8

LOS VAQUEROS

Se convirtió en una leyenda del Oeste y todavía hoy existen hombres que aseguran formalmente que sucedió exactamente así. Un vaquero veterano se acercará al mostrador de la taberna y aseverará:

— Después de que el general Lee se rindiese en Appomattox, uno de sus coroneles, un fulano llamado R. J. Poteet, volvió a su tierra natal, el sur de Virginia, donde descubrió que el fuego había consumido la casa de la familia. Loco de furor, se dirigió hacia el sudoeste y, en el otoño de 1865, acabó en el distrito texano de Palo.Pinto.

"Durante el invierno, dio un repaso a la situación, que poco faltaba para que fuese desesperada, y comprobó que la única cosa sobre la que merecía la pena apostar una perra eran aquellos dichosos cornil argos de las praderas texanas que se habían pasado todo el periodo bélico volviéndose salvajes, sin que nadie los marcase. Abundaban como conejos y podían comprarse a veinticinco centavos por cabeza, si es que uno se tomaba la molestia de ir a pagárselos a alguien. Lo más probable era que uno tomase su propio hierro y fuera marcando cada una de las reses que encontraba. Pero aquellos mismos bichos, puestos en Fuerte Laramie (Wyoming), si era posible llevarlos allí y entregarlos al ejército, le proporcionaban a uno cuatro dólares de plata por animal Todo lo que uno tenía que hacer era reunir los cornilargos, largarse con ellos y embolsarse la fortuna al final de la ruta.

"De modo que el coronel hizo precisamente eso. En la primavera de 1866, Poteet lanzó al camino una manada de tres mil cabezas y emprendió con ellas el infernal recorrido, cruzando ríos, atravesando el territorio comanche y dejando atrás a los confederados forajidos de Kansas que, de haberle visto, le hubieran matado sólo para apoderarse de su ganado.

"En el otoño de 1866 -y aquél fue un año endemoniadamente seco, compañero-, Poteet había llevado sus reses hasta la Granja de Zendt, en Colorado, y allí el viejo invierno echó sus garras. Bramaba de tal modo y soltaba tanta nieve que Poteet no pudo hacer nada con su ganado. Se había visto sorprendido por las borrascas a sólo trescientos miserables kilómetros de Fuerte Laramie y maldito lo que podía hacer… Los montones de nieve eran más altos que las nalgas de una muchacha india y el mercurio estaba más bajo que una mofeta en su madriguera.

"Así que, con las lágrimas cayendo en catarata por sus mejillas, Poteet empujó sus temblorosos cornilargos hacia las laderas que hay al norte de las Muelas del Crótalo, y los dejó allí para que se las arreglasen por su cuenta… y que Dios se apiadara de ellos.

"Tras despedirse tristemente de sus pobres bichos, Poteet regresó a la Granja de Zendt y pasó allí aquel frío invierno, trabajando para Levi en el establecimiento que había construido después de que, durante los jaleos con los indios, quemasen la estacada hasta sus cimientos. Cuando llegó la primavera, el coronel, sólo para convencerse salió de la tienda de Levi y fue a echar un vistazo a los restos de sus pobres reses. Aún le dolía lo suyo aquella pérdida mientras coronaba un altozano desde cuya cima se dominaban las Muelas. ¿Y qué es lo que vio entonces? Centenares y centenares de sus perdidos cornilargos… Sólo que no estaban difuntos ni mucho menos, sino que se dedicaban pacíficamente a pastar la nueva hierba de primavera. Las vacas soltaban terneros juguetones y todo el rebaño se encontraba en condiciones mucho mejores que cuando lo dejó.

"Tan cierto como que estoy aquí, amigo, que fue de esa manera como los ganaderos se enteraron de que.la escuálida hierba de búfalo y la grama azul eran un alimento sólido, tal vez el mejor que hay, porque cuando el invierno amenaza, esa hierba absorbe hacia sus tallos todos los minerales que el ganado necesita, y si pueden encontrar suficiente espacio abierto donde las nieves han caído, entonces invernan de maravilla. Bien sabe Dios que toda la industria ganadera de Colorado empezó cuando el coronel Poteet mandó aquel día sus reses a la muerte, en las Muelas del Crótalo.

Por desgracia, casi todos los puntos de esta versión de la leyenda eran falsos. La historia de las reses abandonadas que sobrevivieron al invierno cuajado de ventiscas salió a la superficie por primera vez hacia 1822, relatada por tramperos asistentes a la reunión. Se repitió en 1844, como si fuera el Evangelio, pero en esa ocasión se refería a ganado que se abandonó a la muerte en la.Ruta de Oregón. En 1846 fueron mormones quienes dejaron desamparadas a las reses y, en 1849, eran los buscadores de oro en California. Casi todos los ranchos de Colorado, Wyoming o Montana aseguraron que este sobresaliente acontecimiento sucedió dentro de sus límites, y una versión popular afirma que ocurrió en 1879.

En la interpretación citada más arriba, el vaquero da el año equivocado, el precio de las reses equivocado y la patria chica del héroe equivocada. Lo único que concuerda es el nombre de Poteet y el hecho de que fue una persona extraordinaria, Lo que realmente sucedió es lo siguiente:

A finales del otoño de 1867, Levi Zend trabajaba con su esposa en el nuevo establecimiento. Después de.las incursiones de los indios, se habían mudado de sitio, trasladándose desde el antiguo punto en la confluencia del Platte y el arroyo del Castor a un terreno más alto, a cierta distancia por el norte, tras vender ventajosamente gran parte de sus tierras ocupadas ya por la localidad en crecimiento de la Granja de Zendt.

Mientras trabajaba, Levi vio aproximarse un forastero y tuvo la impresión al observar sus andares, de que se trataba de un hombre al que había conocido antes en alguna parte. Fue Lucinda quien reconoció al visitante, al recordar que había bailado con él en Fuerte John Jurante el verano de 1844.

— ¡Es Oliver Seccombe! ¡AI cabo de tantos años! -exclamó Lucinda, y deseó salir corriendo de la tienda para darle la bienvenida, pero refrenó su impulso al recordar lo que Levi le dijo una vez: "Cuando la carreta se partió por la mitad y nos quedamos solos en la pradera, Oliver Seccombe se marchó, silbando y sin que le importase nada nuestra suerte. Y su guía me robó mi rifle Fordney."

De modo que la mujer· se contuvo.

Era verdaderamente Oliver· Seccombe, que regresaba de Oregón, donde había pasado los últimos veintitrés años, salvo el tiempo empleado en dos viajes a Inglaterra. Durante el último de esos viajes fue cuando tuvo la brillante idea que iba a enriquecerlo.

— Levi -dijo entusiasmado, nada más sentarse en la cocina-, en Inglaterra hay hombres con mucho dinero Lo obtienen en la India, en Australia… Barriles de dinero… y andan buscando algún sitio donde invertirlo. Mientras estaba en Bristol, no cesaba de recordar esas tierras desiertas que tú y yo cruzamos juntos.

En tanto saboreaba una taza del té Lapsang Souchong que tanto le gustaba al viejo Alexander McKcag, se puso a evocar nostálgico las vastas praderas que Levi y él conocieron en los antiguos días.

— Las veía como un océano de hierbas, pardas y oscuras, sustentando aquellos rebaños de búfalos… ¿Te acuerdas?

Levi se acordaba -la actitud postinera de Seccombe cuando se conocieron en Missouri, su irresponsabilidad básica- y estaba dispuesto a no tener ninguna relación ulterior con él. Pero también recordaba que, cuando Elly se estaba ahogando en el Gran Azul, fue Seccombe quien se arrojó al agua para salvarla, de modo que escuchó al inglés, cuando dijo:

— Se me ocurrió de repente. Si aquellas praderas, de las que el capitán Merey decía que eran un desierto, podían mantener él todos aquellos búfalos, de desierto nada. Tenían que: ser unas de las mejores tierras de pastos del mundo, sólo que distinta.

— ¿Cuál es tu plan? --preguntó Lucinda.

Seccombe golpeó suavemente los papeles que llevaba en el bolsillo izquierdo.

— Tengo aquí poderes, y dinero con que respaldarlos, para adquirir unas ochocientas mil hectáreas de esas tierras… las que atravesamos, Levi.

— ¿Y qué harás con ellas? -inquirió Lucinda.

— Tengo entendido -explicó Seccombe- que, a causa de la última guerra, en Texas se pueden comprar cornilargos -esas reses que tienen en la cabeza cornamentas como mecedoras -a veinticinco centavos la pieza. Quiero traer un gran rebaño, a través de los pastos abiertos, y cuando tenga aquí a los animales, los cebaré y criaré, y pronto dispondré de una manada de centenares de miles de cabezas que se alimentarán con esa nutritiva hierba, y todos los años venderé al ejército los novillos, a cinco o seis dólares cada uno. -Hizo una pausa de estilo dramático, antes de rematar-: Eso es lo que vamos a hacer tú y yo, Levi. Ayúdame a conseguir la tierra, yo me encargaré de obtener el ganado, y emplearemos el dinero de los ingleses que tan cómodos se encuentran en sus lujosas poltronas de Bristol.

Pidió otra taza de té y, mientras lo sorbía, empezó a sentirse cómodo.

— Supongo que nunca habéis oído hablar del conde Venneford de Wye, ¿verdad? Es un hombre muy poderoso e influyente en Bristol y Londres, y lo que se dice un caballero. Le presenté mi propuesta y al instante se percató de las posibilidades que ofrece. Vamos a llamarla Hacienda Venneford, y tanto lord Venneford como yo pensamos a lo grande en cuanto a la empresa. Levi, queremos disponer de toda la tierra comprendida entre las Rocosas, por el oeste, y Nebraska; y al norte del Platte, hasta allí donde podamos llegar.

— ¿Tiene dinero suficiente para comprar toda esa superficie? -preguntó Zendt.

— Bueno, ahí es donde intervienes tú.

— Lucinda y yo contamos con algunos ahorros -en Saint Louis-, pero no…

Seccombe miró hacia la puerta para comprobar que no había entrado ningún cliente.

— No os costará ni cinco -confió, al tiempo que se sacaba del bolsillo derecho un tosco mapa del nordeste del Territorio de Colorado, con el curso del río Platte trazado ostensiblemente y mostrando los numerosos pequeños afluentes que desembocaban en él desde el norte-. Según la nueva Homestead Act… -empezó en tono pontifical.

— Ya lo sé -le interrumpió Levi-. Tengo el título de algunas de mis tierras bajo esa ley.

Sin hacer caso de la interrupción, Seccombe continuó: -De acuerdo con dicha ley, el truco consiste en conseguir la titularidad tan sólo sobre las parcelas que controlan el agua. Se consiguen sesenta y cinco hectáreas de esa tierra y se dominan más de cuatro mil hectáreas de pastizales carentes de agua. -Llamó la atención de los Zendt hacia las señales hechas en el mapa y, a la vez que trasladaba rápidamente el índice de un punto a otro, dijo-: He determinado estos diecisiete puntos cruciales que hemos de poseer. La ribera de este arroyo, esta confluencia, este manantial en lo alto de las colinas. Una vez los hayamos conseguido -estos pocos puntos-, poseeremos el resto del pastizal, sin haber soltado un centavo.

— No entiendo lo que quieres decir -articuló Levi.

— ¡Mira! Toma este punto donde la Hoya de la Mofeta se junta con el arroyo del Castor. Dámelo y te regalaré cuarenta mil hectáreas al norte del mismo, porque, sin mi agua, maldito lo que puedes hacer con todas esas hectáreas. Esas cuarenta mil no me pertenecen, pero si controlo el agua, son inútiles para cualquier otro.

Así que los Zendt estudiaron el mapa con Seccombe, repasando todos los puntos críticos.

— Esas dos parcelas situadas junto al Platte las tomó Otto Kraenzel, y dudo que las venda. Las dos que están junto al arroyo son de un individuo llamado Troxell, y me consta que podemos comprárselas a precio bastante bajo. Ahora estás mirando la finca de Brumbaugh, y tengo la certeza de que no querrá vender. La siguiente parcela… nadie la ha registrado, que yo sepa.

— Que vaya a registrarla Lucinda mañana mismo -dijo Seccombe en seguida-. ¿Qué me dices de esa sección de la Hoya de la Mofeta? La han pasado por alto, ¿no?

— Nunca estuve allí.

— Ésa la registraré a mi nombre -manifestó Seccombe- y con ella dominaré cuarenta mil hectáreas de hierba.

Y así establecieron sus planes. A un jornalero se le convencía para que registrase esta sección; su novia registraba aquélla; un sujeto sin trabajo registraba la situada en el punto donde el arroyo abandonaba la cañada, paraje crucial, porque el hombre que pudiese bloquear la boca de la cañada estaría en condiciones de dominar las dieciséis mil hectáreas de la hoya. Mediante tan juicioso sistema de propiedad, Oliver Seccombe y sus patrocinadores financieros de Londres destinaron una suma de dinero relativamente pequeña, para obtener con ella un reino mayor que muchos de Europa.

Tal manipulación la había hecho posible una de las leyes más estupendas que el Congreso estadounidense haya aprobado jamás, la Homestead Act de 1862, por la cual las tierras del Oeste que otrora pertenecieron a los indios, pero que ya eran propiedad del gobierno de los Estados Unidos, se cedían en parcelas de ciento sesenta acres (cerca de sesenta y cinco hectáreas) a quienquiera que tuviese la seria intención de vivir en la finca otorgada y cultivar la tierra. La prueba de esa intención era sencilla: el hombre tenía que construir una morada en la parcela, residir allí durante cierto número de meses al año y cultivar dieciséis de aquellas hectáreas durante un período de cinco años. Al cabo de ese tiempo, obtenía el título y la tierra era suya a perpetuidad. En los años que siguieron a la Guerra Civil, cuando las familias desarraigadas ponían en peligro a la sociedad estabilizada, los miembros de tales familias se convirtieron en ciudadanos conscientes de su dignidad personal gracias a la Homestead Act, y buena parte de la grandeza de estados como Kansas, Minnesota y Colorado procede de la aplicación de esta sabia ley.

Las tierras de las que los granjeros no se hicieron cargo, y eran muchas las que resultaban inapropiadas para la agricultura, seguían siendo propiedad del gobierno, y quienquiera que llegase a ellas podía utilizarlas libremente, de forma que, si Oliver Seccombe lograba los títulos de sus diecisiete zonas cruciales, contaría con la bendición y el aliento del gobierno para usufructar muchos miles de hectáreas adicionales.

A la mañana siguiente de su llegada a la Granja de Zendt, Seccombe registró la importantísima sección de la Hoya de la Mofeta, aleccionó a Lucinda para que registrase a su vez una buena cuenca e inició la operación de compra de los restantes arroyos que habían pasado a propiedad particular. Bajo su supervisión, siete distintos amigos registraron diversas parcelas, en el bien entendido de que, en cuanto el título estuviese seguro, venderían las tierras a Seccombe.

Durante una febril semana, Seccombe logró reunir propiedades cuya superficie conjunta no rebasaba las mil doscientas quince hectáreas, pero con las cuales se dominaba una extensión de dos millones trescientas treinta mil hectáreas, mayor que Massachussetts, y todo controlado por caballeros de Bristol, casi ninguno de los cuales vería nunca aquellas tierras.

Se presentaba ahora el problema de situar el ganado en el norte y emprender las operaciones de su cría, para lo que Seccombe ya tenía un plan.

— Levi -dijo una noche, cuando terminaron de cenar-, he tomado una decisión. Quiero que vayas a Texas y traigas el ganado.

— No sé nada respecto a la conducción de reses -protestó el alemán.

— No te hace falta saber. Te llegas allí, buscas un experto en ganadería y te dignas contratar sus servicios. Le acompañas siempre, para proteger nuestra inversión.

— Tengo cuarenta y siete años -alegó Zendt-. Me quedo aquí.

En esto Lucinda se mostró de acuerdo con él. -Bueno, si tú no quieres ir, ¿quién puede hacerlo?

— A propósito -dijo Zendt-, ya sé que es un poco tarde para preguntarlo, pero ¿sabes algo acerca de la cría de ganado? -Si uno vive en Oregón el tiempo suficiente, lo aprende todo -repuso Seccombe, con una sonrisa de suficiencia.

— Hablando de Oregón, ¿qué fue de Sam Purchas?

— ¡Sam! -exclamó el inglés, al tiempo que recordaba sus dificultades con aquel hombre valiente de la frontera-. A la noche siguiente de haberme llevado sano y salvo a Willamette, como estaba obligado a hacer debido a nuestro trato, me hizo la misma jugada que te había hecho a ti… me robó la mayor parte de mi equipo y se esfumó.

— ¿Qué pasó con él?

— Tres meses después le ahorcaron por ladrón de caballos.

— ¿Qué hizo con mi arma?

— ¿Aquel hermoso rifle que te quitó?

— Sí. El de culata de arce.

— Lo utilizó a guisa de estaca para aporrear a un oso en la cabeza. Se rompió en veinte pedazos.

Una tristeza anonadante se abatió sobre Levi Zendt. En contadas ocasiones se permitía pensar en el pasado; demasiado dolor, demasiada muerte. Pero ahora evocó aquel rifle que con tanto amor había fabricado un hombre que luego fue asesinado brutalmente; a Sam Purchas intentando violar a Elly en las dunas; los seis hermosos caballos grises que tanto tiempo hacía que murieron en Missouri; las marcas dejadas por la serpiente de cascabel en la garganta de Elly; la terrible congoja de cavar aquellas tumbas para los Pasquinel. Apoyó los codos en la mesa de la cocina y bajó la cabeza para que la frente descansara sobre la yema de los dedos… y, durante largo rato, nadie despegó los labios.

— El hombre que necesitas es John Skimmerhorn -dijo Levi por último-. Vive en esa casa que hay junto al río. -¿Skimmerhorn? ¿No es el individuo que organizó aquella carnicería con los indios?

— Su hijo.

— El Skimmerhorn en que estoy pensando se trasladó a California después del paleo y, dondequiera que iba, no faltaba algún periódico que descubriese su presencia y publicara artículos que repetían el testimonio presentado durante la vista militar. Abandonó California. -Seccombe trató de recordar a dónde fue… los periódicos informaron de ello, pero el nombre de la ciudad no lograba captarlo-. ¿Te fiarías del joven Skimmerhorn?

— Es digno de confianza -dijo Levi, y emprendieron la marcha hacia el río, en dirección a la casita en la que vivía John Skimmerhorn. Por el camino, Levi explicó-: Esta ciudad apoyó al coronel Skimmerhorn. Era un gran héroe para sus habitantes. Es decir, lo fue hasta el momento en que disparó por la espalda contra Mike Pasquinel… desde allí, junto a las oficinas del Clarion.

— ¿Qué ocurrió después? -quiso saber Seccombe.

— Lo más peregrino que uno pudiera imaginarse -reflexionó Zendt-. Nadie le reprochaba haber matado a todas aquellas mujeres y a todos aquellos niños indios, pero cuando asesinó por la espalda a un hombre desarmado, que enarbolaba una bandera de rendición… -Hizo una pausa, como si tratara de conciliar aquellas actitudes contradictorias-. Supongo que la gente rechazó a Skimmerhorn porque quebrantó la ley fundamental del Oeste. No se le debe disparar a un hombre por la espalda… ni siquiera a un Pasquinel.

— Debieron de ser unos tiempos terribles.

— Podemos contarlo.

— ¿No te moviste de aquí?

— Éste era mi hogar.

Caminaron en silencio durante cierta distancia y, por último, en tono matizado de incredulidad, Seccombe preguntó:

— ¿Y estás dispuesto a colocar tu fortuna en manos del hijo del coronel Skimmerhorn?

— Le confiaría mi vida.

Encontraron a Skimmerhorn en casa. Era un hombre reservado, fornido, de veintinueve años, y Seccombe conjeturó que la evidente tensión que le agarrotaba procedía de la circunstancia de que el joven Skimmerhorn nunca estaba seguro de lo que los extraños pudiesen decir acerca de su desacreditado padre.

— ¿Te gustaría ir a Texas el mes que viene, contratar una cuadrilla de vaqueros y traerte dos o tres mil cabezas de cornilargos?

— Me encantaría -repuso Skimmerhorn.

— Arriesgamos un montón de dinero en esta empresa -explicó Seccombe- y necesitamos un hombre en quien poder confiar.

— John es ese hombre -intervino la señora Skimmerhorn, con su categórica voz de Kansas.

— Pagaré el importe de las reses y los sueldos del equipo, y a ti te daré treinta y cinco centavos por cada cabeza que entregues.

— Iré -se apresuró a aceptar Skimmerhorn-. No me van muy bien las cosas aquí.

— ¿Cuánto tiempo estará ausente? -preguntó la señora Skimmerhorn.

— Ida y vuelta… siete u ocho meses.

— Arreglaré las cosas para que la señora Weaver esté conmigo cuando venga el niño -dijo la mujer.

Así que, tres meses después, una luminosa y cálida mañana del mes de febrero de 1868, John Skimmerhorn, con dos caballos de repuesto, entraba en la región ganadera del sur de Texas e iniciaba sus pesquisas para encontrar un jefe de ruta experto con el que reunir un rebaño y conducirlo al norte, a través de los Territorios de Oklahoma y de Kansas, y luego hacia el oeste, rumbo al lugar donde Seccombe montaba su rancho.

Skimmerhorn tropezó con descorazonadoras reacciones. -Llevaré tus novillos hasta Abilene -dijo un canoso jefe de ruta-, pero que me aspen si me atrevo a conducirlos a Colorado.

— ¿Por qué no?

— El año pasado, los comanches nos hicieron pasar las de Caín en la parte occidental de Oklahoma, y en Kansas esos malditos muchachos Pettis por poco nos roban hasta la camisa.

— Acabo de pasar por esa región. Ni asomo de problema.

— No llevabas ganado -observó el texano.

— Si yo estoy dispuesto a correr este riesgo, ¿por qué usted no?

— Ni hablar. Iré hasta Abilene, ¡pero de ahí no paso! Skimmerhorn no pudo convencer a un solo vaquero ducho en el oficio para que se aventurara por la peligrosa ruta que atravesaba las zonas occidentales de Oklahoma y Kansas. Como un individuo experimentado le explicó:

— No se trata sólo de los indios y de los forajidos. Están también los agricultores de Kansas. Tienen la disparatada idea de que las reses texanas son portadoras de enfermedades. ¡Rayos, mira esos cornilargos! En toda tu vida has visto unos animales más saludables.

Se apoderó de Skimmerhorn un abrumador sentimiento de frustración, porque contemplaba en torno suyo una inmensa abundancia de las reses que precisamente deseaba: vacas largas y robustas, listas para la reproducción repetida; larguiruchos novillos a punto para ser cebados y engordar en cuanto se les pusiera en los pastizales; toros vigorosos y superpotentes, aptos para cumplir como sementales durante varios años y colaborar en la tarea de componer una gran manada. Todas las mañanas, Skimmerhorn veía millares de cabezas que deseaba comprar y todas las noches se acostaba derrotado porque no conseguía encontrar a nadie con suficiente valor para conducir aquel robusto ganado hacia el norte, a través de la región peligrosa.

Una noche, después de haber trabado los caballos y cuando se disponía tristemente a meterse en el lecho de campaña, tuvo la repentina sensación de encontrarse de nuevo en Minnesota, antes del levantamiento de los sioux, antes de que su padre se volviese medio loco a causa de la pérdida de la familia. Juraría que a su olfato llegaba un olor de carne con cebollas, tal como su madre solía prepararlas para la cena. Skimmerhorn no era hombre dado a sentimentalismos; había soportado demasiadas cosas, pero aquel aroma imaginario resultaba agobiante y se dejó llevar por una mezcla confusa de recuerdos, evocando escenas de su existencia en Minnesota, mientras se esforzaba en conciliar el sueño.

Pero el sueño no llegaba. El olor persistía y Skimmerhorn se incorporó.

— ¡Eso tiene que ser carne friéndose! -exclamó, al tiempo que saltaba fuera del lecho y se ponía los pantalones.

Miró a su alrededor, pero no distinguió nada. Luego, al otro lado de la giba de una colina, captó el resplandor de una luz y, al dirigirse allí, encontró a un solitario mexicano de piernas estevadas y aire tristón, vestido con unos pantalones ceñidísimos, cuya parte delantera, en vez de bragueta, estaba constituida por un trozo de tela atado con una cuerda.

El hombre estaba en cuclillas ante una pequeña fogata que calentaba la sartén de la que surgía el espléndido aroma.

— ¡Ah, señor! -exclamó el mexicano, al ver acercarse a Skimmerhorn-. Yo no robo.

— No se preocupe -le tranquilizó Skimmerhorn-. ¿Qué está guisando?

— Ah, señor. Sólo recortes, sólo unas sobras.

Los efluvios que brotaban de la sartén desmentían aquellas palabras y Skimmerhorn se aproximó más. El mexicano decía la verdad. En el recipiente sólo había piltrafas de vaca, pero con ellas se cocinaban unos cuantos trozos de cebolla, algo de salvia y un par de pimientos, y el conjunto resultante parecía de lo más seductor. Al tiempo que levantaba la sartén hacia Skimmerhorn, el hombre agachado preguntó:

— ¿Quiere probarlo, señor?

Hablaba con la inflexión cantarina propia de los mexicanos y su rostro era tan abierto y redondo, tan sincero en su invitación, que Skimmerhorn tomó un trocito de carne. Estaba deliciosa.

— ¡Vaya! -exclamó-. Yo tengo un poco de auténtica carne de vaca.

El semblante del mexicano se iluminó.

— Con carne auténtica de vaca, señor, celebraríamos un festín.

Así que Skimmerhorn fue corriendo en busca de su carne y, media hora después, el mexicano y él estaban sentados frente a una hoguera mayor, compartiendo un banquete.

— ¿Quién es usted? -inquirió Skimmerhorn.

— Ignacio Gómez -dijo el hombre. Pronunció su nombre enfáticamente: Ig-NAzzz-i-o GÓÓÓ-mez.

— ¿A qué se dedica?

— Soy cocinero.

— Desde luego que sí. ¿Dónde?

— Estoy sin trabajo.

— ¿Quiere cabalgar conmigo? ¿Atender caballos, encargarse de guisar?

— ¿A dónde se dirige, señor?

— Quién sabe.

El mexicano sonrió.

— Llevaré mis cosas a su campamento -dijo. Pero todo su equipo se reducía a la sartén, un sucio saco de dormir y una caballería con esparavanes. Al ver los tres magníficos corceles de Skimmerhorn, exclamó-: ¡Oh, señor, qué estupendos CABBB-allos tiene!

Durante las siguientes jornadas cabalgaron sin rumbo fijo, de un rancho a otro, preguntando si había por allí algún texano dispuesto a emprender la larga conducción hacia el norte y sin encontrar más que decepciones. Sin embargo, comieron bien, y una noche, cuando Skimmerhorn regresó al campamento, Gómez le aguardaba con un espléndido festín a punto: el mexicano había cambiado su casi inútil montura por dos pollos, unas cuantas tajadas de carne vacuna y una bolsa de hortalizas.

— ¡Ignacio! -protestó Skimmerhorn-. Le han timado.

— Mis amigos me tutean y me llaman NAAA-cho.

En cuanto Skimmerhorn probó el estofado, declaró:

— Nacho, no sé cuándo conseguiremos poner el ganado rumbo al norte, pero tú serás el cocinero.

Acababa de quedar contratado el primer miembro del equipo.

Y un día, a orillas del Pedernales, un capataz informó a Skirnmerhorn:

— Me han dicho que en el condado de Palo Pinto hay un sujeto que cree conocer un camino que elude a los comanches ya los muchachos Pettis. Un hombre llamado R. J. Poteet.

Skimmerhorn formuló numerosas preguntas respecto al tal Poteet, pero prácticamente ninguno de los hacendados establecidos a lo largo del Pedernales tenía idea de quién pudiera ser aquel individuo. Y entonces, Nacho regresó un día al campamento con noticias tranquilizadoras.

— ¿Poteet? Un gran hombre. Conoce el ganado y el modo de conducirlo.

— ¿A cuántas jornadas al norte?

— A buen paso, siete u ocho.

Aunque el día casi tocaba a su fin, Skimmerhorn ensilló y, seguido de Nacho, que iba al cuidado de los caballos de repuesto, emprendió la marcha hacia Palo Pinto. Al atardecer de la sexta jornada, detuvo su montura frente a una casa de tejado bajo, construida a base de chilla. Sin apearse del caballo, Skimmerhorn gritó:

— R. J. Poteet… ¿Está usted ahí?

Ningún sonido respondió a aquella llamada y Skimmerhorn la repitió. En el marco de la puerta apareció entonces un hombre enjuto, de estatura media. Contaría unos cuarenta años, su mata de pelo pajizo estaba revuelta, apretaba los labios con fuerza y sus ojos entornados chispearon mientras examinaba al visitante. Iba armado y vestía pantalones ajustados, de tela mexicana rayada, con las perneras introducidas en la caña de las adornadas botas de tacón alto. Los pulgares se engarfiaban en el ancho cinturón con ornamentos de plata yeso hacía que los codos se proyectasen de forma desmañada.

— Yo soy Poteet.

— Me llamo Skimmerhorn. Vengo de Colorado. Quiero que me reúna un buen rebaño de reses surtidas.

— ¿Por qué surtidas? Si se dedica a la venta de carne vacuna, los novillos resisten mejor la ruta.

— No sólo vendo. Vamos a montar una hacienda ganadera.

— ¿Cuántas cabezas pretende adquirir?

— Dos mil, tresmil…

— Es posible conseguirlas.

— ¿Puede conducirlas al norte?

Poteet reflexionó meticulosamente.

— Ya debe de saber que, si intentamos llevarlas a través de la parte occidental de Kansas, tendremos mucha suerte si logramos conservar la mitad de la manada. Ya lo he intentado.

— ¿Qué podemos hacer?

Poteet examinó al norteño, tratando de calcular hasta dónde llegaba su valor.

— Eso depende totalmente de usted -dijo.

— No le entiendo.

— Hay otro camino, pero no seré yo quien se lo imponga.

— ¿Qué camino? -preguntó Skimmerhorn llanamente.

— Hace dos años, un sujeto llamado Goodnight hizo algo infernal. Tomó dos mil novillos y se aventuró con ellos hacia el sur, cruzó el desierto y luego dio la vuelta y los condujo en dirección norte, hacia Colorado y Wyoming.

Al observar que Skimmerhorn parecía perplejo, Poteet añadió:

— Por esa ruta, el mayor peligro lo constituía la naturaleza, no los indios ni los ladrones, y lo peor se encontraba al principio.

— ¿Puede repetirse la operación?

— Puede.

— ¿Cuáles son sus condiciones? -preguntó Skimmerhorn.

— Ochenta centavos por cabeza entregada. Corre de mi cuenta el pago del personal, y usted suministrará los caballos.

— ¿Cuánto tardaremos en emprender la marcha?

— De ocho a diez días, tal como se está manifestando la meteorología.

Ninguno de los dos hombres se había movido de su posición original; Skimmerhorn a horcajadas sobre su caballo, Poteet enmarcado por la puerta.

— Es usted el hombre que he estado buscando, Poteet -dijo Skimmerhorn-. Mañana empezaremos a reunir el rebaño. Elija sus hombres y partiremos hacia el norte.

— Podíamos empezar esta noche la compra -propuso Poteet. -Vamos.

— ¿Quién es el mexicano?

— Nacho. Será el cocinero.

— No en mi conducción -declaró Poteet con firmeza y, sin hacer caso de Skimmerhorn, se adelantó hasta quedar frente al mexicano y desencadenó un furioso torrente de palabras en español. Nacho respondió en el mismo tono, hasta el punto de que Skimmerhorn temió que aquello terminase en intercambio de golpes, pero, al final de una prolongada serie de invectivas, Poteet regresó al porche y dijo-: Será el cocinero. Ese hombre sabe lo que lleva entre manos.

Indicó a Nacho, en español, que entrara a ayudar a la señora Poteet en la preparación de una cena para ocho y, acto seguido, Skimmerhorn y Poteet fueron a visitar las haciendas vecinas. Bastante entrada la noche, regresaron al rancho de Poteet, acompañados de cinco hombres flacos y con aspecto de pobretones, a los que alegraba participar en una cena que iba a salirles de balde.

Mientras entraban, Poteet los fue presentando formalmente a su esposa y, antes de que se sirviera la cena, colocó una botella de whisky encima de la mesa.

— Os ofrezco cuatro dólares por cabeza, vaca o novillo, pero me reservo el derecho a rechazar un diez por ciento de las reses que presentéis. Asimismo, me vendrán bien unos cuantos buenos toros. -Golpeó la superficie de la mesa, al añadir-: No tengo que advertiros que no aceptaré vacas a punto de alumbrar. La ruta por la que pienso ir no me permitirá andarme con pamplinas y cuidar parturientas.

— ¿Cuál es esa ruta? -preguntó uno de los hombres.

— La que utilizó Goodnight.

Los hombres intercambiaron miradas entre sí.

— ¿El Llano Estacado? -preguntó uno de ellos.

— El mismo.

Se produjo un silencio temeroso y luego un hombre llamado Lem Frater preguntó en voz baja:

— ¿Te arriesgarás sin agua hasta el vado Cabeza de Caballo?

— Llegáremos al vado Cabeza de Caballo -manifestó Poteet con energía.

Pero un vaquero se volvió hacia Skimmerhorn y le preguntó:

— ¿Tiene usted idea clara de lo que es el Llano Estacado, forastero?

— El señor Poteet dice que es una ruta que evita a los comanches y a los forajidos de Kansas.

— Lo es -convino el hombre-, pero hay un trecho de ciento diez kilómetros…

— Ciento treinta, ciento cincuenta -terció Poteet tranquilamente, y todos volvieron la cabeza para verle agitar su vaso de whisky, tomar un largo trago y mover los labios-: Es una ruta atroz, ésa que tengo en la cabeza. Uno empieza por apartarse de su camino más de trescientos kilómetros. Al sur de Nuevo México. Y tiene que conducir el ganado por un largo trecho en el que no hay una sola gota de agua.

A Skimmerhorn se le ocurrieron una docena de preguntas, pero se abstuvo de formularlas. Debía llevar las reses al norte y el único hombre que hasta entonces había encontrado, capaz de encargarse de la tarea, era R. J. Poteet. Si él afirmaba que el ganado de Texas podía cubrir un trayecto sin agua de ciento treinta o ciento cincuenta kilómetros, sus razones tendría para aseverarlo.

— ¿Pagas en efectivo? -preguntó Lem Frater.

— Dime esta noche cuántas cabezas entregarás mañana y te irás a casa con el diez por ciento de tu dinero. Recibirás el resto cuando vea el ganado.

Todos se mostraron deseosos de informar a Poteet del número de reses que entregarían, pero la señora Poteet, mujer delgada y de semblante severo, entró en aquel momento en la estancia, cargada con una fuente en la que se apilaban los filetes y seguida por Nacho Gómez, que llevaba la salsa, el guiso de patatas y una hogaza de pan recién cocido.

— Sabe cocinar -manifestó la señora Poteet, al tiempo que colocaba la comida encima de la mesa.

Sólo había ocho sillas, lo que significaba que Nacho no tenía asiento, de modo que el hombre supuso que debería cenar en la cocina, pero Poteet acercó un cajón y dijo en español:

— Siéntate aquí.

— ¿Un mexicano? -medio protestó Lem Frater-. ¿A la mesa?

— A esta mesa, sí -replicó Poteet.

Los filetes estaban preparados al estilo de Texas, lo que quiere decir que eran prácticamente incomestibles. Con las mejores reses a su disposición y cortados de ellas los mejores trozos de carne, los texanos nunca permitían que envejeciese o se pusiera tierna de alguna otra manera. La cortaban del animal recién sacrificado, la echaban a la sartén caliente y la mantenían interminablemente encima de la lumbre, de acuerdo con la antigua ley texana: "Si su color es castaño, aún está por hacerse; si su color es negro, casi está hecha."

— Unos filetes verdaderamente estupendos -opinó Frater, mientras masticaba la dura y suculenta carne.

— Gracias, Lem -repuso la señora Poteet-. Él fue quien coció el pan -dijo, a la vez que señalaba a Nacho.

— Si sabe guisar así -declaró Frater-, me gustaría ir al norte con vosotros.

— Quiero que vengas -manifestó Poteet-. Mañana temprano, te diriges a Jacksborough y me reúnes unas mil quinientas cabezas.

— Prefiero quedarme aquí mañana -replicó Frater-. Tengo que contar mi ganado.

— Lo contaré por ti -dijo Poteet, y ninguno de los comensales consideró impropio que un hombre se ofreciera para actuar de comprador y vendedor al mismo tiempo, porque si uno no podía confiar en R. J. Poteet, francamente no podía confiar en nadie.

De modo que, con el alba, Lem Frater partió hacia el norte, rumbo a la ciudad de Jacksborough, mientras Poteet y Skimmerhorn se dirigían rápidamente a las haciendas locales para examinar el ganado y efectuar la selección. A media tarde, ya habían elegido y pagado mil trescientas cabezas, además de ochenta caballos. De regreso a su rancho, Poteet explicó:

— Quisiera llevar al norte unas dos mil ochocientas cabezas y doce vaqueros, incluidos usted, el mexicano y yo. Necesitaré doce caballos para cada hombre.

— ¿Tantos?

— Tomamos la ruta más penosa del mundo -informó Poteet sencillamente-. No podemos escatimar con las monturas, porque la cabalgada va a ser de pronóstico. Nunca habrá cabalgado así.

Inició a la mañana siguiente la selección del equipo. Necesitaba nueve hombres más, serios y dignos de confianza ante cualquier responsabilidad, y sólo conocía a dos: Nate Person y un elemento llamado Mule Canby. Llevando de reata un caballo, Poteet condujo a Skimmerhorn hasta una mísera cabaña de troncos a orillas del arroyo Pinto, donde un hombre, su esposa y tres pequeños trataban de subsistir. Eran negros, antiguos esclavos del sur de Texas; la emancipación apenas les había proporcionado algo más que el derecho a habitar una choza abandonada y disponer de una raquítica parcela que a duras penas proporcionaba hortalizas suficientes para sobrevivir.

Al tiempo que lanzaba a una de las chiquillas un paquete envuelto en papel, Poteet dijo:

— La señora guisó más carne de la que pudimos consumir, Dora Mae. ¿Dónde está tu padre?

La niña tomó el paquete, lo olfateó y en sus labios se dibujó una sonrisa jubilosa.

— ¡Mamá! -gritó-. ¡Carne!

En la puerta de la cabaña apareció una delgadísima mujer negra, de centelleante dentadura blanca.

— Gracias, señor Poteet -dijo efusivamente, aunque en tono digno-. Los niños le adorarán por este detalle.

— Hay bastante para que puedas comer tú también -dijo Poteet-. ¿Dónde está Nate?

— Trabajando para el señor Goodly.

— Di a Dora Mae que vaya a buscarle.

Y mientras la chiquilla corría hacia la propiedad de Goodly, Poteet preguntó a la señora Person cómo les iban las cosas.

— No muy mal -repuso la mujer alegremente-. Ya tenemos a los niños vestidos y Nate va consiguiendo jornales aquí y allí. ¿Cuándo van a empezar a traerme su colada usted y la señora Poteet?

— Un día de éstos -contestó Poteet.

Nate Person llegaba ya, a la carrera y casi sin resuello.

— Lamento no haber estado en casa, señor Poteet.

— Estás en casa -repuso Poteet bruscamente-. Nos marchamos a Colorado.

— ¿Cuándo?

— Ahora.

— No tengo caballos, señor Poteet;

— Coloca tu silla encima de Pelón.

Nate se volvió para echar un vistazo al caballo.

— Parece fuerte -comentó.

— Lo es -dijo Poteet-. Toma tu saco de dormir.

En cuestión de minutos, Nate Person tuvo a punto su cama de campaña, la pistola y la silla. Alzó en brazos a Dora Mae, dio un beso de despedida a la esposa y le rogó:

— Despídete por mí de los niños.

Y emprendió la marcha.

Los tres hombres cabalgaron a lo largo del arroyo Pinto hasta llegar a una granja con aspecto de gozar de cierta prosperidad; quienquiera que la ocupase entendía el negocio ganadero y ya contaba allí con un buen establecimiento.

— ¡Canby! -llamó Poteet.

— Por ahí viene -observó Persono

A través del pastizal se acercaba un vaquero a lomos de un hermoso caballo gris.

— Hola, Poteet -saludó en tono brusco-. He oído decir que andas comprando ganado como un loco.

— Nos vamos a Colorado.

— Me figuré que podías necesitarme. ¿Cuándo?

— Ahora.

— Eso está muy bien.

Canby se apeó de un salto. Era un hombre ágil y nervudo, de rostro bronceado y mandíbula firme. Corrió torpemente, como suelen hacerlo los vaqueros, al tiempo que gritaba:

— ¡Emmy, me largo a Colorado! -Pero antes de que la mujer apareciese, Canby se volvió hacia Poteet y preguntó-: ¿Quieres comprar mi recua de caballos?

— Si merecen la pena…

— Míralos mientras preparo mis cosas.

Poteet y Person se encaminaron al corral, donde Canby tenía once vigorosas monturas.

— Venga aquí, Skimmerhorn -llamó Poteet y, cuando el norteño llegó al corral, le dijo-: Canby es del sur de Texas. De la zona del río Grande, así que no le extrañe la forma en que viste. Es terco como una mula, pero entiende en caballos y la prueba está en esas preciosidades que tiene ahí. Yo le recomendaría que comprase usted todo el lote.

— Meterá el brazo -advirtió Person-. Adora sus caballos.

— No encontrará usted animales como éstos en Jacksborough -dijo Poteet, y, antes de que Skimmerhorn tuviese tiempo de abrir la boca, añadió-: Me gustaría llevar a Canby en la vanguardia. Junto con Nate. Ambos en punta. Y, si aceptamos su precio, conseguiremos que Canby se sienta contento desde el principio.

— ¿Qué significa en punta?

— Cuando uno tiene el ganado estirado sobre la ruta, quiere que sus dos mejores elementos cabalguen delante, a derecha e izquierda del novillo de cabeza. Si sucede algo de pronto, no hay tiempo para andarse con explicaciones. Los que van en punta han de tomar la iniciativa bajo su propia responsabilidad. Aquí, Nate, es el mejor puntero que he visto en toda mi vida. Y confío también en Canby.

— Bueno, a comprar sus caballos, si el precio no es un robo.

— Lo será -vaticinó Nate.

Canby se presentó en aquel momento, convertido en una sorprendente aparición. Debido a su formación a orillas del río Grande, donde los espinos de mezquite le destrozaban a uno si el caballo se metía entre tales plantas, Canby opinaba que un jinete tenía que ir preparado para semejante eventualidad. De acuerdo con esa idea, vestía gruesas chaparreras y enormes tapaderos, unas cubiertas de cuero, para los estribos que protegían pie y tobillos de la desgarradora maleza; más de un vaquero del sur de Texas había salvado la pierna gracias a llevar aquella coriácea armadura de chaparrera y tapadero. Pero cuando un hombre de piernas arqueadas caminaba con tales zahones puestos, su aspecto era cómico, y Skimmerhorn tuvo que morderse los labios para no sonreír cuando Canby se les acercaba.

— ¿Qué te parecen mis caballos? -preguntó.

— De lo mejor -repuso Poteet honradamente-. ¿Cuánto?

— A diez dólares cada uno.

Skimmerhorn se sorprendió al oír aquel precio tan bajo, porque, en Colorado, tales caballos costarían a treinta dólares la pieza, pero Poteet dijo:

— Cargas de mala manera.

— Esos caballos tienen remos muy duros -replicó Canby.

— Te daré ochenta y cinco por todo el lote -ofreció Poteet a regañadientes.

— Trato hecho -repuso Canby con una ligera sonrisa de satisfacción.

Se dirigió luego al punto donde permanecía Nate Person montado en su corcel. Le estrechó la mano.

— ¿Tú y yo cabalgaremos en punta?

— Sí, señor -dijo Nate.

— Bueno.

Los cuatro hombres emprendieron el regreso a la hacienda de Poteet, pero antes de haber recorrido mucho trayecto, Canby preguntó:

— ¿Necesitas otro buen elemento?

— Necesito siete -confesó Poteet.

— Deberías acordarte de Mike Lasater -sugirió Canby.

— Lasater robaba caballos -replicó Poteet-. Olvídale.

Pero Canby insistió:

— Eso fue hace mucho tiempo, Poteet, y en todo Palo Pinto no encontrarás un vaquero mejor que Mike Lasater. -Voy a contratar los que me faltan en Jacksborough -dijo Poteet llanamente, y la conversación concluyó.

Cuando llegaron al rancho acudió a su encuentro un hombre larguirucho, de rostro agrio, dos pistolas, un saco de dormir y un robusto poney.

— Buenos días, señor Poteet. Soy Mike Lasater.

— Sé quién eres -murmuró Poteet, irritado porque aquel semiforajido impusiera su presencia de semejante forma.

— Quiero cabalgar con usted.

— No necesito brazos.

— Sí que los necesita, señor Poteet. Le hacen falta doce hombres y sólo tiene cuatro.

— Cinco -saltó Poteet, al tiempo que señalaba a Nacho, de pie ante la puerta.

Nada más haberlo dicho, se sintió indignado consigo mismo por dejarse arrastrar a una discusión con aquel renegado.

— Me necesita, señor Poteet -insistió Lasater-. Era un joven escuálido, descarnado, de edad inconcreta, pero montaba su caballo con un aire de gran confianza y, antes de que Poteet pudiera desdeñarle otra vez, manifestó-: Cabalgaré en retaguardia. Necesita un buen vaquero detrás, en la polvareda.

— Acéptale -abogó Canby.

— Ven con nosotros -dijo Poteet, nada feliz, pero, antes de reemprender la marcha hacia la casa del rancho, volvió súbitamente su caballo, se encaró de nuevo con Lasater y le espetó-: Nada de juego. Nada de bebida.

— ¡Maldita sea, Poteet! -Se encendió el genio de Lasater-. Si uno tiene que volver a empezar, ha de hacerlo donde sea. Acépteme tal como soy, porque tiene ante usted al mejor jinete que jamás cabalgará en su conducción.

Poteet se limitó a sonreír.

— Si eres un buen jinete, Lasater -dijo rápidamente-, me enorgulleceré de que formes parte de mi equipo -y extendió la mano para estrechar la del joven.

Aquella tarde partieron hacia el norte. Seis hombres que se sentían a caballo más a gusto que pie a tierra, seis jinetes que conducían mil trescientos cornilargos y noventa y un caballos en la remuda de monturas, de cuyo cuidado se encargaba momentáneamente Nacho. En Jacksborough contratarían a un mozo experto en caballerías para que se hiciese cargo de los corceles durante los siguientes cuatro meses. También emplearían a media docena más de vaqueros y, como quiera que los ya contratados eran veteranos, los nuevos podrían ser jóvenes de las granjas de los alrededores, muchachos de dieciséis o diecisiete años, deseosos de adquirir experiencia en la ruta. Para cuando Poteet tuviera su docena de hombres, contaría con un equipo flexible, capaz de trabajar dieciocho horas diarias, subsistir a base de raciones frugales y operar como unidad, sin que hiciesen falta muchas palabras o incitaciones. El trabajo de la brigada sería sencillo: llevar sanos y salvos unos dos mil ochocientos cornilargos rebelones a lo largo de más de dos mil kilómetros de la región más demoledora del Oeste.

En 1868, Jacksborough era una fascinante ciudad fronteriza construida en torno a una espaciosa plaza cuadrada. Era el nudo de comunicaciones del norte de Texas, un punto al que acudían los ganaderos de amplios y solitarios espacios para comprar primeras materias, vender los productos que sus esposas hubiesen preparado y cerrar tratos con el ejército establecido en el cercano Fuerte Richardson, para la colocación mercantil de las reses.

Se trataba de una urbe violenta, en la que había por lo menos veintiséis establecimientos con permiso para expender licor y cuyos habitantes no recelaban de las nuevas ideas o de los enfoques radicales. Por ejemplo, cuando R. J. Poteet entró en el taller de un constructor de vehículos y dijo:

— Lo que quiero, Sanderson, es un tipo especial de carromato…

Sanderson ni siquiera parpadeó, limitándose a decir:

— Bueno, no sé…

Y cuando Poteet explicó:

— Para la parte trasera estoy pensando en algo semejante a un escritorio… un montón de cajones para guardar cosas y una mesa llana que se desplegará cuando nos detengamos.

Sanderson reflexionó sobre la idea y repuso:

— Parece razonable.

— Pon manos a la obra -dijo Poteet.

— ¿Quieres que los cajones entren y salgan, así?

·-Cajones grandes.

— ¿Quién ha hablado de cajones pequeños? No soy ningún ebanista que haga armarios.

— Dejaré a mi mexicano contigo.

— No necesito ayuda.

— Es mi cocinero. Y el carromato le pertenecerá.

— ¡Ah! ¿Un carromato-cocina? ¿Por qué diablos no empezaste por ahí? Podríamos… -Se interrumpió, estudió el imaginario carromato, trazó un dibujo en el aire y exclamó, entusiasmado-: Podríamos colgar ganchos por todas partes. Podríais llevar… Rayos, podríais llevar…

Tomó un trozo de papel y comenzó el diseño del vehículo. -Tenemos que llevar dos barriles -intervino Nacho-, uno de harina, uno de judías.

A lo que Sanderson replicó:

— Vosotros los dichosos mexicanos no podéis vivir sin judías, ¿verdad?

Encontrar el resto del ganado resultó sencillo, pero elegir seis vaqueros más fue difícil, porque todo agricultor adolescente de la comarca deseaba ir con ellos. Eran un conjunto bastante lamentable de jóvenes con abundantes granitos y alborotada cabellera rubia, incómodos en todo momento, salvo cuando estaban a caballo; tímidos, a menudo incultos y perdidos bajo sus enormes sombreros.

Al acercarse a un par de docenas de aquellos muchachos, que aguardaban en la plaza, Skimmerhorn dijo a Nate Person: -No me gustaría hacer la ruta con esa caterva.

— A los dieciséis años, todos nosotros teníamos ese aspecto -repuso Nate.

— Tal vez sí -contestó Skimmerhorn-, pero no conducíamos ganado.

— Yo, sí -replicó Nate sosegadamente. Después añadió-: Supongo que nuestra tarea consiste en tomarlos como terneros y devolverlos convertidos en fuertes toros jóvenes.

Poteet efectuó la selección. Aceptó a cuatro mozos larguiruchos -Calendar, Gompert, Ragland y Savage- y a Skimmerhorn le fue imposible distinguir a uno de otro. Todos vestían igual: botas de tacón alto para evitar que el pie resbalase por el estribo, pantalones ajustados, cinto de cuero con funda para el revólver, camisa blanca, una especie de chaqueta, pañuelo de color azul o gris que podía utilizarse para diversas funciones -cubrir el rostro como mascarilla contra el polvo, secarse el sudor, manear los caballos y hacer señales- y sombrero de ala ancha para proteger ojos y labios del sol abrasador. Y, naturalmente, cada uno tenía su propio caballo.

Los diez jinetes así reunidos poseían la característica común del vaquero: desmontados y a pie por la ciudad, sus andares eran torpes; las piernas arqueadas y las botas de tacón alto los convertían en criaturas casi cómicas, aspecto que acentuaban las pistoleras que llevaban a los costados, pero una vez sobre la silla quedaban transformados en soberbios hombres enjutos. Su descarnada complexión y su semblante protegido por el sombrero asumían entonces un aire enigmático que encajaba perfectamente en el paisaje por el que se movían. Los vaqueros constituían una raza silenciosa, acostumbrada a comunicarse, en ruta, principalmente mediante señales efectuadas cuando el capataz del equipo o uno de los jinetes que iban en punta agitaba el sombrero de modo especial. Durante el trabajo, hablaban más con el sombrero que con los labios, y a los caballos, que con el tiempo llegaban a ser parte del jinete, se les dirigían con las rodillas, o no les comunicaban nada, porque a veces, en situaciones cruciales, eran los corceles quienes llevaban la voz cantante e informaban al caballista mediante el modo en que se movían y anticipaban algún peligro que acechase delante. En tales circunstancias, el vaquero sensato no hacía caso del jefe de ruta o de los punteros, ni siquiera del hombre que cabalgaba a su lado, sino tan sólo de su caballo, y más de un jinete regresó vivo al campamento gracias a que, en un instante de peligro, dejó que la montura tomase la iniciativa.

En consecuencia, todo vaquero llevaba consigo tres pertenencias personales de las que se responsabilizaba continuamente: el arma de fuego, la cama de campaña y el caballo especial. De entre los animales de la remuda pagada por el propietario, el vaquero seleccionaba sus once cabalgaduras de trabajo.

Para atender la remuda, Poteet buscaba un mozo que tuviese mucha práctica. Entre los aspirantes al empleo se encontraba uno que parecía cumplir tal requisito, así que Poteet volvió al taller de Sanderson, quien trabajaba dieciséis horas diarias y que le dijo:

— Un elemento lo que se dice bueno con una remuda es Buck, siempre y cuando uno pueda soportar el olor que despide.

Cuando Poteet estuvo a tres metros del mozo, comprendió lo que Sanderson quiso decir, porque aquel desagradable individuo había trabajado tanto junto a los caballos y tenía tal aversión al agua, que su cuerpo exhalaba un tufo peor que el de una yegua en celo.

— Me pareció algo maravilloso -explicó Poteet a Skimmerhorn aquel mismo día, un poco después-. Supuse que, si le contratábamos, sólo con su pestilencia mataría a una serpiente de cascabel que se encontrara a cien metros, si el aire soplaba en dirección del crótalo.

Buck era un hombre de cierta edad y había recorrido dos veces la ruta de Kansas. En su tierna infancia se imaginó a sí mismo convertido en paria y ahora no esperaba nada mejor de la vida. Su extraordinaria fetidez procedía no sólo de la habitual falta de higiene, sino también de un desorden glandular de tipo nervioso que le era imposible reprimir. Se trataba de un solitario insufrible que sólo conocía una cosa: caballos.

— No me atrevería a contratarle -explicó Poteet-, a no ser porque su trabajo le mantendrá apartado, a distancia de los otros hombres.

— Si es capaz de entendérselas con los caballos, acéptele, con su olor y todo -dijo Skimmerhorn.

Ya se habían seleccionado once hombres, y el duodécimo se eligió por sí mismo. Deambuló por la plaza una tarde: un joven de veintiún años, excepcionalmente flaco, con uniforme de confederado, revólver "LeMat" y sombrero texano. Llevaba en la mano izquierda una silla de montar "McClellan", tan distinta como uno podía imaginarse de las que solían utilizarse en Texas. Era un invento norteño que la caballería del general Grant empleó profusamente, pero que en el sur se desdeñaba. Era un misterio cómo pudo hacerse con una silla así un veterano sudista. La pieza carecía de perilla, contaba con una sola cincha, prácticamente no tenía borrén del arzón y, para horror de cualquier texano, ¡el asiento estaba hendido por el centro!

— Eso es para favorecer la ventilación -explicó Canby a uno de los asombrados muchachos.

— A mí me parece un pellizcador de huevamen -replicó el chico, entre la carcajada general.

— ¿Dónde está la perilla? -preguntó otro vaquero.

— No es una verdadera silla -dijo Canby.

Una buena silla texana debía tener perilla lo bastante fuerte como para permitir enlazar a un elefante y pensar que un vaquero utilizase alguna vez la silla "McClellan" era algo que no merecía la pena tener en cuenta. . -Me llamo Coker -informó el joven-. ¿Quién es el jefe?

— Yo -dijo Poteet-. ¿De dónde eres?

— De South Calinky -respondió el forastero con evidentes matices retadores en la voz y, al oír aquella denominación de Carolina del Sur, el primer estado que se separó de la Unión y el que tomó la delantera en cuanto a proezas heroicas, se despertó el interés de Poteet.

Había servido en la caballería confederada y sabía que ningún hombre igualaba a los de Carolina del Sur, difíciles, obstinados, odiosos a veces, pero siempre seguros. Había participado en una acción con dieciocho muchachos de South Calinky, como se llamaban a sí mismos, mozalbetes de apenas dieciséis años, quienes se lanzaron al asalto de una fortaleza guardada por cincuenta defensores. Así eran. De los dieciocho, once murieron en el curso de la carga y, cuando el ataque fracasó, como forzosamente había de fracasar, dos de los supervivientes interrumpieron la retirada para volver de nuevo, bajo un fuego terrible, y atrojar unas cuantas granadas a la inexpugnable posición. De haber conservado la vida, serían ahora muy parecidos al hombre que se encontraba frente a Poteet.

— ¿Cómo te llamas?

— Buford Coker. Me llaman Bufe.

— ¿De dónde sacaste esa silla?

— Me la proporcionó un oficial de guerrera azul.

— ¿Ese revólver es un "LeMat"? -Coker asintió-. ¿Dónde te agenciaste un "LeMat"?

— Me lo proporcionó un oficial de guerrera gris.

— ¿Y el caballo?

— No tengo.

— ¿Sabes montar?

— ¿Llevaría una silla si no fuera así?

— ¿ Por qué quieres ir al norte con nosotros?

— Estoy viajando desde hace algún tiempo.

Poteet deseaba ardientemente dar trabajo a aquel joven arisco, pero no ignoraba que era muy posible que el confederado ocasionase más complicaciones de las que su persona justificaba. Entonces se le ocurrió una idea.

— Tal vez hubiese una plaza… -empezó.

— El hombre del taller de carromatos dijo que quedaba una plaza -le interrumpió Coker-. Le falta a usted un vaquero.

— Es posible que la hubiese -repitió Poteet, sin manifestar irritación alguna-, en el caso de que mi capataz creyera que encajas.

— Encajaré.

— ¡Señor Person! -Poteet aguardó hasta que el negro estuvo junto a él y luego dijo en tono formal-: Señor Person, ¿cree que podría trabajar con este hombre?

Nate examinó al muchacho, comprendió que sería difícil, y el uniforme confederado le indicó que su propietario podía presentar problemas especiales. Pero también sabía, debido a su prolongado trato con Poteet, que sin duda el jefe deseaba contratar al muchacho y quería encontrar una excusa que lo justificase. De modo que Nate miró al fondo de los ojos de Coker y manifestó:

— Esta ruta puede resultar más peligrosa que la guerra en que estuviste, soldado.

Y el confederado replicó despacio, sin apartar la vista:

— Nada me asusta.

— Creo que es un buen elemento, señor Poteet -opinó Nate.

Quedaba una prueba más. Poteet preguntó directamente a Coker:

— ¿Crees que podrías trabajar con el señor Person?

— Trabajé con el coronel Biggerstaff, y si uno puede colaborar con un mal nacido como ése, no cabe duda de que está en condiciones de trabajar con un caballero como el señor Person -declaró Coker, matizada la voz por un asomo de sarcasmo.

— El señor Person te dará un caballo -dijo Poteet.

Pero cuando llegó el momento de que Coker eligiese su montura, se hizo evidente a los ojos de Nate que el mozo no tenía idea acerca de caballos.

— ¡Jamás montaste una cabalgadura! -exclamó el negro.

— No se lo diga -suplicó Coker.

— Acabarás reventado -protestó Nate.

— Elíjame uno bueno y lo montaré.

— Hijo, estás jugando con fuego.

— Elíjame un caballo -rogó Coker, y Nate recorrió con su juiciosa mirada la totalidad del grupo.

Algunos apenas estaban domados; los vaqueros acabarían de desbravarlos por el camino. Otros eran ya tan dóciles como lo serían en toda su vida, es decir, muy poco. Unos cuantos, incluidos los once comprados a Canby, eran monturas excelentes, y Nate seleccionó el mejor de ellos.

— ¿Cómo se pone la silla? -preguntó Coker.

— Siempre por la izquierda. Luego aprietas la cincha.

— ¿Qué cincha?

Nate miró al obstinado joven y exclamó:

— ¡Que Dios se apiade de ti, Buford! ¡Vaya valor!

Durante dos días, mientras Poteet y Nacho compraban suministros para cargar el carromato, Bufe Coker montó su caballo por los campos próximos a Jacksborough, cayéndose, volviendo a la silla y, al final, llevando sus doloridos huesos hasta la yacija, en un estado de absoluto agotamiento.

La tarde del segundo día, se presentó ante Person y dijo sin vacilación:

— Ahora ya sé montar. Elíjame uno que sea verdaderamente malo.-

— No estás preparado para eso, hijo -contestó Person.

— En algún momento he de aprender -repuso Coker.

Así que Person enlazó un pinto ojialbo de malas intenciones, la clase de montura que los vaqueros detestaban y, durante la primera media hora, Coker ni siquiera pudo ensillarlo. Cuando lo consiguió, el pinto se dedicó a tirar al jinete una y otra vez, aunque en cada ocasión Coker volvía amontar.

— Será mejor que lo dejes por hoy -aconsejó Persono Pero Coker replicó:

— Se trata de él o yo.

Al final, se las arregló para mantenerse encima del caballo, y la levedad de la "McClellan" debía de complacer al pinto, después de las pesadas sillas de Texas, porque cuando notó sobre su lomo la seguridad con que el hombre estaba allí empezó a moverse con una elegancia nueva y, por primera vez en su vida, Bufe Coker comprendió lo que podía ser un caballo.

Cuando tiró de las riendas, en el punto donde Person aguardaba, Coker se apeó de un salto y exclamó, brillantes de excitación las pupilas:

— ¡Quiero éste!

Pero Nate apagó su entusiasmo al explicarle:

— Hijo, en un equipo como el nuestro, uno elige los caballos según la suerte y tú entrarás en el juego con los demás. -Pero a nadie se le ocurriría elegir un potro salvaje como éste… ¿verdad? -preguntó Coker, esperanzado.

— Tiene la clase de espíritu que un vaquero busca en su montura -dijo Person.

Pero aquella noche pasó entre los otros vaqueros y.les advirtió:

— Mañana, cuando se elijan los caballos, que nadie tome el pinto ojialbo. El soldadito parece creer que puede dominarlo.

Al amanecer, los hombres efectuaron su elección de la remuda; de acuerdo con la costumbre tradicional, iban eligiendo por turno un caballo, luego el segundo, después el tercero, hasta que cada jinete tenía sus once monturas para la ruta.

El confederado observó con ansiedad la escena cuando Poteet y Person seleccionaron su primer caballo. A continuación, lo hicieron los hombres del equipo. Ragland, con cierto sentido histriónico, simuló que iba a quedarse con el pinto, pero en el último segundo se inclinó por otro. Así que el pinto continuó libre y, cuando a Coker le tocó el primer turno, se apresuró a gritar:

— ¡Me quedo con ése!

Y se estableció una beneficiosa camaradería.

A las seis llegó Nacho Gómez con un tiro de cuatro mulas que arrastraban un notable carromato nuevo. Visto de frente, el vehículo presentaba el mismo aspecto que cualquier típica carreta de la pradera, con su toldo y su caja alargada, pero de sus costados pendía una impresionante colección de cacerolas, sartenes, cubos, hachas y bolsas de lona. Lo más sorprendente, sin embargo, era la parte trasera, porque allí se había acoplado una estructura, semejante a un cajón, construida de forma que podía bajarse y convertirse en robusta mesa, sustentada por una pata plegable. Detrás de esa mesa abatible, ocultos a la vista hasta que el mueble estaba montado, había siete hermosos cajones, cada uno de ellos con su correspondiente tirador metálico, y cada uno de ellos guardaba en su interior artículos útiles o deliciosos. Uno estaba reservado al papeleo del señor Poteet, otro a los productos farmacéuticos disponibles, entre los que se llevaban la mejor parte los calomelanos para combatir el estreñimiento, así como diversas pociones nauseabundas contra la diarrea. Los cinco restantes contenían especias, frutos secos, azúcar y las exóticas hierbas mexicanas que Nacho pretendía introducir entre los texanos.

Llegaba ya la primera prueba a la que iban a someterse a los vaqueros como equipo. Antes de lanzar el rebaño a la ruta, había que marcar a todos los animales, tanto reses vacunas como caballos, no sólo con el fin de demostrar los derechos de propiedad sobre ellos, sino también para facilitar la separación en el caso de que el rebaño se mezclase con otro ganado en los tramos norteños de la ruta o durante el cruce de algún río.

— He de ir a la herrería para que nos hagan unos cuantos hierros -dijo Poteet-, ¿qué marca utiliza su rancho?

Skimmerhorn no había recibido instrucciones acerca de aquella delicada cuestión, por lo que se limitó a decir: -Emplee una V.

— No puedo -repuso Poteet-. Ya hay un equipo por ahí abajo que la está usando.

— ¿Qué le parece la marca "Uve Tumbada"?

Pero también la tenían registrada. Lo mismo que "Barra Uve" y "Uve Diamante".

— Un momento -dijo Poteet-. ¿No comentó que Venneford era un rey o algo por el estilo?

— Exactamente, no sé qué es -confesó Skimmerhorn-. A veces le llaman conde, y a veces lord.

— En cualquier caso, debe de tener corona, ¿no? -preguntó Poteet, y cuando Skimmerhorn repuso que así lo creía, aquello fue suficiente-. ¡Dispongo de una marca estupenda! -exclamó Poteet, y se fue a ver al herrero.

Volvió al día siguiente con hierros para constituir la preciosa marca que se haría célebre en todo el Oeste, la "Uve Coronada".

El día destinado a marcar las reses llevaba en sí ambiente de espíritu festivo y la prueba de hierros nuevos correspondía a la tradición. A los texanos les encantaba pasar la soga en torno a la cornamenta de las reses o enrollarla diestramente alrededor de las patas traseras. Al suponer que Coker no había accionado nunca el lazo, Poteet evitó al muchacho una posible situación violenta, indicándole que se encargase de la tarea más sucia y pesada de todas: lidiar con los animales enlazados y mantenerlos en el suelo mientras se les aplicaba el candente hierro de la marca.

Se tardaron tres días, desde el primer resplandor del alba hasta el crepúsculo vespertino, en marcar todas las reses, e incluso así no se hubiera podido rematar el trabajo de no haber prestado su ayuda los ganaderos locales. Éstos colaboraron por dos razones: les cautivaba la excitación del hierro al rojo quemando el pelo, del ganado mugiendo su protesta, de los vaqueros arrojando el lazo y colocando en posición al novillo que se resistía, del tumulto originado por seis cuadrillas realizando al mismo tiempo el mismo polvoriento trabajo; pero también disfrutaban anticipadamente del banquete y la bebida que coronaría la operación y, mientras aportaban su esfuerzo, tenían un ojo puesto en Nacho Gómez y su carromato cocina.

— La mejor marca que he vivido en mucho tiempo -declaró un veterano la última noche, mientras masticaba uno de los gruesos filetes preparados por Nacho, seleccionados para aquella celebración.

— Y estupendo whisky, también -añadió Canby, al tiempo que metía mano a una botella de mejunje de Tennessee que Skimmerhorn había comprado en un bar de Jacksborough.

— Bebed -animó Poteet a los hombres-. Es el último whisky que vais a saborear en varios meses.

Los animales de la "Uve Coronada" ya estaban marcados, mil ochocientas diez vacas y vaquillas dispuestas para criar, ciento cuarenta y dos toros deseosos de fecundarlas y ochocientos veintiséis novillos. Un rebaño de dos mil setecientas setenta y ocho cabezas, todas ellas marcadas en la cadera izquierda, además de una remuda de ciento treinta y dos caballos y seis mulas que Nacho y el mozo marcaron ligeramente en la espaldilla izquierda. Aquellos eran los animales de los que dependía el sueño de riqueza de Oliver Seccombe.

El quince de marzo de 1868, el señor Poteet agitó en el aire su sombrero, indicando que la impresionante manada debía ponerse en marcha, en dirección oeste, y todo el conjunto de hombres, caballos y ganado vacuno empezó a avanzar. El señor Poteet, acompañado de momento por el señor Skimmerhorn, cabalgaban por delante. Tras ellos iban ocho vaqueros, espaciados de manera que formaban una cobertura flotante y permanente en torno al rebaño. En vanguardia marchaban, las dos puntas, Person a la izquierda y Canby a la derecha. En el primer tercio de la columna cabalgaban los dos jinetes rotatorios. En el segundo tercio iban los dos aleros, cuya misión principal consistía en evitar que el grueso de las reses se apiñara y recalentase, porque el ganado compacto, en movimiento, generaba un calor tan tremendo que podía fundir la grasa. Y en la retaguardia, donde el polvo era más espeso y las reses más difíciles de gobernar, porque había que ir reuniendo a las descarriadas, cabalgaban dos zagueros. A la izquierda, en el lugar más humilde de todos, marchaba Bufe Coker, tan estirado que apenas podía mantenerse en la silla, cubierto el rostro con el pañuelo para repeler aquel polvo increíble. A la derecha, librándose de parte de la polvareda, cabalgaba Lasater.

Por un lado, a cierta distancia y ligeramente adelantado, incluso con respecto al señor Poteet, iba Nacho Gómez en su carromato cocina, y bastante detrás de él, en un punto donde el polvo levantado por el rebaño no podía molestar a los caballos, marchaba Buck con sus ciento treinta y dos animales. Durante cuatro meses, hombres y ganado avanzarían en esa formación establecida.

En condiciones normales, recorrerían un promedio de veinticuatro kilómetros diarios, teniendo en cuenta que disfrutarían de un descanso de dos horas en la parte más calurosa de la jornada. Al llegar el primero de esos descansos, mientras las reses pastaban sosegadamente y Nacho preparaba café, el señor Poteet dirigió la palabra a los agrupados hombres.

— Punteros y zagueros conservarán su puesto durante todo el trayecto. Los cuatro hombres rotatorios y aleros girarán mañana y tarde, en la dirección de las saetas del reloj. No habrá juego, en absoluto, porque genera descontento y pretendo que esta ruta sea pacífica. Tampoco habrá bebida y, si en algún punto del camino sorprendo a alguien con una botella, recibirá la cuenta automáticamente, deducido el importe de un caballo, que podrá llevar consigo, además del suyo propio. Hay jefes de ruta que incluso prohíben tacos y juramentos, pero yo no comprendo cómo es posible gobernar dos mil ochocientos bastardos de éstos sin recurrir alguna vez a las palabras malsonantes. Sin embargo, no exageréis la nota.

"Bueno, ésta es la ley, fácil de entender, fácil de cumplir. Ah, dos cosas más. Mantened las armas en la funda. No quiero disparos, ni siquiera durante las posibles estampidas. Para los novillos que van en cabeza es mucho mejor agitar el sombrero. Si llega un momento en que las armas nos resulten imprescindibles, ya lo sabréis. Y no os metáis con el cocinero. Tiene algo que aún no habéis visto. Nacho, deja un momento las judías y enséñanos tu dragón."

El mexicano abandonó sus peroles, fue al carromato, rebuscó entre las mantas y volvió con un arma aterradora. Básicamente, era un revólver Samuel Colt Tercer Dragón, 1848, de calibre 44, con guarda del gatillo redondeada, cilindro de seis cámaras y cañón de diecinueve centímetros, pesado y espléndidamente labrado. Nacho se lo había encontrado en México, donde sin duda lo perdió algún oficial del ejército que prestaba servicio en determinada fuerza que el victorioso general Taylor dejó atrás, pero lo que convertía aquel revólver en un arma especialmente mortífera era el aditamento de una culata que la transformaba de pistola en carabina. Así adaptada, podía llevarse de un lado a otro como un arma corta, sin dejar de comportarse como un rifle.

— Y le he visto utilizarlo -dijo Poteet-. Tres son las cosas con las que un hombre razonable no tontea. Una serpiente de cascabel, una mofeta y, sobre todo, un cocinero.

— O las mujeres -.:.añadió Ragland en un susurro.

Nacho sonrió mientras se disponía a guardar de nuevo el arma, pero se interrumpió cuando intervino Poteet.

— ¡Un momento, Nacho! Déjame ver ese Dragón.

El mexicano le entregó el revólver y Poteet abrió diestramente un cierre secreto que había en la base de la culata e inclinó el arma hasta que cayeron unas cuantas gotas, que probó antes de que acabaran de deslizarse entre sus dedos. Después echó otra vez el cierre y devolvió la pistola a Nacho.

— En la cabalgada por el norte con el señor Skimmerhorn -explicó Poteet-, Nacho llevaba eso lleno de whisky.

Los jinetes aclamaron al mexicano, quien correspondió señalando el café, que ya estaba a punto. Se había preparado conforme a la receta corriente en Texas: "Tómense dos libras del mejor "Arbuckle's", échense en un poco de agua, déjese hervir durante dos horas, al cabo de las cuales se prueba lanzando al recipiente una herradura' limpia. Si la herradura se hunde, el café no está hecho del todo." La reunión concluyó al sacar Nacho un perol rebosante de inesperados bizcochos.

El ganado empezaba a acostarse, lo que quería decir que había pastado lo suficiente, de modo que el señor Poteet se dispuso a reemprender la marcha, pero antes comunicó a los hombres:

— Esta vez llevamos con nosotros unos cuantos jóvenes, por lo que acaso conviniera recordar a todos lo que es un vaquero. A veces tiene que luchar con los indios, a veces ha de hacer acrobacias sobre el caballo y trucos con el lazo, cosas que estoy seguro sabéis ejecutar. En otras ocasiones, especialmente en Kansas, debe proteger su rebaño frente a los forajidos. Y cuando llegamos a las ciudades, cosa que no ocurrirá en esta ruta, se espera de él que beba su peso en licor y arroje su dinero a las chicas.

"Por una parte, todo eso es necesario, pero no importante. Para mí, un vaquero es un hombre que cuida vacas. Todo el día, todos los días. Esas vacas que veis ahí son la razón de vuestra presencia aquí. Y llevarlas enteras al norte es vuestra única responsabilidad.

"¡Ponedlas en movimiento!

Y los vaqueros, despacio y con habilidad, obligaron a los cornilargos a levantarse y los dispusieron sobre el camino adecuadamente espaciados para la marcha de la tarde.

Aquella jornada cubrieron menos de quince kilómetros. No fue sólo que salieran tarde, mucho después de que apareciese el sol, sino también que el señor Poteet quiso que, para la primera noche, las condiciones estuviesen tan cerca de la perfección como resultara posible.

— Si conseguimos que el ganado supere sin percance alguno los primeros días y noches -dijo a los hombres-, contaremos con muchas probabilidades de evitar que inicien una estampida.

Sabedor de que las reses estaban deseosas de dar media vuelta y regresar a sus pastos hogareños, instinto muy acusado en ellas, las dirigió a un pequeño arroyo y las pasó a la otra orilla. Una vez allí, buscó un prado que tuviese un montículo entre él y el arroyuelo, de forma que el cornilargo que quisiera volver sobre sus pasos se viese obligado a trepar primero por la colina. Ordenó luego a sus hombres que se situasen tranquilamente formando un círculo alrededor del prado, con los caballos a respetable distancia del ganado vacuno, a fin de que cuando alguna cabeza empezara a separarse de la masa central, un jinete se encontrase allí para obligarla suavemente a volver al rebaño.

El silencio era esencial durante la crítica primera noche. En el campamento no debía producirse ningún ruido, ni siquiera un estornudo o el súbito golpe de una cuchara al caer sobre un plato metálico. A la remuda había que mantenerla lejos, para que el ruido de los cascos no alarmase a las nerviosas reses. Al mirar al cielo, Poteet agradeció que no se vislumbrasen indicios de tormenta, truenos o relámpagos, y confió en que, tan al sur, no se infiltrase ningún comanche con ánimo de provocar una estampida intencionadamente, a fin de aprovechar la confusión para llevarse doscientas o trescientas cabezas.

Poteet permaneció levantado toda la noche. Lo mismo que Nate Person. Al resto del equipo se le asignaron turnos de vigilancia de dos horas. Cabalgando en direcciones opuestas, dos jinetes daban vueltas alrededor del rebaño, cantando en tono bajo. En cada circunvalación se cruzaban dos veces, formas oscuras y silenciosas que surgían de la noche e inclinaban la cabeza al pasar una junto a otra, con los caballos avanzando despacio y uniformemente. Se decía que, en un equipo bien dirigido, el jinete nocturno se apartaría cien metros para escupir y que el resplandor de un cigarrillo o una tos repentina eran cosas intolerables.

Al cabo de un segundo de haberse producido un rumor anormal, todo un rebaño de cornilargos podía estar en pie, para lanzarse en cualquier dirección y pisotear cuanto encontrara en su camino. Sin preocuparse de barrancos o ríos, de caballos o de hombres, lo mismo recorrían trescientos metros, precipitados en demencial carrera, para luego calmarse misteriosamente y dormir durante el resto de la noche, o cubrían cincuenta kilómetros a todo correr, hasta casi morir de puro agotamiento físico. Nada tenía de extraño que la estampida fuese algo que debía evitarse, porque nadie era capaz de prever sus consecuencias y, para algunos, alcanzados por un rebaño de pezuñas demoledoras o arrojados por la montura al fondo de una quebrada, constituía el fin de la ruta.

La primera noche transcurrió apaciblemente y' el señor Poteet durmió en el carromato durante parte de la mañana, mientras que Nate Person hizo lo propio por la tarde.

En la segunda noche se llevaron un susto cuando un ave nocturna sobrevoló el inquieto rebaño y dejó oír su lúgubre chillido. Varias reses se pusieron en pie, a cierta distancia de cualquiera de los jinetes.

— ¡Rápido! -avisó Poteet a Lasater, en voz baja, y el larguirucho texano, que estaba de guardia, espoleó su montura hacia el punto donde se había producido la conmoción, pero la presencia del vaquero resultó innecesaria porque un vigoroso toro viejo, cuya cornamenta medía más de metro y cuarto y al que Poteet llamaba Stonewall, se abrió paso hasta colocarse en medio de los alborotadores y su resuelta comparecencia los tranquilizó.

— Un bicho como ése vale por tres vaqueros -comentó Poteet.

— ¿Dónde lo consiguió? -preguntó el jinete.

— Ya lo he utilizado dos veces -dijo Poteet-. Se puede confiar en él… tanto como en el general que le dio nombre.

— Conoce su oficio -repuso Lasater.

El resto de la noche transcurrió sin más incidentes.

En ruta, Stonewall cumplía a la perfección sus distintas obligaciones. Era un animal astuto y experto en las maniobras rutinarias del camino, de forma que, en cualquier lugar donde estuviese pastando, en cuanto el señor Poteet agitaba el sombrero el toro avanzaba automáticamente hacia la vanguardia, dispuesto a marcar el paso. Al llegar la cuarta jornada, la rutina parecía bien establecida.

Sin embargo, se quebró aquella mañana, cuando un muchacho, que había estado siguiendo la polvareda levantada por el ganado, galopó hasta el campamento y preguntó por el señor Poteet. Lasater condujo al chico ante el jefe de ruta y le oyó decir:

— Señor Poteet, mi madre me ha encargado que le ruegue que vaya a verla.

— ¿ Y quién es tu madre?

— Emma Lloyd.

— ¿Tom Lloyd es tu padre?

— Sí, señor.

— ¿Qué tal está?

— Muerto. No volvió de la guerra.

La mirada de Poteet cruzó la pradera y, una vez más, le asaltó el horror de la guerra sudista. Pero también retrocedió su imaginación mucho más, hasta los pacíficos días en que Tom Lloyd y él cortejaban a Emma Staller, sin excesivo entusiasmo, como suelen hacer los vaqueros. Y llegó un momento en que Tom dijo: "R. J., voy a casarme con Emma", a lo que Poteet repuso: "Te llevas una gran chica." Los Lloyd se establecieron y colonizaron una sección bien provista de agua. Luego, la guerra.

— ¿Está muy lejos el rancho? -preguntó Poteet, pero antes de que el joven tuviese tiempo de responder, añadió-: ¿Cómo te llamas, hijo?

— Jim.

— Hazte cargo del rebaño, Person -dijo Poteet, y se dispuso a acompañar al hijo de su viejo amigo.

Cuando coronaron el monte, a los ojos de Poteet se ofreció una vista que en aquellas fechas era demasiado familiar: el panorama de un rancho texano prometedor, pero que presentaba un aspecto menesteroso porque no contaba con un hombre que lo atendiese. Saltaba a la vista que se había realizado un esfuerzo honesto para mantenerlo en pie, pero las cosas se venían abajo. El joven Jim, por ejemplo. Iba limpio, pero sus ropas estaban algo andrajosas. Era evidente que cuidaba su caballo, pero a la silla le hacía falta una mano de grasa. Y el edificio. ¡Cómo necesitaba las atenciones de un carpintero!

Ver a Emma Lloyd en tales circunstancias resultaba doloroso, pero Poteet sacudió el polvo de su sombrero y se dirigió a la casa.

— ¡Hola, Emma! -saludó con desenvoltura.

— ¡R. J.! ¡Dios bendito, qué aspecto más estupendo tienes! -exclamó la mujer, al tiempo que se secaba las manos con el delantal.

— ¿Puedo hacer algo por ti? -se brindó Poteet-. Aquí, Jim, me ha dicho que Tom no volvió.

— Ni él ni muchos otros -dijo Emma-. Necesito que me compres el ganado, R. J.

— Tengo el rebaño bastante nutrido, Emma. Al completo.

— Eso me dijo Jim cuando regresó de Jacksborough. Le mandé para que te ofreciese nuestras reses.

— No le vi.

— Llegó demasiado tarde -aclaró la mujer.

Y R. J. tuvo que volver la cabeza y contemplar las colinas bajas que se alzaban al sur. Se imaginó al muchacho lanzado a galope tendido, a través de la noche, para llegar a la ciudad después de que el equipo se hubiese marchado. En algunas familias, el jinete siempre llega demasiado tarde, por muy pronto que se ponga en camino.

— Emma, tenemos todas las cabezas que necesitamos.

— No lo dudo, R. J. Pero hace un año que en esta casa no entra dinero en efectivo. He de vender como sea ese ganado.

— ¿Cuántos hijos tienes, Emma?

— Tres chicos. Jim es el mayor.

— Quisiera verlos. -Cuando los muchachos estuvieron reunidos ante él, Poteet empezó a sermonearles-. ¿Por qué no limpiáis este lugar? Ya sois hombres, y ese ganado debería encontrarse en mucho mejor estado. Tú, Jim, ¿has ayudado alguna vez a tu madre en las tareas domésticas? Ahora sois hombres y tenéis que obrar como tales.

Los chicos escucharon en silencio, convencidos de que Poteet se manifestaba tan regañón porque su ánimo estaba tenso. Y no se equivocaban, ya que, al final, dijo desmañadamente:

— Me quedaré con tu ganado. Emma. ¿Cuántas cabezas tienes?

— Doscientas diez.

— Las tomaré sólo en consignación. Te pagaré ahora dos dólares por cabeza y, según lo que consiga por ellas en Fuerte Summer, cobrarás luego algo más.

— Gracias a Dios -articuló la señora Lloyd.

Cuando Poteet le entregaba los cuatrocientos veinte dólares -de su propio dinero, no del de Skimmerhorn-, la mujer propuso en voz baja:

— ¿Te importaría llevarte contigo a Jim?

— No es más que un chiquillo.

— Acabas de decir que ya es un hombre.

— ¿Cuántos años tienes, Jim?

— Diecisiete -respondió el muchacho con enfática determinación.

"¡Jesús! -pensó Poteet-. Hace diecisiete años, Tom ni siquiera conocía a Emma. Ni yo tampoco. El chaval apenas debe de contar más de catorce años."

— Tiene que marcharse -insistió Emma Lloyd-. Ha de aprender a ganarse la vida por sí mismo.

— ¿Sabes manejar el lazo? -preguntó Pateet.

A guisa de respuesta, el chico saltó sobre su caballo y galopó hacia un novillo con cuernos de mamut. Con suma habilidad, arrojó la cuerda de forma que el alargado eje de la abertura circular cayó limpiamente sobre la cornamenta. Pero, una vez hecho eso, el muchacho se encontró con que no tenía fuerza suficiente pata tirar del novillo, por lo que R. J. se vio obligado a entrar en acción y enlazar una de las patas traseras de la res.

— Formaríamos una pareja estupenda -comentó Poteet-. Puedes venir con nosotros, pero al final de la conducción no recibirás salario alguno. -En el rostro de Jim se pintó el desencanto, hasta que Poteet añadió-: Porque se lo voy a pagar ahora a tu madre.

De ese modo, Jim Lloyd se integró en la expedición al norte. Su llegada produjo cierto desasosiego, puesto que tres jinetes -Gompert, Calendar y Savage- se mostraban contrarios a trabajar en un equipo formado por trece hombres. -Trae mala suerte -rezongó Gompert.

Y los otros empezaron a estar de acuerdo, hasta que el señor Poteet indicó que, como el señor Skimmerhorn no era realmente miembro del equipo, sino sólo el comprador, el número no era trece, sino doce, y la observación dejó satisfechos a todos.

Pero aquella noche, durante su ronda, Gompert dijo a Savage:

— ¿Sabes una cosa? Creo que nos la ha dado con queso.

— ¿Cómo?

— Dijo que Skimmerhorn no era uno de nosotros y que, en total, somos doce. Pero ten presente lo que te digo: si alguien más se nos une, ya verás cómo cuenta a Skimmerhorn y asegura: "¿Veis? No somos trece. Somos catorce." Se las sabe todas.

— Por eso es el jefe -repuso Savage, y siguieron cabalgando.

Se encontraban ya en las jornadas de respiro, los días en que la hierba y el agua eran abundantes, las fechas previas al árido desierto. Los cornilargos se habían tranquilizado; se hallaban lo bastante lejos de su tierra natal como para haber abandonado su deseo de volver a los antiguos pastos y parecían contentos de trasladarse a otros nuevos. Todas las mañanas, Stonewall se adelantaba con el mismo espíritu aventurero de los hombres que lo atendían y, por las noches, el riesgo de estampida disminuía cada vez más. El rebaño empezaba incluso a ganar peso, porque las praderas rebosaban de hierba exuberante, de modo que los animales se sentían crecientemente satisfechos de la rutina marcha-descanso-marcha.

Los trece hombres también se habían acoplado como equipo. El advenimiento de Jim Lloyd obligó a efectuar algunos cambios. Se le asignó el puesto de zaguero izquierdo, el peor trabajo de todos; como prevalecían los vientos del noroeste, el hombre que cabalgaba en esa posición recibía el polvo de cara durante la mayor parte del tiempo, pero Jim era joven y necesitaba el empleo. Coker se trasladó a la parte derecha de la retaguardia. en cierto modo más libre de polvo, y el muchacha se alegró de aquel ascenso. Aún tenía algunas dificultades para montar determinados caballos, pero a lomos del pinto daba la impresión de ser un auténtico vaquero.

El ascenso en los puntos de aleros y rotatorio no significaba gran cosa, pero en los de vanguardia sí. Nate Person empezó a desempeñar las funciones de explorador y marchaba muy por delante del rebaño, en busca de rutas dotadas de agua; a veces, apenas se Je veía en toda la jornada y se perdió unas cuantas comidas. La dirección de toda hilera de reses estribaba en la punta izquierda, porque cuando el ganado iniciaba una estampida, al menos en el hemisferio norte, giraba invariablemente según las manecillas del reloj. La punta derecha es una posición peligrosa, porque el hombre que la ocupe puede caer arrollado, pero la punta izquierda es determinante. El jinete situado en ese lugar debe ser lo bastante rápido como para desviar en seguida las reses de cabeza hacia el interior de la masa del rebaño, lo cual provoca en el ganado una caótica confusión que, poco a poco, va dejando exhaustas a las vacas. Al ser ascendido Person al cargo de explorador, la importante misión de puntero izquierdo quedó libre y se nombró a Canby para ese puesto. Con su estilo lacónico, el vaquero dijo a Poteet.

— Puedo hacerlo.

Faltaba por cubrir la punta derecha y Poteet sorprendió a todos, incluido el propio interesado, al ascender a Mike Lasater a ese puesto. Era un buen jinete y tenía valor, pero también se trataba de un ladrón convicto y nadie hubiera esperado que Poteet lo eligiese para funciones tan importantes.

— Me cuidaré de ello -afirmó Lasater, y lo hizo.

Era hombre consciente y capacitado para prever los movimientos de las reses.

Al cabo de unos días, Skimtnerhorn confesó a Poteet:

— Acertó al seleccionar a Canby.

Ahora por la noche, se celebraban tertulias después de la cena, y Jim Lloyd escuchaba asombrado a los jóvenes vaqueros, mayores que él, que referían sus hazañas. Transcurrieron varias veladas antes de que Jim comenzase a sospechar que quizás algunas de aquellas historias tenían más de invención que de verdad.

Le cupo la mala suerte de contradecir al hombre más inadecuado. Se hablaba de serpientes de cascabel, y Canby explicó:

— Estaba aquel tipo de Illinois al que dijimos, lo menos diecisiete veces debimos de decírselo: "No construyas tu casa adosada a las rocas", pero no nos hizo caso. Era a últimos de noviembre y, durante todo un rigurosísimo invierno, el sujeto no hizo más que sonreírnos con aire de superioridad, porque nosotros estábamos en terreno descubierto y él se hallaba abrigado contra las rocas, porque nosotros nos destrozábamos el espinazo recogiendo leña y él se encontraba resguardado del viento. Pero llegaron los últimos días de abril y, tal como esperábamos, el lechuguino de Illinois empezó a chillar pidiendo ayuda, y todos supimos lo que ocurría.

Canby hizo entonces una pausa dramática, y aunque sólo Poteet y Person estaban enterados de lo que ocurría, los demás se encontraban excesivamente cansados para hacer preguntas, así que le correspondió a Jim tomar la palabra:

— ¿Qué ocurría?

— El calor del sol había impulsado a los crótalos a abandonar las rocas y, cuando el petimetre despertó, lo primero que vieron sus ojos fue que en la habitación había sesenta serpientes de cascabel, algunas de ellas encima de la cama. El susto fue de muerte.

Otra pausa dramática, interrumpida por la pregunta de Jim:

— ¿Qué hizo entonces?

— Entre otras cosas, mearse encima. Además de seguir gritando a voz en cuello, porque no tenía sitio libre en el suelo para saltar del catre y escapar. Naturalmente, nosotros sabíamos que las serpientes estaban aletargadas…

— ¿Qué es eso? -inquirió.Tim.

— Medio dormidas… acababan de salir de la hibernación. De modo que entramos en el cuarto y las sacudimos de encima de la cama como si quitáramos el polvo… agitamos las mantas y las echamos al suelo. Sacamos al individuo de allí, y por nada del mundo estaba dispuesto a entrar de nuevo, ni siquiera para recoger sus cosas. Tuvimos que mandar un muchacho con esa encomienda. -Hizo una pausa más y añadió-: Sesenta crótalos en un dormitorio pequeño. Algo que a uno le hace pensar.

Fue Lasater quien contó la anécdota que Jim tuvo que poner en tela de juicio.

— Recuerdo aquella ocasión en que O. D. Cleaver volvía a casa con una vaca lechera que había comprado. Si hay un animal sobre la tierra que odie a la serpiente de cascabel, ése es la vaca lechera, porque, como sabéis, la leche le gusta al crótalo más que ninguna otra cosa de este mundo, y una serpiente de cascabel que tropiece con una vaca chupará las ubres hasta dejar al bicho seco. Va de un pezón a otro, insaciable; yo las he visto hacerlo.

— No creo que ninguna vaca lo permitiese -aventuró Jim.

Lasater dirigió al muchacho una mirada rezumante de profundo desprecio y luego prosiguió:

— Así que cuando O. D. llevaba a casa su vaca lechera vio a esa serpiente junto al camino, dedicada a atender a sus diecinueve hijitos y sin hacer daño a nadie. Como lápices eran aquellas culebritas, pequeñísimas. Pero en cuanto la vaca localizó al crótalo madre, se precipitó hacia él, y ¿qué creéis que hace entonces la serpiente de cascabel? Abre la boca y lanza una llamada, supongo. O. D. no oyó la llamada, como es lógico, pero cree que la hubo porque, de inmediato, las diecinueve crías de serpiente de cascabel reptan rápidamente por la arena, saltan a la boca de la madre y se deslizan hasta la barriga y, a continuación, la señora Serpiente de Cascabel se escurre a toda velocidad y se pone a salvo en un periquete.

El relato agradó al auditorio y, una vez más, recordó a todos que la naturaleza tenía sus propios misterios, pero Jim Lloyd estropeó el efecto al decir:

— No creo que las serpientes de cascabel puedan hacer semejante cosa. Los pequeños se asfixiarían.

Lasater levantó la cabeza como si acabase de recibir una bofetada en pleno rostro.

— ¿Estás diciendo que no sucedió? -preguntó.

— Yo no estaba allí -se echó atrás Jim-, pero dudo…

Lasater respondió sacando su Colt de la marina y tirándolo contra el suelo, frente a sí. Las llamas de la fogata fulguraron sobre el azul acero del cañón.

— ¿Estás llamando mentiroso a O. D. Cleaver? Él lo vio, maldita sea. Lo vio y tú llamas embustero a O. D. Cleaver.

— No, nada de eso -se excusó.Jim-. Si él lo vio… bueno…

— Eso está mejor -dijo Lasater, y recogió su revólver.

Aquella noche, cuando Jim fue a acostarse, los vaqueros intercambiaron guiños de complicidad y aguardaron. Y, como no podía por menos de ocurrir, al cabo de un momento resonó un alarido de terror y Jim regresó precipitadamente hacia la hoguera, ceniciento el semblante.

— ¡Dios mío! ¿Qué pasa? -exclamó Buck, el mozo.

— ¡Hay una serpiente de cascabel en mi cama!

— ¡Oh, Dios mío! -gritó Buck con idéntico horror, a pesar de que había sido él quien la puso allí.

— Me quité las botas, metí los pies y…

El recuerdo era demasiado penoso y Buck preguntó, solícito:

— ¿Te mordió?

— No creo. -Mientras examinaba sus tobillos a la claridad de la fogata, Jim empezó a darse cuenta de que los otros se estaban guaseando de él e, instintivamente, comprendió que: su futuro en el equipo dependía de la forma en que aceptase aquella broma. Con las manos alrededor del tobillo izquierdo y sin dejar de mirárselo, silabeó despacio-: La serpiente de cascabel tuvo una oportunidad estupenda de hincarme el diente, sí que debía de estar dormida o muerta. Supongo que estaba muerta, porque no me parece que Buck fuera lo bastante valeroso como para atrapar una viva y colocarla en mi cama.

Al tiempo que emitía una carcajada, cogió un puñado de: tierra y se lo arrojó al mozo, por encima de la fogata. Cuando se retiró de nuevo para acostarse, los hombres se rieron, diciéndose linos a otros: "Será un chaval bastante sano", y tomaron el pelo a Buck, sobre la base de que el chico supo desde el principio que la serpiente estaba muerta. Pero Jim, tendido allí solo, meditó en la complejidad de la broma que le habían gastado. El asunto empezó a primera hora de la velada, con la inicial alusión a las serpientes de cascabel, y él se había tragado todo el anzuelo que le colocaron delante, hasta el punto de que, cuando se metió en la cama, poco faltó para que se desmayase de miedo.

Junto con las chanzas, que continuaron durante quince días, los veteranos se mostraron generosos en cuanto a la educación de Jim acerca de las costumbres de la ruta. Una vez, al regresar sudoroso y cubierto de polvo, se dejó caer en el suelo, echada hacia atrás la cabeza, ávidos los pulmones de aire limpio, pero Nate Person le agarró entonces por un brazo y le advirtió:

— Nunca hagas eso, Jim.

— ¿Qué?

— Tirarte al suelo de ese modo, irreflexivamente. Mira primero. Cuando un vaquero se sienta, pueden sucederle nueve cosas, de las que ocho son malas.

— ¿De qué está hablando? -preguntó Jim, perplejo.

— Puede sentarse encima de un cacto, de las brasas de una lumbre, del plato de alguien, de un lagarto venenoso, de un escorpión, de los meados de un novillo, de la mierda de una vaca o, lo peor de todo, de una serpiente de cascabel. Con suerte, una vez de cada nueve consigues un poco de descanso. Así que mira bien dónde te sientas.

La primera vez que volvió a la fogata, después de un turno de guardia de doce a dos, se acercó quedamente al saco de dormir de Can by y sacudió al hombre, con la intención de decirle: "Canby, ahora te toca a ti", pero antes de que tuviese tiempo de pronunciar una sola palabra, Canby estaba ya incorporado, tenía el revólver frente al rostro del muchacho y le lanzaba una sarta de maldiciones.

— ¡Jamás pongas la mano encima de un vaquero dormido! -gruñó, despertando a los otros durmientes, cosa que Jim había tratado de evitar-..¡Pude haberte volado la tapa de los sesos! -rugió Canby-. Condenado crío, mira que acercárseme sigilosamente y agarrarme así, como lo hubiera hecho un indio…

No cesó de rezongar en todo el camino, hasta el rebaño, y el señor Poteet advirtió a Jim:

— Cuando te aproximes al hombre que tenga que relevarte, avísale de que te acercas. Sobre todo, asegúrate de que te oye pronunciar su nombre. Empieza por ahí y pronuncia en voz baja, por ejemplo: "¡Canby! ¡Canby! Soy Jim. Tu turno de guardia." Y él comprenderá que todo marcha bien. Pero, por el amor de Dios, no le toques. Pudo haberte costado la vida.

También le enseñaron a canturrear durante la vigilancia nocturna.

— Es un hecho comprobado -explicó Person mientras cabalgaba con Jim-. Las reses, en especial los cornilargos, permanecen más tranquilos cuando oyen una voz de hombre. De modo que cantamos a lo largo de toda la noche. Un compañero me dijo: "La cantinela extiende un velo de confianza alrededor del rebaño." Las reses se sienten satisfechas dentro de ese velo.

Los jinetes entonaban diversas canciones, pero la que adoptó Jim era la mejor de las coplas ganaderas, la que más se ceñía a la esencia de lo que representaba el vaquero: Yo monto un viejo tordo, conduzco un viejo bato. Cabalgo hacia Montana, a.soltar los marrajos. Se abrevan en torrentes, pastan en las cañadas. Tienen áspero lomo y cola enmarañada. Despacito, terneros, marchad en tonto a ellos. Son ariscos, lunáticos, de fogoso resuello,

Nunca se cansaba de la letra ni de la monótona cantinela. Un millar de vaqueros tarareaba aquella tonada para tranquilizar a las inquietas reses. Las estrofas que más gustaban a Jim eran lindas: Un hijo y una hija tenía el viejo Bill Jones. Uno marchó al colegio, la otra descarrió. En un billar la esposa murió en una agarrada, Mas Jones sigue cantando, día, noche y madrugada.

Jim, que sabía poco respecto a chicas, especulaba acerca de lo que habría sido de la hija, pero la parte relativa a la esposa era lo que le encantaba. Podía imaginarse, sin gran esfuerzo, a Bill Jones y a su violenta cónyuge aporreando cabezas con los tacos. Jim había visto salones de billar, y también boleras, en Fuerte Richardson, al sur de Jacksborough.

La canción más singular de cuantas cantaban los vaqueros era la de Bufe Coker, que prefería algo que fue uno de los himnos de Carolina del Sur; ¡Hurra, hurra! Por los derechos sudistas, ¡hurra! Hurra por la Bella y azul Bandera Que ostenta estrella señera.

Al cabalgar con él, Jim oyó al rebelde entonar el viejo cántico guerrero, como si Coker marchase aún en defensa de una causa perdida. Empezó gritando las palabras a voz en cuello y Jim le hizo bajar el volumen. La primera cuarteta de la canción dejó a Jim un poco perplejo: Naturales de esta tierra, Somos un grupo de hermanos. En lucha por una hacienda Que honradamente ganamos.

— ¿Qué hacienda es ésa? -preguntó.Tim.

Y Coker replicó:

— Los negros, ¿qué otra cosa podía ser?

Jim interrogó sobre el particular al señor Skímmerhorn, que había combatido en el bando norteño, y Skimmerhorn le explicó que ningún conjunto de hombres luchó nunca tan valerosamente por una idea tan equivocada. Aquel juicio dejó a Jim más confuso que antes, y volvió a sacar a relucir la cuestión ante el señor Poteet, quien manifestó:

— Es una canción estúpida, pero yo fui al frente arropado por ella. ¿Quién tuvo jamás noticia de un ejército que se lanzase a una cruzada para proteger la simple hacienda, la propiedad de unos esclavos?

A medida que Jim fue conociendo mejor a los vaqueros, se dio cuenta de Jo especiales que eran aquellos hombres, aquellos vagabundos de las praderas. Sólo se encontraban a gusto alternando con otros hombres; las mujeres les desconcertaban e incluso a veces les aterraban. Cuando referían historias de mujeres, empleaban una gentileza propia del siglo xv y casi siempre era el hombre el protagonista ridículo o el que metía la pata. Mantenían a las mujeres a una distancia respetuosa, y una noche en que Buck empezó a hablar de cierta distinta clase de fémina que había conocido en Kansas, Poteet le dirigió una mirada desaprobadora y le hizo una seña con la cabeza, indicándole que el joven Jim estaba presente, por lo que Buck concluyó, pesaroso:

— Bueno, era una señora mujer.

Y sus oyentes sonrieron.

La conversación derivó hacia los caballos y Lasater habló del legendario animal que vagaba por las praderas de Texas: el mesteño blanco, de ojos fieros, al que nadie había sido capaz de echar el lazo. En varias ocasiones se presentó ante grupos de personas extraviadas y que estaban a punto de morir de sed, partidas a las que, con las crines centelleantes bajo la luz del sol, guió y puso a salvo. Había realizado importantes proezas, incluida la de aquella vez en que rompió tres juegos de cerrojos que unos mexicanos fabricaron para encerrarle, pero su mayor hazaña fue la de conducir un conjunto de mujeres a través de las llamas de un incendio de la pradera.

— O. D. Cleaver vio a ese mesteño cuando salía del fuego -dijo Lasater-. El potro eligió el único camino que llevaba a la salida y, cuando acabó su tarea, tenía las crines en llamas.

— Un incendio de esas proporciones… -empezó Jim Lloyd. Pero, una vez más, Lasater había sacado el revólver y preguntaba:

— ¿Estás llamando embustero a O. D. Cleaver?

— No, si él lo vio…

— Vale más que te andes con cuidado, porque él lo vio y me lo contó, personalmente.

Una noche estrellada, hermosa y agradable con la llegada de la primavera, los jinetes prolongaron la velada alrededor de la fogata, y Savage, que raramente despegaba los labios, manifestó:

— Justo al otro lado de ese monte está Fuerte Fantasma… es decir, sus ruinas.

— ¡Vaya nombre disparatado para un fuerte! -comentó Canby.

— Eso es lo que fue -insistió Savage-. Mi padre sirvió allí cuando lo estaban construyendo, en 1852. Dijo que era el peor fuerte del mundo; calor, suciedad, comida infame, sin agua, sin nada que hacer… día tras día, nada en absoluto.

— ¿A dónde quieres ir a parar con tu cuento? -preguntó Lasater.

— Sólo a esto. En 1854, el gobierno hizo caso por fin de las quejas y decidió cerrar provisionalmente el puesto. El último día, cuando los hombres se marchaban, mi padre oyó decir al comandante: "Sería una bendición si este maldito lugar se quemase hasta los cimientos. De otro modo, volverán a utilizarlo". Así que cuando el comandante y los hombres que le rodeaban se alejaron, ¿qué creéis que hicieron mi padre y seis de sus amigos?

— ¿Prender fuego al fuerte? -preguntó Jim.

— Esparcieron petróleo, pólvora y grandes cantidades de leña menuda por todos los edificios, cuarenta y seis en total, y quemaron todo el cotarro… hasta el nivel del suelo.

— No lo creo -dijo Buck.

Súbita y automáticamente, Ragland tuvo el revólver fuera de la funda.

— ¿Estás llamando embustero a O. D. Cleaver? -imitó la voz de Lasaler tan a la perfección que hasta el propio Lasater tuvo que soltar la carcajada.

— Demos un paseo hasta la cumbre de la colina y veámoslo con nuestros propios ojos -propuso Savage y, previo permiso del señor Poteet, los vaqueros jóvenes montaron sus caballos y, dando un rodeo para no turbar a las adormiladas reses, marcharon hasta la cresta de un monte, desde donde pudieron contemplar la maravilla de las praderas iluminadas por el resplandor de las estrellas. y allá abajo se encontraban las chamuscadas ruinas de lo que en tiempos fue un gran fuerte. Sólo estaban en pie las chimeneas de ladrillo, erguidas como fantasmas que guardasen las estrellas.

— ¿Insinúas que tu viejo quemó todo ese lugar? -preguntó Jim, impresionado. -Él y los demás.

— Pudieron ahorcarlos.

— Nadie descubrió a los autores.

— Debió de ser un incendio por todo lo alto -murmuró Gompert, y los jóvenes vaqueros regresaron al campamento.

Allí, la charla de los que se habían quejado giraba de nuevo en torno a las serpientes de cascabel, y Lasater explicaba lo que O. D. Cleaver vio con sus propios ojos:

— Aquel crótalo -enorme, su cuerpo era tan grueso como un muslo de tus vuestros- se mete por el agujero, persiguiendo a un perrito de las praderas. El perrito sale por el otro agujero y, en cuanto se ve a salvo, llama a los otros perritos… ¿y qué suponéis que hacen?

— Correr como si les persiguiese el diablo -sugirió Ragland.

Lasater pasó por alto las risas y concluyó:

— Los otros perritos acudieron a toda prisa y empezaron a amontonar tierra y echarla dentro de la madriguera… taponaron los dos agujeros de abertura, apisonaron la tierra con sus patitas y mataron por asfixia a aquella serpiente de cascabel.

— No creo que eso diera resultado -apuntó Jim cautelosamente-. He excavado guaridas de perritos de las praderas y normalmente tienen más de uno o dos…

— Hijo -le interrumpió Lasater-, ¿por qué te empeñas en llamar mentiroso a O. D. Cleaver?

— Yo… bueno… he excavado…

— O. D. Cleaver lo vio. Me lo contó él mismo.

Divertido por las credenciales de Cleaver como autoridad en cuestiones de vida silvestre, Skimmerhorn preguntó:

— ¿Dónde está ahora ese Cleaver?

— Murió -dijo Lasater-. Le pegaron un tiro durante el asalto a un banco.

Comenzaban ya las jornadas de cuidado, porque se acercaba el momento en que las reses iniciarían su peligroso recorrido a través de ciento treinta kilómetros de áridas tierras baldías, carentes de agua y con escasa hierba para alimentar el ganado. Era imprescindible que, durante la quincena siguiente, los animales comiesen el máximo que pudieran y bebieran copiosamente, al objeto de encontrarse pletóricos de vigor cuando empezara la prueba. En consecuencia, el señor Poteet y Nate Person se adelantaban al rebaño yendo más lejos que antes, en busca de cuencas exuberantes, donde abundase el pasto.

El fértil suelo que bordeaba el río Brazos había quedado atrás, sustituido ahora por largas extensiones en las que prevalecía el vacío; un jinete coronaba una elevación tapizada de jugosa hierba y contemplaba desde la cima ochenta kilómetros de pardo terreno yermo, dilatada advertencia de lo que le esperaba. Aumentó la austeridad en el trabajo cotidiano y los hombres procuraron beber la menor cantidad posible de agua, para ir acostumbrándose a su escasez. Se mostraban más corteses en su trato recíproco y todos captaban en el aire la tensión de los rigores inminentes que iban a tener que superar.

Tal sensación no menguó cuando pasaron por Fuerte Chadbourne, otrora notables instalaciones ocupadas por cuatrocientos hombres y un conglomerado alemán, pero reducido todo ahora a un desolado conjunto de edificios desiertos.

— Mi padre también sirvió aquí -explicó Savage, cuando desfilaban frente a las lamentables ruinas-. Tuvieron que abandonar el puesto… nunca había agua suficiente.

Allí, junto a los vestigios de Fuerte Chadbourne, Poteet y sus vaqueros se hallaban en el límite de unos extensos territorios que los hombres de la frontera aún estaban explorando, vastedades parcialmente protegidas por pequeños fuertes. Salvo las clásicas colonias proyectadas sobre Santa Fe, no había por allí ninguna de las iglesias, granjas o caseríos que los estados del Este llevaban disfrutando noventa y dos años, desde la Independencia. De nuevo, una inmensa región aguardaba la llegada de hombres aventureros que la uniesen a Norteamérica. A decir verdad, en los azarosos años de 1858-1861 circuló por allí la legendaria Línea Butterfield, a lo largo de la ruta hacia el río Pecos que Poteet se proponía seguir, pero la guerra había interrumpido el paso de la diligencia. El único indicio de que existió eran los ruinosos depósitos de agua alzados espaciadamente en el desierto. Para Poteet y sus hombres no habría agua y, si les fallaba el valor, ellos y su ganado perecerían.

Aquél era el extremo sur del Llano Estacado. El nombre tenía su origen en el hecho de que los exploradores españoles que lo cruzaron fueron clavando estacas a su paso, al objeto de señalar su camino de regreso en aquel terreno carente de rasgos distintivos. En 1542, la zona destrozó el corazón a Coronado, y ahora se abrasaba bajo el sol, desafiando a una nueva raza de aventureros para que la atravesasen.

El Llano parecía haber sido diseñado por la naturaleza como prueba diabólica para determinar basta qué punto llegaba en su resolución la voluntad del hombre. Sus dificultades aumentaban de una etapa a otra y, ante cada nuevo riesgo que encontraba, uno sentía la tentación de dar media vuelta, sabedor de que el siguiente sería todavía más peligroso.

La etapa primera consistía en un trayecto de cien kilómetros, desde Fuerte Chadbourne hasta la ramificación norte del Concho, mísera corriente fluvial que, sin embargo, contenía un poco de agua salobre. A lo largo de ese camino había unos cuantos manantiales ocultos con cuya agua sustentar al ganado, si los exploradores eran lo bastante agudos como para descubrirlos. En una ruta normal, aquel tramo hubiera recibido el nombre de "Trecho del Infierno", pero en aquélla era la parte buena.

La etapa número dos sólo cubría cincuenta kilómetros, desde el Concho del Norte hasta el Concho Medio, pero entre un río y otro no había ni gota de agua y resultaría fatigoso gobernar las reses.

La tercera etapa estaba constituida por ciento treinta kilómetros de llanos de eriales alcalinos, desde el Concho Medio hasta el vado Cabeza de Caballo, en el río Pecas. Allí, la hierba era escasísima y no había nada de agua. A ritmo normal, el rebaño tardaría una semana en recorrer aquel espacio, tiempo en el que los animales perecerían. Pero si se aceleraba el paso, duplicando o triplicando la velocidad, los cornilargos, al recurrir a sus reservas de energías, tal vez llegasen vivos al Pecoso Los vaqueros se enfrentaban ahora a aquella empresa a la desesperada.

— Jim -dijo el señor Poteet-, no es apropiado aventurarse sin armas por esta parte de la ruta. Ve a ver si Canby puede prestarte una de las suyas.

De modo que Jim fue al puntero y le comunicó:

— El señor Poteet cree que deberías prestarme un arma. Pero yo quiero comprarla.

— ¿Con qué?

— Con dinero. Cuando se me pague.

— No te van a pagar. Todo el mundo sabe que el patrón entregará a tu madre el salario que ganes.

— Conseguiré dinero de una forma o de otra.

Canby jugueteó con las riendas, incómodo ante todo aquel asunto. Adoraba sus armas y presentía que, con las ocho de que disponía, a duras penas iba a tener suficiente para la tarea que le aguardaba. Sin embargo, no era decoroso dejar a un muchacho adentrarse desarmado por aquella región. Sencillamente, no era decoroso.

— Puedo dejarte el 22.

— Eso no es un arma -protestó Jim.

— En eso tienes razón, hijo. -Sacudió el cuello del animal con las riendas, pero cuando el animal se puso en marcha, volvió a refrenarlo-. Te diré lo que haré, tengo un Colt del ejército, de reserva… te lo dejaré en calidad de préstamo.

— No quiero que me lo prestes. Quiero comprarlo.

— ¿Con qué diablos me vas a pagar? -preguntó Canby, irritado-. Está bien, maldita sea, te venderé el Colt. Diez dólares, y añadiré unas cuantas balas.

— Te los pagaré algún día -dijo Jim-. Es una promesa. Con todas las medidas tomadas, el equipo penetró decididamente en la parte menos dura del Llano. Los días eran calurosos y saturados de polvo, el ganado se mostraba nervioso, cada vez más inquieto, porque la hierba era difícil de encontrar y el agua escaseaba. Poteet y Person exploraron el terreno, muy por delante, y encontraron algunos pozos secos y otros con suficientes residuos hídricos para permitir que el ganado continuara la marcha.

El quid del asunto estribaba en mantener las reses en movimiento y que avanzasen con la mayor rapidez posible, para distraer así su atención de la escasez de comida; en lugar de dieciocho o veinte kilómetros diarios, el ritmo aumentó a veinticinco o treinta, atravesándose de esa manera el primer tramo del desierto.

En el Concho del Norte, los animales bebieron con entusiasmo aquella agua salobre, y el señor Poteet los dejó permanecer allí un día más, mientras observaba a algunas vacas que gozaban inmóviles en medio del arroyo, con el agua llegándoles a la barriga, como si quisieran que la humedad se filtrase bien por la reseca piel.

Aquella agua puso en dificultades a los jinetes. A la mitad de ellos les produjo disentería; Gompert y Savage enfermaron de tal modo que no pudieron cumplir sus turnos de vigilancia nocturna, por lo que Poteet y Skimmerhorn ocuparon su lugar, cabalgando turnos dobles. Fue Nacho Gómez quien salvó la jornada; preparó un nauseabundo brebaje, un cocimiento de raíces de cacto, jugo de tabaco, vinagre y ron, algo que garantizaba el arreglo inmediato del vientre más flojo, y después de tres dosis Gompert y Savage volvieron a sus puestos.

— No hay nada mejor que ese potingue -aseguraron a los otros.

Los cincuenta kilómetros que separaban las dos ramas del Concho se recorrieron en dos jornadas y acabaron en una desilusión, porque el Concho Medio apenas llevaba agua bastante para que el ganado apagara su sed. El señor Poteet volvió a conceder un día de descanso, decisión que resultó muy sensata, porque el lecho del arroyo recobró algo de líquido. Skimmerhorn y Poteet se alejaron en dirección sur, al objeto de descubrir la mejor agua potable que hubiese. Regresaron luego para tomar el barril, y lo llenaron. Cada hombre cuidaba de su propia cantimplora, mientras que Nacho recogió todo el agua que pudo, para el café. Durante las tres jornadas siguientes, los hombres mordisquearían bizcochos y beberían café… hasta que se agotase el agua.

La noche del 6 de abril de 1868, reunió a sus vaqueros para la última comida caliente. Mientras la consumían, les dijo:

— Nos pondremos en marcha con la primera claridad del día y avanzaremos con la máxima rapidez posible. Tendréis que andar con cien ojos. Las reses querrán volver aquí, atraídas por el agua. Sé de cornilargos que dieron media vuelta y recorrieron ochenta kilómetros.

— ¿Y mañana por la noche? -preguntó Canby.

— Seguiremos en camino toda la noche, y todas las noches, hasta que lleguemos al otro lado. -Los jinetes no dijeron nada-. El señor Person explorará el terreno por delante y se asegurará de que vamos en línea recta hacia el paso de las montañas. Tiene atribuciones para tomar prestado, cuando lo necesite, el caballo de cualquier hombre, porque queremos que vaya y venga constantemente.

El negro asintió. La distancia hasta el agua era de ciento treinta kilómetros; él cubriría más de trescientos, atrás y adelante, garantizándoles el mejor camino.

— Iros ahora a dormir -terminó el señor Poteet.

A medianoche, Jim y Coker se hicieron cargo de su turno de vigilancia y, mientras circulaban alrededor del rebaño, Jim oyó cantar al confederado: Naturales de esta tierra, Somos un grupo de hermanos, En lucha por una hacienda Que honradamente ganamos.

Una de las veces que se cruzaron, Jim preguntó:

— ¿Fue dura la guerra?

— Mucho.

— ¿Algo tan malo como lo que afrontaremos mañana?

— Distinto -dijo Coker, y continuó su camino y su canturreo.

Al rayar el día, las reses fueron puestas sobre la ruta. La naturaleza no había empleado allí ninguna argucia. A sesenta centímetros de la orilla del Concho Medio, uno encontraba un piso tan duro que comprendía automáticamente que aquel suelo llevaba años sin ser tocado por el agua. Tres kilómetros más allá empezaba a mostrarse el álcali, un depósito de color blanco sucio que lo cubría todo. Tenía un sabor muerto, estéril, ni dulce ni ácido y, mezclado en dosis suficientes con el agua, podía producir la muerte de una vaca.

Cuando salió el sol, los hombres captaron plenamente su primer impacto del Llano, porque en toda la vastedad que se extendía ante sus ojos no vieron un solo árbol, ningún matorral de cualquier tamaño, ningún camino señalado, ningún indicio de habitación. Era el espacio más árido y baldío que contemplaron jamás, y no prometía nada.

Un hombre de pie sobre el liso suelo podía ver el horizonte situado a cinco kilómetros de distancia. A horcajadas en un caballo alto, esa distancia aumentaba en dos kilómetros. Estaba en el centro de un círculo cuyo radio era de siete kilómetros, de modo que el vaquero podía recorrer' con la mirada una superficie de más de ciento cincuenta kilómetros cuadrados del Llano, y en toda esa extensión no veía más que las reses, los compañeros y sus propias sombras.

Hacia las nueve de la mañana, el calor se hizo intenso y el ganado empezó a buscar agua, una búsqueda que continuaría durante los siguientes ciento veintitantos kilómetros, un infinito y paciente anhelo de agua, de un agua que no existía. El veterano más curtido, el joven inexperto que trataba de contonearse jactanciosamente, avistarían en cualquier momento inesperado el intento de huida de alguna vaca frenética y, mientras la obligaban a volver al jadeante rebaño, notarían un nudo sofocante en sus gargantas.

Durante el alto del mediodía, Savage exclamó:

— ¡Ahí viene!

Y los vaqueros divisaron en la lejanía, por el oeste, una ligera nubecilla de polvo, luego distinguieron un caballo y, por último, el hombre que lo montaba, blanco el rostro por la capa de álcali que lo cubría. Le contemplaron mientras se aproximaba, con el caballo al trote por la tierra llana.

Nate desmontó frente al carromato cocina y pidió café. Sosteniendo el pote con ambas manos, a la altura de la barbilla, mientras miraba por encima del borde, manifestó:

— De momento vamos por el camino recto.

— ¿Agua?

— Ni gota.

Apuró su café, cambió de montura y volvió a marcharse, mucho antes de que el ganado hubiese reanudado la marcha.

En una conducción normal, la cabeza de la columna era lo que requería particular atención, pero en aquellas circunstancias, puesto que el ganado quería dar media vuelta, esa atención había que proyectarla sobre la retaguardia. Así que Jim y Coker se vieron reforzados por el señor Poteet y Skimmerhorn, y este último cabalgó durante varias horas junto a Jim y le habló de la vida en Colorado.

— Va a ser uno de los estados más importantes -declaró Skimmerhorn.

— ¿Más que Texas?

— El escenario es mejor. Y ofrece también mejores oportunidades a un hombre joven.

— Me han hablado muy bien de Wyoming.

— Nunca será lo que es el estado de Colorado. Demasiados indios.

— ¿Qué me dice de Montana?

— Poca gente.

Jim se sintió impresionado por aquel hombre. No tenía la dureza férrea del señor Poteet, ni se le podía considerar buen vaquero, pero era el propietario de aquel equipo y, sin embargo, allí estaba, cabalgando de zaguero. Jim había observado que ningún trabajo era demasiado vulgar para el señor Skimmerhorn y, si el cocinero necesitaba leña, el señor Skimmerhorn era el primero que se ofrecía para ir a buscarla.

— ¿Está casado? -preguntó lim.

— Sí. Tengo una hija y un chico que está en camino.

— ¿Y si es otra niña?

Nada sucedió en el curso de aquel largo día y cabalgaron en silencio durante la mayor parte del tiempo, recíproca y favorablemente impresionados. Pero no dejaron de surgir contratiempos al caer la noche, porque el cambio de táctica y la falta de agua habían desconcertado a.los cornilargos. Una y otra vez, aspirantes a reses descarriadas pretendían volver sobre sus pasos, de forma que Jim y el señor Skimmerhorn estuvieron atareadísimos durante las horas nocturnas, cabalgando de un lado para otro hasta agotar a los caballos y tener que montar otros procedentes de la remuda. Fue una noche terrible y todos estaban sedientos, pero los jinetes tenían café caliente, mientras que las vacas no tenían nada.

La segunda jornada fue espantosa, y los hombres comprobaron directamente el efecto que causaba sobre el ganado aquel peligroso viaje. Varias vacas parecieron volverse medio locas y los jinetes tuvieron que azotarlas y golpearlas en la cabeza, obligándolas así a volver al rebaño.

Al atardecer, los animales empezaron a mugir y pronto toda la manada emitió su protesta en oleadas de sonido cuyo volumen aumentaba, descendía y penetraba en el corazón de todos los vaqueros.

El sol era insoportable. Los hombres cabalgaban duro y rompían a sudar, pero el aire era tan seco que nunca llegaban a sentir humedad alguna. Ingerían enormes cantidades de café, pero no orinaban. Los enfermos de disentería -la mitad del equipo- experimentaban atroces alteraciones intestinales, pero no evacuaban agua. Y el polvo de álcali lo cubría todo: los ojos de los hombres, por encima del pañuelo, y los ojos de las reses.

Las vacas corrientes no hubieran sobrevivido a aquella ordalía, pero los frugales cornilargos, acostumbrados a los espinos, se aferraban tenazmente al camino y seguían adelante, en pos de Stonewall. En aquellas horas de prueba, todos los vaqueros experimentaron y desarrollaron un positivo cariño hacia el arisco buey, los huesos de cuyas caderas sobresalían bajo la piel como si se tratate de un esqueleto. Daba la impresión de que sólo él, entre todas las reses, comprendía por qué era necesario aquel recorrido sin agua, y de que estaba dispuesto a esforzarse al máximo para llevarlo a su adecuado final.

Aquella noche fue de lo más difícil, sobre todo para los zagueros. Jim y Coker llevaban treinta y nueve horas sobre la silla, sin haber descabezado un verdadero sueño ni ingerido una comida caliente, por lo que se encontraban deshechos, pero el ganado, al no olfatear alivio alguno por delante, decidió regresar al Concho, donde dispusieron de agua. A Jim le pareció que se pasaba toda la noche al galope, llevando vacas y novillos de nuevo al grueso del rebaño. A menudo, al precipitarse en alguna dirección, bajo el resplandor de la luna, se daba cuenta de la presencia del señor Skimmerhorn, que galopaba por delante o junto a él y trabajaba con idéntico denuedo.

Al amanecer, conservado íntegro el rebaño, Jim se derrumbó en el suelo y Skimmerhorn dijo:

— Dejadle dormir.

Estaba allí cuando Nate Person regresó, hundidos sus oscuros ojos insomnes. Era portador de buenas noticias.

— La brecha está ahí mismo. Veintidós kilómetros más allá tenemos el Pecas.

— ¿Agua?

— Grandes cantidades -contestó Person-, pero sólo es dulce en el vado Cabeza de Caballo. A poca distancia… al norte o al sur… casi está estancada… es puro álcali. Matará a cualquier vaca que la beba.

— ¿Está señalado el Cabeza de Caballo?

— Las calaveras siguen en su sitio. -Se refería a la línea de cráneos de caballo fijados en postes que indicaban el camino hasta el vado-. Estaré allí para echar una mano.

Y Person volvió a marcharse, a fin de explorar el curso de su derrotero.

La última jornada fue casi insoportable. Tenían que recorrer algo más de cincuenta kilómetros, veintiocho largos hasta el paso de las montañas y veintidós y pico hasta el agua. Eso podía explicársele a los hombres, pero no al ganado. Enloquecida por la sed, una vaca se lanzó en línea recta hacia la nada. Jim, que conocía de modo particular a aquella res, trató de obligarla a regresar al rebaño, pero la vaca siguió adelante, como si el muchacho no existiese. Jim pidió ayuda y el señor Poteet consideró la conveniencia de recurrir a Stonewall, pero éste se encontraba lejos, a la cabeza de la columna, donde mantenía las cosas en orden, de modo que se dejó que la vaca continuara su camino. Jim la vio alejarse hacia la parte más inhóspita del desierto; el animal tropezó, se incorporó de nuevo, cayó después de rodillas, se levantó otra vez y, por último, se desplomó definitivamente, mientras las avisadas aves de presa trazaban círculos en el aire, dispuestas a abatirse en seguida sobre ella.

— No tiene importancia -dijo el señor Poteet.

— Yo la crié -repuso Jim, con lágrimas en los ojos-. Alumbró terneros estupendos.

Había sido el orgullo del rebaño de los Lloyd, y el muchacho se veía impotente para salvarla.

La espantosa rutina se alteró en aquel momento. A lo lejos, por el oeste, apareció una columna de polvo que, mientras se acercaba, permitió distinguir momentáneamente a una partida de hombres a caballo y acompañados de una carreta. La imagen volvió a quedar oculta en seguida por la polvareda.

— ¿Qué diablos puede ser eso? -preguntó Lasater, y todos mantuvieron fija su atención en la nube de polvo, pensando que podía tratarse de Nate Person, pero no era así.

En realidad, se trataba de un grupo de hombres, siete u ocho, que llevaban una carreta arrastrada por mulas.

— No hay por aquí ninguna unidad del ejército -observó Savage.

— ¿Será la banda de los Pettis? -inquirió Skimmerhorn, con verdadera aprensión.

— No, no se aventurarían tan al sur -le tranquilizó Poteet, aunque también él contemplaba preocupado la aproximación de la columna.

— Traslada aquí la remuda -ordenó a Canby, que fue a avisar a Buck-. Acercad también el carromato.

Y Nacho condujo sus mulas hacia el rebaño.

Tales precauciones resultaron innecesarias, porque cuando los jinetes estuvieron lo bastante próximos como para identificarse, los vaqueros comprobaron que se trataba de una de las más extrañas procesiones que hubiera cruzado jamás el Llano. El hombre que iba en cabeza era un enjuto ganadero de mirada aguda y treinta y dos años, llamado Charles Goodnight, el Cristóbal Colón de las praderas. Había estado en todas partes, fue el primero en atravesar aquellas planicies conduciendo reses y ahora volvía a casa, después de haber vendido su ganado en Fuerte Unión.

Conocía a Poteet.

— Podéis lograrlo -aseguró a los vaqueros-. El estado de vuestros animales deja mucho que desear, pero pueden cruzar la montaña y a continuación tendrán agua.

Recordó a Poteet la imprescindible necesidad de mantener aquel ganado sediento a distancia de las secciones alcalinas del Pecoso

— Sólo en el vado Cabeza de Caballo es buena el agua.

Sitúa tus mejores hombres al norte y al sur, y evita que los novillos se acerquen a las sales.

— ¿Qué llevas en la carreta? -preguntó Poteet.

— A Oliver Loving -repuso Charles Goodnight solemnemente-. Mi socio y amigo. Lo mataron los comanches. -Habló con brevedad del carácter de Loving y de su conocimiento completo de la vida en la pradera-. Me hizo prometerle una sola cosa. No quería que enterraran sus huesos en una tierra extraña.

Los hombres de Goodnight habían estirado la hojalata de unos bidones de queroseno, con la que prepararon una cubierta metálica para el ataúd en que transportaban el cadáver. Luego lo habían colocado dentro de otro amplio féretro, también de madera, y rellenaron con carbón los huecos, de forma que el cuerpo no bailara con el traqueteo de la carreta.

— Le daremos sepultura en Weattherford (Texas), tal como deseaba -dijo Goodnight, y reunió a sus hombres para continuar la larga marcha a través del desierto. Comentó-: Es más fácil cuando uno no tiene que conducir ganado.

Antes de que se marchara, el señor Skimmerhorn preguntó:

— Pasará usted por el rancho de Tom Lloyd, ¿verdad?

— Tom ha muerto.

— Ya lo sé. Éste es su chico.

El señor Goodnight miró al muchacho y dijo:

— Debes de tener unos catorce años. Una edad estupenda para empezar a batir la ruta.

— Lo que estaba pensando -continuó Skimmerhorn- es que la señora Lloyd entregó al señor Poteet unos doscientos cornilargos…

— Doscientos dieciocho, menos la vaca que perdimos esta mañana -precisó Jim.

— Y los llevábamos para venderlos en Fuerte Sumner… en consignación, eso es.

— No hay mercado en Fuerte Sumner. En absoluto. John Chisum les vende cuanto necesitan.

El rostro de Jim expresó la angustia que tal noticia le producía. Su madre necesitaba aquel dinero. Sin embargo, el señor Skimmerhorn prosiguió:

— He estado observando esas reses. Quisiera comprarlas todas… ahora mismo. Y le daré a usted el dinero que falta para cubrir su importe total, a fin de que lo entregue a la señora Lloyd.

— De acuerdo, señor… No entendí su nombre.

— Skimmerhorn.

El señor Goodnight -titubeó

— No es lo bastante viejo para haber capitaneado la milicia de Colorado… -se interrumpió.

— ¿En la matanza de las Muelas del Crótalo? No, señor. Ése fue mi padre.

— Lo siento, señor. Pero si quiere enviar el dinero a la señora Lloyd por mediación mía, me sentiré muy honrado por tal prueba de confianza.

Skimmerhorn contó los billetes correspondientes a los doscientos diecisiete cornilargos, deducido el adelanto entregado por el señor Poteet, y el señor Goodnight los guardó en la cartera del cinturón. Tras despedirse de los vaqueros, dirigió su cortejo hacia el este, rumbo a Fuerte Chadbourne.

— ¿Le confía todo ese dinero destinado a una viuda? -se extrañó Savage.

Y el señor Poteet manifestó:

— Si uno no puede confiar en Charles Goodnight, entonces es que no hay sobre la faz de la Tierra hombre en el que se pueda confiar. -Luego se interrumpió para preguntar-: ¿Qué le ocurre a ese chico?

Y encargó a Skimmerhorn que se acercase al muchacho, que estaba de pie, junto a su montura, con la vista fija en la columna que se alejaba y los hombros hundidos bajo el peso de un dolor silencioso.

— ¿Qué te sucede, hijo? -inquirió Skimmerhorn.

— No volveré a ver a mi madre… -murmuró el mozalbete de catorce años-, ni a mis hermanos.

Skimmerhorn no dijo nada, porque suponía que así iba a ser.

Conducían ya el ganado por el último trecho yermo de los llanos cubiertos de álcali, en dirección a las montañas, sin ignorar que, en cuanto los animales olfateasen el agua se precipitarían hacia delante, en su busca. Gobernarlos en aquella parte final del desierto iba a ser difícil. El ganado estaba enloquecido por la sed y no hacía caso de nada. Un novillo decidió marchar por su cuenta, como hiciera la vaca antes y, lo mismo que ella, murió. Los buitres continuaron con su invariable vigilancia, flotando en el cielo sin nubes, observando cada paso titubeante.

Entonces fue cuando Stonewall demostró su inapreciable valía; era una especie de profeta del Antiguo Testamento, que dirigía sus cohortes asustadas rumbo a una tierra mejor, situada al otro lado de las montañas. Quizás él, antes que los demás, había venteado la distante agua; de cualquier modo, mantuvo los animales en movimiento e impuso la disciplina sobre los que, cerca de él, intentaron desmandarse.

En lo alto del paso, aquella extraña grieta entre montes, tan lisa que lo mismo podía haber sido trazada con una regla que desgarrase la cumbre, las reses presintieron que abajo, en el lejano valle, se encontraba el agua, y apretaron el paso con renovada esperanza. El impulso, sin embargo, no partió de los toros ni de los novillos, sino que fueron las vacas quienes tomaron la iniciativa. Sin duda las animó alguna responsabilidad adicional para conservar la vida y empujaron bruscamente a los machos, golpeándolos y apartándolos para abrirse paso hasta la vanguardia de la columna, donde sólo la paciencia de Stonewall pudo mantenerlas en orden.

Presionaron una y otra vez, anhelantes de agua y de continuar viviendo. Alargaban sus flacos cuellos y sus ojos llenos de polvo escudriñaban a través de la neblina, mientras las patas avanzaban mecánicamente, impulsadas por las últimas ráfagas de energía capaces de proyectar sus marchitas osamentas.

— ¡Manteneos a su nivel! -gritó Poteet a los jinetes-. ¡Impedid que vayan hasta el álcali!

Los vaqueros iniciaron un trote largo, que no tuvieron más remedio que transformar en galope, arrastrados por el desalado rebaño. Una gran polvareda se elevó sobre las áridas planicies y los buitres se remontaron para huir de ella. Jim LIoyd, que cabalgaba en retaguardia, no tenía ningún problema para conseguir que las reses a su cargo siguieran avanzando. Marchaban bastante adelantadas respecto a él y lo único que podía hacer con su cansado caballo era evitar rezagarse.

Nate Person regresaba entonces del río y avisó a gritos: -¡Llevadlas hacia el sur!

Poteet, Skimmerhorn y él se dirigieron a la punta derecha para ayudar a Lasater en sus esfuerzos para apartar la estampida del agua tóxica y, a copia de habilidad, lograron desviar el rebaño.

— ¡Creo que ya los tenemos! -gritó Poteet, porque el río estaba a kilómetro y medio y avanzaban en la dirección adecuada.

Pero entonces sucedió algo trágico. Después de haber llevado sano y salvo el rebaño hasta allí, Stonewall olfateó el agua y se disparó hacia su fuente más próxima, que resultaba estar al norte, precisamente donde mayor era la concentración de álcali.

— ¡Desviadle! -chilló Poteet, pero no parecía existir modo de conseguirlo.

Y, lo que era peor, las vacas le seguían y una enorme presión empezaba a desarrollarse por detrás.

— ¡Páralo! -gr-itó Person-. ¡Maldita sea, Lasater! ¡Páralo!

Lasater, que era el que estaba más cerca del buey, no vaciló. Espoleó su montura y se dirigió en línea recta hacia Stonewall, con la intención de desviarlo, pero el enorme cornúpeta se limitó a precipitarse contra hombre y caballo, a los que arrojó al suelo. Ahora, sólo Poteet se encontraba entre el ganado y el desastre.

Sin titubeo, galopó hacia Stonewall y, de nuevo, el gigantesco buey trató de llevarse por delante al jinete, a su viejo compañero Poteet.

Cuando el jefe de ruta comprendió las intenciones del animal, tiró de las riendas y aguardó hasta que el voluminoso bruto estuvo casi encima. Entonces, apuntó cuidadosamente con el revólver y mató al estupendo animal. Tras una mirada de asombro hacia Poteet, el buey dio un traspié y se desplomó en el polvo. Al instante, Poteet picó espuelas, se alejó de aquel punto y, con la ayuda de Skimmerhorn, contuvo al vacilante ganado y después lo condujo hacia el agua potable.

Las reses se lanzaron en tropel sobre la corriente, más allá de las calaveras de equino, se inmovilizaron durante un momento y, por último, se decidieron a beber. Luego, a diferencia de los hombres, que ingerían ya frenéticos tragos, tomaron pequeños sorbos, al tiempo que iban echándose dentro del río, hasta que los ecos de su alegría repercutieron sobre la fangosa corriente.

Jim Lloyd y Coker encontraron a Lasater tendido en el suelo, inconsciente, pero el señor Skimmerhorn, que aplicó el oído al corazón y palpó para comprobar si había algún hueso roto, les tranquilizó:

— Se pondrá bien.

Ragland exclamó entonces:

— Poteet ha desaparecido.

Y todos trataron de determinar dónde había estado el jefe momentos antes.

— Galopaba como el diablo cuando obligamos a las vacas a volver -dijo Skimmerhorn, y se desplegaron.

Canby le encontró en la ruta, a cierta distancia del río, hacia la parte del agua insalubre. Poteet se había apeado y estaba de pie junto a Stonewall, y cuando los texanos jóvenes se acercaron, en su búsqueda, Canby les indicó que se marcharan, y le dejaron allí. Cada uno de los vaqueros albergaba su propio recuerdo de aquel espléndido astado.

El Pecos era un río absurdo. Durante las cinco semanas anteriores, los vaqueros habían soñado con el momento en que llegarían a él con las reses y, durante las tres últimas jornadas, sin una gota de agua, el sueño fue una obsesión. y allí estaba ahora el río, con sus cinco metros y medio de anchura aproximada, y sus quince centímetros de profundidad en algunos puntos, sólo un poco más hondo en otros. Su caudal de agua no era gran cosa, pero no dejaba de fluir. Doscientas vacas se hacinaban en la parte de agua potable y absorbían como sifones y, al cabo de unos minutos, la corriente volvía a tener el mismo nivel de antes. Jim Lloyd probó el agua y era salobre, con sabor a álcali incluso en la zona buena. Pero, un poco más arriba, uno ni siquiera podía aguantarla en la boca, y mucho menos tragarla.

— Rayos, podría saltármelo -dijo Ragland.

Retrocedió para tomar carrerilla, encogió los hombros y accionó las piernas como émbolos de una de las nuevas máquinas de vapor. Emitió un bufido, cruzó a la carrera la llana tierra de la parte superior, descendió por el declive de la ribera y, al tiempo que soltaba un vigoroso rugido, se impulsó y surcó el cálido aire, por encima del río.

Lo hubiese logrado, de no ser por la circunstancia de que no encontró un punto seguro sobre el que aterrizar. Cayó a medio metro de la orilla opuesta, chapotearon sus pies ruidosamente, bregó para conservar el equilibrio y, por último, se vino abajo, de espaldas, sobre el agua. Durante el resto del viaje, los vaqueros reunidos en las tertulias nocturnas se golpearon los muslos y se preguntaron unos a otros:

— ¿Te acuerdas de cuando el viejo Rags dijo que cruzar el Pecas de un salto? ¡Diablos, se quedó corto en kilómetro y medio!

En delante, Ragland sería el viejo Rags, el mayor cumplido que un vaquero podía hacer a otro. No habría viejo Gompert, ni viejo Savage, ni, desde luego, viejo Buck. Eso hubiera sido inconcebible.

Los hombres condujeron las vacas a la orilla occidental y permanecieron tres días acampados allí, hasta que todos se hubieron recobrado. Pero cuando se disponían a reemprender la marcha, el mozo encargado de los caballos, que tenía sus animales hacia el norte, gritó:

— ¡Caballería!

Como todos los texanos, pronunció la palabra en su forma bíblica. Cualquier soldado a lomos de una montura era caballería.

Se trataba de un destacamento de Fuerte Sumner en misión exploratoria para localizar apaches mezcaleros, que se habían desmandado por la zona central de Nuevo México.

— Queremos que marchen ustedes por la ribera este -voceó un teniente. . -¿Hay hierba por allí? -preguntó Poteet.

— No son pastos muy buenos, pero si continúan a este lado, les robarán los caballos. No quiten ojo a la remuda.

— ¿Combates serios?

— No. Sólo incursiones. Si uno dispara, ellos disparan.

Cuando los soldados de caballería terminaron su café, desaparecieron por el sur, y Poteet trazó planes para mantener la remuda más cerca del campamento. Nombró también una guardia adicional para que la vigilase.

— Un apache puede robarte la manta mientras estás sentado encima de ella -advirtió-, pero no van a llevarse nuestros caballos.

Entre gritos entusiastas, los jinetes volvieron a trasladar el ganado del "Uve Coronada" a la orilla este, tarea que no constituyó ninguna gran proeza, y azuzaron las reses hacia el norte. Era una marcha curiosa, pues la tierra que bordeaba el río es· taba sembrada de cactos, huérfana de hierba y rebosante de ardiente calor. Para que el ganado se alimentase, los vaqueros tenían que llevarlo a diez kilómetros del río, más para abrevar las reses debían volver a alguno de los puntos donde el agua era potable, y con ese rumbo en zigzag fueron avanzando hacia el norte.

— En mi opinión, este terreno está a la altura del peor de Texas -dijo Lasater.

Una noche, Ragland preguntó bruscamente:

— ¿Es cierto, Lasater, que una vez estuvieron a punto de ahorcarte?

·-Sí.

— ¿Cómo ocurrió?

— O. D. Cleaver y yo preparábamos el asalto al banco de un lugar llamado Falfurrias…

— No hay ningún lugar que se llame Falfurrias -dijo Ragland.

·-Al norte de la frontera -replicó Lasarer. Era importante para él que los hombres reconociesen la veracidad de sus asertos-. ¿Sabes dónde está Reinosa, la ciudad en la que solíamos recoger los rebaños mexicanos? Cruzas el río hacia.Hidalgo, que no se encuentra muy lejos, sigues hacia el norte y tropiezas con Falfurrías.

— Sí -convino Savage-. Aproximadamente a mitad de camino de San Antonio.

Establecida la verdad de sus palabras, Lasater prosiguió: -O. D. y yo estábamos acampados a unos diez kilómetros al sur ele Falfurrias; era cuestión de explorar el terreno, habíamos llegado a la conclusión de que el jueves por la tarde, el sheriff y la mayoría del elemento masculino se habría ausentado de la ciudad, pues tenían algo que hacer por el norte. Así que entramos en Falfurrias como si tal cosa, pero resultó que no se habían marchado. El sheriff nos vio y se puso a gritar: "¡Atrapad a esos canallas!", cosa que hicieron en seguida. Y entonces alguien chilló: "¡Vamos a colgarlos!" Pero otro replicó: "No podemos ahorcarlos. No han hecho nada." Y el sheriff va y vocifera: "Podemos colgarlos por lo que iban a hacer", y maldito si no nos arrastraron hasta las afueras del pueblo y ya empezaban a ponernos la soga, cuando un fulano joven, que debía de ser abogado o predicador, les interrumpe y protesta: "Esto es anticonstitucional y contrario a la ley de Dios", y el sheriff le replica: "Sabes condenadamente bien que esta pareja iba a robar el banco. Les has visto examinar el lugar durante los tres últimos días." Tensaron la cuerda y entonces el joven tira de revólver y dice: "Pues vais a tener que ahorcarme a mí también, porque he revisado más de un día ese maldito viejo banco." Así que nos soltaron y sólo tengo un consejo para vosotros, compañeros: "No os acerquéis a Falfurrias", porque en ese pueblo le cuelgan a uno por lo que piensa.

— ¿Cómo se te ocurrió dedicarte a asaltar bancos? -interrogó Ragland.

Lasater clavó la vista en la fogata y no dio ninguna explicación, así que Ragland continuó:

— ¿Volverás a ese oficio cuando rematemos la conducción?

— Te aseguro que no tengo esa idea -dijo Lasater.

Jim Lloyd, sentado junto a él cuando pronunciaba tales palabras, vio la extraña expresión que ostentó el rostro de Lasater, como si el veterano vaquero supiese que ningún hombre era dueño absoluto de su destino y que, a veces, uno se ve arrastrado por las circunstancias a complicarse en el robo de un banco, cuando en absoluto había sido ésa su intención.

Resultaba ahora difícil encontrar agua potable, porque el Pecos se deslizaba saturado de álcali, y los pozos, frecuentes en la zona, no podían utilizarse, dado que pasaban por un terreno cuya propiedad se arrogaba John Chisum, el mayor hacendado ganadero del Oeste. Estaba tan decidido a conservar todo lo que consideraba suyo que había señalado unos cuantos pozos para uso de sus propias reses y ordenado a sus hombres que echasen sal en los otros.

Algunos años atrás, Chisum realizó en Nuevo México lo que Seccombe trataba de: hacer ahora en Colorado: mediante la compra de doscientas cuarenta y tantas hectáreas, dotadas de agua y situadas estratégicamente, había impuesto su férrea ley sobre una superficie de cerca de dos millones y medio de hectáreas. Juzgaba que aquella extensión era de su propiedad y estaba dispuesto a apretar el gatillo contra todo aquel que penetrase en ella con ánimo de establecerse. En las tierras legalmente suyas podrían sustentarse veinte vacas, en el mejor de los casos; tenía más de cuarenta mil cabezas en un territorio que lícitamente era del dominio público, pero si alguien de ese público trataba de construir una cabaña en algún punto de aquellas vastedades, o intentaba abrevar sus reses en un pozo de Chisum, se veía frente al cañón de un arma de fuego.

— Estamos en los dominios de John Chisum -advirtió Poteet a los vaqueros, mientras avanzaban hacia el norte.

La hacienda, más extensa de lo que un hombre podía Contemplar en diez jornadas de marcha, era de Chisum porque así lo afirmaba él. Morirían muchos hombres antes de que fuese posible rebatir con probabilidades de éxito aquella teoría única de la propiedad de la tierra.

Una vez los jinetes aprendieron a resolver ese problema de la falta de agua potable en el Pecas y de no poder utilizar los pozos de John Chisum, se vieron enfrentados a otra situación de prueba. Durante algún tiempo, los veteranos del equipo habían observado que dos o tres vacas engordaban de modo inquietante y, cierta mañana, despertaron para comprobar que una de ellas había dado a luz un ternero. Miraron a Jim.

Cuando el señor Poteet se enteró del asunto, dijo:

— Bueno, Jim. Los jinetes de la zaga se encargan de los terneros. Ésa es la norma.

— ¿Cómo? ·-preguntó Jim.

— Tú los sacrificarás.

— ¿Yo qué? -el semblante de Jim se tornó blanco.

— Explícaselo, Nate.

Person se llevó aparte a Jim y a Coket y les dijo:

— Todo equipo que conduce vacas tiene este problema. Terneros. No es posible conservarlos. Uno perdería a la madre y al hijo. -Meneó la cabeza y comunicó a los zagueros-: Matarlos os corresponde a vosotros.

— ¿Pero cómo? -alegó Jim.

— Hay quien lo hace a tiros. Otros, golpeándoles en la cabeza con una estaca.

— Pero…

Antes de que el muchacho pudiera seguir., Person se marchó, llevándose a Coker.

Jim se acercó al lugar donde la vaca estaba amamantando a su recién nacida cría y, al ver el blanco hocico y los ávidos labios del ternero, que tanteaban las ubres, el muchacho se quedó sin arrestos para cumplir la tarea. Rozó el revólver, pero fue incapaz de sacarlo de la funda. Miró a su alredor y, con gran alivio, no encontró por allí ninguna estaca. Por último desesperado, tomó el ternero en brazos y lo separó de la madre, que les siguió casi hasta el campamento.

— No puedo matar a un ternero, señor Poteet. Yo los crío.

— Deja en el suelo ese maldito bicho -gritó Poteet- y desembarázate de él.

Se alejó, disgustado, y Jim apeló a los otros, pero ninguno estaba dispuesto a ayudarle. Se avergonzaba de las lágrimas que afluían a sus ojos pero no soltó el ternero. Finalmente, vio que por la izquierda se acercaba Nacho, que conducía su carromato a la siguiente parada, y corrió hacia el mexicano.

— Déjame poner el ternero en tu carromato… sólo por algún tiempo. Hasta que se me ocurra algo.

Así que Nacho escondió al choto, pero en el primer alto, cuando los hombres estaban comiendo, el ternero mugió y el señor Poteet empezó a decir:

— ¿Qué diablos…?

Pero se interrumpió antes de terminar. Había cosas que era mejor que un jefe de ruta no oyese.

De modo que Jim atendió y alimentó al ternero y, cuando nació otro, la misión de sacrificarlo le fue asignada a Coker, que no demostró ser más valiente que Jim.

— Rayos, para suprimir un ternero no puedo emplear un "LeMat" que llevó un coronel confederado -se excusó, y también encontró sitio para el animalito en el carromato de Nacho.

Pero cuando nació el tercer choto, el señor Poteet se hartó de los escrúpulos de aquellos zagueros primerizos.

— Fuera ya esos terneros; vosotros dos os encargaréis de sacrificarlos -saltó.

Pero Jim encontró un respiro donde menos lo esperaba. Con su voz cantarina, Nacho terció:

— Señor Poteet, se me ha ocurrido una idea… algo bueno… Pidió permiso para conservar los terneros hasta Fuerte Sumner, y Poteet se lo concedió, aunque de mala gana.

A tres jornadas de Fuerte Sumner, los apaches dieron el golpe. Actuaron con singular astucia, cruzaron el Pecos y se: movieron con sigilo de coyotes, tan taimadamente que tres caballos estuvieron en la orilla occidental del río antes de que nadie se percatara de que los habían robado, y no se hubieran enterado de ello aquella noche, a no ser porque relinchó un bayo al que Gompert tenía mucho cariño. El vaquero se incorporó de su saco de dormir y soltó un grito selvático:

— ¡Se llevan mi caballo!

Los miembros del equipo no podían creerlo. Los apaches habían penetrado en el campamento, habían llegado hasta la remuda, vigilada por tres centinelas, y se habían deslizado por el espacio existente entre los dormidos vaqueros y el carromato cocina, llevando sigilosamente consigo, de reata, tres espléndidos corceles.

— No vimos nada -informó el mozo, en nombre de los guardas.

Y Nacho manifestó que los chotos le habían mantenido despierto y que tampoco percibió el más leve rumor. Gompert propuso organizar una partida, salir en persecución de los apaches y acabar con ellos a tiros. Lasater y Coker se mostraron deseosos de ponerse en marcha, pero el señor Skimmerhon aconsejó prudencia.

— Los apaches llevan siglos robando caballos -dijo.

— Pudieron matarnos mientras dormíamos ·-observó Lasater.

— ¿Por qué diablos no robaron los terneros? -preguntó Poteet.

Durante los dos días siguientes, los vaqueros se mostraron extraordinariamente sensibles en cuanto al terreno circundante y, en dos ocasiones, los más jóvenes creyeron haber divisado apaches en los montes occidentales, pero nada resultó de ello. Al inspeccionar el paisaje con atención suplementaria, Jim Lloyd trabó conocimiento con un ave que siempre recordaría como símbolo de la conducción, una intrépida, rápida y divertida criatura que se pasaba en el suelo la mayor parte del tiempo e inclinaba la cabeza a un lado y a otro, mien teas su cresta parda y sus plumas blancas rutilaban al sol.

Se trataba del correcaminos, un miembro de la familia de los cuclillos, de extensa cola que balanceaba espléndidamente cuando corría por los espacios abiertos, en busca de insectos. Era un ave amistosa y peculiar, que provocaba las risas de los vaqueros, porque subía y bajaba la cresta de acuerdo con el interés que lo que había a su alrededor despertaba en ella. A menudo se detenía, levantaba los ojos hacia Jim, inclinaba la cabeza y agitaba la cola para mantener el equilibrio.

A Jim le sorprendió observar que era Lasater, el ladrón, quien más apreciaba a los animales que aparecían en su camino.

— Mi madre nos decía que Dios enviaba el correcaminos para que nos guiase a través de las sendas difíciles -manifestó.

Y eso dio principio a una lúgubre charla, alrededor de la fogata, en la que se trató de madres y de otras nobles mujeres que los vaqueros habían conocido. Salieron a relucir una historia tras otra de heroísmo de la frontera, en cuyo centro de la acción se encontraba invariablemente alguna valerosa mujer.

— Ahí tenéis a esa dama de la orilla del río Grande -explicó Canby-. El marido encontró la muerte en la guerra con México. Un rancho enorme que cuidar, miles de cabezas de ganado y nadie por allí que le echase una mano, aparte un puñado de malditos mexicanos pringosos…

Nacho Gómez estaba fregando los cacharros, después de la cena, y escuchaba extasiado. Le encantaban las historias de mujeres animosas.

El relato de Canby se prolongaba y prolongaba, pero nunca era demasiado largo o aburrido para sus oyentes. Las estrellas primaverales se elevaban en el cielo y Jim pensó en Jo triste que era ver retirarse a Orión en el oeste, acostándose para su largo sueño que duraría hasta el invierno siguiente.

Aquella noche, mientras Ragland y él cumplían el turno de dos a cuatro de la madrugada, cabalgaban a su monótono y regular paso, pero cada vez, que se cruzaban en la oscuridad interrumpían el canturreo e intercambiaban unas cuantas palabras, y el tema continuó siendo el de las mujeres.

PRIMER ENCUENTRO:

— ¿Has besado alguna vez a una chica, Jim?

— No.

SEGUNDO ENCUENTRO:

— Puede resultar bastante agradable.

TERCER ENCUENTRO:

— Pero en parte también puede ser desconcertarte.

Ésa fue la lección de aquella noche y Jim meditó sobre ello hasta que concluyó su turno de vigilancia. Dos noches después, RagIand y él continuaron con su diálogo, que se hizo más concreto.

PRIMER ENCUENTRO:

— Jim, ¿estuviste alguna vez en un prostíbulo?

— No.

SEGUNDO ENCUENTRO:

— ¿Sabes lo que es un prostíbulo, Jim?

— No.

TERCER ENCUENTRO:

— Tenemos que ir a Las Vegas, allí lo averiguarás.

De esa forma fragmentaria, pero más bien grata, Jim Lloyd fue trabando conocimiento con los misterios de la vida. Dios, sexo, dinero, adquisición de un rancho y, sobre todo, cómo tratar a las mujeres, fueron temas que le explicaron los jinetes nocturnos. Una vez., mientras se cruzaba con Gompert durante el turno de diez a doce, el joven vaquero le hizo una especie de resumen de todo el asunto.

PRIMER ENCUENTRO:

— Jim, ¿crees todo lo que te cuenta el viejo Rags?

SEGUNDO ENCUENTRO:

— Hay una barbaridad de cosas que don Sabihondo Ragland ignora.

TERCER ENCUENTRO:

·-No olvides nunca que la mujer más estupenda que conocerás en toda la vida es tu madre

— Ya lo sé.

CUARTO ENCUENTRO:

— Desde luego, otras chicas también pueden ser maravillosas.

— Ya lo sé.

QUINTO ENCUENTRO:

— Naturalmente,.Jim, me refiero sólo a buenas chicas.

— Yo también.

Germinó una sensación de alivio cuando la columna llegó a Fuerte Sumner, un desanimado puesto militar a orillas del Pecos, establecido para mantener a raya a los apaches mezcaleros. Al enterarse de que el grupo de Poteet había perdido tres caballos el comandante del fuerte se echó a reír:

— Mantenemos unos cuantos carcamales allá, para que los guerreros se entretengan practicando el robo. Eso les hace creer que los viejos tiempos siguen vigentes. -Se dirigió a Gompert-: Si perdió un caballo nada más, le salió barato.

Pero Gompert quiso saber si contaba con permiso para marchar con una partida de exploración, al objeto de intentar el rescate de su montura.

— ¡Olvídelo, hijo! Se encontrarán con verdaderos problemas entre manos si los comanches deciden trasladarse hacia el oeste.

— ¿Dónde están ahora? -preguntó Poteet.

— Nuestros exploradores los han localizado por la parte del este. Al norte de Texas, en la región india. Pero podrían dirigirse al oeste. Tal vez lo estén haciendo ahora. Si yo fuera usted, llevaría mi ganado por la orilla occidental. Me olvidaría de los apaches y no apartaría la vista del este.

Nacho Gómez sacó entonces la sorpresa que tenía guardada, relativa a los terneros. Pidió un caballo, habló con algunos soldados y luego partió en dirección oeste, hacia el territorio apache. Regresó al cabo de unas horas, con una docena de campesinos mexicanos que llevaban un caballo cargado de mercancías. Nacho se acercó al carromato, descargó los tres terneros y los mexicanos emitieron gruñidos de satisfacción.

— ¡Un macho!-exclamó uno de los labradores.

Y el señor Poteet observó la escena, mientras Nacho se entregaba a un frenético regateo comercial.

Los mexicanos ofrecían largas ristras de ajos, cebollas, pimientos y manojos de hierbas que ninguno de los vaqueros era capaz de identificar. Después de cerrar el trato, aceptando aquellos artículos con una sonrisa encantada, Nacho se volvió para informar a los vaqueros:

— ¡Ahora sí que comeremos bien!

Por último, los granjeros mexicanos designaron tres jinetes para que siguiesen al rebaño hacia el norte, a fin de hacerse cargo de los terneros que fuesen naciendo, y el que llevaba la voz cantante dijo al señor Poteet:

— ¡Quiera Dios que haya machos! Porque entonces podremos iniciar nuestro propio rebaño.

La primera noche, después de haber abandonado Fuerte Sumner, Nacho preparó un guiso de pollo con patatas y abundante salsa que el señor Skimmerhom calificó de lo mejor que había saboreado en su vida, aunque Canby, Gompert y Savage se negaron a probarlo.

— No queremos condumios mexicanos -protestaron-. Queremos auténtica comida.

Así que Nacho tomó un perol, cortó seis enormes filetes, dos por barba, puso el cacharro al fuego, apiló brasas y, cuando la suculenta carne casi estaba negra, la sirvió a los descontentos.

— Esto es comida decente -dijo Canby, mientras masticaba el grueso filete.

Tres cuartos de lo mismo ocurrió a la noche siguiente, cuando Nacho sirvió una especie de chile, caliente, sólido y apetitoso. De nuevo, el señor Skimmerhorn felicitó al mexicano y, de nuevo, Canby y sus compañeros declararon que en ninguna conducción de ganado iban a comer pitanza mexicana y preguntaron dónde estaban los filetes. Con ojos entristecidos, Nacho recurrió otra vez al perol, preparó media docena de tajadas de carne y los vaqueros quedaron satisfechos.

Deseoso de recuperar el favor de los jinetes, Nacho decidió servirles una ración suplementaria de bizcochos, para preparar los cuales llevaba en la parte trasera del carromato una vasija con levadura en fermentación. Había empezado con aquel recipiente en Jacksborough: harina, agua, un poco de azúcar, algo de vinagre, ceniza limpia y sal. Cuando la masa estuvo bien fermentada, vació unos dos tercios -"Para que la vasija esté contenta"- y volvió a llenar el recipiente con harina y agua.

La levadura no fermentaría a menos que tuviese la temperatura adecuada, de modo que, en las noches muy frías, Nacho se llevaba la vasija a la cama; durante las jornadas anormalmente calurosas, la dejaba en el carromato, envuelta en un paño húmedo.

Para hacer los molletes, Nacho tomaba una buena provisión de masa de levadura, la mezclaba con harina, agua y sal y luego iba separando pequeñas porciones, que colocaba en el fondo de un horno de campaña: unos cuarenta bizcochos en cada cocción.

Los bizcochos de Nacho eran los mejores que habían comido nunca los vaqueros, y les contó su secreto:

— Más brasas por encima que por debajo.

Lo conseguía situando el horno portátil sobre ascuas moribundas y amontonando encima de la tapadera las brasas más vivas que podía encontrar. De esa forma, los bizcochos se ponían dorados y crujientes en la parle superior, quedaban bien cocidos por debajo y prácticamente perfectos por dentro. No tenía nada de extraño que preparase ochenta para una comida, ya que cada jinete comía seis o siete, pero aquella noche se superó a sí mismo.

Convencido de que [os vaqueros agradecerían el trato que iba a darles, coció tres hornadas de bizcochos, bastante más de cien, y les dijo:

— A cambio de ese futuro toro que el señor' Poteet vendió, ¡mirad lo que obtuvimos!

Y abrió cuatro tarros del más estupendo arrope de artemisa, oscuro, aromático y delicioso.

Los hombres comieron vorazmente, y Canby alabó:

— Pata ser un piojoso mexicano, guisas de maravilla.

Quedaron olvidados el chile y el estofado de pollo. Los hombres abrieron bien cocidos bizcochos, rociaron de arrope sus tenues interioridades y los engulleron como si fuesen dulces navideños.

Dos días después, cuando cruzaban el Pecas como medida previa para la marcha hacia Colorado, Poteet permitió que el rebaño se dividiese. La primera mitad estaba sana y salva en la otra orilla y las vacas se dirigían ya hacia las montañas bajas situadas delante, pero la mitad de retaguardia tenía dificultades para descender por la empinada ribera que conducía a la corriente.

En ese vulnerable momento, Bufe Coker, bastante alejado por el este, en persecución de cornilargos descarriados, dirigió la vista hacia el otro lado del Pecos y observó que unos veinte comanches salían de detrás de un otero donde estaban ocultos, para desencadenar un ataque contra la mitad delantera del rebaño.

Durante unos segundos, Coker permaneció extático, con la mirada fija en aquella soberbia caballería, mientras comprobaba el número de armas de fuego y de lanzas que empuñaban aquellos guerreros medio desnudos, cuya magnificencia pasmaba al vaquero. Recobró rápidamente su sentido de la realidad y disparó un tiro de aviso con su "LeMat", pero los indios no le hicieron ningún caso, sino que concentraron toda su atención sobre la mitad de la columna situada delante.

Coker espoleó su caballo y regresó al galope hacia la retaguardia del rebaño, pero lo que vio allí hizo que se le cayera el alma a los pies. Jim LIoyd y Ragland habían estado colaborando en la zaga, pero al ver la escaramuza que se organizaba en el lado norte del Pecos, lanzaron sus caballos al río.

— ¡Allá vamos! -gritó Ragland.

El señor Poteet, adivinando tan temeraria reacción, abandonó la lucha momentáneamente, para ordenar, a voz en cuello:

— ¡Dad media vuelta y proteged la retaguardia del rebaño! Los dos jinetes obedecieron, regresaron desde el centro de la corriente y, en la orilla, se encontraron a Coker maldiciéndoles.

— ¡Nuestra pelea estará aquí! -chilló. Cuando los vaqueros se encontraron nuevamente en tierra firme, les ordenó-: Reunid el ganado y conservadlo compacto. Si salen de estampía, estaremos acabados.

En la orilla norte se había armado una contienda feroz. Poteet dirigía la defensa y Canby disparaba como una máquina, mientras los indios pasaban una y otra vez, en asaltos sucesivos. El señor Skimmerhorn y Nate Person se mantenían en punta, atrayendo sobre sí gran parte del fuego de los indios. De vez en cuando, retrocedían para evitar que las asustadas reses se desbandasen.

— ¡Dulce Jesús! -exclamó Nate-. ¡Lo que daría porque pudiésemos contar ahora con Stonewall!

Mientras contemplaba la refriega, Coker gritó a Lloyd:

— ¡Ese negro sabe arreglárselas bien!

Pero Jim miraba al señor Skimmerhorn, observando el modo frío y al mismo tiempo desesperado con que el norteño rechazaba a los indios cada vez que cargaban sobre él.

— Está en juego todo cuanto posee -murmuró Jim, mientras veía a Skimmerhorn recargar su arma.

Transcurriría mucho tiempo antes de que Jim olvidase lo que sucedió a continuación. Siete indios se destacaron para embestir furiosamente al núcleo central de los blancos, con la aparente intención de abatir al señor Poteet, ya que le consideraban jefe del equipo. El hombre continuó inmóvil, disparando impávidamente su revólver mientras los pieles rojas se aproximaban. Luego empuñó el rifle e hizo fuego a quemarropa sobre los indios, logrando desviar su ataque.

En su violento giro hacia el norte, los indios fueron a caer sobre Canby, que disparó ininterrumpidamente con sus dos revólveres. Uno de los comanches descargó un feroz hachazo que alcanzó a Canby en el hombro derecho, rasgando ropa y carne hasta el codo. Durante unos angustiosos segundos, Canby permaneció erguido, con un revólver en la diestra; después, tela, carne y sangre envolvieron su mano y el revólver desapareció. El texano se miró el casi seccionado brazo y, calmosamente, dijo algo a Savage, que combatía junto a él.

Un puñado de comanches vadeaba ya el río y espoleaba los caballos para atacar la retaguardia

— ¡No disparéis prematuramente! -advirtió Coker.

Y los tres vaqueros aguardaron hasta que los indios estuvieron muy cerca de ellos. Coker y Ragland empezaron entonces a apretar el gatillo furiosamente y Jim oyó gritar al confederado:

— ¡ Dispara, Lloyd, dispara!

Y, medio aturdido, el muchacho empezó a utilizar la pistola que Canby le había entregado, sin que por un segundo se le fuera de la imaginación el destrozado brazo del vaquero..En dos ocasiones más, los comanches embistieron a Jim y acaso hubiesen acabado con él, a no ser porque, antes de que se produjera la siguiente carga, Bufe Coke irrumpió en la lucha, haciendo fuego rápidamente y matando a dos indios. Los demás emprendieron la huida.

El rebaño se había conservado unido. No se perdió ningún caballo, ni un solo cornilargo. En la orilla norte yacía un indio muerto y, en el lado sur, otros tres. Jim Lloyd comprendió de pronto que había estado en el mismo centro del combate.

— El viejo Jim aguantó el tipo y disparó como si fuese un veterano -comentaron los vaqueros en tono de admiración.

Y Jim le dijo a Nate Person:

— ¡Caray, lo que me alegré al verle cruzar el río!

Fingió no oír las palabras de Gompert, cuando éste se dirigió al señor Skimmerhorn:

— ¿Vio usted al viejo Jim sacudirle plomo al jefe comanche? Rayos, lo tenías a menos de un metro, Jim, cuando acabaste con él.

Las palabras atravesaron la neblina mental del muchacho.

— ¿Le maté yo? -preguntó Jim.

— Desde luego, yo no fui -dijo Coker-. Bastante trabajo tenía con los otros guerreros.

Los jinetes jóvenes estaban dando la vuelta al cadáver, moviéndolo con las botas, y Jim vio una vez más el rostro del jefe indio, durante aquella última carga: aterrador, muy cerca.

— Creo que fue Nate Person quien le descerrajó el tiro -dijo Jim.

Pero le constaba que había sido él quien hizo el disparo… había matado a un hombre.

El brazo de Canby se encontraba en un estado muy lastimoso. Nate Person opinó que debía amputársele en seguida, pero Canby rugió:

— ¡Por Jesucristo, no me desprenderé del brazo con el que disparo!

Pero al día siguiente empezó a ulcerarse y hasta Jim se dio cuenta de que eran escasas las probabilidades de salvarlo. Acomodaron a Canby en el carromato y, durante la mayor parte de aquella jornada, Jim estuvo con el herido, proporcionándole agua y encendiéndole los cigarrillos.

— Será mejor que les dejes amputarte el brazo, Canby -aconsejó al sudista-. Se está infectando de mala manera.

Pero Canby replicó:

— Casi prefiero morir a perder mi brazo bueno con el revólver.

La columna se encontraba entonces a unos dieciocho kilómetros de Las Vegas, aquella incitante y borrascosa ciudad fronteriza, y los hombres rogaron a Poteet que hiciese un alto y les permitiese ir de jarana, pero Poteet contestó:

— No. Nada de juerga en Las Vegas. -Cuando los vaqueros preguntaron por qué, les dijo-. No podemos dejar el rebaño sin protección y, además, tenemos que apresurarnos para llegar cuanto antes a Fuerte Unión, donde hay médico.

Movió la cabeza en dirección al carromato, donde iba el delirante Canby, y los hombres no se quejaron más.

Un proverbio en las rutas ganaderas rezaba: "Si un hombre se pone enfermo o resulta herido, sólo puede hacer decentemente dos cosas: sanar o morirse." Parecía que Canby se inclinaba por lo último, porque, al negarse a que le cortaran el brazo, éste le emponzoñaba todo el cuerpo. Dos días después, el señor Poteet adoptó una decisión.

— Amarra tus bártulos de cocina a lomos de caballos -dijo a Nacho-. Me llevaré a Canby en el carromato para que le atiendan en Fuerte Unión.

Había allí un médico militar enterado de lo que convendría hacer, y Poteet y Skimmerhorn partieron, dejando el mando del equipo a Nate Person.

Dos días después, por la tarde, Poteet y Skimmerhorn regresaron al campamento, con el carromato, pero sin Canby.

— El médico echó una mirada al brazo y diagnosticó: "No hay más remedio que amputarlo" -explicó Poteet-. Canby se resistió de un modo infernal e hicieron falta tres hombres para inmovilizarle y poder aplicar el cloroformo. -Nadie dijo nada, y Poteet añadió-: Le liquidamos sus haberes y regresará a Texas.

— Su caballo está aquí -observó Buck.

— Le compramos su caballo -dijo Poteet-. El señor Skimmerhorn se lo pagó bien.

Y nadie formuló ningún otro comentario.

Eran las cinco y media de la tarde, poco más o menos. A lo largo de todo el trayecto, nunca habían acampado en un paraje tan bonito, con un fondo, por el norte, de bajas montañas, azulados pinos piñoneros por doquier y, hacia el oeste, los altos y nevados picos de Nuevo México. Se trataba de un valle bien protegido, donde reinaba la paz, y mientras Nacho Gómez empezaba a guardar de nuevo su equipo de cocina en el carromato, el señor Poteet se dirigió a Nate.

— ¿Estás descansado? -le preguntó. El negro dijo que sí y Poteet anunció-: Muchachos, el viaje ha sido duro y la desgracia de Canby pesa sobre todos nosotros. Así que, con el permiso del señor Skimmerhorn, os he traído algo para que cambiéis de dieta.

Y descubrió seis botellas de whisky.

Mientras los hombres prorrumpían en gritos jubilosos, Poteet añadió:

— El señor Skimmerhorn se ha prestado a vigilar la remuda. Por nuestra parte, el señor Person y yo cuidaremos del rebaño.

Olvidando incluso las excelencias culinarias de Nacho, los vaqueros descorcharon las botellas de whisky, tomaron asiento alrededor de la fogata y permanecieron allí basta medianoche, dedicados a beber y a referir historias cada vez más pavorosas, expresadas cada vez con menos claridad, hasta que, uno tras otro, fueron quedándose dormidos.

A lo largo de toda la noche, el señor Poteet y Nate Person montaron guardia y, cuando se cruzaban en la oscuridad, el negro articulaba invariablemente:

— Buenas noches, señor Poteet.

— Buenas noches, Nate -respondía Poteet en voz baja.

Continuaron así hasta las dos de la madrugada, momento en que Poteet dijo:

— Mi caballo está cansado, Nate. Vaya buscar uno de refresco.

Al regresar el señor Poteet, Nate le preguntó:

— ¿Le han dado whisky al chico?

— Hay tres cosas que un hombre debe aprender a manejar -repuso Poteet-: el revólver, el vaso de whisky y la moza. Una enseñanza que no encontrará en los libros.

Y continuaron cabalgando en torno al rebaño, durante toda la estrellada noche, mientras pensaban en el pobre Canby con su brazo amputado, en los comanches muertos y en la buena suerte que habían tenido hasta entonces. Y cada vez que se encontraban, Nate decía: "Buenas noches, señor Poteet", el cual contestaba: "Buenas noches, Nate."

Al amanecer, los vaqueros despertaron de su soporífero sueño. Una cuadrilla tan lastimosa como cualquiera de cuantas se propusieron nunca conducir un rebaño.

— Emprenderemos la marcha hacia el norte -dijo el señor Poteet.

— Señor Poteet -declaró Nate-, me gusta el buen whisky tanto como al que más.

— Bueno, pues no queda nada -terció el viejo Rags.

Y el señor Poteet fulminó con la mirada al desgarbado joven.

— Lo siento, Nate -dijo. Se acercó al saco de dormir del señor Skimmerhorn, sacó de allí una botella medio llena y se la entregó al negro.

Nate tomó un largo trago, pestañeó y dijo a Jim Lloyd:

— Está bueno.

Repitió el lingotazo de whisky t res veces más, los ojos se le tomaron vidriosos y entonces miró en torno, buscando un sitio adecuado pata dormir. El señor Poteet le condujo al carromato, le ayudó a acostarse en él y le quitó la botella. Durante toda la mañana, Nate estuvo tendido en el vehículo, con la boca abierta como un pez rueda varado.

Seis días después, el rebaño llegaba al paso del Ratón, la alta y difícil ruta que enlazaba Nuevo México con Colorado, y allí, bloqueándoles el camino, se erguía Tío Dick Wootton, uno de los más montaraces pioneros del Oeste. Había hecho de todo, había viajado por todas partes. Su nombre figuraba en las listas de los primeros tramperos asistentes a la reunión de la parte occidental de Wyoming, y ahora, en sus últimos años, había tropezado con lo que llamaba "un buen asunto".

A base de engañifas que nadie había desembrollado aún, logró convencer a los gobiernos territoriales de Nuevo México y Colorado para que le permitiesen construir, con mano de obra india y mexicana, un tosco pasillo a través de las montañas, aprovechando el paso del Ratón, y luego lo convirtió en camino de peaje, cuya vigilancia mantenía con la ayuda de una banda de matones armados con rifles Winchester.

— Diez centavos por cabeza -informó a Nate Person, que iba por delante para explorar el terreno.

— Llevamos una barbaridad ele reses -explicó Person.

— Entonces pagaréis una barbaridad de diez centavos -contestó el viejo bellaco,

Nate regresó para comunicar la noticia al señor Pateet, quien apretó tanto los labios que resaltaron los músculos de su mandíbula.

— Person -dijo calmosamente-, necesitaré tu arma de reserva, si puedes prestármela.

Y se alejó.

La entrevista con el viejo expoliador se desarrolló entre formulismos protocolarios, como si ambos fueran estadistas tratando de fijar tarifas.

— Sabes, Tío Dick, que diez centavos por cabeza es demasiado -manifestó Poteet.

— La carretera es mía -respondió el viejo- y soy yo quien fija la tasa.

— Pero conduzco dos mil novecientas cincuenta cabezas.

— Nosotros nos encargaremos de contarlas. Tú te encargarás de pagar.

— Para esa cantidad, la tarifa no debería rebasar los seis centavos.

— Para cualquier cantidad, son diez centavos.

— Tío Dick, actúas de un modo francamente irrazonable.

·-Actúo de un modo francamente práctico -replicó el viejo trampero-. Yo construí la carretera. Tú pagarás por utilizarla.

— ¡Miserable hijo de perra! -le maldijo Poteet.

Después le cubrió de improperios al estilo texano y le amenazó con arruinarle el negocio.

·-No puede hablar a Wootton de esa forma -intervino uno de los sicarios.

Potcet empuñó sus armas.

— Si uno de vosotros intenta el menor movimiento, uno solo de vosotros, mandaré al infierno a este viejo y canallesco bastardo.

Los matones retrocedieron y, sin dejar de apuntar a Wootton, Poteet declaró;

— Voy a retirarme de este paso y encontraré otro camino a través de las montañas.

Dedicó un minuto largo a poner como hoja de perejil al viejo pirata, enfundó los revólveres y cabalgó cuesta abajo.

Tras reunir a los hombres, informó:

— Este rebaño no cruzará ese paso. No me dejaré tomar el pelo.

Skimmerhorn alegó que el ganado se encontraba allí, dispuesto a ponerse en marcha, y afirmó tener la certeza de que el señor Seccombe lo comprendería y no le importaría que hubiesen pagado los doscientos noventa y cinco dólares.

— Mientras yo sea el jefe de ruta, no se pagarán -replicó Poteet, y la discusión quedó cerrada.

Llamó a Nate Person y, cuando lo tuvo a su lado, dijo:

— Tú y yo, Nate, vamos a explorar todo el Estado, hasta que descubramos un paso hacia el norte. Conduzcan el ganado hacia el este, detrás de nosotros.

De nuevo, Skimmerhorn puso objeciones:

— ¿Por qué no acampar aquí hasta estar seguros de que existe otro paso? Entonces, si no lo hay, aún podremos utilizar el de Wootton…

— ¡Señor Skimmerhorn! -gritó Poteet-. ¡Yo tengo el mando! Lleven el ganado hacia el este, en dirección al volcán. ¡Ahora mismo!

Se alejó, furioso, rumbo al este, acompañado de su guía negro, y juntos reconocieron todas las zonas altas que conducían a Colorado, pero no encontraron ningún camino. Sin dejarse dominar por el desaliento, Poteet ordenó a Person que volviera para encargarse de que el ganado se dirigiese al este, mientras él continuaba su búsqueda por las montañas, tanteando, sondeando… sin encontrar nada.

— El viejo está hecho un basilisco -dijo Nate a los vaqueros-. ¡A este paso, llegaremos a Kentucky!

— Siga con él -dijo Skimmerhorn-. Ya resolverá algo. Así que el negro cabalgó de regreso, pero transcurrieron dos días antes de que encontrase a Poteet, porque el nervudo texano se había adentrado mucho por Colorado, recorriendo un paso rocoso que, desde luego, las reses no podían utilizar. Sin embargo, cuando Person llegó hasta él, Poteet, que marchaba en dirección sur, iba sonriendo.

— Ya lo tenemos, Nate -se regocijó-. Al ir no encontré nada, pero al volver… un camino liso y nivelado. Hablaremos de él a todos los ganaderos de Texas. Destrozaremos el corazón a ese viejo hijo de Satanás.

Cabalgaron de regreso hacia el rebaño, que se aproximaba al Capulín, espléndido volcán que llevaba novecientos mil años apagado, un pico perfecto, salvo por un trozo lateral que se desgarró durante la última erupción. Poteet hizo que los vaqueros condujesen el ganado rodeando la parte occidental del volcán, para seguir hacia el norte. Cuando la última res entró en Colorado, el señor Poteet se volvió en dirección oeste, de cara al punto donde estaba el paso del Ratón, a lo lejos, y gritó, como si el viejo fullero pudiese oírle:

— ¡Al diablo contigo, Dick Wootton!

Cuando concluía la primera jornada completa en Colorado, llegaron al Picketwire, el río del Oeste con nombre más sugestivo. Se llamaba, en realidad, El Río de las Ánimas Perdidas en el Purgatorio. En tiempos de Coronado, tres turbulentos y codiciosos soldados españoles se sublevaron y decidieron buscar por su cuenta las ciudades del oro. Al cabo de algún tiempo, el grueso de la partida de exploración tropezó con ellos; estaban desnudos y acribillados a flechazos, y uno de los capellanes explicó solemnemente:

— Dios los abatió, empleando indios para ello y, por su desobediencia, sus almas permanecerán en el purgatorio.

¡El Río de las Ánimas Perdidas en el Purgatorio! Los tramperos franceses abreviaron el nombre, dejándolo en Purgatoire, y hombres con sentido práctico, de Indiana y Tennessee, adaptaron la fonética de ese nombre a su propia lengua y lo convirtieron en Picketwire. No era un río difícil de cruzar, y tres días después llegaron a la corriente que buscaban, el Apishapa, cuyo nombre tenía un origen mucho menos romántico que el Picketwire. Se trataba de una palabra ute que significa agua hedionda, y como denominación era muy apropiada, porque el agua tenía un sabor repugnante, pero era potable y llevaba al final de la ruta.

Poteet se mostró deseoso de seguir a lo largo del Apishapa, ya que ese camino mantendría al equipo a bastante distancia, por el este, de Pueblo y Denver -dos lugares infernales en lo que se refería a los vaqueros-, y habían avanzado considerablemente por aquella vía oriental cuando Nate Person apareció, de regreso de una de sus misiones de reconocimiento, animado por cierta excitación.

— ¡La Ruta de Santa Fe! -gritó-. ¡Ahí mismo!

Y, al coronar un altozano, miraron hacia el norte y la vieron. En dirección oeste, a lo largo de la antigua ruta marchaba una caravana de regulares proporciones: en cabeza, un destacamento de caballería; después, siete carretas, seguidas de caballos y ganado vacuno; por último, los jinetes encargados de vigilar la retaguardia. Era un resumen del Oeste, de todos los vehículos que habían pasado por aquel camino desde que los españoles lo trazaron. Y los jóvenes texanos, que nunca habían visto nada igual, contemplaron encantados el tránsito de la procesión ruta adelante.

El señor Poteet fue a preguntar a la caballería el motivo de que escoltasen a la caravana, dado que los comanches se encontraban muy lejos, por el sur, y el capitán que ostentaba el mando repuso en tono condescendiente:

— Por los forajidos de Kansas.

— Pero no se aventurarán tanto por el oeste, ¿verdad?

— Los han expulsado de Kansas -aclaró el capitán-. El mes pasado irrumpieron en Nuevo México.

— ¿Los Pettis?

— Sí.

— Rayos -articuló el señor Poteet-, y yo que creía que estábamos seguros.

— En esta ruta nunca se está seguro -repuso el capitán altivamente, como si se dirigiese a un humilde soldado raso, y se marchó, rumbo a Santa Fe.

Aquella noche, Poteet advirtió a los jinetes que iban a penetrar en un terreno peligroso.

— Peores que los comanches, porque esos individuos no respetan ninguna regla. Se trata de proscritos y asesinos.

— ¿Quiénes son? -preguntó Jim Lloyd a los vaqueros jóvenes.

— Confederados -dijo Gompert-. Como el viejo Coker y su maldita silla "McClellan".

— Son hombres que lucharon y perdieron -saltó Coker-. Igual que yo.

— ¿Cómo llegaron a Kansas? -inquirió Jim.

— ¿Cómo llegó a Texas el viejo Coker? Caminaron hasta que se les presentó la ocasión de robar algunos caballos.

— Ahora son asesinos -dijo Coker.

— Si se nos acercan, te unirás a ellos, ¿no, Coker? Eres un confederado.

— También lo es Poteet. ¿Crees que se les unirá?

Así bromeaban, se zaherían y charlaban los jóvenes, camino de la región que albergaba a los forajidos.

El Apishapa desembocaba en el río Arkansas, en un valle con prometedor aspecto de potencial y espléndida tierra agrícola.

— Uno obtendría aquí magníficas cosechas -comentó Savage aprobadoramente, mientras las reses del "Uve Coronada" se dirigían a los prados de exuberante hierba que bordeaban el río.

— Éste es el último buen abrevadero que tendrá el ganado, hasta que lleguemos al Platte -advirtió Skimmerhorn.

Y los hombres dejaron que los animales pastasen a gusto y disfrutaran de un día de tranquilidad.

Cruzar el Arkansas resultó la hazaña más difícil de toda la ruta, porque las oscuras aguas del río se deslizaban con rapidez y su curso se veía obstruido en algunos puntos por bancos de arena que presentaban complicaciones especiales. El señor Poteet y Nate Person pasaron media jornada tratando de determinar cuál sería el mejor sitio para atravesar la corriente y, al final, se decidieron por una zona relativamente estrecha a unos kilómetros al este del Apishapa. Y allí introdujeron las reses en las frías y veloces aguas.

Fue una operación más bien tumultuosa. Al perder pie, dos caballos se vieron arrastrados corriente abajo y, apenas se había logrado recuperarlos, cuando un revoltoso novillo, al que llamaban Mal Bicho Rojo, decidió, en mitad del río, dar media vuelta y regresar a la milla sur; medio centenar de vacas y toros jóvenes se dejaron llevar por él. Tropezaron con la punta de reses que azuzaban Jim y Coker, y se organizó un espantoso desconcierto en mitad de la corriente, con los animales más débiles cayendo debajo y todas las reses mugiendo a la vez y agitando sus monstruosas cornamentas, mientras el señor Poteet gritaba desde la ribera:

— ¡Golpead en la cara a ese novillo rojo! ¡Obligadle a volver!

Una tarea que podía realizarse en cuarenta minutos consumió cuatro horas, y todos tenían los nervios destrozados cuando, por fin, el rebaño estuvo reunido en la orilla norte. Durante el pánico, once cabezas perecieron ahogadas.

— ¡Vaya vaqueros! -fustigó Poteet-. ¡Tú, Coker! Cuando viste que ese novillo rojo alborotaba el cotarro, ¿por qué no le descerrajaste un tiro?

— Usted no dijo que utilizásemos el revólver -replicó Coker.

El rostro de Poteet se puso como la grana y era evidente que estaba dispuesto a pelear, tal vez deseoso de enzarzarse en una trifulca. También saltaba a la vista que Coker no iba a hacerle ascos a la lucha, pero entonces intervino el señor Skimmerhorn.

— Hemos tenido suerte al llegar a esta ribera sin perder más que unas cuantas reses -dijo.

Y Poteet se encaminó al lugar donde estaba la remuda y abroncó a Buck por no haber mantenido los caballos en buena forma.

— Está preocupado por los tipos de Kansas -le excusó Lasater-. Y yo también.

Poteet no tardó en volver. Desenrolló el lecho de campaña de Canby. Lo conservaba con vistas al día en que encontrase de nuevo al hombre manco, en alguna parte, pero ahora empezó a distribuir las armas de Canby. Dio a Jim un segundo revólver. Uno más a Coker, los otros a los hombres que se encargaban de la misión rotatoria. Entregó un Winchester a Nate Person y el otro al señor Skimmerhorn, y guardó para sí el 22.

— Algunos se han engañado a sí mismos intentando comprar a los muchachos Pettis… dándoles una parte del ganado -dijo Poteet-. Nosotros no haremos tal cosa.

Cuatro hombres montaron aquella noche guardia circulante y, al día siguiente, Poteet trasladó la remuda y el carromato cocina al flanco izquierdo. Apostó una guardia de refuerzo en el ala derecha y la jornada transcurrió sin incidentes, pero poco después del alba de la segunda jornada al norte del Arkansas, se desencadenaron todos los demonios del infierno.

Una banda formada por dieciséis forajidos de Kansas, capitaneados por los dos Pettis, surgió de las alturas de un macizo de bajas colinas y lanzó un ataque en gran escala contra los ganaderos. Los de Kansas tenían caballos estupendos y los montaban con gran destreza. Dirigiéndose en línea recta hacia el ganado, pretendieron partir el rebaño por la mitad. Si esa táctica tenía éxito, derribarían a tiros a los hombres que cuidaban la retaguardia y se marcharían con un buen número de reses vacunas y de caballos. Pero Bufe Coker los recibió con tal cantidad de proyectiles de su "LeMat" que los bandidos tuvieron que desviarse, alejándose por el sur de la parte posterior del rebaño y trazando un amplio círculo que los llevó al flanco izquierdo, donde se encontraron con el camino libre hacia Nacho Gómez y la remuda.

Cuando Poteet y Skimmerhorn vieron lo que sucedía, salieron disparados para echar una mano, pero su ayuda no fue necesaria, porque Nacho había preparado su "Third Dragoon" y estaba delante del carromato, separados los pies y apoyada en el hombro la culata de su mortífera arma. No era buen tirador: la primera descarga pasó muy por encima de las cabezas de los de Kansas; la segunda tocó el suelo, debajo de los cascos de los caballos. Pero originó tal estruendo y agitó la carabina con tal furia que los asaltantes optaron por dejarle en paz. Antes de que llegasen a la remuda, Poteet y Skimmerhorn vomitaban ya un diluvio de plomo y los bandidos torcieron en amplia curva para dirigirse a la cabeza de la columna, donde Lasater aguardaba con aire inexorable.

La lucha se prolongó así durante unos cuarenta minutos y, milagrosamente, nadie resultó muerto, ni por parte de los forajidos, ni por la de los ganaderos. En dos ocasiones, Jim Lloyd echó una ojeada a los mozos Pettis, hombres bigotudos y de aspecto vil, que llevaban tirantes y sombrero hongo y agitaron sus pistolas al pasar por delante del muchacho. Eran asesinos y Jim sabía que, de flaquear los vaqueros, aunque sólo fuese un poco, los de Kansas les arrollarían y fusilarían a todos.

Pareció que los texanos habían logrado la victoria, ya que los forajidos se retiraban hacia el este, pero, de pronto, el más joven de los Pettis volvió grupas, emitió un grito estentóreo y lanzó un último asalto, en línea recta sobre Jim Lloyd. Mató a la montura del chico e hirió a éste en el brazo izquierdo.

Coker vio que Jim estaba indefenso y, antes de que se repitiese el ataque y pudiesen acabar con la vida del muchacho, espoleó su montura para salir al paso de los individuos de Kansas y disparó la escopeta "LeMat" frente al rostro de los hombres que avanzaban de cara. Brotó un surtidor de sangre, trozos de cabeza humana volaron sobre el paisaje, un caballo galopó demencial mente con un jinete tambaleante y, por último, un cuerpo cayó contra el suelo, a escasa distancia del carromato cocina.

Consumada la retirada de los bandidos de Kansas, los cansados vaqueros se sentaron jadeantes encima de la hierba y cada hombre recargó sus armas. El señor Skimmerhorn corrió hacia Jim Lloyd, al que encontró poniendo nuevos cartuchos en los revólveres, mientras la sangre goteaba de su brazo izquierdo. Ante la fogata del campamento, se comentó la temeridad del chico.

— El viejo Jim estaba allí, impávido, aguantando de lleno la carga. ¿Por qué diablos no disparaste?

— El susto que tenía me lo impidió -dijo Jim.

Coker no participó en la tertulia. Le atormentaba la muerte del forajido y, finalmente, confesó a Ragland:

— He matado a mi hermano.

— ¡Jesús! -contó Ragland a los demás-. El confederado mató a su propio hermano.

Y el señor Poteet dejó lo que estaba haciendo, se llegó hasta Coker y le preguntó:

— ¿Cómo puedes afirmar que era de tu familia?

— Cualquier hombre que luchase contra la tiranía norteña es pariente mío -replicó Coker.

Cavó una fosa al pie de un montecillo y enterró al bandolero. A la cabecera de la tumba puso una tabla sacada del carromato, en la que garabateó: