Miguel Servet, el teólogo contestatario

Este singular hereje del siglo XVI fue, sin pretenderlo, un destacado representante del erasmismo científico. Sus trabajos, ideas y conclusiones recibieron la más furibunda crítica desde todos los ámbitos religiosos del cristianismo. Un mérito poco extendido en aquella Europa dividida por diferentes formas de entender el mensaje cristiano. Aun así, el injusto juicio al que fue sometido y su innegable aportación al avance médico gracias a su descubrimiento sobre la circulación sanguínea pulmonar le hacen merecedor de un lugar de privilegio en la galería de personajes ilustres de la humanidad.

Nació en 1511 en Villanueva de Sigena, un pequeño pueblo de Huesca, donde su padre ejercía el noble oficio de notario. La formación del pequeño Miguel fue bastante completa, pues cuando abandonó con trece años su lugar de origen rumbo a Lleida y Barcelona, ya hablaba perfectamente latín, griego y hebreo. Con apenas quince años consiguió ser discípulo protegido de fray José de Quintana, quien, a la postre, se convertiría en confesor personal del emperador Carlos V Precisamente, Miguel en compañía de su maestro asistió a la coronación imperial celebrada en Bolonia en 1529. A decir verdad, sus años adolescentes le marcaron decisivamente a la hora de emprender sus constantes retos teológicos y científicos. Su formación académica quedó resuelta en sus estancias por tierras francesas, donde se impregnó de los aires intelectuales reformistas que circulaban por aquellos lares. Estas tendencias conjugaron a la perfección con su talante obstinado e independiente, dando rienda suelta a su pensamiento libre y rebelde. Con diecinueve años fue acusado de hereje por formular algunas hipótesis sobre la supuesta falsedad trinitaria de Dios. En 1531 publicó su primera obra, cuyo título no invitaba al engaño: De Trinitatis Erroribus. Planteamiento que quedó reforzado un año más tarde con la publicación de Dialogorum de trinitate libri duo, y De iustitia regni Christi capitula quattuor. Estos textos le procuraron encendidos ataques de protestantes y católicos. La Santa Inquisición condenó sus trabajos y ya nunca pudo regresar a su patria por temor a ser juzgado y quemado en la hoguera.

Servet, fiel a su espíritu y a sus postulados analíticos sobre la religión, inició desde entonces un peregrinaje por algunos territorios europeos. De Alemania pasó a Francia, donde conoció al reformista Calvino, con quien, por supuesto, terminó discutiendo acaloradamente. Una vez más, el incómodo aragonés tuvo que huir, y en esta ocasión salió de París con destino a Lyon, ciudad en la que trabó relación profesional con unos impresores, los cuales le encargaron tres ediciones de la Biblia y dos sobre las obras de Ptolomeo. Fueron unos años de relativa paz en los que hizo amistad con el médico Champier, quien inculcó a Servet su amor por la medicina. Gracias a ello decidió inscribirse en la Universidad de París dispuesto a ser galeno, oficio que practicó desde entonces con cierta notoriedad por algunos pueblos y ciudades de Francia, afincándose finalmente en la localidad de Vienne, donde permaneció como médico personal del obispo local hasta 1553, año en el que sus publicaciones, discrepancias y rebeldías le condujeron a la cárcel por hereje. Hasta ese momento, Miguel Servet había ya publicado abundante material, no sólo sobre teología, sino también sobre la disciplina médica. Y, en ese sentido, debemos hablar de su principal obra, titulada Christianismi Restitutio, esbozada durante años y publicada en enero de 1553. En el texto se explicaba en un apartado, a modo de sencilla digresión, nada menos que la circulación sanguínea pulmonar, hecho observado minuciosamente por él en su época de galeno y desconocido para el resto de los mortales. Lo curioso de esta historia radica en que el científico aragonés no incluyó el hallazgo en ninguna obra dedicada a la fisiología y sí lo hizo, en cambio, en un texto teológico. La explicación a esta incógnita es clara, pues Servet pensaba que el alma humana estaba confortablemente instalada en la sangre, de ahí su interés por averiguar cómo transitaba el líquido vital por el cuerpo humano. El escándalo fue mayúsculo y, aunque logró escapar de su encierro inicial en Vienne, al final fue capturado mientras asistía camuflado a un sermón de Calvino en Ginebra. El implacable dictador religioso no quiso escuchar las peticiones de clemencia del aragonés y, sin dilación, preparó un juicio sumarísimo en el que se le negó abogado defensor al sufrido provocador. La sentencia se dictó casi de inmediato y aquí transcribimos su parte final:

«Contra Miguel Servet en el Remo de Aragón, en España: porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas; porque contraría a las escrituras decir que Jesús Cristo es un hijo de David; y por decir que el bautismo de los pequeños infantes es una obra de la brujería, y por muchos otros puntos y artículos y execrables blasfemias con las que el libro está así dirigido contra Dios y la sagrada doctrina evangélica —Restitución del cristianismo—, para seducir y defraudar a los pobres ignorantes. Por estas y otras razones te condenamos, Miguel Servet, a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo junto a tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que quieran cometer lo mismo».

Al día siguiente Miguel Servet fue conducido a Champel, lugar donde se celebró su ejecución, utilizándose leña verde para que la agonía fuera lenta. Tenía cuarenta y dos años y había conseguido polemizar con todos los sectores recalcitrantes del cristianismo. Sin duda, este mártir del librepensamiento merece nuestro respeto.