5. Nueve caballos perdidos
En el año 1782, cuando Castor Cojo tenía treinta y cinco, un importante desequilibrio se produjo en las praderas, un desequilibrio que, hasta que se corrigió, puso en peligro la estabilidad india. La llegada del caballo era el único fenómeno que se le aproximaba en cuanto a trascendencia.
Dicho año, los pawnees adquirieron un suministro sustancial de armas de fuego y, durante una temporada, dominaron a todas las tribus situadas al oeste. En ocasiones anteriores, habían aparecido armas de fuego por allí, ejemplos aislados de algún indio con suerte que conseguía un rifle y tres o cuatro cartuchos de plomo con suficiente pólvora para dispararlos; pero después del jubiloso estallido con el que se celebraba el acontecimiento, en el que se corría el riesgo de que el afortunado indio se llevase por delante los dedos de su propia mano o metiese un balazo en la cabeza de su amigo, sólo quedaba el estéril rifle. Al final, se utilizaba a guisa de estaca.
En 1782, sin embargo, los pawnees consiguieron rifles de verdad, comerciando con San Luis, y se adiestraron en su manejo. De inmediato, se aprestaron a imponer en el Platte una "Pax Pawnee" y lo consiguieron durante cierto tiempo. Liberados de la necesidad de derribar sus bisontes mediante la fuerza bruta y de abatirlos con arco y flechas, pudieron tomarse las cosas con comodidad, acabando con ellos desde lejos, gracias a las armas de fuego. Una partida de guerra formada por seis hombres podía trasladarse desde Missouri hasta las montañas de Colorado, con todas las garantías de seguridad, convencidos de que si surgía alguna dificultad con Nuestro Pueblo o con los utes, los rifles les defenderían.
Las tribus más remotas, al enterarse de aquella espantosa ventaja de la que disfrutaban los pawnees, sólo albergaron un deseo: conseguir armas de fuego para sí. Pero como aún no habían establecido relaciones comerciales con el hombre blanco, continuaron sin armas modernas. Su mundo se alejaba de ellos y se veían impotentes para alcanzarlo.
— Os digo que los pawnees han sido más listos que nadie -repetía Serpiente Saltarina, con tanta frecuencia y en un tono tan dolido que a los demás les entraban ganas de ordenarle callar, pero se trataba de un jefe veterano, con muchos golpes en su palmarés, y dejaron que sus lamentaciones continuasen.
Desde luego, se celebraron muchos consejos y se proyectaron numerosas incursiones contra los pawnees, pero, como Serpiente Saltarina reiteraba:
— Aunque consiguiéramos los palos-negros-que-pronuncian-muerte, no sabríamos qué hacer con ellos. ¿Cuál es su gran magia? ¿Quién puede explicarlo?
Cierto número de miembros de Nuestro Pueblo estaban acampados una mañana en las proximidades de las Muelas del Crótalo, cuando un chico de unos diez años se presentó ante Serpiente Saltarina e informó:
— ¡Hay una partida de guerra pawnee en los álamos! Inmediatamente, los jefes despacharon exploradores para que comprobasen si la noticia era cierta. Los exploradores regresaron con la ominosa confirmación.
— Quince pawnees. Buenos caballos. Cuatro palos negros. El consejo tuvo que dar por supuesto que los pawnees pretendían crear problemas y algunos aconsejaron que se evacuase en seguida el campamento, para volverlo a instalar en otro sitio, en la orilla opuesta del North Platte, y ésa fue la idea que prevaleció. Pero se concedió permiso a Castor Cojo y a otros siete guerreros del grupo medio para que se quedasen allí y tendieran una trampa a los pawnees, con la esperanza de apoderarse por lo menos de uno de los rifles.
— Necesitaremos algunos caballos para utilizarlos como cebo -dijo Castor Cojo, así que les dejaron dieciséis: las monturas de los propios guerreros y ocho más, a los que se permitiría vagar en dirección al South Platte, para que actuasen de señuelo.
En su marcha hacia el oeste, los pawnees no se manifestaban arrogantes, a pesar de que disponían de armas de fuego. Mantenían exploradores debidamente apostados y, con el tiempo, uno de ellos localizó los caballos, cuando se dedicaba a reconocer el terreno de la parte norte. No era tan necio como para imaginarse que los animales andaban por allí sin vigilancia y al no avistar a ningún hombre, llegó a la conclusión de que se trataba de una trampa. Los demás pawnees no tardaron en estar en condiciones de examinar la situación. Era una trampa, evidentemente, pero también existían muchas probabilidades de que quienquiera que la hubiese tendido no supiera nada de armas de fuego. Aquel asunto podía resultar una magnífica oportunidad para obligarles a temer de modo permanente a los pawnees y, al mismo tiempo, conseguir unas cuantas espléndidas monturas. Los pawnees trazaron sus planes para apoderarse de los caballos y aterrorizar a sus propietarios.
Pero, mientras lo hacían así, Castor Cojo y sus hombres organizaban un proyecto en sentido contrario, y de lo que no cabía duda alguna era de que las dos partes entrarían en violenta colisión. El combate se inició cuando los quince pawnees se desplegaron para conducir al río los caballos que pastaban tranquilamente. Castor Cojo permitió aquella maniobra, porque diluía las fuerzas enemigas, y cuando el abanico alcanzó su máxima extensión, Rodilla de Álamo y Castor Cojo se precipitaron con decisión hacia el ápice del despliegue de los pawnees.
Lograron pasar, pero entonces se vieron rodeados por el enemigo. No se trataba de una circunstancia accidental; era un acto de extraordinario valor, porque distraería la atención de los pawnees, permitiendo que los otros guerreros de Nuestro Pueblo atacasen por las alas.
Se produjo la consiguiente confusión. Al principio, el jefe pawnee creyó que le sería posible acabar con los dos intrusos sin recurrir a las armas de fuego, pero Castor Cojo y Rodilla de Álamo se mostraron tan frenéticos y demoledores en sus cargas que las tácticas ordinarias no podían contenerlos, por lo que el jefe pawnee indicó a uno de sus hombres armados que hiciese fuego.
Resonó el estruendo de una detonación, seguido de gran cantidad de humo, y Rodilla de Álamo salió despedido de su montura, con el pecho desgarrado. Al ver el destrozo causado a su compañero y al comprender, por los caudalosos borbotones de sangre, que estaba muerto, Castor Cojo volvió grupas y se precipitó como un rayo hacia el pawnee que había disparado. El guerrero se hallaba tan ocupado con su rifle que no pudo protegerse. Inclinándose hasta casi salir de la silla, Castor Cojo agarró con ambas manos el arma humeante y se la arrebató a su dueño. El impulso de la carrera le llevó al otro lado del semicírculo, hacia sus hombres.
— ¡Ya la tengo! -gritó, al tiempo que agitaba el rifle en el aire.
Los miembros de Nuestro Pueblo situados en el flanco izquierdo se reunieron e iniciaron una acometida sobre los pawnees, que se retiraron despacio, mientras efectuaban otro disparo, recogían los ocho caballos y la montura de Rodilla de Álamo y luego cruzaban el Platte con ellos.
Fue una escaramuza nada concluyente. Nuestro Pueblo había perdido nueve caballos estupendos, lujo que no podía permitirse, y Rodilla de Álamo encontró la muerte, un hombre valeroso con muchos golpes en su haber. Los pawnees fueron rechazados, dejando dos cadáveres en el campo de batalla y perdiendo un precioso rifle..
Castor Cojo envió un emisario al otro lado del North Platte, para que informase a los jefes de que todos podían volver a las Muelas del Crótalo, pasado ya el peligro, y mientras esperaban a que regresase la tribu y se montaran los tipis, los guerreros examinaron el arma. No era la primera vez que veían hierro, pues algunos incluso tenían cuchillos de ese metal, pero nunca lo contemplaron en tanta cantidad y tan espléndidamente moldeado. Introdujeron pequeños guijarros en el cañón y dedujeron que, al circular por su interior, se convertían en proyectiles mortíferos.
En ese punto, sajaron el pecho de Rodilla de Álamo, para averiguar qué le había aniquilado, y la forma de la bala corroboró sus deducciones. No pudieron hacer nada con respecto al disparador; su aparatosa complejidad lo colocaba fuera del alcance de los conocimientos que poseían en aquel instante, pero un guerrero curvó el índice en torno al gatillo y llegó a la conclusión de que aquello tenía algo que ver con el misterio. Contaban con un arma de fuego. No sabían qué hacer con ella, pero ya no estaban totalmente excluidos del negocio.
En aquel combate, quince pawnees se enfrentaron a ocho guerreros de Nuestro Pueblo y, cuando llegó el momento de atribuir golpes, se convino en que Castor Cojo había marcado uno, puesto que tocó al pawnee que empuñaba el rifle, pero por la noche perdió todo el honor que hubiese podido alcanzar porque, cuando ayudaba a Hoja Azul a montar su tipi, oyó un ominoso castañeteo que repicaba cerca de su esposa.
Volvió la cabeza con gesto frenético y vio horrorizado que una enorme serpiente de cascabel, enroscada en el suelo, se disponía a atacar a Hoja Azul. Impulsado por el instinto, Castor Cojo dio un salto hacia aquel ser repulsivo y le golpeó con el rifle recién capturado.
La venenosa criatura salió despedida lateralmente, pero al darse cuenta de que aún estaba en condiciones de atacar, Castor Cojo continuó aporreándola, una y otra vez, hasta que el reptil quedó estirado y exánime sobre la arena próxima al tipi.
Al oír el ruido de la refriega, un numeroso grupo de indios fue a congregarse allí y una mujer exclamó:
— ¡Castor Cojo ha matado una gran serpiente!
Pero un mozalbete, más observador, advirtió:
— ¡Ha roto el palo-que-habla!
Cuando se puso el sol, silenciosos guerreros se reunieron para contemplar a Castor Cojo que, erguido, sostenía por el extremo del cañón aquel rifle cuya culata y mecanismo de disparo aparecían destrozados.