CAPÍTULO SÉPTIMO

LOS AFORISMOS

Lo bueno, si breve dos veces bueno.

GRACIÁN

Un género muy particular

Suelo sentirme cómodo cuando me presento como novelista. Supongo que me avala una trayectoria razonablemente amplia. He publicado una decena de novelas, he pronunciado conferencias y he escrito centenares de textos sobre mi oficio y por consiguiente tengo al respecto un discurso bastante acabado y rodado.

En cambio, el de los aforismos sigue siendo, para mí, un territorio casi virgen.

La primera vez que me metí en este jardín fue por casualidad, hace unos años, cuando cierto pintor amigo mío me pidió un texto para presentar un catálogo. Después de haberme mostrado sus cuadros uno por uno, y de conversar durante horas sobre pintura, consideraba que yo se lo podía hacer.

—Te prometo que lo intentaré —dije.

Lo primero fue tomar notas. Me salieron centenares de pensamientos de los que hice una criba. Me quedé con setenta. Me pareció que concentraban toda la riqueza de sensaciones, emociones e ideas que habían surgido durante las conversaciones tenidas con Franciam Charlot, que así se llamaba el pintor, delante de sus cuadros.

Luego, releyendo las notas, me dio pena desarrollar algo más articulado. Me di cuenta de que para ello habría tenido que renunciar a la mitad del material.

El resultado fue que al final nunca escribí aquel texto sino que quedaron los que estaban llamados a ser, lo entendí más tarde, mis primeros aforismos,[20] un género al que desde entonces soy fiel.

Yo entiendo que un buen compendio de aforismos es al ensayo lo que un tráiler a una película: los mejores momentos sin escenas de transición. Nunca he estado en una mina de diamantes, pero imagino que lo que sale de allí es rocalla a la que hay que retirar la ganga para que queden los diamantes.

Eso son, en la prosa, los aforismos. Piedras preciosas en la boca de los hombres, dijo un poeta.

El diccionario de María Moliner define el aforismo como una máxima que se da como guía en arte y ciencia.

Algunos entiendo que sí; otros pueden ser una pequeña reflexión, o una intuición más desarrollada en forma de microensayo. Entre las Migajas sentenciosas de Quevedo hay máximas pero también reflexiones. Las greguerías de Ramón y muchos de los «aerolitos» de Carlos Edmundo de Ory, ni siquiera son reflexiones propiamente dichas, y pertenecen al género.

Eso por no mencionar el pensamiento poético, los haikus y un largo etcétera de semejantes.

El mundo del aforismo es tan variado como el de cualquier otra especie literaria.

Por su parte, Manuel Seco, en su Diccionario del español actual (que cada vez me convence más), apuesta por hablar de «sentencia breve y doctrinal». Estoy de acuerdo con la brevedad. Un aforismo de diez páginas no es aforismo. Pero doctrinal suena a dogmático, verdad absoluta, y eso me parece lo contrario de lo aforístico.

Pese a su naturaleza lapidaria, la escritura aforística permite, justamente por su condición fragmentaria, atacar un tema desde todos los ángulos. Las diferentes intuiciones son dardos lanzados a menudo desde lugares opuestos. Muchos, en discurso más articulado, serían suprimidos por un prurito de coherencia. Pero no en una recopilación de aforismos.

Quizás esto sea lo que más me gusta del género: que permite contradecirse.

La contradicción, se ha dicho alguna vez, debería figurar entre los derechos fundamentales del hombre.

Por lo demás, afirman los entendidos que quince versos bastan para garantizar la inmortalidad de un autor. Eso mismo, referido a pensamientos, estima el autor de aforismos. Es su aspiración. La concentración máxima en un puñado de reflexiones originales, sugerentes y, a ser posible, poderosamente iluminadoras.

Como es obvio, son pocos los que lo consiguen.

En mi caso, son apenas un puñado de aforistas los que me han marcado, pero lo han hecho de tal forma que su huella resulta indeleble. Ese es el objetivo del aforismo. Ser un dardo irrepetiblemente certero, con la suficiente potencia como para ir «al fondo de las cosas», como diría Schopenhauer.

Yo reconozco esa lucidez y esa penetración en autores españoles como Gracián, Eugenio d’Ors, el propio Juan Ramón en lo estético, Mairena y, ya más cerca de nosotros, en mi coetáneo Roger Wolfe.

Lo hondo que puede llegar a ser mi vínculo con ellos lo aclara una de las reflexiones más acertadas de Roger Wolfe sobre el gusto.

El gusto no es cuestión de capricho. Cuando nos gusta un autor es porque compartimos en mayor o menor medida su mundo, es porque lo que le afecta a él nos afecta también a nosotros, es porque la forma en que ve las cosas es similar a la nuestra. Es porque su mundo es nuestro mundo. Es porque en él estamos también nosotros. Cuando alguien lo descalifica, está descalificando ese mundo, su mundo, nuestro mundo: nos está descalificando a nosotros como seres humanos. Cuando alguien barre de un plumazo nuestras predilecciones literarias o estéticas, artísticas, lo que está es fulminando nuestro universo: nos está convirtiendo en ceros a la izquierda, nos está reduciendo a la nada.

Quevedo (1580-1645)

Ocurre con los escritores totales como con los atletas del decatlón: por muy buenos que sean, acaban superados en cada una de las pruebas por los especialistas. La única manera de hacerles justicia sería juzgarlos en un apartado especial como escritores totales. Así, Quevedo saldría bastante mejor parado que en este capítulo y, en general, en este libro.

De todas formas, Quevedo no necesita ni de mí ni de nadie para tener asegurada su plaza en el Parnaso ibérico.

Ya en su época fue amigo apreciado de genios incuestionables como Cervantes o Lope de Vega, y enemigo acérrimo de Góngora (resultan igual de reveladores, en una persona, tanto el nivel de los amigos como el de los enemigos). Y en los siglos siguientes se le ha rendido un merecido culto a su obra y a su figura de cortesano pendenciero y satirista consumado.

Entre sus admiradores se cuentan escritores tan notables, tan de sólido criterio y tan diferentes entre sí, como Camilo José Cela o Jorge Luis Borges. Y entre los artistas que han novelado su vida, siempre me gustaron las folletones de Manuel Fernández y González, hoy olvidados. En realidad, Machado es de los pocos escritores de prestigio que ponen algún bemol a la obra de Quevedo.

Hablando de literatura española, don Francisco tenía que aparecer por alguna parte, y me he decidido a hacerle hueco en este apartado a las Migajas sentenciosas que compuso hacia el final de su vida, estando encarcelado. En ellos condensó su experiencia como político cortesano bajo los reinados de Felipe III y Felipe IV.

La política era la mayor pasión de Quevedo. Él mismo escribe que los dichos de un gran señor y de gran experiencia son tanto de estimar como los de los más maestros de escuela. La experiencia no se deja en herencia, ni se compra con dinero, pero aprovecha a quien la estudie («los errores de uno hacen honra a otros como los heridos a los cirujanos»).

A lo mejor por eso se siguen editando las Migajas.

Los temas que toca son los que más le interesaron siempre: las virtudes y defectos humanos, el amor, la amistad, el poder, la ambición. Buena parte de los fragmentos son máximas propiamente dichas; otros son observaciones valiosas por su cercanía al poder. Hay referencias a grandes reyes de la Antigüedad (Nabucodonosor, Alejandro, César), a personajes bíblicos y autores grecolatinos (Job, Tácito, Salustio, Séneca) y alguno más moderno (Maquiavelo).

También se apoya recurrentemente en los Aforismos del fracasado valido, Antonio Pérez, sin citarlo.

Entre los consejos a un posible ambicioso, no hay muchos que destaquen por su originalidad. Son llamadas a la prudencia, al secretismo, a la perseverancia, al valor, al estoicismo.

Se nos dice que nunca hay que descubrir el corazón del todo. Que si uno quiere acrecentar las propias virtudes, corresponde encubrirlas. Que el hombre más libre es el que fía menos secretos. Que es fullería de astutos honrar a los contrarios. Que el consejo debe ser a sangre fría, y la ejecución a sangre caliente. Que el que desee la gracia de un príncipe entre dándole gracias, aunque no tenga de qué, y no quejas, aunque tenga de qué. Que saber secretos de príncipe es mucho más peligroso que tenerlo obligado. Que hay que vencer con el arte y no fiarse de la fortuna. Etcétera.

Las opiniones en torno a cómo ha de gobernarse tampoco son como para caerse de culo.

Que para el gobierno son mejores los ingenios tardos y moderados que los agudísimos y veloces. Que castigarlo todo es manchar el poder, y perderlo todo menospreciarlo. Que peligrosa cosa es vivir bien entre gente que vive mal. Que los reyes tienen por tanta bajeza rendirse a los pareceres de sus amigos, como a las armas de sus enemigos. Que exprimen a los hombres como naranjas. Que los príncipes de grandes pensamientos buscan maestros y marineros de otros mares. Que todos los cercanos a un rey son sospechosos…

Hay observaciones morales aprovechables.

Se nos explica que los ánimos cortos en dar se embarazan en pedir. Que el que aprende ha de callar. Que más presto hiere al alma y al entendimiento el lenguaje natural que el del arte. Que por astuto que ande el que es enemigo, se le ve el corazón en los labios. O que el sol, para hacerse estimar, no había de amanecer cada día.

Y también hallamos observaciones pertinentes sobre los ciclos bélicos: «Sale de la guerra la paz, de la paz la abundancia, de la abundancia ocio, del ocio vicio, del vicio guerra».

Personalmente, me gustan las reflexiones que comparan el concierto político con el de los elementos, y el paralelismo entre el concierto de voces que rodean a un príncipe y uno musical. Y no faltan apuntes de una sutileza y penetración superior al resto: «El que ha ofendido a otro nunca le perdona», «Es especie de altivez el descuido en su vestido», «Los ídolos no gustan de ver delante de sí al escultor que los labró».

El tono es de un indudable pesimismo («Nunca el bien iguala al mal, aunque en cantidad igualen; ni hay contentamiento que iguale a la menor tristeza») y de cierto cansancio vital («Una guerra continuada dijo Job que era la vida del hombre»). Pero el pesimismo es sereno y resignado. Pese al hastío, hay una clara voluntad de facilitar el camino con sus enseñanzas a quien le aprovechen.

El valor de los aforismos es desigual. Hay oro de alquimia, fruto directo de una experiencia de gran valor. Pero también repetición y paja entre un trigo que habría exigido mayor exigencia selectiva.

Me atrevería a decir que Quevedo es víctima de su propia facilidad. Quien tiene tanta, a menudo echa mano de la primera idea que se le viene a la mente: suele ser el lugar común. Es el vicio por excelencia de los fast-thinkers.

Eso es malo para el pensamiento, y fatal para el aforismo.

Pero todos los bemoles que se le pueda poner a sus reflexiones son compensados con creces por la plasticidad literaria y la belleza de la expresión.

Muy poquitos, en sus siglos de existencia, han llegado a dominar la lengua castellana como Quevedo.

Gracián (1601-1658)

El retrato que hacen de él sus enemigos no deja lugar a dudas.

Tiene la cara de pocos amigos y a todos la tuerce. Mal gesto y peor parecer. Los ojos, aunque los trae con viriles, más asquerosos que los de un médico, y sea de cámara. Brazos de acribador, que se queda con la basura. De puro flaco, consumido, aunque todo lo muerde. Robado de color, aunque le quita a todo lo bueno. Su hablar es zumbir de moscón. Nariz de sátiro, y aun más fisgona. Espalda doble. Aliento insufrible, señal de entrañas desgastadas. Toma de ojo todo lo bueno y hinca el diente en todo lo malo. Tiene perversa vista, y con no tener cosa buena en sí, todo lo halla malo en los otros.

Gracián era un tipo malquisto, de la cáscara amarga, cuya experiencia principal en la vida fue el rechazo. Rechazado por la corte, rechazado por la Compañía por rebelde a sus consignas y rechazado por la mayoría de su entorno (fue hombre de pocas amistades), se fue encerrando cada vez más en su propia concha.

Aunque a lo mejor sería más correcto decir que nunca salió de ella.

El caso es que esa cerrazón se convirtió en el centro neurálgico a partir del cual nuestro jesuita aragonés se fue construyendo su visión del mundo, desconfiada y egotista.

Si tuvo mala acogida en la época, si no se cumplieron sus expectativas, tuvo en cambio mejor suerte con el extranjero y la posteridad.

Traducido al francés por Amelot de la Houssaie, sus aforismos se convirtieron en el libro de cabecera que sus educadores impondrían a Luis XIV. Madame de Sablé, la autora de unas máximas que se publicaron póstumamente en 1678, fue gran admiradora suya y amiga de La Rochefoucauld, cuyas indispensables Maximes aparecen dieciocho años después del Oráculo.

Influyó en La Bruyère. Y Voltaire lo citaba recurrentemente.

En Inglaterra y en Italia también se le leyó.

Sin embargo, su gloria moderna y la aprobación universal le llegaría por la decisiva estimación que le tuvo otro hombre tan desconfiado y malmirado como él: Arthur Schopenhauer lo tradujo al alemán y le otorgó, con su aprecio, carta de nobleza universal.

Desde entonces, el nombre de Gracián resuena en el oído de cualquier persona letrada con un aura único. El de los clásicos inmortales capaces de atravesar los siglos y de seguir hablando, siempre iguales y siempre cambiantes, a las generaciones futuras.

La densidad de pensamiento del Oráculo manual y arte de prudencia se debe entre otras cosas a que fue un destilado aforístico de sus libros anteriores, El Héroe y El discreto. Ha habido una criba importante. Son pensamientos reconcentrados y organizados, a diferencia de los de Quevedo o Antonio Pérez, que pueden considerarse producciones a granel.

Es un texto tremendamente aprovechable y educativo en el mejor sentido de la palabra.

Uno lo puede contrastar, según lo lee, con la experiencia propia, y así comprobar que, casi siempre, el consejo es acertado y práctico. En ese sentido, es un auténtico libro de aforismos, entendidos como máximas para la conducta y guía eficaz del comportamiento.

Hay un salto cualitativo importante con respecto a aforistas anteriores.

A diferencia del infante Juan Manuel, la individualidad, en Gracián, está plenamente conquistada, y eso lo hace moderno. Ya la primera reflexión lo aclara: «Todo está ya en su punto, y el ser persona en el mayor. Más se requiere hoy para un sabio que antiguamente para siete, y más es menester para tratar con un solo hombre en estos tiempos que con todo un pueblo en los pasados». Es un tono diferente de sus predecesores. El mundo ha cambiado y sus complejidades, siendo mayores, necesitan de consejos de la máxima finura.

En su conjunto, la enseñanza gracianesca es una mezcla de prudencia y astucia, recomendaciones para poner en valor nuestras virtudes y esconder defectos, enderezar la sindéresis, hacer economía de fuerzas, de autoanálisis, todo en un estilo sintético y con una inteligencia dúctil, llena de matices y sutilezas difícilmente resumibles sin que al hacerlo desvirtuemos su cuidada exposición.

La vara de medir lo humano no es en este autor una regla rígida, como demasiado a menudo ocurre con Quevedo o Antonio Pérez, quienes con mayor o menor fortuna lanzan sus pensamientos sin volver sobre ellos dos veces, sino más bien un cordel elástico que se tensa cuando corresponde medir en recto, pero que se encoge y se curva para que con él se pueda medir prácticamente todo recoveco humano.

La máxima es desplegada y desarrollada en el comentario donde se orienta su aplicación, zigzagueando con ductilidad y cautela entre inconvenientes y excepciones.

Cito un aforismo cualquiera: «No ser intratable. En lo más poblado están las fieras verdaderas. Es la inaccesibilidad vicio de desconocidos de sí, que mudan los humores con los honores. No es medio a propósito para la estimación comenzar enfadando. ¡Qué es de ver uno destos monstros intratables siempre a punto de su fiereza impertinente! Entran a hablarles los dependientes por su desdicha, como a lidiar con tigres; tan armados de tiento, cuanto de recelo. Para subir al puesto agradaron a todos, y en estando en él se quieren desquitar con enfadar a todos. Habiendo de ser muchos por el empleo, son de ninguno por su aspereza o entono. Cortesano castigo para éstos dejarlos estar, hurtándoles la cordura con el trato».

Como se ve, Gracián no se conforma con la máxima abstracta, sino que la basa en la observación de un carácter determinado que traza, con plasticidad metafórica, en pocas líneas. Entremedias se suceden una advertencia, una censura, y concluye indicándonos la mejor conducta posible a la hora de tratar con tales individuos. Es algo bien pensado, sopesado, y mejor expresado. Inteligencia de muchos quilates. «Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral», dijo Nietzsche. La Bruyère, al otro lado de los Pirineos, es el autor, a mi juicio, que más se le asemeja.

Otro ejemplo de sutileza son las reflexiones sobre el arte de negar, que no por ser un ejercicio cotidiano deja de ser de los más difíciles.

No todo se ha de conceder, ni a todos. Tanto importa como el saber conceder, y en los que mandan es atención urgente. Aquí entra el modo: más se estima el no de algunos que el de otros, porque un no dorado satisface más que un sí a secas. Hay muchos que siempre tienen en la boca el no, con que todo lo desazonan; el no es siempre el primero en ellos, y aunque después todo lo vienen a conceder, no se les estima porque precedió aquella primera desazón. No se han de negar de rondón las cosas; vaya a tragos el desengaño; ni se ha de negar del todo, que sería desahuciar la dependencia. Queden siempre algunas reliquias de esperanza para que templen lo amargo del negar. Llene la cortesía el vacío del favor y suplan las buenas palabras la falta de obras.

Dan casi ganas de escribir un libro comentando uno a uno los aforismos. Pero eso sería un insulto para quien dijo aquello de «lo bueno, si breve dos veces bueno», y además es un ejercicio que prefiero dejar al lector. Leer y comentar los aforismos de Gracián es una de las experiencias intelectuales más gratificantes. Lo recomiendo encarecidamente.

Es el príncipe del género.

El cohete y la estrella (1923), de José Bergamín

Fueron dos las revistas más importantes de la llamada Edad de Plata: la Revista de Occidente, liderada por Ortega, y la revista Cruz y raya, dirigida por Bergamín (1897-1983). Su complementariedad la destaca el crítico francés Marcel Brion, al afirmar que: «la Revista de Occidente se extendía, y Cruz y raya arraigaba». Ortega tenía una visión universalizante de la cultura, y Bergamín era el que hacía hincapié en trabajar en profundidad los clásicos españoles.

Esto nos sirve para subrayar una de las múltiples contradicciones del católico y comunista Bergamín («con los comunistas hasta la muerte… pero ni un paso más», solía decir), que siendo tan antifascista y tan profundamente republicano, capaz de indicar expresamente, a la vuelta de su exilio, que lo enterraran en Fuenterrabía, «para no dar mis huesos a tierra española», siempre se sintió, en lo cultural, español, peregrinamente español, podríamos decir, utilizando uno de sus conceptos.

He dudado en incluir El cohete y la estrella (1923) en este capítulo, porque después de haberla releído en más de una ocasión, sigo sin saber muy bien qué pensar de esta obra. Sé que el libro fue admirado por Juan Ramón, por Unamuno, y es uno de los raros títulos de literatura aforística que ha quedado en nuestro siglo XX.

Entiendo que lo más característico del temperamento de Bergamín, aparte del gusto por los retruécanos («PASCAL: la inteligencia de la pasión», «NIETZSCHE: la pasión de la inteligencia») y los juegos de palabras, es que es esencialmente paradójico, tanto en su sentido literal como en su sentido etimológico. Bergamín está continuamente cuestionando la «docta», dándole vueltas a los lugares comunes, a las verdades más o menos aceptadas. Los ejemplos sobran: «PIENSA MAL Y NO ACERTARÁS —Se acierta siempre, en arte, cuando se piensa bien». O: «Estar dispuesto a equivocarse es predisponerse a acertar». O: «Cuando una mujer tiraniza es cuando mejor muestra que es esclava». O: «La fuerza, en arte, no es la musculatura retórica, sino la ausencia de musculatura, que hace posible la expresión —espiritual— el estilo». Bergamín está siempre a la contra, buscándole tres pies al gato, problematizándolo todo por principio.

El problema, valga la redundancia, es que todo ese toqueteo de narices no parece llevar a ninguna parte. Es como una pescadilla que se muerde la cola. No parece que haya detrás de sus aforismos un pensamiento consistente o, al menos, una necesidad interna que dé coherencia a una visión del mundo lo suficientemente definida. Y el resultado es una cierta perplejidad, un cierto ¿y qué?, puesto que más allá de su talante corrosivo no parece, Bergamín, tener columna vertebral, no sé por dónde cogerle.

Y a todo ello se le añade una sensación general de non finiquito, de inaboutissement, que dirían los franceses, importante. «No pienses nada o piensa hasta el final —escribe el propio Bergamín—. ¡Qué pocos se atreven a seguir hasta el fin su propio pensamiento!» Y efectivamente su obra aforística, a diferencia de la de Ramón o de su admirado Nietzsche, parece haberse quedado en un trabajo a medio hacer, un camino a medio recorrer, un proyecto incompleto.

Esto, en fin, es una opinión personal mía, en la que puedo estar equivocado.

Por lo demás, El cohete y la estrella no deja de tener entre sus páginas algunos pensamientos francamente originales que justifican la lectura de la obra y permiten su degustación, todavía al cabo de casi un siglo.

Me parece muy pertinente la reflexión que hace sobre el Quijote, que abunda a su manera en algo que ya dijimos en otro capítulo de este libro:

Los libros que dan más valor a la literatura de un país —y que mejor la representan—, no son los que acusan su nacionalidad, sino los que se oponen a ella. Nunca los más característicos, sino los más excepcionales. Por ejemplo: el Viaje sentimental de Sterne, en la literatura inglesa, o los Recuerdos, de Tolstoi, en la rusa.

En la literatura clásica española, profundamente característica, faltan los libros de excepción. Solamente el Quijote, por caso extraordinario, es un libro excepcional y característico.

Juan de Mairena

Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura.

Con esta declaración de intenciones, se nos presenta el principal seudónimo de Machado, Juan de Mairena. Desde la humildad del tan castellano nadie es mejor que nadie y con el sentido común que su autor le presupone a un español, este profesor apócrifo es a Machado lo que Monsieur Teste a Valéry. Su testaferro filosófico. Un yo idealizado, perfectamente inteligente y casi siempre pertinente. Y cuando no, iluminador hasta desde el yerro, como lo son los grandes autores.

Un pequeño Nietzsche provinciano, por lo fragmentario e inquieto de su pensamiento, provocador a su manera («¡Qué padre tan cariñoso pierde el mundo!», es la frase que pone en boca de Jack el Destripador, en su imaginario drama teatral, cuando este sube al cadalso), Mairena —que es maestro de profesión— tiene una clara voluntad didáctica que se hace extensible al conjunto de los lectores y que emblematiza lo que Machado, peripatético en el alma, piensa que debiera de ser la educación. Un diálogo continuado entre alumnos y profesor a través del cual se van pariendo y aclarando conceptos con respecto al mayor número posible de temas.

Hay mucha nostalgia e idealismo en la exaltación de este método educativo imposible.

A través de Mairena podemos disfrutar de los pensamientos que fue alumbrando año tras año su creador y que, intermediados por este personaje tan curioso (alcohólico, entre otras cosas, porque «es bueno para la leyenda»), van enriqueciéndonos página tras página.

Hay reflexiones sobre temas tan variopintos como la ciencia, el kantianismo, el humor, la necesidad de tomar partido, el Barroco, la métrica, la crítica, el teatro, la novedad, los lugares comunes, don Juan, la mentira, el esnobismo, la lectura, la oratoria, los filósofos griegos, Shakespeare, el argumento ontológico y hasta asuntos como la gimnasia (Mairena es, al igual que Unamuno, absolutamente antideportista), grandes autores internacionales como Proust, autores peninsulares inmortales y, por supuesto, España. Mucha España. Y no siempre la más culta.

Para Mairena, el folclore era cultura viva y creadora de un pueblo de quien había mucho que aprender.

Es muy posible que, entre nosotros, el saber universitario no pueda competir con el folklore, con el saber popular. El pueblo sabe más, y sobre todo, mejor que nosotros. El hombre que sabe hacer algo de un modo perfecto —un zapato, un sombrero, una guitarra, un ladrillo— no es nunca un trabajador inconsciente, que ajusta su labor a viejas fórmulas y recetas, sino un artista que pone toda su alma en cada momento de su trabajo. A este hombre no es fácil engañarle con cosas mal sabidas o hechas a desgana.

Mairena nunca aconseja a sus alumnos que dejen de ser españoles. Nadie más convencido que este andaluz de las virtudes de la «raza». Entre ellas, dice, la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos e indulgentes para juzgar a los vecinos.

Yo no sé mucho de filosofía. Pero por los fragmentos que he leído, no tengo la impresión de que, como bergsoniano y poskantiano, Machado, ya sea por boca de Juan de Mairena o por la de Abel Martín, el también apócrifo maestro de aquel, volara muy alto.

Por el contrario, como francotirador del pensamiento, como librepensador, el conjunto de sus pensamientos resulta lo suficientemente iluminador en un espectro lo suficientemente amplio de materias y además lo suficientemente personal y original (algo a lo que se añade una clara conciencia de la potencia y del valor de la escritura aforística), como para incluirlo en esta pequeña lista de grandes aforistas.

Mairena es uno de esos librepensadores tan necesarios en la cultura.

Sin pedanterías y con un lenguaje llano y accesible, sin perder de vista la inteligencia media del lector, y utilizando las mínimas referencias imprescindibles, resulta un pórtico ideal para quienquiera que esté interesado en la aventura del pensamiento.

Cuando se ponga de moda el hablar claro, ¡veremos!, como dicen en Aragón. Veremos lo que pasa cuando lo distinguido, lo aristocrático y lo verdaderamente hazañoso sea hacerse comprender de todo el mundo, sin decir demasiadas tonterías. Acaso veamos entonces que son muy pocos en el mundo los que pueden hablar, y menos todavía los que logran hacerse oír.

Eugenio d’Ors (1882-1954)

Bastaría un aforismo tan sutil y poderoso como «lo que no es tradición es plagio», integrado ya en el acervo de la sabiduría popular española, para garantizarle a d’Ors un lugar privilegiado en el panteón de los pensadores más originales en lengua castellana.

D’Ors fue un Gracián de la estética, un primo hermano celtíbero de Valéry, un aprendiz de Poussin y, además, un portento de erudición, de sabiduría, de sutileza, de saber pensar y de saber sentir, que a veces es más difícil.

D’Ors reunía todas las condiciones para reinar en el Parnaso peninsular. Pero se topó con Ortega.

Como escribió Umbral, gran dorsiano (es difícil no tropezarse con Umbral en las mejores esquinas de la literatura carpetovetónica), fue un príncipe de las letras que coincidió con otro príncipe. En nuestras letras los genios parece que llegan por pares: Lope y Cervantes, Quevedo y Gracián, Galdós y Clarín, Machado y Juan Ramón.

D’Ors también fue víctima de su propia estética. Una estética de lo breve, que aspiraba, a través de sus glosas, firmadas a menudo por alter-egos (Xenius, Octavio de Romeu), a alimentar a sus lectores y a expandir por todo este territorio peninsular tan barroquizado el espíritu sutilmente corrector del Novecentismo o Noucentisme.

Aquello equivalía a diluirse en su época, y d’Ors, pese a no dar tanto la lata con Cristo como Unamuno (tenía mejor gusto), adolecía de una tendencia mesiánica indudable: algo en lo que, a tenor del ansia con el que seguimos alimentándonos de sus aforismos, triunfó. No dejaré de repetir que la mayor gloria a la que puede aspirar un artista es a introducir una palabra, un pensamiento, una frase en el ADN cultural de una comunidad. ¿No sería bonito pensar que cada uno de nuestros proverbios fuera el pecio de una hermosa narración desaparecida?

La originalidad de su escritura la certifica Umbral: «Durante este siglo XX sólo se han inventado en España dos géneros literarios, y los dos en el periódico: la glosa y la greguería. No se puede escribir en los periódicos con un poco de dignidad sin incurrir en la greguería o en la glosa, o en ambas cosas a la vez, como el propio d’Ors».

Tanto por su concepción estética como por su inteligencia privilegiada y su penetración, d’Ors es un escritor que cumple en el panorama español una función análoga a la que cumplió Paul Valéry en Francia. Más aprovechable para la literatura y menos circunstancial, si se me permite el adjetivo, que Ortega. Menos plúmbeo, también. Y bastante más francés que alemán, lo que ya de por sí es muestra de un buen gusto muy catalán.

Su compatriota Josep Pla, temperamento telúrico donde los haya, quien de ninguna manera podía entender el talento etéreo, culturalista y abstracto de d’Ors, lo puso de otra manera: «Siempre habla en cursivas». Y es cierto que para disfrutarlo plenamente conviene tener un mínimo bagaje y, a ser posible, una formación francófila.

Pero no por ello deja de ser uno de los mejores escritores fragmentarios del siglo.

La glosa periodística dorsiana tiene un perfume poético e ideal, a jardín culturalista, que la aproxima, en cierto sentido, a un poema de Juan Ramón. «La glosa —escribe Umbral— consta de una noticia, un pensamiento agudo, certero, y una ironía, una broma, a veces un chiste. Todo esto en un folio, a veces dos o tres, pero vemos que queda mejor en esa lápida de estraza que eran los periódicos de entonces, en esa esquila que se pone a sí mismo todos los días. (…) Todo el periodismo literario viene de él, que abrió el camino a los grandes prosistas de la Falange: Sánchez Mazas, Mourlane, Michelena, Eugenio Montes, Foxá, etc.»

De sus libros, le tengo un cariño especial a Gnómica. Guardo un ejemplar pequeñito de la edición del 41 (ni en eso ha triunfado el pobre d’Ors: su primera edición me costó veinte euros, cuando la de alguno de sus coetáneos valdría hoy quince veces más). Es una preciosidad de texto, y basta entreabrirlo al azar para que salten por doquier las perlas. No hay más que escoger entre tantas «golondrinas de la Dialéctica», como las bautizó su autor.

Elevar la Anécdota a Categoría.

La forma decide. El exterior decide. La actitud decide.

¡Cuán substanciosas las palabras, en parangón con lo enteco de las ideas!

El Gusto es el Genio socializado.

Todo pasa. Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradía como la oscuridad. Nada quedará en fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una sola cosa, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, te será contada y es tu Obra Bien Hecha.

Es difícil, a menos de cobarde eclecticismo, encontrar un concepto de poesía lo bastante amplio para comprender a la vez a La Fontaine y a Victor Hugo. Si el uno es poeta, el otro no puede serlo.

Sé como un diamante. En el cuerpo del diamante la Geometría se hace luz.

En España lo más revolucionario que se puede hacer es tener buen gusto.

Entre dos explicaciones elige la más clara. Entre dos formas, la más elemental. Entre dos palabras, la más breve.

Etcétera.

Otra vez Gómez de la Serna (1888-1963)

—Me imagino que es inevitable que a muchos de vosotros os parezca la gente así atractiva, pero no olvidéis que todos estos autores son como las drogas: emborrachan pero no alimentan

Eso nos lo decía la profesora de Literatura que me tocó en COU, el año de orientación previo a la universidad, cada vez que se refería al surrealismo. Yo por aquel entonces me sentaba en la última fila y la mayor parte el tiempo dormitaba disimuladamente, con la cabeza apoyada sobre el pupitre. Pese a ello algo debió de entrarme, porque son las primeras palabras que me han venido a la mente al pensar en Ramón.

—¿Te importaría atender un poquito y repetir lo que acabo de decir, José Ángel?

Para cualquiera que haya encontrado en la literatura un refugio de trascendencia frente a la superficialidad contemporánea, la greguería no puede hacerle demasiada gracia. En época de Ramón igual era el remedio contra una realidad seriota y gris, llena de «cosas apelmazadas y trascendentales». Pero hoy la realidad cultural es fluorescente y gregueresca: no hay más que encender la televisión para constatarlo.

Con todo, resulta imposible no respetar ese apasionamiento ramoniano por las letras, esa dedicación absoluta a su arte. En cuatro siglos de literatura en castellano, Ramón ha sido posiblemente el mayor entusiasta de las letras. Es el Victor Hugo, el Lope de las vanguardias hispanas.

Para entenderle resulta imprescindible ubicarlo en un contexto histórico concreto: el de las primeras vanguardias.

Entre finales del siglo XIX y los manifiestos futuristas de los años diez, con Marinetti a la vuelta de la esquina, se vive en toda Europa un ambiente, según escribe un especialista ramoniano, «negativista, dinamitero, turbulento». La época barrena el discurso lineal ilustrado y abre la puerta a los ismos, el jardín en el que florecerá la monstruosa personalidad de Gómez de la Serna. Modernidad radical y rupturista y rechazo de moldes clásicos en todos los géneros.

En otro capítulo lo mencionamos como artífice de uno de los principales intentos de renovación novelesca. No tiene mucho interés su narrativa. Y no es un juicio personal: ninguna de sus novelas se lee hoy en día.

En cambio perduran sus «aforismos», por acogernos al sentido más laxo posible del término. Aunque más correcto sería decir antiaforismos, pues las greguerías son al aforismo tradicional lo mismo que El novelista a Fortunata y Jacinta: un intento de subvertir cualquier convención posible dentro del género.

¿Que el aforismo es una sentencia grave y útil? La greguería será chispazo de humor inútil. ¿Que el aforismo es realista? La greguería será surrealista. ¿Que el aforismo procura esclarecer el sentido del mundo que nos rodea? La greguería se convertirá en imagen recalcitrantemente opaca, cómplice del sinsentido de las cosas. «Nada de hacer construcciones de mazacote, ni de piedra, ni del terrible granito que se usaba antes en toda construcción literaria.»

Podría continuar con las oposiciones, pero esto lo explica mejor que nadie Ramón:

Cumple este género el deseo de disolver que hay en lo profundo de la composición literaria, el mayor deseo que hay en la vida y el que prevalece siempre en definitiva. ¡Oh, si llegase la imposibilidad de deshacer!

¿Son aforismos?

Lo aforístico —se ha dicho— es un género que no encoge porque su brevedad no lo permite.

No. Tampoco es aforística la greguería; lo aforístico es enfático y dictaminador. No soy un aforista.

(…)

El defecto de los gregueristas equivocados es creer que hay que maximizar en las greguerías, cuando a quien menos tienen que seguir es a La Rochefoucauld, mi más grave enemigo, mi anticuerpo, mi antítesis trascendental.

Siguiendo a Ramón, Cansinos-Assens estimó que greguería era «el reactivo más violento contra todo preparado literario. Es un medio disgregador». Pero también es una epifanía de lo efímero y un conglomerado de tropos algo «aneroide»: «flores del aire que hay que recoger, medallas que dan los árboles al pasar, relojes que roba el viento y nos mete apresuradamente en el bolsillo mientras él huye». Trivialidades artísticas, confeti intelectual, me atrevería a añadir, baratijas ingeniosas, matices de una sutileza rebuscadamente naïve y charlotiana. Una «mirada fructífera que, después de enterrada en la carne, ha dado su espiga de palabras y realidades».

La greguería es «como una aceituna preparada lo mismo que esas a las que se quita el hueso y se coloca en su lugar una anchoa». Mariposas de las ondas, tonterías, mostacilla, avellanas, futesas o naderías, para algunos. Para otros, poesía en obleas, el nombre más apropiado de las cosas, revolución serena y optimista del pensamiento, poética broma de la vida.

No hay término medio: o se adoran o se aborrecen.

El mundo se divide entre entusiastas y detractores de Ramón.

En mi caso puedo apreciar, en pequeñas dosis, las pildoritas ingeniosas de Ramón. Pero al final las que me atraen son aquellas en las que encuentro un resquicio de «seriecismo», que tienen una puerta mal cerrada y que seguramente son, por eso mismo, defectuosas.

«Escribir es que le dejen a uno llorar y reír a solas.» O: «Un gato subido a un árbol cree que se ha independizado del mundo». O: «Aquella mujer me miró como a un taxi desocupado». O: «La ametralladora suena a máquina de escribir de la muerte»: O: «La felicidad consiste en ser un desgraciado que se sienta feliz». O: «Si no fuésemos mortales no podríamos llorar». O: «El reloj no existe en las horas felices». O: «El beso es hambre de inmortalidad». O: «Un epitafio es una tarjeta de desafío a la muerte». O: «La vida es decirse ¡adiós! en un espejo». O: «El sueño es un depósito de objetos extraviados». O: «¿Qué es la ilusión? Un suspiro de la fantasía» (este podría ser hasta verso shakesperiano). O: «En el fondo de los espejos hay un fotógrafo agazapado». O: «El escritor quiere escribir su mentira y escribe su verdad».

Uno es prisionero del propio temperamento, qué le vamos a hacer. Por eso el plagio es imposible. O puesto de otra manera: todo puede ser subvertido y corrompido.

Por supuesto, también me gustan las greguerías inequívocamente ramonianas. «Las pirámides hacen jorobado al desierto», «El agua se suelta el pelo en las cascadas». Pero esas son las recalcitrantes, las sernianas puras y duras, las auténticas e irreductibles. Las que a menudo tienen que ver con la fascinación de este autor por las cosas concretas, su rasgo más característico y aquel que le opone a un temperamento abstracto. Por eso mismo no tiene tanta gracia que las cite.

Como lector que ha llegado a tener en su mesilla de noche las máximas de La Rochefoucauld (lo confieso), soy alguien que cuando me encuentro en el territorio de Ramón me siento como si entrara en un campo de fútbol donde me hubieran cambiado las porterías. No sé dónde narices hay que disparar para meter un tanto. Por eso procuro no parar demasiado en estas páginas que acaban resultando nocivas para mi salud mental.

Quizás ese sea el mejor elogio al talento surrealista y humorístico de Ramón.

Y termino con una cita de Ramón (¡qué citable era!):

Tened el valor de equivocaros, ha dicho Hegel.

Yo me he permitido el desorden, la descomposición, el barroquismo sincero, y esto desde hace años, es decir, mucho antes de que fuese todo un poco barroco, ¡un poco barroco! ¡Qué cantidad de cuquería hay en eso de que sólo lo sea un poco, casi un pecado mayor que el de que no lo fuese nada!

Pequeño abecedario para futuros escritores

a) Lo esencial, en la novela, es lo anecdótico.

b) Elogio de la brevedad. «… y si he escrito esta carta tan larga, ha sido porque no he tenido tiempo de hacerla más corta». Pascal.

c) Respeta los clásicos. Ningún texto malo resiste tanto tiempo el escrutinio universal.

d) Busca la densidad. Un buen cuento tiene dentro una novela y una buena novela, un mundo. El universo se puede leer en un grano de arena.

e)exigente contigo mismo. El creador vale, en buena medida, lo que el crítico que lleva dentro.

f) Es cierto: no hay arte posible sin el conocimiento profundo de las formas literarias.

g) Evita a los guays.

h) Pureza y autenticidad son atributos que sientan bien al poeta, no al novelista. Al novelista lo necesitamos lo más contaminado posible de humanidad.

i) A propósito de la intuición. El escritor intuitivo escoge la solución narrativa más sencilla, la primera que le viene a la mente. A menudo es la ideal. Pero cuidado: la línea que separa la sencillez de la perogrullada es borrosa.

j) Ser previsible es un pecado juvenil. Dale al lector lo que espera, no como lo espera.

k) Un artista es un kamikaze. Escribe con la energía de la desesperación. Como si te fuera la vida en ello.

l) Niveles de lectura. El lector ingenuo se fija en la trama; el avezado, en el detalle. Ambas cosas, por separado, son engañosas.

m) Toda obra es un mármol en bruto que lleva dentro una perfección inalcanzable.

n) La literatura tiene una carga fuerte de negatividad. Su esencia es el rechazo de la realidad. Sin eso, es dinamita mojada. Mera palabrería.

o) Igual que apreciamos en la naturaleza lo que parece artístico y en arte lo que parece natural, apreciamos en la gente corriente la originalidad, y en la gente original (los artistas) la normalidad.

p) Si tienes presencia, la prosa se puede construir.

q) El anhelo de perfección es nuestra forma de quijotismo, una gripe común. Uno empieza escribiendo de manera intuitiva. Somos felices —un poco con una felicidad rousseauniana de plumífero salvaje y despreocupado— hasta que asistimos a mesas redondas y frecuentamos críticos y colegas y nos entra el prurito reflexivo. Entonces nos ocurre como al ciempiés al que se le pregunta qué pata mueve primero al andar: nos bloqueamos.

r) La ficción es una mentira que pretendes hacer creer. Arrópala de realidad.

s) Los novelistas son maratonianos del idioma. Prepárate para el sufrimiento de una carrera de fondo.

t) Los teóricos siempre procuran balizar la «auténtica» literatura. Pero la auténtica literatura es la literatura a secas. Cuanto más abarque, mejor.

u) Sal del underground. Bajo tierra no te lee nadie.

v) Para conseguir verosimilitud conviene aderezar el texto con experiencias personales.

w) No tengas prisa en llegar a ese Walhalla de los escritores que es La Pléyade.

x) Solo las mentes simples adolecen de xenofobia.

y) De tu yunque no saldrá nada perfecto. La obra artística es un todo y la suma de partes perfectas no da necesariamente un todo perfecto. « Si sacara todo lo que puedo sacar de cada escena… —exclama el cineasta de Cautivos del mal—, ¡sería un mal director!»

z) Evita la zafiedad. Sé bestial, salvaje, insultante, pero con estilo.

Sánchez Ferlosio dixit

Como la fealdad se muestra tan sorda y pertinaz, tengo que repetir siempre las mismas cosas, indefinidamente. De los dos —quiero decir, de la fealdad y yo—, el primero en cansarse seré probablemente yo, pero por defunción, no porque le conceda a ella la última palabra.

Un puñado de buenas lecturas aforísticas: Migajas sentenciosas, Oráculo manual y arte de prudencia, Ideolojía, El cohete y la estrella, Juan de Mairena, Gnómica, Greguerías, selección 1910-1960, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Aerolitos