LLEGO VIERNES TARDE UNIÓN PACIFIC PARA ESTUDIAR LEYES TRIBALES INDIAS

CHRISTIAN ZENDT

Confundido, enseñó a Lucinda el comunicado y la mujer preguntó con toda naturalidad:

— ¿Quién es?

— No lo sé. Yo tenía un hermano que se llamaba Christian.

Compraba reses y era tan ignorante que jamás había oído hablar de los indios, y mucho menos de las leyes.

— ¿No podría tratarse de su hijo?

— Nadie me dijo nunca que tuviese hijos.

Lucinda llegó a la conclusión de que posiblemente fuese algún sobrino de Levi, tal vez un hijo de Christian. Lo más seguro era que estudiase derecho en algún sitio y hubiera captado unas cuantas ideas estrambóticas acerca de los indios. Una vez sugerido eso, la mujer se tornó grave:

— ¿Tengo que marcharme mientras ese Christian esté aquí?

— ¡No! -estalló Levi·-. ¿Por qué ibas a tener que hacerlo?

— Soy india.

— Eso es lo que viene a, estudiar. Indios criminales. Le dejaremos ver una india auténtica.

— ¿Qué hay de mis hermanos?

— ¡Mira! -Cogió a su esposa del brazo-. Cuando me echaron a patadas de Lancaster, mi familia me consideraba el peor de los hermanos. Yo era algo todavía más bajo que un asesino. No tienen derecho a echar nada en cara a los Pasquinel.

— ¿Sabe tu familia que estás casado conmigo?

— No se lo he dicho.

— Creo que es mejor que me vaya a Denver.

— Te quedarás aquí. Ya es hora de que se enteren.

Así que cuando el tren de la tarde, procedente de Julesburg, llegó a la estación, bajo la mirada de numerosos ciudadanos, porque aún era una novedad el paso de los convoyes, Levi y Lucinda se encontraban en el andén para recibir a Christian Zendt, quienquiera que fuese. Cargado con un maletín de tela, se apeó del vagón un muchacho de unos veintitrés años, alto, rubio y de rectangular mandíbula.

— ¡Debes de ser tío Levi! -exclamó alegremente, con una sonrisita tímida-. Y, aquí, la señora Zendt. -Contempló a Lucinda atentamente y preguntó-: ¿Eres india de verdad? -Y cuando la mujer asintió con una graciosa inclinación de cabeza, el mozo se exaltó-: ¡Es mucho más de lo que me atrevía a esperar! ¡Realmente maravilloso!

Durante todo el camino hasta la granja, habló como una cotorra. Licenciado en Franklin y Marshall. Si, hijo de Christian Zendt, pero éste había muerto. Tres años antes. Ingresó en la Facultad de Derecho de Dickinson. Sí, los otros tres hermanos vivían aún, todos con chicos. Su madre había sido una de las Mummert, de Paradise…

— ¡Los constructores de carretas!

— Los mismos.

— ¿Se casó Mahlon?

Sí, pero muy tarde. Cortejó a la moza de Stoltzfus durante cosa de quince años. Le asustaba el matrimonio, era así, y la muchacha temía perderlo, porque era el único hombre de su edad que quedaba, y ella se desmejoraba poco a poco y todos los martes y viernes se miraban el uno al otro en el mercado, ella en su puesto de productos de tahona y él en el suyo de venta de carne, y ambas familias seguían enriqueciéndose, hasta que, por último, se reunieron los tres hermanos y llegaron a la conclusión de que Mahlon tenía que desposarla, otra cosa hubiera sido una iniquidad, de modo que Mahlon se metió en la cama, de puro miedo, por lo que Christian y los otros dos hermanos fueron a ver a la chica de Stoltzfus y se le declararon en nombre de Mahlon, y la pareja se casó.

— Y la última vez que los vi, estaban uno junto a otro, en el tenderete de la carnicería, y uno de los chicos de Stoltzfus se había hecho cargo del negocio del horno panadero.

— ¿Hijos?

— Uno por año, durante cinco años.

Cuanto más trataban Levi y su esposa a aquel joven fogoso, más simpático les resultaba. El muchacho permanecía embelesado cuando Lucinda le explicaba las proezas de sus tíos, que se ataban a la espalda calaveras de búfalo, se ponían a bailar en medio de remolinos de polvo y no paraban en su danza hasta que las correas atravesaban los músculos. Le habló también de sus hermanos y de cómo lograron escapar a la matanza. y Levi participó en el dolor de Christian, cuando dijo:

— ¡Santo Dios, tía Lucinda! No pretenderás decir que Skimmerhorn montó sus cañones específicamente para exterminar a los indios.

La mujer repuso que, con exactitud, eso quería decir. Christian estaba maravillosamente liberado de falsas delicadezas.

— Háblame de la muerte de tus dos hermanos. En el Este se dicen muchas cosas de ellos, ¡pero ni por asomo se me ocurrió que fuesen mis tíos!

Lucinda emitió una risa amarga y luego le contó que uno murió ahorcado, que Frank Skimmerhorn mató al otro disparándole por la espalda, y que Levi, desafiando los odios locales, dio sepultura a ambos. Conversaron mucho respecto a las leyes tribales y Levi se quedó asombrado al comprobar cuánto sabía su esposa sobre el tema. Sus conocimientos no estaban codificados -eso sería tarea de hombres instruidos, como Christian-, pero resultaban coherentes y, por primera vez, Levi comprendió que los indios se gobernaban por costumbres tan rígidas como las que sujetaban a los menonitas del condado de Lancaster.

— No es apropiado que un joven como éste se pase las veladas completas charlando con nosotros -dijo Lucinda una noche a Levi-. Debemos presentarle algunas muchachas.

Al observar la desenvoltura con la que aquel mozo de veintitrés años trataba a las damiselas y la gracia con que las galanteaba, Levi recordó la ordinariez de sus modales en la época en que tenía la misma edad..

Cuando llegó el momento de que Christian regresara a Dickinson, cuatro familias de Centenario, con hijas casaderas, organizaron fiestas de despedida en honor del chico. Christian aceptó, y besó a las hijas ya las madres.

En la estación, dijo a Levi:

— Debes visitar a la familia. Estoy seguro de que te recibirían con los brazos abiertos.

— Yo no estoy tan seguro. Sigo siendo el proscrito. -Levi tenía el brazo alrededor de Lucinda, al añadir-: No les digas que me casé con una india. No lo entenderían.

— No volveré a verlos.

— ¿Que no…?

— No, cuando les hice saber mi decisión de ir a la facultad, armaron un jaleo de mil demonios. Mahlon protestó más que ninguno. Hasta mi padre me ridiculizó. ¡Al diablo con todos ellos!

En el momento en que el tren que llegaba de Denver entró en la estación, Lucinda dio a su sobrino un beso de despedida y rogó:

— Vuelve. Vuelve a menudo. Un montón de personas de esta ciudad se alegrarán de verte, y Levi y yo más que nadie.

Christian subió al tren, envió varios besos a las muchachas… y regresó a sus estudios. En tres ocasiones, durante aquel invierno, Lucinda sacó a relucir la propuesta de que Levi volviera a su tierra natal para efectuar una breve visita. En cada ocasión, el hombre repuso:

— No, a menos que tú me acompañes.

— Lancaster no está preparada para recibir a una india arapaho -contestaba.Lucinda.

Así que Levi relegó el asunto al olvido, pero la mujer volvió a sacarlo a colación por cuarta vez:

— Un hombre debe ver a sus parientes. No puedes imaginarte, Levi, lo animado que te mostrabas cuando Christian estuvo aquí. Tienes derecho a saber qué tal les va a aquellos árboles.

A través de los años, Levi se preguntó con frecuencia cómo habrían crecido los majestuosos árboles y si entre los prados se alzaría aún el granero de piedra con los signos mágicos. Volvió a preguntárselo, pero antes de que pudiera responderse, Lucinda formuló otro comentario, más convincente que los anteriores:

— No me es posible olvidar que, cuando dejaron el cadáver de Jake Pasquinel en la horca, te adelantaste para reclamarlo, porque se trataba de mi hermano. Desde aquel día, he estado siempre dispuesta a ir por ti hasta el mismo infierno, si fuera preciso, Levi. Una persona debe ser fiel a sus vínculos familiares.

Lucinda le compró una maleta de gran tamaño y varias prendas nuevas. Se encargó también de comprarle el billete, de Centenario a Chicago, pasando por Omaha, en el Union Pacifico Transbordo en Chicago para Lancaster, en el Pennsylvania. Le acompañó a la estación, donde llegaron una hora antes de la salida del tren, y le presentó a los otros pasajeros que iban a ir con él hasta Chicago. Pero Lucinda no le acompañaría en el viaje.

Un viaje tranquilo. A Levi le costaba trabajo creer que, en otro tiempo, necesitó seis meses de esfuerzos y penalidades para cubrir la misma distancia, y un miércoles por la mañana, cuando el tren se detuvo en la cavernosa estación de Lancaster, quedó aterrado por el cambio, pero entonces divisó a sus tres barbudos hermanos, que estaban esperándole, y observó que el tiempo no parecía haberles afectado. Mahlon, aún alto y moreno, no había engordado ni adquirido afabilidad. Daba la impresión de estar allí con el exclusivo objeto de recuperar los restantes ochenta y ocho dólares que Levi le debía por los caballos robados. Jacob presentaba casi el mismo aspecto, y Caspar, que realizaba el sacrificio y descuartizamiento de las reses, seguía siendo el mismo hombre vigoroso que era cuarenta años antes. Para los granjeros de Lancaster, el paso del tiempo significaba poco; se dedicaban a atender sus negocios y dejaban que otros se preocupasen de pejigueras tales como la Guerra Civil y los pánicos financieros.

Los hermanos comentaron la circunstancia de que Levi no luciese barba y le felicitaron por haber sido capaz de resistir un viaje en tren desde Colorado. Se hacinaron todos en un carro tirado por dos hermosos bayos y partieron hacia Lampeter, donde Levi descubrió que la calle del Infierno ofrecía un ambiente más plácido, pero cuando se aproximaron al antiguo paseo y los altos árboles, comprobó que la granja se mantenía invariable. Allí estaba el impresionante granero, con sus signos cabalísticos de colores y el letrero tranquilizador: