyenne para echar un vistazo al negocio ganadero y, mientras cenaban en el club y se enteraban de lo que estaban consiguiendo aquellos emprendedores ingleses, sentían la apremiante e irresistible necesidad de invertir fondos propios, así que financieros de Bastan empezaron a aparecer en las juntas británicas, lo mismo que millonarios de Baltimore y agentes fiduciarios de Filadelfia, y a su debido tiempo cada uno de los nuevos inversionistas tuvo que ser iniciado, con gran pesar por su parte, en el significado del sutil término cuenta sobre el papel.

Siempre que John Skímmerhorn veía a Oliver y Charlotte Seccombe enganchar las cuatro yeguas bayas para ir a Cheyenne, le asaltaba un ramalazo de temor. "¿Qué comprarán esta vez? ", murmuraba para sí. No envidiaba la mansión de la pareja, sino que, como hombre austero, le parecía un tanto ostentosa, ni le importaba que aumentase el trabajo cuando visitaban y se albergaban en el rancho personas tan agradables como las hermanas Jerome y sus pretendientes. La verdad es que decía a su esposa:

— Resulta divertido tener aquí a duques y condes. Eso hace que nuestros vaqueros se acicalen un poco.

Lo que le preocupaba era el hecho de que todos los años Seccombe vendiese una parte de la vacada básica. De un año para otro se ampliaba la discrepancia entre la cuenta sobre el papel y el número real de cabezas.

Un día de otoño, mientras los Seccombe se encontraban en Cheyenne, disfrutando de la vida, Skimmerhorn preguntó a Lloyd:

— ¿Cuántas vacas de cría calculas que tenemos, Jim?

— Nadie puede saberlo. Están diseminadas…

— ¿Cuántas? Eres un tipo condenadamente listo, Jim, y me consta que tienes tus cálculos.

— Yo diría que… -Jim se interrumpió. Contaba entonces treinta años y se sentía satisfechísimo con su empleo. Era precisamente el modo en que deseaba vivir y quería conservar un trabajo durante muchos años más. Como no tenía esposa ni hijos, el Rancho Venneford ocupaba toda su atención y no estaba dispuesto a poner en peligro su puesto. Inquirió recelosamente-: No irás a anotarlo en algún libro, ¿verdad?

— No.

— No pretenderás utilizarlo contra Seccombe, ¿eh? ¿Gasta mucho dinero del rancho?

— ¡Sólo estoy pidiendo tu opinión! -saltó Skimmerhorn-. El ganado está a tu cargo. Y tengo derecho a conocer esa opinión.

— Está bien -replicó Jim. Los dos hombres se encontraban en terreno difícil y ambos lo sabían. Como capataz de los vaqueros, Jim estaba obligado a tener su criterio respecto a todo lo relativo a la cuestión campera, y lo tenía, pero no deseaba que' sus informes se empleasen en perjuicio de Seccombe. Si me encontrara ante un tribunal, bajo juramento, declararía que disponemos de unas veintinueve mil, contándolo todo.

— Según los libros, son cerca de cincuenta y tres mil.

— Los libros están equivocados.

Jim se sintió colérico, tanto por el interrogatorio como por los hechos. Llevaba algún tiempo convencido de que los libros estaban hinchados y sabía también que, tarde o temprano, alguien de Bristol lo descubriria… y entonces se armaría un escándalo.

— Estoy de tu parte, Jim -dijo Skímmerhorn apaciguadoramente.

— Pues no lo parece.

— Creo que deberíamos hacer lo siguiente: Cada seis meses, tú y yo presentaremos a Seccombe, por escrito, nuestros cálculos más fidedignos de la situación real del rebaño. Todo. Nuevos toros, vacas, novillos, terneros.

Jim asintió.

— Se lo entregaremos a Seccombe. Lo que haga con ello es cosa suya. Pero me parece que nuestra obligación…

— He venido anotando esas estimaciones -le interrumpió Jim.

Se dirigió a su mesa y sacó un libro en el que figuraban sus cálculos. Cuando Skimmerhorn los examinó, no tuvo nada que decir. Algunas cifras le parecieron demasiado pesimistas y, con pluma y tinta, las alteró hacia arriba y puso sus iniciales en los nuevos cálculos. Una vez concluyó, alzó la cabeza para mirar a Jim y dijo:

— A veces creo que eres un hombre afortunado, Jim, al permanecer soltero. Esa mujer le está matando.

Jim se sonrojó y desvió la mirada. Era evidente para él que Oliver Seccombe se estaba excediendo un poco, y que la mansión representaba un peso monstruoso alrededor de su cuello, pero ni por asomo se le ocurrió a Jim que Seccombe hubiera podido estar mejor célibe. Cuando veía a Charlotte recibir al jefe con un beso y cuando observaba cuán orgulloso se sentía Seccombe al presentar su esposa a los invitados, Jim comprendía que, por alto que fuera el precio que pagase el inglés, merecía la pena. Contemplaba a Charlotte como una mujer intrépida, que nunca se asustaba de los caballos nerviosos, y Dios sabe que gastaba una barbaridad de dinero. Pero la dama era risa, céfiro ligero y grácil aleteo de ave. Y para Jim Lloyd, sin mujer propia, todo aquello era mucho más importante que las cuentas de un libro.

El tranquilizador éxito que estaba obteniendo con sus huertos de regadío debía provocar el contento y satisfacción de Brumbaugh el Patata, ya que sus productos alcanzaban en Denver la más alta cotización, pero, en vez de alegrarle, le exasperaba, porque durante la temporada de siembra y durante toda recolección, comparaba la ínfima parte del terreno regado con la impresionante cantidad de tierra árida, que no producía nada, y la desproporción le sulfuraba.

Efectuó dos experimentos. Primero, probó plantar cosas en sus campos de secano, pero el índice de pluviosidad no llegaba a los trescientos ochenta milímetros anuales y todo lo que pudo conseguir fue un exuberante follaje en mayo, cuando cayeron las últimas lluvias, y un puñado de marchitas hortalizas en septiembre, cuando la tierra se asfixiaba bajo el sol. Durante tres años seguidos, dedicó una considerable cantidad de dinero y esfuerzo, para no sacar en limpio más que la conclusión, duramente lograda, de que, sin riego, sus bancales eran inútiles, salvo para el crecimiento de hierba nativa con la que alimentar el ganado.

Su segundo experimento demostró que el regadío era factible. Compró a Levi seis cubos galvanizados, labró un pequeño rincón de bancal reseco, plantó algunas simientes y, a, lo largo del verano, su esposa y sus hijos subieron cubos de agua para mantener vivos aquellos vegetales. Fue una labor penosa, pero, en septiembre, la familia dispuso de melones, maíz y media docena de artículos más, que sólo habían esperado contar con agua.

— El suelo es todavía más rico que el situado a la orilla del río -manifestó Brumbaugh, y le amargó la idea de que permaneciesen ociosas tantas hectáreas de tierra productiva, lo cual empezó a obsesionarle.

Paseó meditabundo por la ribera del Platte. Era un hombre de espaldas encorvadas y que, a sus cuarenta y tantos años, rebosaba energías y vigor. Catalina la Grande había demostrado poseer extraordinaria agudeza al importar hombres como él para sus tierras baldías del Volga y, posteriormente, los zares se comportaron de modo insensato al dejarlos marchar, porque aquélla era la clase de seres humanos que amaban el suelo, que vivían cerca de la tierra, escuchando sus secretos y adivinando sus inminentes necesidades. Para Brumbaugh el Patata era inconcebible que la naturaleza pretendiese que aquellos campos superfértiles permanecieran inexplotados, y el hombre trataba de imaginar algún medio pata someterlos a cultivo.

— Hay cantidades enormes de agua -murmuraba, con la vista fija en la corriente del Platte-. Podría bombearla. -Pero le faltaban la bomba y la fuerza-. Podríamos subirla a brazo.

Sin embargo, el pequeño experimento de aquel año había agotado los recursos físicos de cinco personas robustas.

Caminó a.lo largo del do durante tanto tiempo y con tal intensidad que llegó a identificarse, a confundirse con la vía fluvial. Avanzaba con ella, la sentía en la médula de los huesos. Captaba dentro de sí cada uno de los cambios de la corriente en el curso del año y, poco a poco, empezó a representarse aquel noble río como una unidad, una arteria a cielo abierto con canales que adelantaban y retrocedían en todas direcciones. Conservaba unida la tierra y la hacía viable.

Un día brotó en su mente una imagen de sí mismo que, erguido en el terreno de secano, atrancaba de raíz el río y todos sus afluentes, y lo que quedaba era un canal vacío. A partir de esa representación comenzó a formular su concepto del Platte.

— ¡No es un río! -explicó a su familia, mientras la emoción bailaba en sus pupilas-. Es un canal colocado ahí para llevar agua a la tierra que la necesite. Podríamos adentrarnos en las montañas y obligar a los lagos a vaciar sus caudales en arroyos que irían a desembocar en el Platte, y el río traería el agua hasta nosotros. Podríamos excavar nuestros propios lagos aquí, en las tierras secas, aprisionar el agua que descendiese durante la primavera y liberarla después, en un plan de reabastecimiento particular.

Sólo era un campesino, pero como todos los hombres con ideas seminales sabía encontrar las palabras oportunas para expresarse. Había oído a un profesor emplear los vocablos aprisionar y reabastecimiento y comprendió automáticamente el significado de la acepción que el hombre quiso darles, porque él, Brumbaugh, había descubierto el concepto antes de oír la palabra y, al escuchar ésta, la hizo instantáneamente suya, puesto que, al tener asimilada la idea, el símbolo correspondiente le pertenecía por derecho.

— El Platte es simplemente un canal a nuestro servicio -repitió, y con esa noción básica como guía, proyectó su atención sobre la mejor manera de aprovechar los beneficios que el río suministraba.

Bregó con el problema durante tres semanas, y entonces tuvo la suerte de tropezar con unos agricultores de las cercanías de Greeley que se enfrentaban a la misma cuestión, y entre todos comprendieron lo que era necesario hacer.

Bastante al oeste de Centenario circulaba un río que iba a desembocar en el Platte y que ostentaba uno de los nombres más musicales de la región occidental: Cache la Poudre. Lo bautizó así un trampero francés que había escondido su pólvora por allí, durante un reconocimiento de las altas montañas, y la pronunciación del nombre había degenerado hasta Cash lah Púder. Normalmente, se le conocía por el Púder y, en el transcurso de los primeros años de la ocupación de la zona por el hombre blanco, nadie hizo caso de él.

Sin embargo, cuando los agricultores penetraron en la comarca, el Cache la Poudre adquirió gran importancia, puesto que contribuía al caudal del Platte con una aportación que representaba el veintinueve por ciento del total de éste. El propio Platte sólo podía aducir el veintidós por ciento de la totalidad de sus aguas finales. El resto procedía de riachuelos mucho más pequeños que el Poudre, y los astutos granjeros como Brumbaugh el Patata no tardaron mucho en darse cuenta de que en su Púder tenían una fluida mina de oro.

Poco después de que Brumbaugh desviase del Platte, en 1859, una pequeña acequia, los agricultores de Greeley abrieron en la orilla sur del Poudre un canalillo, la Primera Acequia, que regaba los feraces terrenos situados entre el Poudre y el Platte, los que quedaban próximos a la nueva ciudad. Era una obra insignificante, no mucho mayor que la acequia particular realizada por Brumbaugh, y no servía de nada en lo relativo a las notables acumulaciones de bancales que se encontraban al norte.

Fue idea de Brumbaugh hacer una hendidura en la ribera norte del Poudre, a bastante distancia por el oeste, y construir un canal de importancia, la Segunda Acequia, de muchos kilómetros de longitud, que se extendiera en paralelo al primer bancal y procurase millones de metros cúbicos de agua a las tierras secas, incluidas las suyas. Algunos labradores de Greeley, cuando se les visitó para que participasen en los gastos, auguraron un desastre y se negaron a sufragar coste de ninguna clase, pero otros se percataron del valor potencial de un proyecto como aquél y contribuyeron gustosamente con su fortuna a la realización del mismo.

A través de los años iniciales, el plan llegó a conocerse con la denominación de "La locura de Brumbaugh", porque pronto se comprobó que costaba cuatro veces más de lo que el ruso había previsto, y determinados presupuestos para sifones y conductos llegaron a multiplicarse por siete y por ocho, de modo que el importe de las obras para llevar agua a media hectárea de huerta subió espantosamente y muchos abogaron por el abandono del costoso proyecto. Los bancos iban a negarse a prestar más dinero y sólo el obstinado valor de hombres como Brumbaugh, su amigo Levi Zendt y unos cuantos entusiastas ciudadanos de Greeley mantuvo en marcha la construcción del sistema de regadío.

— No consigo entenderles -se lamentaba Brumbaugh, lleno de frustración, a medida que sus consocios se retiraban-. ¿Y sí costara diez veces más de lo que dije? ¿Qué más da? Supongamos que conducimos el agua a nuestros campos de secano y que cada hectárea produce entonces miles de dólares. ¿A quién le importará el coste original?

Lo que importaba era el producto terminado, siempre el resultado final. Sí se hubiesen aprestado a tender el Unían Pacific hombres temerosos, habrían abandonado la empresa antes de concluirla, y si se hubiese encargado a cobardes la misión de explorar el terreno y abrir el camino de una Ruta de Oregón, a través de más de tres mil kilómetros de territorio virgen, se habrían retirado. Pero siempre había hombres que, como Brumbaugh el Patata, no veían el decepcionante canal, sino el campo regado, y si construir la acequia costaba dos mil dólares más de lo previsto, esa cantidad carecía de importancia -era una futesa- si, en última instancia, el agua podía regar cuatrocientas hectáreas durante un centenar de años.

Fue también Brumbaugh quien imaginó el gran anzuelo al final de la Segunda Acequia. El canal se había extendido hacia el oeste todo lo que resultaba práctico, pero aún llevaba una buena cantidad de agua, pese a todas las acequias menores que lo desangraban, y Brumbaugh sugirió:

— Conduzcámoslo de nuevo hacia el oeste.

Y alentó a los agrimensores para que encontrasen nuevos niveles que permitiesen al agua regresar a su punto de origen. -Devuelve el agua sobrante para utilizarla otra vez -bromearon los cínicos.

Y cuando Brumbaugh oyó la chanza y meditó en ella, comprendió lo razonable que era la idea de quienes le criticaban y, pagándolo de su bolsillo, contrató los servicios de un ingeniero de Denver, especializado en estudios hidrológicos, para que comprobase qué ocurría con el agua desviada de un río, y el experto, después de medir el Platte y el Poudre en muchos puntos, llegó a la conclusión de que, si bien la Segunda Acequia de Brumbaugh tomaba incuestionablemente un buen caudal del Poudre, la filtración hacía que más de un treinta y siete por ciento regresara al Platte, aguas abajo. El agua se aprovechaba, pero no del todo, y el ingeniero calculó que, con procedimientos más ahorrativos, hasta un cincuenta por ciento de cualquier agua de regadío volvería a la corriente madre, disponible para utilizarse una y otra vez.

— ¡Es lo que dije! -exclamó Brumbaugh, tan jubiloso como si el agua de retorno constituyese ya una ventaja que pudiera aprovechar-. Todo el río es un sistema único y podemos usarlo repetidamente.

Fue de una comunidad a otra, expuso sus puntos de vista y mostró a los granjeros la forma de convertir el Platte en un recurso hidrológico inextinguible, pero en la finca de Sterling un individuo avisado señaló:

— Dices que envías la mitad del agua a su punto de partida, yeso es cierto, pero también gastas la mitad, y si continuamos gastando la mitad de la mitad de la mitad, acabaremos por secar el río.

— ¡Así es! -gritó Brumbaugh-. Lo agotaríamos tal como está ahora. Pero si abrimos túneles en la parte alta de las montañas y conducimos hacia aquí el agua que ahora se pierde por la otra vertiente, donde a nadie le hace falta…

— Ahora quiere excavar las montañas… -dijo uno de los hombres de Sterling.

— ¡Exacto! -chilló Brumbaugh de nuevo-. Eso es precisamente lo que quiero hacer. Cuando el Platte pase por delante de mi casa, quiero que su caudal sea tan grande como el del Missíssippi, y cuando abandone Colorado para entrar en Nebraska, quiero que su lecho esté seco. Este valle puede convertirse en el nuevo Edén.

Para llevar a cabo lo que le bullía en la cabeza, Brumbaugh hubiese tenido que idear un portento que habría descorazonado a hombres inferiores.

— ¿Qué pretende? -le preguntó cierto día un abogado-. ¿Cambiar las leyes?

— Exactamente, eso es lo que quiero hacer -replicó el Patata. Y se aprestó a ello, con la yuda de un jurista de Greeley, indigente pero dotado de gran inteligencia.

La ley que gobernaba los ríos, los Derechos Ribereños, había ido formándose a través de varios milenios de experiencia en países de alto índice de pluviosidad, como Inglaterra, Alemania y Francia. La leyera clara, justa y sencilla: "Si históricamente un río pasa primero por la granja de A y después por la de B, A carece de atribuciones para hacer algo que pueda reducir el caudal del río a su paso por la granja de B." Ésa era una ley perfecta para la dirección del molino de harina que A se proponía construir. Era muy dueño de conducir el río por un caz, llevarlo hasta la rueda del molino y encargarse de que el agua realizase su tarea, siempre y cuando el otro extremo del caz volviera al cauce del río, de forma que el nivel del agua, cuando pasase por B, no se hubiera menoscabado en lo más mínimo. También era una ley ideal en el caso de que B se dedicara a la pesca y utilizase su trecho de río sólo para capturar salmones; era esencial que el río conservase su nivel apropiado, y a A no se le permitía nada que pudiese modificar ese nivel.

El promedio de pluviosidad en las zonas de Inglaterra donde estaban codificados los Derechos Ribereños era de novecientos milímetros anuales, y el gran problema del agricultor estribaba en alejar de sus tierras el exceso de agua. No tenía motivo alguno para robar agua del río y si todas las regiones del mundo disfrutasen de novecientos milímetros de pluviosidad anual, los Derechos Ribereños cumplirían su misión a las mil maravillas.

¿Pero qué hacer en una zona como los sequedales de Colorado, donde el índice de lluvias era inferior a los trescientos ochenta milímetros anuales? Allí, un río era justamente lo que Brumbaugh el Patata dijo… una arteria a cielo abierto que determinaba la vida y la muerte. Tomar unos cuantos milímetros del Platte y dirigirlos a un campo árido, para que el suelo germinase, no era ningún robo. Era otra cosa, algo que la ley aún no había definido.

— Debemos tener una nueva ley -rezongaba Brumbaugh un mes detrás de otro.

Hasta que, oportunamente, encontró en un pequeño bufete de Greeley a un hombre que, incluso con más clarividencia que Brumbaugh, se daba cuenta de que una tierra nueva necesitaba una ley nueva. Joe Beck era un licenciado de Harvard que hasta entonces no había logrado ganar una perra, porque siempre avanzaba en direcciones extrañas. En cuanto Brumbaugh vio a Beck por primera vez, comprendió al instante que era su hombre y le ofreció unos honorarios suculentos.

— Modifique la ley -le encargó.

Y el abogado pobretón puso manos a la obra: Ideó un concepto de río brillante y original, tomando la mayor parte de sus principios de las visiones apocalípticas de Brumbaugh: "El pueblo es dueño de los ríos y de toda el agua que llevan. El aprovechamiento de esa agua corresponde al hombre que primero la conduce a sus tierras y la utiliza con fines prácticos. Si A vive en la cabecera del río y, año tras año, se limita a contemplar el paso de la corriente hídrica sin emplearla en ningún servicio constructivo, y si B reside aguas abajo de ese mismo río y concibe en fecha anterior un plan para utilizarlo constructivamente, entonces A no puede en ningún momento posterior adelantarse y desviar el río de forma que B no pueda seguir utilizando el agua de que solía disponer… El primero cronológicamente es el primero conforme a derecho."

Se llamó la Doctrina de Prioridad de Apropiación, de Colorado, y nunca llegó a arraigar en estados como Virginia y Carolina del Sur, que disponían de una miríada de corrientes fluviales y lluvias tan abundantes como las precipitaciones que se daban en Europa, pero los áridos estados del Oeste la adoptaron en seguida, al comprender que no había ninguna otra alternativa. Los ríos existían para ser utilizados, hasta la última gota, y lo mejor era aprovecharlos mediante procedimientos ordenados.

El aliento que le insufló esa victoria indujo a Brumbaugh a tomar todas las porciones del Platte, mientras imaginaba nuevas formas de utilizar el agua con el máximo provecho. Siguió el curso del Poudre hasta sus fuentes, después franqueó las montañas y descendió a los valles que alimentaban el río Laramie, el cual se deslizaba por el norte para entrar en Wyoming.

— ¡Qué derroche! -murmuró, al tiempo que contemplaba aquellas aguas claras y gélidas que abandonaban Colorado.

Comprendió lo fácil que resultaría abrir un túnel de desvío.

— Cincuenta mil dólares -dijo a Joe Beck, y se quedó corto en sus cálculos, nada menos que en doscientos mil.

A través de ese túnel circularían millones de metros cúbicos de agua que entonces se perdían inútilmente en las tierras secas de Wyoming.

— ¡Ese maldito ruso es una amenaza! -gruñeron los agricultores de Wyoming y Nebraska, y contrataron sus propios jurisconsultos para combatirle.

— Dejen esas cuestiones en manos de Brumbaugh -expusieron los abogados ante los tribunales- y ese hombre no permitirá que fluya de Colorado una sola gota de agua.

La acusación era justa. Brumbaugh pretendía que fuese a parar al PIatte toda el agua que cayese al oeste de las montañas, para emplear después hasta el último litro en la irrigación de Colorado. Con el tiempo, incluso los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos tuvieron que enfrentarse a los sueños de Brumbaugh, y un abogado de Wyoming preguntó a la Sala:

— ¿Qué intenta ese hombre? ¿Reestructurar todo el Oeste?

De haber formulado la pregunta a Brumbaugh, éste habría respondido:

— Sí. La única tarea lo bastante trascendental para un hombre honorable es la reestructuración de su mundo.

Oiría por primera vez la palabra reestructura cuando el abogado se la arrojase, pero hubiese comprendido al instante su significado, ya que su mente tenía desarrollado el concepto desde mucho tiempo atrás.

Una tarde, llevó a su hijo Kurt a un aparte y le dijo:

— Mañana vas a Greeley, te presentas en el bufete de Joe Beck y empiezas a aprender derecho. -El muchacho, que entonces contaba dieciocho años, objetó que quería trabajar en la granja, pero el Patata veía con claridad el futuro-: El hombre que conoce la agricultura controla los melones, pero el hombre que conoce las leyes controla el río.

Y era el río, siempre el río, lo que a la larga determinaría la vida. Así que Kurt Brumbaugh se impuso en las sutilezas legales referentes a los ríos, en especial el Platte y, finalmente, defendió los casos de su padre ante el Tribunal Supremo.

El Patata continuó aferrado a su finca y cuando comprobó que el agua suministrada por la Segunda Acequia se utilizaba en su totalidad, se puso de acuerdo con algunos ciudadanos de Greeley dotados de sagaz intuición para construir una Tercera Acequia, pero esa vez la visión de Brumbaugh rebasó su capacidad y se quedó sin fondos. Joe Beck y él recurrieron a todos los bancos de Chicago y Nueva York.

— No necesitamos más que cuatro millones de dólares -decía Brumbaugh en tono desesperado, pero no hubo forma de conseguirlos, así que adquirió pasaje en un vapor de la Cunard y se trasladó a Londres, con varias cartas de presentación obtenidas a través de los buenos oficios de Seccombe. Tras dos días de febril oratoria, el Patata logró su dinero. Cuando vio regadas sus tierras por las aguas dulces y claras de la Acequia Inglesa, a Brumbaugh se le ocurrió otra idea:

— En Rusia, cultivábamos remolacha azucarera en suelos como éste. ¿Por qué no podemos cultivar aquí remolacha azucarera?

Y puso en marcha una nueva serie de quebraderos de cabeza para los agricultores locales.

En 1881, un cambio revolucionario arribó a la antigua Granja de Zendt. Los ciudadanos de Centenario llevaban veinte años solicitando el tendido de una línea ferroviaria que llegase a la ciudad, pero no les habían hecho caso. En su avance hacia el Oeste, desde Omaha, para enlazar la nación, el Union Pacific puso en práctica un hábil truco: a lo largo de todo su recorrido, sólo existían dos núcleos de población importantes, Denver y Salt Lake City, y el ferrocarril se las ingenió para eludirlos a ambos.

Desde el principio, la gente comprendió que el Union Pacific debía tender un atajo ferroviario desde Julesburg hasta Denver, a lo largo del Platte, pero el ferrocarril se negó a hacerlo.

— Si un hombre quiere trasladarse de Omaha a Denver -decían los administradores de la carretera-, que tome nuestra línea hasta Cheyenne y luego tome el otro camino hasta Denver. En cuanto al embarque de ganado, que zurzan al ganado.

Ahora, sin embargo, el competidor Ferrocarril Burlington anunciaba el proyecto de construir una nueva línea directa a Denver, a través de unos terrenos libres que se extendían bastante al sur del Platte y, de pronto, el Union Pacific prorrumpió en un estallido de energía multiforme. A partir de la línea madre de Julesburg, se procedió a colocar raíles en dirección oeste, con un ritmo realmente dinámico: quince, veinticinco, treinta y cinco kilómetros diarios. Expertas brigadas de vías y obras, cuyos miembros -irlandeses y chinos- habían aprendido el oficio en otras líneas, avanzaron con rapidez, tendiendo carriles a través de la pradera. Como un ciempiés inmenso, los rieles parecían saltar hacia el oeste.

Cuando las vías llegaron a Centenario, los ciudadanos observaron los trabajos con tanta emoción como si se tratara de un circo y tres muchachas de la localidad se fugaron con integrantes del equipo de construcción. La hija menor de Hans Brumbaugh, una rubia de veintitrés años, fue más prudente y, al intentar un topógrafo conseguir sus favores, la moza insistió en el matrimonio previo.

Las vías se deslizaban a lo largo de la ribera norte del Platte y constituían un límite sólido y espléndido de la urbe. La estación del ferrocarril se convirtió en el centro de la vida ciudadana, con varios trenes diarios pasando Por allí en ambas direcciones y una oficina de telégrafos desde la que podían circular mensajes de gran importancia. La vida social se centró en el "Armas del Ferrocarril", el amplio hotel que el Unían Pacific edificó contiguo a su estación.

En solares cedidos por Levi Zendt, arquitectos que ya habían construido otros establecimientos semejantes a lo largo de la red ferroviaria, llegaron a la ciudad y en un pasmoso plazo de pocos meses erigieron un hotel mayor, con muchas habitaciones, tres comedores distintos y un largo mostrador. Construirlo le costó al ferrocarril dieciocho mil dólares y, sólo en 1883, obtuvo un beneficio de treinta y un mil dólares.

Centenario estaba ya conectado con todas las ciudades importantes de Norteamérica, y el Rancho Venneford podía enviar directamente sus animales a los mercados que juzgase mejores. Era factible importar vagones enteros de mercaderías y pocos hombres o mujeres de la ciudad iban a olvidar la excitación que produjo la noticia de que un ganadero llamado Messmore Garrett llevaba allí cuatro vagones de cabezas de ganado que se proponía instalar en los pastos abiertos.

— No hay pastos abiertos -dijeron los hombres-. El Venneford los ocupa todos.

— No son suyos. Son pastos abiertos, si ese tal Garrett logra llegar a ellos.

— ¿Cómo diablos va a conseguirlo? Anda, contesta a eso.

— Si no tuviese alguna idea sobre ese punto, no vendría hacia aquí.

El telegrama decía simplemente: