CAPÍTULO TERCERO
EL TEATRO
El teatro clásico es una síntesis de toda la vida española. Desde que en el Poema del Cid queda establecido el diapasón moral de la vida en el arte, todo el arte español, posteriormente, se adaptará a ese diapasón.
AZORÍN
La Celestina (1499)
Suele considerarse que el teatro moderno arranca con La Celestina, un texto netamente híbrido. ¿Obra de teatro o novela? Muy difícil de decir. Y la cuestión no hace sino resaltar el parentesco y la promiscuidad histórica de ambos géneros.
La novela fue siempre extremadamente permeable, y entre los lenguajes que ha canibalizado tradicionalmente destaca el teatro, con el que tantos puntos en común tiene. La dramatización siempre fue una de las componentes básicas de la ficción novelesca. El cómo por encima del qué. La musculatura que cubre la estructura ósea. Y las dos artes mimetizan el habla cotidiana.
Publicada a poco de la toma de Granada, la obra de Fernando Rojas es el punto a partir del cual bifurcan tanto el teatro de Lope como la novela de Cervantes, los dos conocidos adeptos de La Celestina. El drama lopiano pugna por una libertad total en la composición que ya está en la Tragicomedia de Calisto[7] y Melibea. Y si la esencia de la novela es ser un lugar de encuentro de diferentes idiolectos y sociolectos, entonces La Celestina es tan novela como el Lazarillo o el Quijote, donde a fin de cuentas la mayor parte de la obra es un dueto dialogado de la pareja de protagonistas.
En medio del marasmo de creaciones didácticas y alegóricas típicamente medievales, La Celestina ocupa una posición clave en el advenimiento de los géneros modernos. No por la trama o por sus tipos (cogidos del teatro clásico latino), sino por la profundidad realista de los personajes y por la manera, exclusivamente dialogada, de presentarlos.
Por supuesto que antes ya había personajes realistas y se utilizaba el diálogo.
Pero ni los personajes eran tan crudamente realistas, ni el diálogo tan perfectamente polifónico. Cada diálogo en La Celestina es la expresión autónoma, creíble, de un yo redondo que permanece fiel a su propia lógica. Y el conjunto nos sumerge en la beligerancia verbal de la vida.
En el texto oímos cómo se rozan y se violentan entre sí las diferentes conciencias.
El prólogo ya lo anuncia con una cita de Heráclito: la vida es un continuo estar en guerra. El verano nos agrede con su calor, el invierno con su frío. Todo en la naturaleza es de temer: terremotos y torbellinos, naufragios e incendios, el mar y los truenos. Las especies se devoran unas a otras. El león devora al lobo, el lobo a la cabra, el perro a la liebre. Los peces, ídem. Y sobran las aves que viven de la rapiña.
¿Pues qué diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentos?
La visión del mundo no podía estar más definida y la Tragicomedia le sirve de ilustración: las conciencias verbales están en guerra las unas contra las otras desde la primera página hasta la última.
Habrá tragedia a mansalva.
Por el contrario, la comedia que anuncia el título yo no la percibo por ninguna parte. No hay ningún personaje gracioso, ninguna situación chistosa ni nada que sirva de contrapunto a este universo desoladoramente agresivo en el que nos movemos.
Más que negro, el tinte celestiniano es de un gris pobre, vacilante, sin esperanza, corrompido: ni siquiera en el cromatismo hay integridad.
Nadie se salva del naufragio. Ni los criados Sempronio y Pármeno. Ni su amo Calisto, supuesto seductor. Ni tampoco la hermosa Melibea.
Ninguno resulta realmente simpático. Son todos mediocres, vanos, fatuos, torpes, tontos. Nadie consigue afirmarse plenamente ni tener consistencia real. Son seres inseguros y fluctuantes, como somos todos en la vida. Cambiantes en función de las circunstancias, los obstáculos, los roces con los deseos y los intereses de los otros.
El retrato resulta demasiado humano y terroríficamente real. No hay glamour, grandeza, altura. Todo es bajeza moral, intereses espurios.
Ni siquiera hay oscuridad, puesto que queda meridianamente claro que somos animales de instintos que luchamos por satisfacer natural o perversamente.
No somos, para el autor, mejores que los perros.
El odio es la emoción más característica de La Celestina, la que impregna hasta el tuétano cada auto.
Odio de los criados hacia su amo, del amo hacia su amada, de la amada hacia la vieja alcahueta que busca sacar provecho de la venta de su honor («¿(…) llevar tú el provecho de mi perdición? ¿Perder y destruir la casa y honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú?»), de los criados hacia la vieja que les está privando de parte del provecho, y etcétera ad náuseam.
Ese odio animal que anida en los personajes es el que va a provocar que acaben entrematándose. Porque todos mueren de una u otra manera. Y lo peor: no se les echa de menos.
Melibea es la única que me da lástima, cuando dice en el penúltimo auto: «De todos soy dejada. Bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido y amado Calisto. Quiero cerrar la puerta, porque ninguna suba a me estorbar mi muerte».
No conozco otro texto de la literatura española tan corrosivo. Nada humano, en La Celestina, parece valioso. Hay en ella un cinismo brutal y crudo, profundamente nihilista.
El mal y el bien, la prosperidad y adversidad, la gloria y pena, todo pierde con el tiempo la fuerza de su acelerado principio. Pues los casos de admiración, y venidos con gran deseo, tan presto como pasados, olvidados. Cada día vemos novedades y las oímos y las pasamos y dejamos atrás. Diminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarías si dijesen: la tierra tembló o otra semejante cosa que no olvidases luego? Así como: helado está el río, el ciego ve ya, muerto es tu padre, un rayo cayó, ganada es Granada, el rey entra hoy, el turco es vencido, eclipse hay mañana, la puente es llevada, aquél ya es obispo, a Pedro robaron, Inés se ahorcó, Cristóbal fue borracho. ¿Qué me dirás, sino que a tres días pasados o a la segunda vista, no hay quien de ello se maraville?
Es raro tanto desapego, tanto descreimiento, tanta negatividad. Ni siquiera en la novela picaresca, donde la corrupción nunca es absoluta. Siempre hay una ventana abierta a la esperanza y una fundamental compasión.
Sentimos, en muchos casos, el desprecio total del autor por los personajes. Estamos lejos del humorismo cariñoso de Cervantes. Se palpa una desesperanza real e insoslayable, una sensación de inseguridad existencial que según quienes han estudiado la obra se explica por la condición de converso del autor.
Yo eso no lo sé. Pero sé que esta falta de sentido de la vida es algo ya perfectamente moderno.
La sucia reina de este submundo de depravación y degradación, es, desde luego, la Celestina, una profesional de su oficio que goza rebozándose en la porquería humana. Ella se siente orgullosa de ser quien es. Lo explica Pármeno:
¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta el nombre que la llamé? No lo creas; que así se glorifica en le oír, como tú, cuando dicen: «Diestro caballero es Calisto». Y de más, de esto es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice: «¡Puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara.
La Celestina lucha con ferocidad en todo momento por una reputación que es, al final, lo único que le importa.
Es la alcahueta por excelencia. Y si a lo más que puede aspirar una figura de ficción es a convertirse en antonomasia (que se pueda decir «un Quijote» o «un don Juan», y todo el mundo sepa lo que signifique), esta vieja, cada vez más reivindicada, forma, junto con don Quijote y don Juan, parte de esa terna de personajes que es la mayor aportación arquetípica española a la literatura universal.
La Celestina es una de las encarnaciones más verosímiles, más reconcentradamente humanas, de la maldad. La vemos haldear como una araña, de casa en casa. Tejiendo engaños. Maniobrando a diestro y siniestro. Disfrutando con el ascendiente y el poder que le dan sus tretas.
Ella misma se defiende, antes de que la asesinen:
¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no le busco. De mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan.
Conocer a la Celestina es entrar en contacto con uno de los personajes más singulares de la literatura de todos los tiempos.
La distinción de Ortega
Me gusta la distinción que hace Ortega en Meditaciones del Quijote entre el teatro francés clásico y el teatro español del Siglo de Oro.
Consideraba Ortega que el teatro francés era un espectáculo para aristócratas, donde se presentaba una historia conocida por la mayoría. Esta historia ni siquiera interesaba demasiado en sí misma, y apenas se resaltan un puñado de momentos.
No se trataba de pasión, sino de análisis de las pasiones. Los caracteres eran el eje del suceso trágico. Los espectadores se «entonaban» con la ejemplaridad de esas figuras magnánimas. Estudiaban unas reacciones que proporcionaban gestos normativos ante grandes avatares de la existencia.
Un teatro así solo podía pivotar en torno a los grandes reyes y a los mitos de la Antigüedad.
Se nota, dice, que existía un público deseoso de una alta forma de decoro, que anhelaba el perfeccionamiento. Todo estaba medido. La técnica era noble. La corrección imperaba en la poesía, la gramática, el comportamiento.
Era un teatro que exigía una actitud reflexiva. Y por eso Racine se nos hace frío y monocromo. Parece un jardín de estatuas parlantes.
Clásico es el adjetivo que mejor engloba estas características.
En cambio, el teatro español del Siglo de Oro era básicamente popular. Su personaje más emblemático fue el gracioso, al que tanto partido sacó Lope. Estaba sostenido por la peripecia, por una ringla incesante de hechos insólitos y azarosos. En él, la anatomía sicológica no es importante. Se la toma en bloque. Se la utiliza como trampolín para que la trama avance.
Se trata de un teatro desenfrenado, apasionado, que demuestra la condición de «pueblo pueblo» que, según Ortega, tenía el público, que buscaba enardecerse y embriagarse con el espectáculo.
La prosa es deslumbrante, cargada de artificio, ingenio y metáforas imaginativas. El vocabulario está lleno de reflejos tan brillantes como los de un retablo.
Es tan exaltado, nos dice, como el arrobo místico de los frailecillos y las monjas que se embebían en la exaltación mística.
Barroco es, por supuesto, el adjetivo que mejor le sienta.
Ortega se fijó en el Siglo de Oro español, pero lo mismo podía haber presentado el teatro isabelino de Shakespeare.
En ambos casos triunfa el temperamento moderno sobre el antiguo. Los modernos ya no se sienten enanos sobre los hombros de gigantes (ese es el sentir general del Renacimiento respecto a la Antigüedad), sino que se independizan, toman vuelo propio, rompen con la tradición y abrazan una modernidad que marcará profundamente el devenir del género en los dos países.
Lope de Vega (1562-1635)
La vida de Lope no tuvo desperdicio y daría para una serie de televisión entera.
Madrileño, aunque de raigambre montañesa y cántabra, de joven formó parte de las tropas que ocuparon la isla Terceira de las Azores y, más tarde, también, entre lío y lío de faldas, de la Armada Invencible.
Entremedias, hallándose sin un duro en la Corte, empezó a ganar dinero con el teatro, mientras se amancebaba con Elena Osorio. Con ella rompió antes de raptar a Isabel de Urbina, a la cual, de vuelta de su expedición exprés con la Armada, lleva a Valencia, donde se casan y viven unos años.
No tardaron en desplazarse a Toledo. Lope ejercerá como secretario del Marqués de Malpica, y, al poco, del archifamoso duque de Alba en Alba de Tormes. Allí también fallecen Isabel y sus dos primeras hijas. Luego Lope regresa a Madrid para liarse con Antonia Trilla y casarse en segundas nupcias con Juana de Guardo (se dice que por dinero), al tiempo que mantiene relaciones con Micaela Luján, una actriz casada.
Tras sufrir una crisis al morir su segunda mujer y su hijo más querido, se ordena sacerdote y escribe sus Rimas sacras, arrepintiéndose de todo. Claro que eso no le impide, entrado en la cincuentena, encadenar tres nuevas mujeres, a la última de las cuales, Marta Nevares, cuidará, ya ciega y demente, hasta enterrarla.
Tres años después, muere él. En total, siete matrimonios y catorce hijos. El más famoso de sus sonetos guarda trazas de esta vida sentimental tan agitada.
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera de bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
¿De dónde sacó tiempo para escribir? Nadie lo sabe. Su extraordinaria creatividad es uno de los fenómenos mayores de la literatura española. No en balde Cervantes, lleno de pelusa, lo llamó «monstruo de la naturaleza». Sus coetáneos lo consideraban el Fénix de los ingenios. Y es que sus ochocientas obras teatrales bastan para apabullar a cualquiera.
Hay un momento, con los más grandes, en el cual la cantidad se transmuta en calidad. Eso ocurre con Galdós. Ocurre con Quevedo. Pero sobre todo ocurre con Lope. Él es la prueba más evidente de que el genio es una suerte de obstinación extrema.
La cantidad ha alimentado su leyenda («Creo en Lope todopoderoso», llegó a rezarse en una época) pero ha perjudicado su lectura. «¿Cómo ordenar el océano?», se preguntaba Dámaso Alonso. Y Juan Ramón abundaba en la misma idea, cuando afirmó que Góngora nos había legado un tesoro completo y cerrado, y Lope uno derramado e inabordable.
En sus versos hay destellos brillantes, aquí y allá, aunque en muchos tramos resultan descontrolados y anodinos. «Soberbias velas alza: mal navega. Potro es gallardo, pero va sin freno», escribió Góngora.
Salvando sonetos como el de arriba, hay mucha paja en su producción y, como la enemistad aguza la vista, este defecto no pasó desapercibido al avispado sevillano:
Patos de aguachirle castellana
que de su rudo origen fácil riega,
y tal vez dulce, inunda vuestra Vega,
con razón Vega, por lo siempre llana…
Es cierto, aun así, que sin esa insaciable grafomanía, difícilmente habría alcanzado Lope la claridad maravillosa que puede tener su «canto llano» en los mejores momentos.
En realidad, él y Góngora, más que excluirse, se complementan. Y no está de más recordar que los de la famosa Generación del 27, diez años después de conmemorar el tercer centenario de la muerte de Góngora, también organizaron un acto de homenaje a Lope de Vega.
El propio Lope se defendía de las cuchilladas gongorinas, reivindicando sus virtudes:
Si vos imperceptible, si remoto,
yo blando, fácil, elegante y puro,
tan claro escribo como vos escuro,
la Vega es llana, y intrincado el Soto.
También soy yo del ornamento amigo,
sólo en los tropos imposibles paro…
Resulta innegable que dentro de esa llanura inmensa que son sus versos se acumula la mayor riqueza posible de metros castellanos: canciones y cantares, coplas y églogas, estribillos y glosas, idilios y mayas, octavas y refranes, romances y romancillos, seguidas y seguidillas, sonetos y tercetos, villancicos y villanescas. Lo popular, como subrayó d’Ors, es el manantial donde mejor fluye lo barroco.
Su obra teatral es inabarcable.
Creo que Menéndez Pelayo fue el primero que se dedicó a recopilarla y a organizarla: es de los estudiosos más aplicados de la literatura del Siglo de Oro. Hizo un catálogo que no repetiré (está en Internet) y tampoco me jactaré de haber leído ni una cuarta parte de las obras completas de Lope. Solo diré que entre las que más gracia me hacen está la paródica Gatomaquia, una fábula protagonizada, como su nombre indica, por gatos.
También le tengo un especial apego a las obras de capa y espada y, por supuesto, a La Dorotea, que es ya casi más novela que teatro.
En cuanto a las que todo el mundo conoce, las obras que más perduran son representativas de los tres veneros principales en los que bebía Lope.
El perro del hortelano es una obra muy pegada a la piel del autor. Lope tenía un don, muy moderno, para transmutar su experiencia vital en arte. Siendo la experiencia central de su vida el amor, no podía dejar de plasmarlo en el papel. Lope «jugaba con su pasión», como se ha escrito. Y de las muchas parejas que inventó, la que forman Teodoro y Diana es de las más entrañables.
El conflicto que personifican es característico de la época. Ella le quiere, pero no es capaz de avenirse a amar a un ser inferior socialmente. Es algo que Lope, como joven de poca posición, había sufrido en carne propia.
No sé, Tristán; pierdo el seso
de ver que me está adorando
y que me aborrece luego.
No quiere que sea suyo
ni de Marcela, y si dejo
de mirarla, luego busca
para hablarme algún enredo.
No dudes; naturalmente,
es del hortelano el perro:
ni come ni comer deja…
Pero la experiencia amorosa no lo es todo.
Lope era muy querido por el pueblo; se sentía muy cercano a él. Como afirma Helmut Hatzfeld en sus Estudios sobre el Barroco: «el drama de Lope llegó a encarnar el sentido nacional español y (…) logró renovar la tradición hispana, cual se había transmitido en las crónicas, en los romances, en las canciones y en las costumbres del pueblo».
Lope fue un enamorado de su patria, y Fuenteovejuna no es solo la más conocida de las obras ambientadas en la historia de España. Es también la más revolucionaria, tanto en la forma claramente antiaristotélica como en el fondo: en ella legitima el asesinato del tirano.
Por el número de personajes y por la variedad de las escenas, Fuenteovejuna es característica de la modernidad técnica del Lope más libérrimo y reacio a los límites. Como buen héroe del Barroco, sus obras rompieron con la noción clásica de las tres unidades e introdujeron una variedad infinita en las escenas que aspiraba, al igual que Shakespeare, a convertir el teatro en un arte totalizante, en un reflejo de la vida.
Todos conocemos la anécdota central de Fuenteovejuna, donde el pueblo se rebela y mata a su tiránico comendador. Será plebeyo (o no de esa naturaleza aristocrática que le gustaba a Ortega), pero cuando llega la parte en la que la chica violada arenga a los hombres del pueblo:
Liebres cobardes nacisteis;
bárbaros sois, no españoles.
¡Gallinas, vuestras mujeres
sufrís que otros hombres gocen!
¡Poneos ruecas en la cinta!
¿Para qué os ceñís estoques?
¡Vive Dios, que he de trazar
que solas mujeres cobren
la honra, destos tiranos,
la sangre, destos traidores!
Y sobre todo cuando aparece el alcalde y tortura a la gente sin que ni siquiera los niños confiesen, al llegar ese momento de: «¿Quién mató al comendador?», «Fuenteovejuna, señor», a mí todavía se me ponen los pelos como escarpias.
La Dorotea, por su parte, nos interesa especialmente porque cuestiona los límites entre teatro y novela y delata su estrecho parentesco. No en balde la novela clásica, la decimonónica, tal y como lo entendemos en este libro, será el resultado, de alguna manera, de la fusión entre relato y teatro. Podemos considerar la dramaturgia de Lope el primer momento en el cual el teatro, por su voluntad de romper con su forma tradicional (el aristotelismo, el más antiguo de los clasicismos), se noveliza.
Lope busca la vida. Y, en buscando la vida, busca romper con las tablas.
A Lope le habría encantado que sus actores pudieran escapar del escenario.
Lope, en realidad, tenía no solo cuerpo —la novela, como género maratoniano, necesita de entusiasmo y una resistencia feroz que él sin duda poseía—, sino alma de novelista. Estoy convencido de que, de haber nacido en el siglo XIX, no habría soportado el encorsetamiento del teatro y se habría decantado por la novela.
Una buena prueba es que, al final de su vida, necesitó escribir esta «acción en prosa» inspirada en La Celestina y muy parecida a las novelas dialogadas de Galdós. En ella un achacoso Lope, de nuevo viudo, recrea y revive sus amores juveniles con la Osorio y desde su «huerto deshecho» reflexiona sobre el sentido del amor y de la vida.
Toda la vida es un día; ayer fuiste moza, y hoy no te atreves a tomar el espejo, por no ser la primera que te aborrezcas; más justo es agradecer los desengaños que la hermosura. Todo llega, todo cansa, todo se acaba.
El homenaje a La Celestina es indudable; la desilusión, también.
El 27 de agosto de 1635 murió Lope en Madrid.
Su funeral fue el más multitudinario que tuvo nunca escritor español alguno.
Calderón (1600-1681)
«Calderón de la Barca», decían unas letras doradas en el lomo. (…) Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y mantenerlo. Según él, nadie como Calderón entendía en achaques de puntillo de honor, ni daba nadie las estocadas que lavan reputaciones tan a tiempo, ni en el discreteo de lo que era amor y no lo era, le llegaba autor alguno a la suela de los zapatos. En lo de tomar justa y sabrosa venganza los maridos ultrajados, el divino don Pedro había discurrido como nadie, y sin quitar a El castigo sin venganza y otros portentos de Lope el mérito que tenían, don Víctor nada encontraba como El médico de su honra.
El fragmento proviene del capítulo tres de La Regenta y demuestra hasta qué punto el universo calderoniano caló en la sociedad. Si Lope es el dramaturgo por excelencia del amor (ese fue el tema central de su vida), el casuístico Calderón se convirtió en el maestro de las cuestiones más intricadas del honor.
Calderoniano es aún hoy un adjetivo válido para describir y referirse a ciertos lances que tienen que ver con este asunto tan vinculado durante siglos a la sicología de lo hispano. No hay prueba mejor de la influencia de este seguidor de Lope, quien le sucedió en el trono durante la primera mitad del siglo XVII, y que dejó un legado de más de cien obras de mérito.
De las que hoy se siguen representando, El alcalde de Zalamea quizás sea la más representativa de la dicha problemática del honor.
El alcalde es una reescritura de la obra homónima de Lope, que Calderón retomó y corrigió. Donde había dos doncellas violadas quedó una, fusionó los dos capitanes, etcétera.
La crítica reconoce que mejoró el original —hasta Menéndez Pelayo, furibundo lopiano, habla de innovaciones «felicísimas», «magistrales»— y yo estoy de acuerdo. Aparte de que el que haya un modelo previo no quita mérito. Ni La Regenta pierde por haber existido la Bovary, ni el Tom Jones es menos bueno por inspirarse en el Quijote. Ya sabemos que en arte lo que no es tradición es plagio.
Resulta significativa esta filiación porque en realidad Calderón lo que hace, al final, con su teatro, es corregir a Lope. Asume su estructura de tres jornadas y las reglas del Arte nuevo de hacer comedias, pero al mismo tiempo reduce el número de escenas, las hace más sintéticas y funcionales, limita la polimetría para conseguir unidad de estilo, y, en general, consigue que lo que queda tenga mayor sentido.
De alguna manera, su obra completa es a la de Lope lo que su Alcalde de Zalamea al texto homónimo. Si Lope inventa el asunto del enfrentamiento entre el villano honorable y el aristócrata abusón, Calderón lo perfecciona. Podríamos hasta decir que la diferencia entre uno y otro texto es la que hay entre el esbozo y la obra rematada.
Como toda reescritura es apropiación (recuérdese el cuento «Pierre Menard», de Borges), Calderón no podía limitarse a retomar el argumento lopiano sin darle la atmósfera propia y, sobre todo, sin subrayar y enfatizar aquello que más le interesaba: el conflicto de honor que se le plantea a Pedro Crespo al saber que su hija ha sido violada por un capitán sobre el que, como alcalde, no tiene jurisdicción, y a quien, no obstante, va a hacer prender, para darle garrote vil.
De él son las famosas palabras que aparecen en la escena decimoséptima de la primera jornada.
Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma.
Siempre me ha gustado el enfrentamiento entre don Lope y Crespo, cuando el primero viene a visitarlo a su casa y el villano don Pedro se muestra tan cabezonamente honorable como orgullosamente digno. Me parece una de las escenas del teatro del Siglo de Oro más bonitas de ver representada.
Calderón escribió El alcalde de Zalamea en la cincuentena. Es una obra de madurez. Pero hay que decir que su creación más conocida, La vida es sueño, la precede en quince años.
Publicada en la década de 1630, la historia de Segismundo aparece a poco de que Shakespeare haya dado a luz a su dudón por excelencia, el celebérrimo Hamlet. También comparte cierta atmósfera con La tempestad, y precede en dos años a la publicación de El discurso del método, de Descartes.
Es un momento de gran desazón generalizada, de duda más o menos metódica, y Calderón se deja inspirar y arrastrar por la corriente de los tiempos.
Comparado con sus coetáneos, la duda calderoniana es, valga el ripio, manierística y casuística. Se nota la educación jesuítica.
Calderón se distancia de Lope desde la primera palabra, hipogrifo, un cultismo expresamente señalado como inconveniente en el Arte nuevo. El estilo es metafórico, florido, alegórico, más recargado y casi shakesperiano.
El tema exigía abandonar la llanura, y con su ensoñación Calderón alcanza unas alturas a las que Lope nunca llegó. Los alemanes, con un lector tan exigente como Schopenhauer a la cabeza, colocaban La vida es sueño por delante de las tragedias de Shakespeare. Es un drama poético y universal, cuyo crédito internacional supera la dimensión que solemos darle al calderonismo. La perdurabilidad es la mejor piedra de toque del valor de una obra, y la posteridad, en esto, rara vez se equivoca.
La aparición de Segismundo encadenado es uno de los momentos más patéticos y cargados de hondura del teatro del Siglo de Oro. Su reflexión sobre el sinsentido de la existencia es una maravilla de sencillez de expresión, musicalidad y emoción. Aquí, Calderón da su do de pecho y el casuismo barroco cobra todo su sentido. El drama de este hijo de rey que siempre ha vivido encadenado y a quien de repente se da la posibilidad de poner a prueba su propia naturaleza (convirtiéndose, al principio, en un tirano), tiene algo de mágico que nos conmueve desde su primera aparición.
Pero si la presentación de Segismundo es magnífica, el momento del clímax, sin lugar a dudas, es el monólogo con el que concluye el segundo acto y que es el equivalente para el drama español de lo que representa el famoso «to be or not to be» de Shakespeare para los ingleses:
Es verdad, pues reprimamos
esta fiera condición,
esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos;
y si haremos, pues estamos
en mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar:
y la experiencia me enseña
que el hombre que vive sueña
lo que es hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso que recibe
prestado, en el viento escribe;
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdichada fuente!):
¿qué hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
La muerte del siglo XVIII y El sí de las niñas (1806)
Moratín tuvo una vida con pocos incidentes reseñables más allá de un temprano desengaño sentimental y de sus viajes por Europa, que se prolongaron en el forzado exilio, tras la guerra de la Independencia, hasta su muerte en París.
Él mismo recrea su estado de ánimo, como expatriado, en una carta que escribió desde Burdeos en 1824.
El día 10 de este mes se han cumplido doce años que salí en un carro, a merced de quien tuvo compasión de mí, abandonando mi casa y mis bienes, con seis duros en la faltriquera por único caudal, y me entregué a la disposición de la fortuna, que en cinco años consecutivos me hizo padecer trabajos horribles; y en verdad que no los merecí (…) tomé la única resolución que podía convenirme; y al cabo de siete años que determiné no vivir en compañía de locos y pícaros, todavía no he tenido motivos de arrepentirme de mi resolución. Así vivo tranquilo, oscuro, estimado de los muy pocos que me conocen, gozando de aquella honestidad que sólo se adquiere en la moderación de los deseos. Ni aspiro a más ni espero recuperar lo que me han robado (que es imposible); perdono a los que me han ofendido y toda mi ambición se reduce a poder continuar con lo poco que he podido salvar de tan desdichada tormenta y acabar en paz el curso de mi vida, que ya es tiempo de que termine.
Todo Moratín está en estas palabras. La bondad, su tranquila humildad, su resignación estoica, su profunda introversión y esa característica grisura que explica por qué el estudioso alemán del teatro español, Schack, afirmaba que al pasar de la Edad de Oro a la obra de Moratín se sentía la misma pena que «cuando nos trasladamos de improviso de un paisaje lozano, lleno de flores al calor de la primavera, a una región helada y fría en el rigor del invierno».
Que no había nada noticiable en una región así bien se lo imaginaba uno. No hacía falta que Galdós dijera que su vida era tan interesante como sus obras para que lo intuyéramos. No en balde era un autor tan querido por Azorín. Eran los dos igual de insulsos: el gusto por el clasicismo no es lo único que los vincula.
Y sin embargo la obra de Moratín desató y sigue desatando pasiones.
Larra, que la reseñó en uno de sus artículos, afirmaba que todos los presentes lloraron de emoción: «El sí de las niñas ha sido oído con aplauso, con indecible entusiasmo, y no sólo el bello sexo ha llorado». Galdós se rinde a su pluma y observa que sus cartas son «el modelo más acabado de literatura epistolar que haya quizá en nuestra lengua».
Azorín lo consideraba un alma hermana. Y el aristocratizante Ortega se refiere a sus escritos viajeros como «algunas de las páginas más vivaces, inteligentes, divertidas y bien escritas que podemos leer en castellano».
El propio Sí de las niñas tiene sus contrastes.
La fría formalidad neoclásica respeta escrupulosamente el precepto de las tres unidades, etcétera.
Pero al mismo tiempo hoy se considera que en esa lucha por el amor entre el viejo don Diego y el joven don Carlos (me encanta ese dúo que forman el sobrino calavera y el tío sensato: es un topos dieciochesco clarísimo), la preferencia que se da al libre albedrío y a la libertad de sentimiento por encima de la conveniencia social y del deseo materno la colocan en la órbita de la naciente sensibilidad romántica.
En definitiva, Moratín vivió a caballo entre dos siglos y dos sensibilidades poderosas.
Su temperamento neoclásico es característico del afrancesamiento europeo de finales del XVIII. La sensibilidad gala señorea el paisaje cultural, desde San Petersburgo a Londres, y Moratín forma parte, junto con Larra, de esos escritores convencidos de que la razón y el orden son algo más que una tirana y un censor. No es un fenómeno exclusivamento peninsular.
Si al hablar de Calderón y Lope es difícil no remitirse a Shakespeare, de establecer un paralelismo con un escritor de su tiempo, en el caso de Moratín yo encuentro uno clarísimo con Jane Austen. El mismo estilo afrancesado, la misma lucidez, el mismo carácter introvertido, la misma aparente sosería, la misma tensión interna entre clasicismo y romanticismo (entre sentido y sensibilidad, diría la Austen). Y a los dos les salen cada vez más furibundos defensores.
Quizás quien mejor zanje el debate entre clasicismo y romanticismo haya sido, ya en el siglo XX, el francés Paul Valéry, cuando dijo aquello de que «todo clásico lleva dentro a un romántico que ha aprendido su oficio». Los auténticos clásicos, como Moratín, llevan dentro un volcán.
Su apasionada defensa de la mujer podría avecinarse a la que hizo Ibsen, o al feminismo beligerante que mostraría, un par de siglos después, Moravia.
La defensa del libre albedrío femenino no resulta tan caduca como nos gustaría (pensemos, por ejemplo, en Afganistán), y tampoco ha evolucionado tanto la sociedad desde su época a la nuestra como lo hizo desde el Siglo de Oro a la época de Moratín.
De la filosofía plebeyista de Lope (de ese nadie es mejor que nadie, tan castizo) y de ese honor intransigente y tiránico de la época de Calderón a la tranquila y civilizada comedia de Moratín hay una transformación del paisaje intelectual en la que han mediado entre otras cosas la Ilustración, la Revolución francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre.
Eso explica que los dilemas calderonianos sobre el honor nos resulten lejanos, mientras que el alegato que hace don Diego en el tercer acto, por ejemplo, se nos hace todavía contemporáneo y familiar.
Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.
Aparte de pedagógicas, son estas palabras dichas con convencimiento y que responden a las creencias profundas del autor. Por eso nos siguen interpelando.
Más allá de la mayor o menor vigencia del «mensaje», El sí de las niñas sigue funcionando por la magnífica vida que le insufló su autor a unos personajes por los que siente un respeto ejemplar y raro. Ninguno es ridículo. Son todos amables, inteligentes, reflexivos, respetuosos y, en definitiva, buena gente.
Moratín fue capaz de algo tan difícil como hacer buena literatura con buenos sentimientos.
Al leerlo, uno tiene la impresión de que si el mundo estuviera poblado por personas así, habría menos guerras.
Por desgracia, Moratín siempre fue una excepción.
El Tenorio de José Zorrilla (1844)
Aquella triste tarde de febrero, centenares de jóvenes lacrimosos seguían por las calles de Madrid el coche fúnebre que conducía el cadáver de Mariano José de Larra al madrileño cementerio del Norte, detrás de la actual Glorieta de Quevedo.
Tras una disputa amorosa, «Fígaro» se había pegado un pistoletazo en la sien. Lo habían velado durante el día anterior y toda la noche en la bóveda de la parroquia de Santiago. Fueron muchos los que le rindieron su último homenaje, y alguno hasta se acercó a cortarle un mechón al célebre periodista.
Más tarde, en el camposanto estuvieron presentes, de luto, los escritores capitalinos más conocidos. Solo se echaba en falta a Espronceda, que había enfermado. Con la fosa abierta, se sucedieron los discursos. Y por fin, antes de cerrar la tumba, se le permitió a un joven desconocido recitar los versos compuestos febrilmente durante la noche anterior en su pequeña buhardilla.
Era el veinteañero Zorrilla, que con su físico apocado, mirando al féretro y luego al cielo, con una voz, según la describiría él mismo, «juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar», empezó a declamar:
Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana:
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.
Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria,
¡que nos lleva a otro mundo a despertar!
Los presentes se estremecieron. El propio Zorrilla, impresionado, se bloqueó. Alguien a su lado tuvo que arrancarle el papel, para continuar: «Era una flor que marchitó el estío, / era una fuente que agotó el verano, / ya no se siente su murmullo vano, / ya está quemado el tallo de una flor…». Poco importaba. El efecto había sido causado. Zorrilla acababa de triunfar ante el público más selecto y en la ocasión más solemne.
Su ascensión literaria, a partir de ese momento, será meteórica.
En pocos años aquel veinteañero enfermizo, sonámbulo, de «sietemesina naturaleza» («Yo soy un hombrecillo macilento, / de talla escasa, y tan estrecho y magro / que corto, andando, como naipe el viento») y de cabellera abundante, el signo reconocible de los nuevos tiempos, había de convertirse, con permiso del duque de Rivas, en el dramaturgo por excelencia del romanticismo. La ventisca romántica recorría Europa, resfriando a la juventud con la embriaguez de la rebeldía, la pasión por el pasado, el gusto por el misterio, la sensación y los sentimientos desbocados.
Zorrilla será una de las cabezas más visibles del movimiento.
Desde ese febrero de 1838 hasta el año 44, cuando se estrenó por primera vez el Tenorio, produjo con fortuna irregular versos y obras de teatro que están hoy, en su mayoría, olvidados. Como seguramente lo estaría el conjunto de su obra, de no haberse topado por el camino con el mito de don Juan. El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, se había quedado algo antigua y, con su reescritura, Zorrilla dio con un filón de oro.
Don Juan Tenorio se convirtió en uno de los mayores éxitos de todos los tiempos. La obra se representaría durante décadas, especialmente el Día de los Difuntos, y sus versos más famosos (aquellos que empiezan por «¿No es cierto, ángel de amor, / que en esta apartada orilla / más pura la luna brilla / y se respira mejor?»)[8] fueron aprendidos de memoria por sucesivas generaciones de jovencitas y jovencitos.
Para comprobar su impacto, basta con echarle una ojeada a La Regenta, donde, a través de los diferentes personajes que asisten en el capítulo dieciséis a la representación del Tenorio, el ácido Clarín resume un clásico abanico de reacciones.
A don Álvaro, el informado seductor de Vetusta, el drama de Zorrilla se le antoja «inmoral, falso, absurdo, muy malo». Opina que «era mucho mejor el Don Juan de Molière (que no había leído)». El calderoniano don Víctor no le perdona a Zorrilla lo de atar a Mejía codo con codo. Le parece indigna de un caballero la aventura de don Juan con doña Inés (la rapta). «Pero fuera de esto, juzgaba hermosa creación la de Zorrilla, aunque las había mejores en nuestro teatro moderno.»
El mismo narrador (¿Clarín?), cuando recrea la obra a través de la visión y las sensaciones de la Regenta, aclara que Anita comenzó a comprender y a sentir «el valor artístico del don Juan emprendedor, loco, valiente y trapacero de Zorrilla». Y unas frases más adelante añade que los preparativos de la gran aventura, el asalto al convento, «llegaron al alma de la Regenta con todo el vigor y frescura dramáticos que tienen y que muchos no saben apreciar, o porque conocen el drama desde antes de tener criterio para saborearle y ya no les impresiona, o porque tienen el gusto de madera de tinteros».
También don Álvaro, al acercarse a saludar a Ana, se burla de su ingenua apreciación del drama: «¡Hablar del Don Juan Tenorio como si se tratase de un estreno! ¡Si el Don Juan de Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias!». Y por último, don Frutos, dándoselas de intelectual, le insiste a don Víctor en que «el Don Juan Tenorio carecía de la miga suficiente».
Estamos en la década de 1880, cuarenta años después de la publicación del Tenorio.
Pero es que todavía a principios del siglo XX, el éxito de Zorrilla continúa coleando, pese a que su crédito entre los intelectuales no deja de bajar. Para Ortega, la obra es «casi por entero pura prosa a quien se ha puesto el arreo del verso, subrayando lo que tiene de externo arreo, charretera y gualdrapa. Pero esto es precisamente una de las causas de su popularidad».
Y a Unamuno, aunque de adolescente le encantaban sus sonoras rimas (¿por qué será que no me extraña?), más tarde dio en execrar de Zorrilla y en repetir que «sus gorjeos no creaban nada, no eran poesía. Y no más que música de tamboril». Él abogaba por volver a una naturalidad llana y auténticamente popular de Lope, como camino para regenerar el teatro, y con los años se acentuaría su desdén por la musicalidad fácil:
Zorrilla no tenía idea ni sentimiento muy claros del valor de muchas de las palabras que usaba: le sonaban bien, es decir, encajaban bien en el sonsonete melopeico y bastante metronómico y primitivo de que se valía.
Y visto que la mayoría de las opiniones van en la misma línea, cabe preguntarnos por qué la obra de Zorrilla ha superado al paso del tiempo, por qué lo seguimos considerando un clásico y por qué la he incluido en este libro en detrimento, por ejemplo, de Don Álvaro o la fuerza del sino, la otra obra cumbre, quizás más consistente y ambiciosa, de la sensibilidad romántica de principios del XIX.
La respuesta es evidente: Zorrilla reactiva el mito de don Juan, que es la más universal de todas las creaciones de la dramaturgia española y el arquetipo más importante que hemos exportado a la cultura universal. Don Juan es tan poderoso que, a diferencia de don Quijote, no necesita ni soporte literario. Que no nos quepa duda: cuando ya nadie se acuerde de lo que es España ni de su literatura, don Juan seguirá existiendo.
Por eso, los grandes mitos son temas tan atractivos como peligrosos para un autor. O los domestica o acaba siendo devorado por ellos. El Tenorio le quedó grande a Zorrilla, y al final el personaje se sirvió de sus versos más o menos lucidos para volver a presentarse en sociedad con nuevos atavíos.
Unas palabras sobre el drama de Tirso de Molina.
El burlador de Sevilla y convidado de piedra es la primera obra de renombre internacional en la que aparece de una manera coherente y completa don Juan. En ella, por ejemplo, se inspiró Molière. Allí el personaje es menos satánico. Yo lo percibo como un vividor. Es cierto que afirma que «el mayor gusto que en mí puede haber es burlar una mujer y dejarla sin honor», pero no alardea de ello. No muestra la jactancia orgullosa que el Tenorio de Zorrilla.
Su comportamiento lo explica en buena medida esa preocupación tan barroca por el tiempo. En realidad ese «¡Qué largo me lo fiáis!»[9] con que responde don Juan a todo el que le anuncia que el camino emprendido termina en la muerte y el castigo divino, es una variedad perversa del carpe diem horaciano.
Se dice que la obra fue una respuesta católica a la teoría calvinista de la predestinación: no parece una hipótesis descabellada. El don Juan de Tirso muere sin ser absuelto ni haberse arrepentido y, consecuentemente, castigado por sus actos. Yo entiendo que se condena.
Por lo demás, la ambientación en el Siglo de Oro funciona y el tono del diálogo es realista y crudo. Hay escaso manierismo en los versos de Tirso. Los frailes de entonces eran ansí.
¿En qué cambia, pues, con respecto a su modelo el Tenorio de Zorrilla?
En primer lugar está la satanización definitiva de don Juan. Resulta más malvado, orgulloso y jactancioso. Al hacerse menos humano pierde fuerza la reflexión moral. Es, sobre todo al principio, una personificación del mal, no un hombre. La fama lo envuelve más que al personaje de Tirso. Parece más fatuo, más pendiente de su reputación que de sus pulsiones.
A Zorrilla debemos el acierto de haber redondeado la peripecia con la introducción del personaje de don Luis, muy socorrido dramáticamente. Y sobre todo de doña Inés, la mujer angelical que faltaba en el drama de Tirso, y que se convierte en el elemento redentor que tanto molestaba a Unamuno: a diferencia del Burlador, aquí don Juan se redime, si no lo entiendo mal, implorando a Dios antes de morir.
Siempre me ha agradado la descripción del panteón de los Tenorio. La ambientación romántica, llena de jardines sugerentes y rincones sombríos, se corresponde con el tono ripioso que tanto se critica. A Zorrilla se le echa en cara una rima fácil, un dejarse llevar demasiado por la música de las palabras, a menudo en detrimento del sentido.
Pero eso es secundario.
Lo principal, insisto, es que resucitó poderosamente el mito de don Juan.
Valle-Inclán (1866-1936)
Dandi mitómano y solitario, la vida de Valle, además de bohemia y vocinglera, fue de un raro ascetismo, miserable y sacrificado. Ya lo afirmaba Max Estrella. La literatura es colorín, pingajo y agua.
Encima, a este epígono del modernismo poético le tocaron como compañeros de generación tipos como Baroja, Azorín o Unamuno, con quienes poco o nada tenía en común. Sus broncas callejeras con Unamuno fueron sonadas, y el juicio ambiguo de Baroja a su respecto resulta revelador del desencuentro generacional.
Lo único que encontraba de extraordinario en este escritor era el anhelo que tenía de perfección en su obra. Si hubiese vislumbrado un sistema literario, una forma nueva, aunque no la hubieran estimado más que diez o doce personas, hubiera abandonado las viejas recetas y hubiese ido a lo nuevo aun a riesgo de quedar en la miseria.
El anhelo de perfección, este «exceso de arte» que diría Ortega, impresionó a sus coetáneos.
Azorín centra el análisis que hace en el prólogo a las obras completas de Valle, en decir que es un poeta y que tenía que construirse un mundo especial:
El que se decida a entrar en el mundo del poeta ha de saber que se encuentra en un plano más elevado que el de los demás mortales y que la lógica de este mundo será diversa de la lógica con que enjuiciamos los hechos del mundo corriente.
La creación de un mundo poético exige, así, un lenguaje especial. No se expresa lo nuevo sin utilizar medios nuevos, y ese será el principal argumento de los defensores de Valle: el lenguaje singular, novedoso, exquisito. La fachada resplandeciente a la que tanta atención prestará su autor.
El esmero formal, la riqueza léxica y la adjetivación original y fantasiosa son las principales características de un estilo que se preciaba de ser único. Y en este crisol donde se mezclan galaicismos, madrileñismos, arcaicismos, argotismos y palabras inventadas, el elemento más cuidado y priorizado, la marca de la casa, será, como ya os imagináis, el adjetivo.
La literatura, para Valle, está en el adjetivo. El marqués de Bradomín es «feo, católico y sentimental»; Tirano Banderas, «cruel y vesánico»; la reina Isabel, «pomposa, frondosa, bombona»; el ministro de Luces de bohemia, «tripudo, repintado, mantecoso». Todo su arte está encaminado a sacarle brillo poético.
El adjetivo valleinclanesco pretende sorprender y crear correlaciones insospechadas entre elementos dispares. El catolicismo entre la fealdad y la sentimentalidad. La búsqueda de la analogía inesperada lo aproxima a la estética del cadáver exquisito surrealista.
Al no encontrar en la novela el medio de expresión más adecuado a su talento, Valle recaló en el teatro, donde, como buen autor moderno, reivindicó de entrada una libertad absoluta. La vía que abrió la Nueva comedia lopiana y que el romanticismo de Zorrilla y el duque de Rivas prolonga, se exacerba en Valle, quien introduce, además, la influencia del cada vez más poderoso cinematógrafo en la composición escénica, libérrima y no sujeta a otra norma que la del propio capricho. En Luces de bohemia nos paseamos por todos los ambientes capitalinos posibles.
La personalidad extravagante de Valle necesitaba imprimir un marchamo autorial absoluto a su creación. Insuflarle sus propias reglas a un molde que se entiende ya en su época —la modernidad recorre Europa— como decadente. Así, de la misma manera que Unamuno creó, con Niebla, la nivola, Valle injertó en el teatro el esperpento.
El concepto triunfó hasta el punto de que hoy esperpéntico es un adjetivo reconocido y de plena vigencia dentro y fuera de la literatura. Esperpento es la caricatura extrema, la sátira trágica y violenta de lo hispano, una broma macabra, cruel, y al mismo tiempo perversamente realista.
MAX.– Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.
DON LATINO.– ¡Estás completamente curda!
MAX.– Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.
DON LATINO.– ¡Miau! ¡Te estás contagiando!
MAX.– España es una deformación grotesca de la civilización europea.
DON LATINO.– ¡Pudiera! Yo me inhibo.
MAX.– Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.
DON LATINO.– Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos de la calle del Gato.
MAX.– Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
DON LATINO.– ¿Y dónde está el espejo?
MAX.– En el fondo del vaso.
DON LATINO.– ¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!
MAX.– Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.
Solo por este fragmento, Luces de bohemia merecería ocupar un lugar especial dentro de la producción de su autor. Estos diálogos son en sí un manifiesto estético.
Pero además es la más autobiográfica de las obras de Valle. Como hemos dicho, la bohemia literaria es la experiencia central de su vida, el asunto que mejor podía recrear y sobre el que mejor podía reflexionar. Aquí aparece la famosa definición de literatura como «colorín, pingajo y agua», que le regala Max al Ministro. El propio Ministro es un antiguo bohemio que, según confiesa, «se salvó del desastre renunciando al goce de hacer verso». Hasta desearía cambiarse por el poeta maldito: «¡Ay, Dieguito, usted no alcanzará nunca lo que son ilusión y bohemia!».
También aparecen los principales actores culturales de la época: los melenudos modernistas, los detestados académicos liderados por Benito el Garbancero, Unamuno «primer humorista del país» (Valle siempre tuvo muy mala baba), Rubén Darío y más.
El mismo Azorín es citado veladamente, como autor de la famosa frase «viva la bagatela».
Hay mucho de roman à clé en esta obra que debió de deleitar a los espectadores de la época.
Frente a toda una realidad social y cultural corrupta, el ciego, alcohólico y anarquizante Max Estrella se nos presenta como el único poeta auténtico, capaz de sacrificarlo todo por el arte: «Tengo el honor de no ser académico», «¡Y no me humillo pidiendo limosna!». Aunque inspirado en el conocido bohemio Alejandro Sawa, hay en él una transfusión directa del ego de Valle-Inclán. Los dos transforman sus sucias buhardillas en palacios ideales y ficticios. Los dos son capaces de morirse de hambre, «como moriremos todos los españoles dignos», según Latino. Los dos son genios histriónicos e incomprendidos. «¡En España es un delito el talento!»
El humor de Jardiel Poncela (1901-1952)
ESPECTADOR 4.°– ¡Vaya mujeres! (Al otro.) ¿Has visto?
ESPECTADOR 5.°– ¡Ya, ya! ¡Qué mujeres! (Hacen mutis por el foro lentamente.)
ESPECTADOR 6.°– ¡Vaya mujeres! (Se va por el foro.)
ESPECTADOR 1.°– ¡Menudas mujeres!
ESPECTADOR 2.°– (Al 1.°) ¿Has visto qué dos mujeres?
ESPECTADOR 1.°– Eso te iba a decir, que qué dos mujeres… (Se vuelve hacia el ESPECTADOR 3.°– hablando a un tiempo.)
ESPECTADORES 1.° Y 2.°– ¿Te has fijado qué dos mujeres?
ESPECTADOR 3.°– Me lo habéis quitado de la boca. ¡Qué dos mujeres! (Se van los tres por el foro.)
MARIDO.– (Aparte, al AMIGO, hablándole al oído.) ¿Se da usted cuenta qué dos mujeres?
AMIGO.– ¡Ya, ya! ¡Vaya dos mujeres!
ACOMODADOR.– (Mirando a las MUCHACHAS.) ¡Mi madre, qué dos mujeres!
ESPECTADOR 7.°– (Pasando ante las MUCHACHAS.) ¡Vaya mujeres! (Se va por el foro.)
MUCHACHA 1.a– (A la 2.a, con orgullo y satisfacción.) Digan lo que quieran, la verdad es que la gracia que hay en Madrid para el piropo no la hay en ningún lado.
La cita proviene de Eloísa está debajo de un almendro (1940), una de las comedias más reputadas de Poncela. Estrenada después de la guerra, es representativa de un teatro que nunca renegó de sus raíces vanguardistas. El gag en cuestión —efectista y tremendamente eficaz— es toda una declaración de intenciones de quien siempre buscó desmarcarse tanto del costumbrismo castizo de los Quintero como de las astracanadas de Muñoz Seca y, en definitiva, del teatro del chascarrillo.
Jardiel Poncela era muy consciente de que con él se inicia una nueva época en el humor.
Con él nace una de las corrientes más propias, genuinas y satisfactorias de la producción literaria española del siglo XX. La que empieza en la revista Buen humor, en la que colaboraron entre otros Gómez de la Serna, que lo apadrinó desde un principio (Jardiel Poncela fue un asiduo tertuliano del Pombo); pasa por la revista La Codorniz, con los Edgar Neville, Miguel Mihura y compañía (me quedo con la primera época), y culmina con artistas tan dispares como el cineasta Berlanga o el dibujante Ibáñez, el autor de Mortadelo y Filemón, estos últimos más casticistas.
El árbol frondoso del humor español ha tenido muchas ramificaciones. Y todo ello arraiga, de alguna manera, en la revolución que lleva a cabo, antes que nadie, Jardiel Poncela.
Cuando yo empecé, el teatro cómico consistía en hacer chistes con los apellidos y aquello se moría. Yo decidí cambiar por completo la línea mediante la posible novedad de los temas, peculiaridad en el diálogo, supresión de antecedentes, posible novedad en la situación, novedad en los enfoques, en el desarrollo.
Pero Jardiel Poncela lo tuvo todo en contra desde el principio y vivió en un estado de continua lucha: contra su físico débil, contra una sociedad con la que tras la guerra había perdido la sintonía (su universo se correspondía con los gustos de la burguesía capitalina cosmopolita de la preguerra, no con la retrógrada y autárquica sociedad franquista), contra los avatares de un teatro en el que apenas tenía cabida, contra su salud, contra los altibajos de la fortuna y por supuesto contra los críticos teatrales.
El público paga y el crítico pega, solía repetir con amargura.
El epitafio que mandó grabar en su tumba fue: «Si queréis los mayores elogios, moríos».
El periodista Haro Tecglen recrea en su prólogo a ¡Espérame en Siberia, vida mía! las tremendas pitadas que tenía que soportar en muchos estrenos y cómo, después de una vida de altibajos, murió en la miseria más absoluta.
Gómez de la Serna lo resumió así:
Hizo lo mejor que se puede hacer con el teatro: trastornarlo, ensayar ausencias y presencias removiendo su gran azar. Pero ese esfuerzo, esa lucha del teatro que hay que tomar como los antiguos capitanes tomaban un alcázar, le destrozó. Venció, pero le deshizo el esfuerzo.
Tal vez lo más fácil, para tomar conciencia de la ruptura que supuso su teatro, sea echarle un vistazo al contexto.
Si pasamos revista al año 1927, cuando presenta su ópera prima, Una noche de primavera sin sueño, comprobamos que esa temporada se estrena Mariana Pineda, de Lorca, y que Valle-Inclán anda procurando imponer sus a ratos siniestros esperpentos, mientras Max Aub y otros abordan un teatro tímidamente experimental.
Y si Benavente seguía siendo el rey del teatro serio, en el universo del humor triunfaban el casticismo de los Quintero y las astracanadas de Muñoz Seca, el autor de la archiconocida La venganza de don Mendo, a quien se suele contraponer a Jardiel Poncela.
No podía haber más diferencia, con respecto a todos ellos, que este mundo intemporal y absolutamente ajeno a la realidad en el que desarrolla Jardiel Poncela su humorismo inverosímil y elegante, limpio y perfectamente moderno.
Dentro de esta trayectoria atípica y en conflicto con la sensibilidad de su tiempo, parece hasta apropiadado que tuviera uno de sus triunfos más reconocidos precisamente en el año 1936, con Cuatro corazones con freno y marcha atrás.
Mientras el país a su alrededor entraba en guerra, Jardiel Poncela estrenaba su alucinada comedia sobre dos parejas y un cartero que descubren una pócima capaz de hacerlos inmortales, primero, y de rejuvenecerlos progresivamente, después.
Más que escapismo, este vivir de espaldas a una realidad tan horrorosa tenía algo de heroico y trágico. A mí me hace pensar en los músicos del Titanic.
A diferencia de Muñoz Seca, Jardiel Poncela salvó el pellejo y pudo continuar estrenando. Pero su mundo había desaparecido y perdió el favor del público.
La innovación principal que se le reconoce tiene que ver con el tono voluntariamente inverosímil y casi surrealista de sus comedias, que se acercan a ratos al teatro del absurdo, al que preceden. Hay muchos puntos de contacto con este movimiento. Jardiel Poncela se definió a sí mismo como un «adelantado de chispa», y nadie puede negarle el carácter iconoclasta y rompedor de su obra.
También era un gran conocedor de la tradición dramática, y eso se aprecia en Cuatro corazones… El asunto de las herencias y los señoritos arruinados, de las relaciones entre amos y criados, el de los inventos y las extravagancias de los científicos, son tópicos teatrales de la época.
Cuando las parejas se trasladan a una isla desierta nos damos de bruces con Robinson Crusoe, otro motivo conocido. Y eso se aliña con alusiones al mundo moderno típicas de los años treinta: el vendedor de pólizas de seguros, el título.
Hasta cabe pensar que el autor observa las leyes lopianas al contraponer una pareja de galán y dama (Ricardo y Valentina) con otra de mayor protagonismo humorístico (Hortensia y Bremón), acompañados por el inevitable gracioso, el cartero Emiliano.
Jardiel Poncela somete toda la estructura de su historia al efecto cómico, a la carcajada que han de producir. Allí es donde mejor se nota su dominio absoluto de los mecanismos clásicos del humor. La sucesión de desconcertantes entradas y un cúmulo de enigmas para captar la atención del espectador en el arranque es un buen ejemplo.
Otro sería la tradicional lectura de la carta, en el primer acto. Resulta bonito ver cómo el autor exprime al máximo las posibilidades cómicas de la situación a través de los comentarios hilarantes de sus personajes.
EMILIANO.– Traiga usted. (Le quita la carta a VALENTINA y se dispone a leerla, seguido por todos; pero lanza una exclamación de rabia.) ¡Maldita sea mi estampa!…
LUISA.– ¡Jesús!…
CORUJEDO.– ¿Qué ocurre?
EMILIANO.– Que, a pesar de ser cartero, no entiendo la letra del doctor.
CORUJEDO.– Déjemela usted a mí, que he sido boticario. (Coge la carta y lee en el otro extremo del escenario, seguido por todos.) Doctor Bremón y Novaliches, Leganitos, 28, hotel.
EMILIANO.– Más abajo, señor Corujedo, que eso es el membrete.
CORUJEDO.– «Ceferino Bremón.»
EMILIANO.– Más arriba, que esa es la firma.
VALERIANA.– ¡Qué mala puntería tiene este señor!
CORUJEDO.– «Querido Ricardo»…
EMILIANO.– Ahí…
CORUJEDO.– «Querido Ricardo: ten serenidad para recibir la noticia espeluznante que voy a darte en esta carta…»
EMILIANO.– ¡Caray!
CORUJEDO.– «La noticia es sencillamente que he triunfado.»
EMILIANO.– ¿Que ha triunfado?…
CORUJEDO.– (Lee.) «Mis quince años…»
LUISA.– ¿Sus quince años?
EMILIANO.– ¿Pero qué edad tiene el doctor?
CORUJEDO.– «Mis quince años de esfuerzos y trabajos han resultado inútiles.»
EMILIANO.– ¡Ah, vamos! ¡Ya decía yo!…
Jardiel Poncela no mentía cuando comparaba el humor a un mecanismo de relojería: estudiaba minuciosamente el tiempo y la sorpresa y creaba mecanismos para que estallaran en el momento preciso.
El tiempo congelado de la posguerra: Historia de una escalera (1949), de Buero Vallejo
URBANO.– Baja al «casinillo». (Señalando el hueco de la ventana.) Te invito a un cigarro. (Pausa.) ¡Baja, hombre! (Fernando empieza a bajar sin prisa.) Algo te pasa. (Sacando la petaca.) ¿No se puede saber?
FERNANDO.– (Que ha llegado.) Nada, lo de siempre… (Se recuestan en la pared del «casinillo». Mientras hacen los pitillos.) ¡Que estoy harto de todo esto!
URBANO.– (Riendo.) Eso es ya muy viejo. Creí que te ocurría algo.
FERNANDO.– Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (Breve pausa.) En fin, ¡para qué hablar! ¿Qué hay por tu fábrica?
URBANO.– ¡Muchas cosas! Desde la última huelga de metalúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A ver cuándo nos imitáis los dependientes.
FERNANDO.– No me interesan esas cosas.
URBANO.– Porque eres tonto. No sé de qué te sirve tanta lectura.
FERNANDO.– ¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de esos líos?
URBANO.– Fernando, eres un desgraciado. Y lo peor es que no lo sabes. Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Ésa es nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuenta de que no eres más que un triste hortera. ¡Pero como te crees un marqués!
FERNANDO.– No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esa sordidez en que vivimos.
URBANO.– Y a los demás que los parta un rayo.
FERNANDO.– ¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros os metéis en el sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero ese no es camino para mí. Yo sé que puedo subir y subiré solo.
URBANO.– ¿Se puede uno reír?
FERNANDO.– Haz lo que te dé la gana.
URBANO.– (Sonriendo.) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar todos los días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como has hecho hoy…
FERNANDO.– ¿Cómo lo sabes?
URBANO.– ¡Porque lo dice tu cara, simple! Y déjame continuar. No podrías tumbarte a hacer versitos ni a pensar en las musarañas; buscarías trabajos particulares para redondear el presupuesto y te acostarías a las tres de la mañana contento de ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que ahorrar, ahorrar como una urraca; quitándolo de la comida, del vestido, del tabaco… Y cuando llevases un montón de años haciendo eso, y ensayando negocios y buscando caminos, acabarías por verte solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre… No tienes tú madera para esa vida.
FERNANDO.– Ya lo veremos. Desde mañana mismo…
URBANO.– (Riendo.) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no lo has hecho desde ayer, o desde hace un mes? (Breve pausa.) Porque no puedes. Porque eres un soñador. ¡Y un gandul! (Fernando le mira lívido, conteniéndose, y hace un movimiento para marcharse.) ¡Espera, hombre! No te enfades. Todo esto te lo digo como un amigo.
(Pausa.)
FERNANDO.– (Más calmado y levemente despreciativo.) ¿Sabes lo que te digo? Que el tiempo lo dirá todo. Y que te emplazo. (Urbano le mira.) Sí, te emplazo para dentro de… diez años, por ejemplo. Veremos, para entonces, quién ha llegado más lejos; si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos.
Breve apunte sobre la posmodernidad teatral
He dejado clara mi debilidad por el humor español del siglo XX. El humor es lo que a mi juicio se ha producido de más original en las tablas españolas del último medio siglo.
Podría mencionar, desde luego, además de a Buero Vallejo, a otros autores más o menos realistas, como Alfonso Sastre (el más radical, políticamente, de los antifranquistas), o exitosos, como Antonio Gala o el Fernando Fernán Gómez de Las bicicletas son para el verano. Y también a dramaturgos expresionistas, como Francisco Nieva, o ya virulentamente surrealistas, pongamos por caso Arrabal, que con sus obras se ha adentrado por vericuetos inequívocamente modernos.
Pero tampoco me da la impresión de que hayamos perdido tanto. Lo que tiene más éxito no me interesa, y lo que más me interesa no ha tenido éxito. Hay obras nunca estrenadas o que tardan quince años en estrenarse, como Los hombres y sus sombras (terrores y miserias del IV Reich), que serían dignas de atención. Sin embargo el teatro es como el fútbol: el que está en el banquillo no existe.
En cuanto al panorama actual del teatro español, lo veo crudo.
¿Es posmoderno? Hombre, si la sensibilidad posmoderna se caracteriza por un rechazo de la mímesis tradicional, un cuestionamiento radical de la realidad y un pasticheo juguetón, con la readaptación, revitalización y mezcla de estilos, supongo que esta sensibilidad hace tiempo que se ha filtrado en las creaciones de los más jóvenes. Sin embargo, la presencia de los autores noveles y en general a los autóctonos es limitadísima (digo yo que de acuerdo con sus perspectivas de éxito), en beneficio, por lo que se ve, de la producción exterior y de reposiciones o reestrenos de clásicos.
Eso hace que ninguno haya adquirido el suficiente espacio y prestigio como para aparecer en este libro.
En ese sentido, estoy de acuerdo con la opinión expuesta en 2001 en el diario El Mundo por Manuel Hidalgo:
nos falta la emoción, la capacidad de identificación, el diagnóstico del momento, el pálpito de la vida del presente, la polémica y el escándalo que solo puede dar un teatro escrito por un autor contemporáneo, actual, y, en nuestro caso, español (…) pero no veo al autor español de hoy, no veo tal problema social o político, tal costumbre (…) o tal rasgo de nuestra vida española elevado a las tablas con tanta urgencia como pertinencia, me da igual si para reír, para llorar o para pensar, o para todo a la vez. Y no veo, claro, la expectativa, la vibración por el hecho de que eso vaya a producirse, la posibilidad del acontecimiento, de la gran noche teatral —a la antigua usanza—, en la que el autor previamente atendido, seguido y esperado vaya a darnos su último diagnóstico, su última crónica, su última sátira de lo que nos pasa y de lo que somos.
Diez años después, el panorama sigue sin cambiar.
No existe ahora mismo un autor del prestigio y el éxito que pueda tener un David Mamet en USA, por ejemplo. O una Yasmina Reza en Francia. Y menos en versión posmoderna.
Si acaso, lo más posmoderno en teatro sean los grandes espectáculos de compañías catalanas como Els Joglars, Comediants o La Fura dels Baus, que preconizan un espectáculo total, con una impactante mezcla de fotografía, vídeo, pintura y arquitectura.
El planteamiento es indudablemente posmoderno. Pero tengo la impresión de que con ellos estamos ya más fuera que dentro del ámbito propiamente literario. Aun así, su éxito es una muestra de la vitalidad que este nuevo espectáculo teatral, más industrial si se quiere, está teniendo.
Un puñado de buenas lecturas teatrales: La Celestina, Fuenteovejuna, La vida es sueño, El burlador de Sevilla y convidado de piedra, El sí de las niñas, Don Juan Tenorio, Don Álvaro o la fuerza del sino, Luces de bohemia, Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Historia de una escalera, Tres sombreros de copa…