SKIMMERHORN

La respuesta fue breve: LÍBRESE DE ELLAS. A decir verdad, era la única contestación razonable que podía darse, porque estaba demostrado que las reses vacunas y las ovinas no podían utilizar los mismos pastizales.

— La oveja es un bicho inmundo -afirmaban los vaqueros aquella noche, mientras intentaban quitarse de las fosas nasales el olor de las recién llegadas-. Un novillo no tocará la hierba por la que haya pasado la oveja. y menuda peste dejan esos animales lanudos. ¡Cristo, todavía lo huelo!

— Y lo que es peor -añadió otro-, es que la oveja apura tanto la hierba que, dos años después, la vaca no encuentra nada en que hincar el diente.

— No es sólo eso -dijo el primer vaquero-. La oveja tiene pezuñas afiladas y corta la hierba por debajo del tallo, hasta la misma raíz.

— Lo peor, sin embargo, es el olor -adujo un tercer hombre-. Mi tío entraba en un restaurante y, si habían guisado cordero, era capaz de alfa te arlo aunque hubiera sido tres meses antes. El ganado vacuno no es tonto. Sabe instintivamente que ese olor mata.

Así empezó la guerra. Para protegerse frente al ganado lanar, los criadores de bovinos comprendieron que debían expulsar de los pastos a los ovejeros y, eh su determinación, actuaron de modo implacable. En el Club de Cheyenne, los rancheros importantes comparaban notas y, mientras unos opinaban que el mejor sistema para defender los pastos era emboscarse e ir matando ovejas a tiro limpio, otros informaban de que se conseguían magníficos resultados liándose a estacazos con ellas hasta matarlas, aprovechando la oscuridad. Un ganadero establecido junto al río Laramie hizo que sus muchachos despeñasen por un precipicio todo un rebaño de lanudas.

— Matamos más de un millar así -declaró.

Pero no faltaba quien prefiriese el envenenamiento.

— El empleo de salitre o de vitriolo azul en la hierba -dijo un hombre de Chugwater- se carga una barbaridad de ovejas, sin que uno pierda una sola cabeza de bovino.

Claude Barker, hombre de notable serenidad, habló poco respecto al problema, pero cuando unos ovejeros entraron en sus tierras, dos de ellos recibieron sendos balazos y sólo quedó un superviviente para encargarse de conducir de nuevo hacia el norte los restos del rebaño lanar.

En la Hacienda Venneford, el problema se hizo agudo. Oliver Seccombe se hallaba de viaje, rumbo a Inglaterra, cuando Messmore Garrett llegó con sus cuatro primeros cargamentos de ovejas y las decisiones tuvo que tomarlas Skimmerhorn, quien recurrió a todas las estratagemas que le fue posible idear, salvo el asesinato, para desembarazarse de las ovejas. No tuvo ningún éxito. Calendar llevó el primer rebaño a los pastos del este de las Muelas del Crótalo, y Buford Coker, el confederado de Carolina del Sur, condujo un gran hato al cañón de! Zorro, al noroeste del Campamento Avanzado Cinco.

Skimmerhorn se reprimió en el trato con los dos intrusos, ya que conocía a ambos y trabajó con ellos en la conducción del ganado de Texas. Coker le caía simpático y la habilidad de Calendar para protegerse le inspiraba un respeto concedido a regañadientes.

— Una cosa he de advertiros -manifestó a sus vaqueros, en una reunión convocada para tratar el tema de los invasores-. Esos dos hombres saben manejar las armas. En especial, Calendar no va a asustarse por amenazas de tiroteos. Andad con ojo.

Envenenaron el pozo del cañón del Zorro y unas cuantas ovejas de Coker murieron antes de que el hombre pudiese rescatar a las demás. El rebaño de Calendar se vio atacado por una manada de perros salvajes que hombres a caballo encaminaron hacia la zona. Fríamente, Calendar abatió a tiros a la mayor parte de los canes, pero sólo después de que ocasionaran bastante daño. La hierba del barranco que se utilizaba como redil fue incendiada en las dos salidas y unas doscientas ovejas murieron abrasadas, pero Calendar y Coker siguieron aferrados a su actividad, y Messmore Garrett transportó más ganado lanar a la región.

Era un hombre resuelto. En el banco local, donde a los cajeros les desagradaba servirle, depositó diez mil dólares y anunció que deseaba comprar un terreno para establecer una hacienda ovejera, es decir, su sede, mientras apacentaba las ovejas en los pastos de dominio público.

— Es una maldita desgracia -manifestó el banquero, durante una cena organizada en el "Armas del Ferrocarril" por los criadores de reses vacunas-. Esos pastizales llevan ahí miles de años y las únicas personas que se han preocupado de ellos en todo ese tiempo han sido los vaqueros. Supongo que legalmente pertenecen al gobierno. Pero son nuestros pastos. Ese condenado Messmore Garrett hará bien en no pretender que yo le venda tierras.

Los rancheros se sintieron especialmente ofendidos cuando diversos empleados de Garrett se presentaron en la oficina catastral y manifestaron su intención de obtener fincas de acuerdo con la Homestead Law.

— ¡Todo el mundo sabe que no son para ellos! -estallaron los ganaderos-. Garrett intenta conseguir terrenos con esa maniobra. Si hay algo seguro es que, en cuanto tengan la propiedad de las parcelas, se las venderán a Garrett. La ley debe impedírselo.

Tres miembros de la familia de Garrett solicitaron parcelas, pero sus documentos se extraviaron. Volvieron a presentar la petición oficialmente, pero intervino un abogado en nombre de los ciudadanos locales, quien encontró improcedente una de las solicitudes y dijo que las otras dos tenían que enviarse a Kansas City para que las verificasen. También se extraviaron.

Garrett no pronunció una sola queja en público. Contrató a un jurista de Denver que llevaba años bregando en casos semejantes y, con inflexible presión de glaciar, el experto consiguió reunir una superficie de terreno desde la que Garrett pudo, aunque con dificultad, organizar y administrar su hacienda ovejera.

El gran paso adelante llegó cuando el abogado presentó en el palacio de justicia las escrituras de compra de ochocientas hectáreas de terreno en el Risco de Creta, vendidas por Levi Zendt.

Toda la presión de la industria ganadera vacuna cayó sobre el pobre Levi y prendieron fuego a su establecimiento, forma de represalia que sufría por segunda vez. El incendio fue sofocado, no por el servicio de bomberos, cuyos miembros se negaron a combatir el siniestro declarado en una propiedad perteneciente a un ovejero, sino por Garrett y sus amigos. Al día siguiente, el Clarion informaba: Un incendio se declaró en la tienda de Levi Zendt, que parece preferir la compañía de los ovejeros a la de los hombres honrados. Desgraciadamente, fue apagado. Recordamos a los lectores para quienes el bienestar de esta región constituya el anhelo máximo de sus corazones, que se trata del mismo Levi Zendt que protegió a los hermanos Pasquinel cuando se dedicaban a quemar y asesinar a lo largo del Platte. Al parecer, la gente de Pennsylvania necesita más de un escarmiento.

Zendt no dio muestras de preocuparse demasiado por el incendio ni por lo que dijo el periódico, pero cuando un grupo de vaqueros le preguntó cómo era posible que vendiese tierra decente a un ovejero, les contestó:

— Los indios me vendieron a mí esa tierra, para ayudarme a empezar. Permití al Venneford utilizarla, para ayudarles a empezar. Cedí a Brumbaugh otros terrenos, para ayudarle a empezar. ¡Y vosotros, malditos majaderos, me venís ahora con semejante pregunta!

Informaron en el rancho de tal respuesta y Skimmerhorn montó a caballo y fue a razonar con Levi.

— Meter ovejas en unos pastizales donde hay vacas es criminal -argumentó el capataz-. Destruyen la hierba. La agotan. Las ovejas no son mejores que una plaga de langostas con pezuñas.

Levi contraatacó alegando que en su vida -contaba ya sesenta y dos años- había visto desarrollar muchas ideas nuevas y, siempre que se presentaba una, los hombres solían decir que su puesta en práctica iba a destruir el mundo tal como estaba organizado.

— Quizá los pastos sin fin que tú conoces, John, son algo que pertenece al pasado. Acaso haya llegado el momento de que me compres cierta cantidad de ese alambre espinoso que tengo y cerques tus tierras con él. Es posible que entonces sepas lo que estás haciendo.

— Pero, Levi, tú tienes parte en el Venneford. Estás tirando piedras contra tu propio tejado.

— No creo que las acciones de la sociedad ganadera reporten mucho beneficio, John. -Colocó encima de la mesa el contrato que había firmado con Messmore Garrett, mediante el cual otorgaba a éste terreno para sus ovejas-. Lo cierto es, John, que quisiera vender mi participación en el Venneford. Si sabes de alguien que desee comprar mis acciones, díselo.

Skimmerhorn lo hizo. Al día siguiente, Jim Lloyd apareció en la tienda y manifestó:

— Me han dicho, señor Zendt, que tiene usted en venta algunas acciones del Venneford.

— Desde luego.

— Me gustaría comprarlas.

— Demostrarías ser mucho más listo si invirtieses el dinero en acciones ovejeras. Puedo proporcionártelas.

Jim Lloyd se echó hacia atrás, horrorizado.

— Soy vaquero. Crío vacas.

— Si sabes lo que te gusta, aférrate a ello -dijo Levi-. Puedes retirar en el banco mis acciones del Venneford. -Luego, bajó la voz para preguntar-: Lucinda y yo estamos un poco desorientados… ¿Tienes alguna noticia respecto a Clemma?

— Ninguna -repuso Jim.

— Nosotros tampoco -confesó Levi. Añadió, en tono vivo-: Jim, harías un buen favor a esta parte del país si advirtieses a tus vaqueros que dejen en paz a Coker y Calendar. Esos hombres están teniendo demasiada paciencia.

— No son mis vaqueros -protestó Jim-. Los elementos perturbadores vienen de Wyoming.

— Vale más que les aconsejes que se queden en su casa, Jim. Si no lo hacen, va a haber jaleo.

El aviso no sirvió de nada y, tres noches después, alguien se infiltró entre las ovejas de Calendar y mató más de un centenar a garrotazos, abriéndoles la cabeza con golpes violentos y demoledores.

En el dorado verano de 1883, el jefe Águila Perdida, entonces un frágil anciano de setenta y tres años, se retrató por tercera y última vez de pie junto a un presidente de los Estados Unidos. En 1851, posó con Millard Fillmore, concluido el gran tratado de Fuerte Laramie, y diez años después le fotografiaron al lado de Abraham Lincoln. Ahora, Chester Arthur se encontraba en el Parque Yellowstone, en un esfuerzo destinado a llamar la atención de todo el país sobre las necesidades de aquella noble zona geográfica. Tal viaje a través de las soledades representaba una audaz aventura, que requería los servicios de setenta y cinco jinetes, numerosos carreteros y exploradores, y ciento setenta y cinco acémilas. Durante el trayecto, el presidente propuso hacer un alto en la reserva india establecida en el noroeste de Wyoming.

Conoció allí al famoso jefe shoshone Washakie, quien presentó una agraviada queja, expuesta de forma vigorosa y con tradicional desdén:

— ¿Por qué ha permitido el Gran Padre Blanco que los arapahos invadiesen mí reserva?

El presidente Arthur consultó con la mirada a sus ayudantes, pero ninguno se adelantó con la oportuna explicación, y Washakie, que tenía ya ochenta y tantos años, prosiguió: -Sabes que los arapahos se comen sus perros. Sabes que llevamos cien años luchando contra ellos.

En aquel punto, uno de los ayudantes informó al presidente de que los utes, de los que los shoshones eran una rama, habían combatido, en efecto, a los arapahos durante un siglo, y que también era cierto que los arapahos comían carne de perro.

— Muy desagradable -comentó el presidente.

La protesta se prolongó un buen rato, al cabo del cual apareció un explorador que pudo explicar:

— Los arapahos no tienen ningún derecho a estar aquí… ninguno en absoluto. Los expulsaron de su reserva de Colorado y los condujeron a los Dakotas, pero no les gustaba aquella región.

— ¿Por qué tenía que gustarles? -preguntó el presidente.

— Así que, cuando se agotaron los alimentos, se les permitió venir aquí.

— Habrá que remitirlos otra vez a los Dakotas -saltó el presidente.

— No han hecho más que ir de un lado para otro, señor.

El presidente accedió a escuchar la versión arapaho del asunto y el jefe Águila Perdida compareció ante él. La figura del indio resultaba patética: un hombrecillo marchito, vestido con harapiento uniforme del ejército, que llevaba una enorme medalla de bronce alrededor del cuello y se tocaba con un ridículo sombrero de copa alta, de cuya banda sobresalía una pluma de pavo. Tenía las piernas arqueadas por los muchos años pasados a lomos de su caballo y el tono de su voz era agudo.

— Hemos recorrido mucho terreno -dijo- y por fin tenemos un hogar. Deseamos quedarnos.

— ¿Qué es esa medalla? -inquirió el presidente.

Se adelantó el general Phil Sheridan, hombre que odiaba a los indios y que había acuñado la frase clásica de: "El único indio bueno es el indio muerto." Examinó la medalla e informó, mientras reprimía una risita burlona:

— El presidente Buchanan.

Los integrantes del séquito avanzaron, deseosos todos ellos de retratarse con aquel extraño y pequeño indio, y Águila Perdida posó durante algún tiempo, mientras se daba cuenta de que su petición al Gran Padre no había sido tomada en serio.

— Si pudiese hablar otra vez con el presidente… -suplicaba, pero los oficiales de caballería no cesaban en su empeño de conseguir fotografías y, cuando el jefe indio logró zafarse del acoso, el presidente ya se había marchado.

— ¡Por aquí! ¡Por aquí! -gritaban los exploradores, llamando a los shoshones, y Águila Perdida, que no entendía aquel lenguaje, se quedó solo, hasta que un soldado empezó a empujarle.

— Por aquí, abuelo.

El jefe arapaho se vio conducido hacia un grupo formado por Washakie y varios shoshones más.

— Arapaho -murmuró uno de ellos, pero el fotógrafo ya estaba ordenándoles que permaneciesen quietos y, apenas tirada la placa, un grito selvático resonó a cierta distancia y un conjunto de jóvenes guerreros indios se precipitó al galope tendido hacia una amplia explanada, donde se encontraba el presidente Arthur sentado bajo un dosel. Dio la impresión de que los guerreros iban a atacar al presidente, pero en el último instante surgió de otra esquina del supuesto campo de batalla una compañía de soldados a caballo, encabezada por un corneta que tocaba a pleno pulmón, y la caballería se enzarzó con los indios en fingido combate. Hubo una furibunda descarga de disparos de fogueo, los caballos relincharon y once indios, adiestrados a tal fin, se desplomaron de sus monturas y cayeron sobre el polvo como si los acabasen de matar. Tras diez minutos de griterío, espléndidos alardes de equitación y tiroteo a mansalva, los valerosos soldados de caballería pusieron en fuga a los indios salvajes y consiguieron salvar al presidente.

Los jóvenes indios que participaron en la representación recibieron las justas felicitaciones del presidente Arthur y del general Sheridan, por su magnífico despliegue de habilidad hípica, después de lo cual se les permitió emborracharse moderadamente. El senador George Vest, de Missouri, y Robert Lincoln, hijo del extinto presidente, convinieron en que habían presenciado una exhibición memorable y luego, el último de los guasones oficiales de caballería, insistió en que le fotografiasen con el jefe Águila Perdida que, una vez más, posó pacientemente, mientras el grupo se divertía a su costa.

De cuantos hombres fueron fotografiados aquel día, el jefe arapaho, con la ejecutoria de su vida, era el más próximo al ideal norteamericano, el que más se ceñía a la observancia de los principios sobre los que se había fundado la nación. Era inconmensurablemente mayor que Chester Arthur, el limitado político neoyorquino; incomparablemente más importante que Robert Lincoln, hombre miserable y sin ninguna estatura, que de su padre sólo heredó el apellido; y mucho mejor guerrero, teniendo en cuenta efectivos humanos y materiales, que Phil Sheridan. El único competidor que se le acercaba era el senador Vest, que compartía con Águila Perdida el amor a la tierra y la satisfacción de comprobar que se la utilizara de modo constructivo.

Pero el grupo se reía de él, no iba a escuchar su petición y ni siquiera comprendió que estaba presentándoles un grave problema moral, acaso de no mucha magnitud, pero de mayor intensidad precisamente por ese motivo. Para cuando la partida presidencial abandonó Wyoming, el jefe Águila Perdida había muerto.

La llegada del ferrocarril afectó al hombre blanco de un modo tan profundo como el caballo había cambiado la existencia del indio. Por ejemplo, a principios del verano de 1884, Levi Zendt se quedó un tanto desconcertado al leer un telegrama que le entregó el jefe de estación: