¿Tienen algún mérito los evangelios apócrifos?

Tenemos delante los cuatro Evangelios oficiales, que ocupan apenas un centenar de páginas. Al lado hemos colocado otros evangelios, los prohibidos, y ocupan más de cuatro mil páginas…

Así es. Al margen de los que siempre nos han presentado como los auténticos, hay decenas de textos que nos transmiten igualmente los hechos de la vida de Jesús. Por desgracia para la Iglesia, unos y otros merecen la misma consideración, sea mucha o poca, pero quieran o no tienen la misma credibilidad. El problema es que unos presentan determinadas informaciones que resultan contrarias a los dogmas mantenidos por el Vaticano durante dos mil años. Y son precisamente los que apoyan esos dogmas aquellos que merecen la catalogación oficial de favoritos…

Hacia el siglo II y III circulaban decenas de relatos evangélicos entre los fieles seguidores de la entonces herejía cristiana. Sin embargo, quienes mandaban en la incipiente Iglesia procuraban que los seguidores de Jesús mantuvieran unas creencias determinadas que les asegurara el control ideológico de los creyentes. En ésas tuvo lugar el concilio de Nicea, allá por el año 325. Fue allí —y sólo entonces— cuando se decidió cuáles de los más de cincuenta evangelios conocidos pasaban a recibir el sello de «autenticidad». Y los elegidos fueron, como el lector puede imaginar, los de Lucas, Mateo, Marcos y Juan. Mientras tanto, el resto quedó condenado al ostracismo y al olvido, cuando no al desprecio más absoluto.

¿Cuál fue el criterio del que se sirvieron los padres de la Iglesia para determinar qué evangelios eran los válidos? Como se puede suponer, dejaron la elección en manos de Dios…

Hay varias versiones al respecto. Según relatan algunos textos, los obispos colocaron todos los evangelios sobre el altar y pidieron a Dios que enviara una señal para elegir aquellos que fueron escritos por inspiración divina. De repente, cuarenta y seis de aquellos libros empezaron a caer uno tras otro al suelo. Los únicos cuatro que no se movieron fueron los que, según los reunidos, eran auténticos…

No mucho más creíble es otra versión según la cual una paloma sobrevoló Nicea durante la celebración del concilio, coronando a los obispos tras entrar en la sala de reunión atravesando un cristal sin romperlo. Entonces, la paloma se fue posando sobre el hombro de cada uno de ellos susurrándoles al oído cuáles eran los verdaderos evangelios que debían ser tomados como «palabra de Dios».

Una versión algo más lógica —sólo en parte, claro— dice que los obispos colocaron sobre el altar aquellos textos evangélicos que en opinión de ellos eran los más coherentes. Tras ello, comenzaron a rezar pidiendo a Dios que les diera alguna señal si estaban equivocados al elegir aquellos cuatro textos. Una señal que podía consistir —relata el libro anónimo Libelus Synodicus— en arrojar a las paredes cualquiera de los libros que fueran contrarios a Dios. Lógicamente, ninguno de aquellos libros se movió un centímetro de su lugar. No es difícil adivinar que se trata de los cuatro Evangelios conocidos y que fueron elegidos previamente por los obispos porque, sencillamente, su contenido no quebraba las normas y creencias que ya se edificaban como pilar vital para los millones de cristianos que existían en Europa. Eso sí: al margen de esos cuatro, no colocaron ninguno más sobre el altar.

Por culpa de esta división entre «canónicos» y «apócrifos», la humanidad no ha podido tener fácil acceso a infinidad de textos que podrían arrojar luz sobre la figura de Jesús de Nazaret. De haber sido públicos, sabríamos mucho más sobre el personaje más importante e influyente de la historia. Habríamos descubierto a un personaje mucho más humano de lo descrito por los Evangelios canónicos, conocedor de las tradiciones esotéricas imperantes en la época, fuertemente implicado en las luchas políticas de su pueblo a favor de la libertad e independencia, sabedor del pálpito desgarrador que significa sentir amor carnal y transmisor de conductas pragmáticas encaminadas a buscar la paz y sabiduría interior de un modo distinto a como lo enseñan los Evangelios «legales». El problema es que, de no haber existido una criba para determinar qué evangelios estaban prohibidos, el Vaticano jamás habría tenido sentido. Porque, entre otras cosas, esos textos heréticos no dicen nada sobre que Jesús fundara una Iglesia…