Samuráis, los guerreros del Sol Naciente

En los últimos años ha cobrado auge la fascinación por el mundo oriental, palabras como ninja, bushido, samurái o todas las relacionadas con las artes marciales seducen a jóvenes de todo el hemisferio. Pero ¿por qué tanta fascinación? Seguramente, por la búsqueda incesante de valores humanos, muy difuminados en los últimos tiempos para nuestro aburrido y decadente sistema de vida. Y, en ese sentido, virtudes como el honor, la lealtad y el heroísmo nos han puesto en contacto con un universo enigmático hasta hace pocas décadas. Es admirable la condición y el alma de los antiguos guerreros medievales, hombres dispuestos a sacrificar sus vidas en la defensa de lo que ellos entendían como nobles ideales. Los caballeros europeos son sobradamente conocidos gracias a nuestra literatura más cercana, empero, los paladines de Oriente, acaso por la distancia o por una ignorancia aceptada, han sido cubiertos por la bruma o por los fantasmas del recelo. Curiosamente, si nos ponemos a la tarea de comparar vida y obra de estos luchadores, comprobaremos que no se diferencian en exceso en cuanto a determinadas pautas de comportamiento y pronto observaremos que hay pocas cosas que separen al Cid de un samurái Minamoto.

Según rezan las antiguas leyendas de la mitología japonesa, en el albor de los tiempos una bella diosa nipona contrajo tristeza de amor, y de sus lágrimas brotaron islas que conformaron el archipiélago del Sol Naciente. Siglos más tarde, surgirían guardianes para proteger las costas y territorios de una de las culturas más apasionantes de las que pueblan nuestro planeta.

Samurái significa en japonés «servidor», y eso es precisamente lo que esta casta guerrera e intelectual hizo durante su tiempo de hegemonía —servir a sus señores feudales—, esos mismos daimio que pugnaban por el control de un imperio cuya representación figurativa máxima es el crisantemo. Dicen que la vida de un samurái era bella y breve como la flor del ciruelo, por eso no es extraño que uno de sus lemas vitales fuera: «Morir es sólo la puerta para una vida digna».

Estos magníficos caballeros mantuvieron una intensa vida militar entre los siglos XII y XVII. En ese periodo de luchas entre clanes, se les podía ver orgullosos a lomos de sus pequeños aunque resistentes caballos y fieles al ritual guerrero impuesto por el bushido, auténtico código de conducta para aquel que se formara en esta indomable casta. La liturgia del samurái antes de cada batalla sigue estremeciendo a todo aquel que se acerque a su historia. El poder contemplar a cualquiera de estos hombres en la preparación de un combate constituía un enorme espectáculo donde la intensidad y el honor lo invadían todo. Con sumo cuidado ceñían a su cuerpo majestuosas armaduras lacadas en negro en las que un sinfín de piezas ajustadas milimétricamente protegían a su dueño. La ceremonia se completaba cuando el samurái cogía sus armas personales, en las que destacaba la katana, una infalible espada de sesenta centímetros de largo elaborada con técnicas ancestrales sólo conocidas por escogidos maestros herreros, los cuales necesitaban tres meses para forjarlas. La tradición exigía que fuera la espada la que eligiera a su compañero, para ello el guerrero se situaba ante una selección de espadas expuesta por el forjador. La elección sólo dependía de las vibraciones comunes emitidas por la espada y el samurái. Una vez juntos, no volverían a separarse jamás, entroncándose sus almas hasta el combate final.

Los samuráis ocupaban sus periodos de ocio en el perfeccionamiento del espíritu. Gustaban de la poesía y el teatro y se refugiaban con frecuencia en la creación de maravillosos jardines flotantes. Eran ilustres pensadores que engrandecieron Japón en diferentes ámbitos.

Su declive llegó cuando la paz y los tiempos modernos se instalaron en el país. En 1868 el 7 por ciento de la población japonesa se podía considerar samurái, es decir, dos millones de personas regentaban sus vidas basándose en el código bushido. Muchos, ante el temor popular que seguían infundiendo, se refugiaron en las ciudades, convirtiéndose en artistas, comerciantes o profesores; otros no tuvieron esa suerte, quedando abandonados a la marginación o al alcoholismo.

En 1876 los samuráis se rebelaron ante el poder. Durante más de un año mantuvieron en jaque al gobierno con sus armas tradicionales. Sin embargo, el peso de la nueva tecnología bélica aplastó sus tradiciones y orgullo y más de veinte mil murieron acribillados por fusiles repetidores o ametralladoras de posición mientras realizaban sus últimas y gloriosas cargas de caballería. Fue la única manera que concibieron para morir de una forma noble que hiciera justicia a las enseñanzas recibidas; otros optaron por el seppuku o suicidio ritual, acabando sus días por su propia mano y no por la del enemigo.

En 1944 el espíritu samurái resurgió en forma de kamikazes que intentaban frenar el avance norteamericano sobre sus islas. Como sabemos, todo fue inútil, y aquel viento divino terminó por estrellarse contra el acero blindado de los buques aliados. No obstante, algo queda en la idiosincrasia nipona de aquellos bravos guerreros, lo vemos en su talante nacional, el mismo que ha impulsado a un imperio abatido por la guerra a volver a situarse posteriormente en una posición de liderazgo, junto a las potencias que lo derrotaron.